Capítulo III

III

Las diez de la mañana. Estamos en casa de Marya Aleksandrovna, en la calle principal, en esa misma habitación que en ocasiones solemnes la señora de la casa llama su salón. Marya Aleksandrovna tiene también un boudoir. El salón tiene suelos bien pintados y el papel de las paredes, encargado especialmente, es bastante bonito. En el mobiliario, un tanto engorroso, predomina el color rojo. Hay chimenea, sobre ella un espejo, delante de éste un reloj de bronce con un cupido de muy mal gusto. En la pared, entre las ventanas, hay dos espejos a los que ya se han quitado los guardapolvos. Delante de los espejos, otros relojes sobre mesas pequeñas. Junto a la pared del fondo un excelente piano que se ha traído para Zina. Zina es experta en música. En torno a la bien cargada chimenea hay varios sillones distribuidos en lo posible con pintoresco desorden. Entre ellos una mesita. En el otro extremo de la habitación hay otra mesa cubierta con un mantel de blancura deslumbrante. Sobre ella hierve un samovar de plata y hay un bonito servicio de té. Al cuidado del samovar y el té está una señora que vive con Marya Aleksandrovna en calidad de pariente lejana, Nastasya Petrovna Zyablova. Dos palabras sobre esta dama. Es viuda que ha rebasado la treintena, morena, de color fresco y ojos vivos castaño oscuro. En general, no está mal de aspecto. Es de genio alegre, muy dada a las risotadas, bastante astuta y, por supuesto, chismosa, y sabe bien dónde le pincha el zapato. Tiene dos hijos en no sé qué colegio. Mucho le gustaría casarse de nuevo. Mantiene su independencia con bastante celo. Su marido había sido oficial del ejército.

La propia Marya Aleksandrovna está sentada a la chimenea, en excelente disposición de ánimo y lleva un vestido verde claro que le sienta bien. Se ha alegrado lo indecible con la venida del príncipe, quien en ese momento está arriba atendiendo a su toilette. Está tan contenta que no se esfuerza siquiera por disimular su gozo. Ante ella, de pie, está un joven que relata algo con animación. Por la expresión de sus ojos se nota que quiere agradar a sus oyentes. Tiene veinticinco años. Sus modales no estarían mal si no fuera porque a menudo se deja arrastrar por el entusiasmo y, además, con gran pretensión de agudeza y humor. Viste con distinción, es rubio y apuesto. Pero ya hemos hablado de él: es el señor Mozglyakov, en quien se cifran grandes esperanzas. Marya Aleksandrovna piensa para sí que la cabeza del joven no está todo lo llena que debiera estar, pero le recibe exquisitamente. Es aspirante a la mano de su hija Zina, de quien, según él, está enamorado hasta la locura. Se vuelve a cada instante hacia Zina, afanándose por arrancar de los labios de ésta una sonrisa a fuerza de ingenio y buen humor. Pero ella se muestra fría y distante. En este momento se mantiene un poco apartada, de pie junto al piano, hojeando un calendario. Es una de esas mujeres que producen un asombro fervoroso y general cuando se presentan en sociedad. Es de extraordinaria belleza: alta, morena, de ojos espléndidos casi enteramente negros, de hermoso talle y de robusto y soberbio seno. Tiene hombros y brazos como los de una estatua antigua, pies de seductora pequeñez y un porte majestuoso. Hoy está un poco pálida; no obstante, sus labios rojos y gordezuelos, de líneas maravillosas, entre los cuales brillan como hilo de perlas unos dientes menudos e iguales, se le aparecerán a uno en sueños tres días seguidos con sólo mirarlos una vez. La expresión de Zina es grave y severa. Monsieur Mozglyakov parece arredrarse cuando ella le mira con fijeza; por lo menos, cuando encuentra esa mirada se encoge un tanto. Los movimientos de Zina son altivamente desenvueltos. Lleva un vestido sencillo de muselina blanca. El color blanco le va muy bien, aunque, la verdad sea dicha, todo le va bien. En uno de los dedos lleva un anillo de cabellos trenzados que, a juzgar por el color, no son de su madre. Mozglyakov nunca se ha atrevido a preguntarle de quién son. Esta mañana Zina parece más taciturna que de costumbre, incluso triste, como si tuviera alguna preocupación. Por el contrario, Marya Aleksandrovna está dispuesta a charlar por los codos, aunque de vez en cuando lanza también a su hija una mirada peculiar, recelosa, si bien a hurtadillas, como si ella también le tuviera miedo.

—Estoy tan contenta, tan contenta, Pavel Aleksandrovich —parlotea la dama—, que me dan ganas de ponerme en la ventana y gritárselo a todo el mundo. Y no es sólo por la agradable sorpresa que nos ha dado usted a Zina y a mí llegando quince días antes de lo convenido; eso ni que decir tiene. Lo que me colma de alegría es que haya traído aquí a ese querido príncipe. ¿Sabe usted lo mucho que quiero a ese anciano encantador? Claro que no. Usted no me comprenderá. Ustedes, la gente joven, no comprenderán mi entusiasmo por mucho que yo les diga. ¿Sabe usted lo que él fue para mí en el pasado, hace seis años? ¿Te acuerdas, Zina? Aunque me olvidaba de que tú estabas entonces visitando a tu tía… No se lo creerá usted, Pavel Aleksandrovich: yo era su guía, su hermana, su madre. Me obedecía como un niño. Nuestras relaciones tenían algo de inocente, de tierno y bien nacido; algo casi pastoril, por así decirlo… En realidad no sé cómo llamarlo. He ahí por qué ce pauvre prince no ha pensado, en su gratitud, más que en mi casa. ¿Sabe usted, Pavel Aleksandrovich, que quizá le haya salvado con traerle aquí? En estos seis años he pensado en él con pena. No lo creerá usted, pero se me aparecía en sueños. Dicen que esa mujer abominable le ha hechizado, le ha aniquilado. Pero por fin le ha librado usted de sus garras. Ahora hay que aprovechar la ocasión y salvarle por completo. Dígame una vez más cómo ha logrado usted eso. Descríbame con todo detalle su encuentro con él. Hace un momento, con la prisa, no me he fijado más que en lo principal, aunque todos los pequeños detalles son, por así decirlo, la verdadera esencia del caso. Me pirro por los detalles. Los detalles son para mí lo primero de todo, aun en las ocasiones más importantes…; y mientras que él sigue con su toilette…

—¡Pero si ya le he contado todo lo que había que contar, Marya Aleksandrovna! —Responde Mozglyakov complaciente, dispuesto a contarlo todo por décima vez, de gusto que le da hacerlo—. He estado viajando toda la noche y, claro, no he dormido en toda ella. Bien puede usted figurarse la prisa que me he dado —añade volviéndose a Zina—; en resumen, maldije, grité, exigí caballos de refresco, hasta armé un escándalo por lo de los caballos en las estaciones de relevo. Si esto se imprimiera, resultaría un poema del gusto más moderno. Pero dejemos eso. A las seis de la mañana llegué a la última estación, en Igishevo. Estaba aterido, pero no quise calentarme siquiera y pedí caballos. Asusté a la mujer del encargado que estaba dando de mamar a un niño; ahora, por lo visto, se le ha cortado la leche… Una salida de sol encantadora. Ya sabe usted que la escarcha se tiñe de rojo, de plata. Pero no me fijé en eso; en fin, que llevaba una prisa atroz. Me apoderé de los caballos a la fuerza, quitándoselos a un consejero colegiado a quien casi desafié a un duelo. Me dijeron que un cuarto de hora antes había partido de la estación cierto príncipe que, después de pasar la noche allí, había continuado el viaje con sus propios caballos. Apenas hice caso. Me metí en el trineo y salí disparado como si me hubiera escapado de un cepo. Fet dice algo por el estilo en una de sus elegías. A nueve verstas de la ciudad, en el cruce con el camino que va al monasterio Svetozerski, vi que había ocurrido algo insólito. Había volcado un enorme coche de camino. El cochero y dos lacayos estaban junto a él, sin saber qué hacer, mientras que del coche volcado salían gritos y lamentos que partían el alma. Pensé en pasar de largo: «¡Que se quede ahí volcado; no es de por aquí!». Pero salió ganando el amor al prójimo que, como dice Heine, siempre mete la nariz en todo. Me detuve. Yo, mi Semyon y el cochero, que también tiene un alma rusa, corrimos en auxilio de los accidentados, y entre todos los seis levantamos el coche y lo pusimos de pie, aunque en realidad no tenía pies porque iba sobre patines. También ayudaron unos campesinos que iban con leña a la ciudad y a quienes di una épropina. Pensé que probablemente se trataba del príncipe. Miré. ¡Santo Dios! Era él mismo, el príncipe Gavrila. ¡Qué encuentro! Le grité: «¡Príncipe! ¡Tío!». Por supuesto que casi no me conoció a la primera mirada, pero casi me conoció… a la segunda. Confieso, sin embargo, que aún ahora apenas sabe quién soy, y, al parecer, me toma por otro y no por un pariente suyo. Le vi hace siete años en Petersburgo cuando, claro, yo era todavía muchacho. Yo sí le recordaba, porque me impresionó mucho, pero él ¿cómo iba a acordarse de mí? Me presenté; quedó encantado, me abrazó, mientras todo él temblaba de espanto y lloraba, ¡y cómo lloraba! Todo eso lo vi con mis propios ojos. Hablando de esto y aquello acabé por persuadirle de que subiera a mi trineo y viniera siquiera un día a Mordasov para reponerse y descansar. Aceptó sin rechistar. Me dijo que iba al monasterio Svetozerski a ver al padre Misailo a quien honra y respeta; y que Stepanida Matveevna —¿y quién de nosotros los parientes no ha oído hablar de Stepanida Matveevna?, el año pasado me echó de Duhanovo a escobazos— había recibido una carta informándole que un pariente suyo en Moscú estaba en las últimas: un padre o una hija, no sé quién a punto fijo ni me interesa saberlo; quizá los dos, el padre y la hija, y por añadidura un sobrino que es mozo de taberna… En suma, que la dama, muy soliviantada, decidió apartarse de su príncipe unos diez días y marchó aprisa y corriendo a la capital a fin de embellecerla con su presencia. El príncipe aguantó un día, aguantó dos, se probó unas pelucas, se untó de pomada, se maquilló, trató de echarse la buenaventura con las cartas (y quizá también con las alubias), pero todo se le hizo inaguantable sin su Stepanida Matveevna. Pidió los caballos y salió para el monasterio Svetozerski. Uno de los criados, temeroso de la ausente Stepanida Matveevna, se atrevió a objetar, pero el príncipe se mantuvo firme. Salió ayer después de comer, pasó la noche en Igishevo, de allí partió al alba, y en el cruce con el camino que conduce al padre Misailo, el coche, que iba a gran velocidad, casi se cayó a un barranco. Yo le salvé y le prometí llevarle a casa de nuestra común y muy respetada amiga Marya Aleksandrovna. Dijo que es usted la dama más encantadora de cuantas ha conocido en su vida. Y aquí estamos. El príncipe está arriba retocando su toilette con el auxilio de su ayuda de cámara a quien nunca se olvida de llevar consigo y a quien nunca, en ningunas circunstancias, se olvidará de llevar consigo, porque preferiría morir a presentarse ante las damas sin hacer algunos preparativos o, mejor dicho, algunas reparaciones… Ésa es toda la historia. Eine allerliebste Geschichte!

—¡Pero qué humorista que es, Zina! —Exclama Marya Aleksandrovna después de oír toda la historia—. ¡Qué bien que lo ha contado! Ahora una pregunta, Paul. Explíqueme exactamente qué parentesco tiene usted con el príncipe. ¿Usted le llama tío?

—A decir verdad, Marya Aleksandrovna, ignoro el parentesco que nos une; parece que soy algo así como sobrino de primos segundos o quizás algo aún más remoto. De eso yo no tengo la culpa. La culpa la tiene mi tía Aglaya Mihailovna, que como no tiene otra cosa que hacer, se dedica a contar parentescos con los dedos. Ella fue la que me engatusó para que fuera a verle a Duhanovo el año pasado. ¡Ojalá hubiera ido ella misma!. En fin, que para simplificar le llamo tío y él me contesta. Ahí tiene usted nuestro parentesco, al menos hoy por hoy.

—De todos modos, repito que sólo Dios pudo darle a usted la idea de traerle directamente a esta casa. Me tiemblan las carnes de sólo pensar qué hubiera sido de él, pobre hombre, si hubiera caído en otras manos que las mías. ¡Lo habrían acaparado, lo habrían hecho pedazos, se lo habrían comido! Lo habrían explotado como si fuera un filón, una mina. ¡Usted no puede figurarse lo codiciosa, vil y trapecera que es la gentuza de aquí, Pavel Aleksandrovich!.

—Pero, vamos a ver, ¿a qué casa había de traerlo sino a ésta? ¡Qué cosas tiene usted, Marya Aleksandrovna! —Inyecta la viuda Nastasya Petrovna, que está sirviendo el té—. ¿Piensa usted acaso que iba a llevarlo a casa de Anna Nikolaevna?

—¿Pero por qué tarda tanto en salir? No deja de ser raro —comenta Marya Aleksandrovna levantándose impaciente de su sitio.

—¿Quién? ¿El tío? Pues creo que tardará todavía cinco horas en vestirse. Además, como no tiene pizca de memoria, es posible que hasta se haya olvidado de que ha venido aquí de visita. ¡Es un hombre sin igual, Marya Aleksandrovna!

—Basta, por favor, no desbarre.

—No es desbarrar, Marya Aleksandrovna; es la pura verdad. ¡Pero si más que un hombre es un medio maniquí! Usted le vio hace seis años, pero yo le he visto hace una hora. ¡Si es un medio difunto! ¡Si es más que el recuerdo de un hombre! ¡Si es que se han olvidado de enterrarle! ¡Pero si tiene los ojos postizos y las piernas artificiales! ¡Si funciona por resortes y hasta habla por medio de resortes!

—¡Dios santo, qué tarabilla es usted! ¡Hay que oírle! —Exclama Marya Aleksandrovna poniendo cara seria—. Y a usted, joven, que es pariente suyo, ¿no le da vergüenza hablar así de un venerable anciano? Aparte de su incomparable bondad —y aquí su voz se colora de ternura—, recuerde usted que se trata de un vestigio, de un fragmento, por así decirlo, de nuestra aristocracia. ¡Amigo mío, mon ami! Comprendo la frivolidad de usted, de la que tienen la culpa esas nuevas ideas de las que está siempre hablando. ¡Pero, Dios mío, si yo misma comparto esas ideas! Bien entiendo que el fundamento de esa actitud suya es noble y honroso. Tengo la impresión de que hay incluso algo sublime en esas nuevas ideas; pero nada de esto me impide ver el lado recto y, por así decirlo, práctico de las cosas. He vivido en el mundo, he visto más que usted y, al fin y al cabo, soy madre y usted es todavía joven. Él, por ser anciano, ¿habrá de parecernos ridículo? Hay más, y es que el año pasado anunció usted que pensaba emancipar a sus siervos y dijo que había que hacer algo para ponerse a la altura de los tiempos; y todo ello porque tenía la cabeza atiborrada de ese Shakespeare de usted. Créame, Pavel Aleksandrovich, ese Shakespeare de usted tuvo su momento de gloria hace ya siglos, y si resucitara no entendería jota de nuestra vida actual, a pesar de su talento. Si hay algo caballeresco y espléndido en nuestra sociedad contemporánea es cabalmente en las altas esferas. Un príncipe, aun vestido de tela de saco, seguirá siendo príncipe, Y aun viviendo en una choza será como si viviera en un palacio. Ahí está el marido de Natalya Dmitrievna, que se ha hecho construir algo así como un palacio; y, sin embargo, sigue siendo el marido de Natalya Dmitrievna y nada más. Incluso la propia Natalya Dmitrievna, aunque se ponga cincuenta crinolinas, seguirá siendo la Natalya Dmitrievna de antes, ni menos ni más. También usted representa en parte a las altas esferas porque de ellas desciende. Yo tampoco soy extraña a ellas —y malo será el pájaro que ensucie el propio nido. Pero, en fin, ya llegará usted a saber todo eso mejor que yo y olvidará a su Shakespeare. Se lo pronostico. Estoy segura de que aun ahora mismo no es usted sincero y que quiere sólo estar a la moda. Pero ya es demasiada cháchara Quédese aquí, mon cher Paul, que yo subo a enterarme qué hay del príncipe. Quizá necesite algo, y con esta estúpida servidumbre mía…

Y Marya Aleksandrovna abandonó el salón de prisa, recordando a su estúpida servidumbre.

—Marya Aleksandrovna parece muy contenta de que el príncipe no haya caído en manos de esa emperifollada Anna Nikolaevna. ¡Y ella que decía a todo el mundo que era pariente de él! Esta vez de seguro que revienta de rabia —observó Nastasya Petrovna; pero notando que no le respondían y mirando a Zina y Pavel Aleksandrovich, adivinó al punto la situación y salió de la habitación como si fuera a atender a algún quehacer. Pero en premio de su propio tacto se puso a escuchar detrás de la puerta.

Pavel Aleksandrovich se volvió inmediatamente a Zina. Estaba agitadísimo y le temblaba la voz.

—Zinaida Afanasievna, ¿no está usted enfadada conmigo? —preguntó con aire tímido y suplicante.

—¿Con usted? ¿Por qué? —repuso Zina, ruborizándose ligeramente y levantando a él sus ojos espléndidos.

—Por mi venida prematura, Zinaida Afanasievna. Es que no podía resistir. No podía esperar quince días más… He llegado hasta soñar con usted. He venido volando a enterarme de mi suerte. ¡Pero frunce usted el ceño, está enfadada! ¿Es posible que tampoco ahora me diga usted nada definitivo?

Zinaida, en efecto, tenía fruncido el ceño.

—Esperaba que hablaría usted de eso —respondió, bajando de nuevo los ojos, con voz firme y severa en la que despuntaba el enojo—. Y como esa expectativa ha sido muy penosa para mí, cuanto antes se resuelva mejor. Una vez más exige usted, mejor dicho, solicita una contestación. Permítame que se la repita, porque es la misma de antes: espere. Una vez más le digo que todavía no he llegado a una decisión, y que no puedo darle promesa de ser su esposa. Esto no se obtiene a la fuerza, Pavel Aleksandrovich. Pero para tranquilizarle le digo que todavía no le rehúso definitivamente. Note usted además que, al darle ahora esperanzas de una decisión favorable, lo haga sólo por corresponder a su impaciencia e intranquilidad. Repito que quiero quedar completamente libre en mi decisión y que si la contestación final es negativa, no deberá acusarme de haberle dado esperanzas. Así, pues, aténgase a eso.

—Bueno, sea —exclamó Mozglyakov con voz quejosa—. ¿Pero no es esto en realidad una esperanza? ¿Puedo sacar alguna esperanza de sus palabras, Zinaida Afanasievna?

—Recuerde lo que le he dicho y saque de ello lo que tenga por conveniente. Haga lo que le guste. Yo no le digo más. No le rechazo; le digo sólo que espere. Pero repito que me reservo el pleno derecho de rechazarle si se me antoja. Le diré algo más, Pavel Aleksandrovich. Si ha venido usted antes del plazo convenido para la contestación para recurrir a medios indirectos, confiando en la ayuda ajena, por ejemplo, en la influencia de mamá, se ha equivocado usted mucho en sus cálculos. En tal caso, le rechazo sin más, ¿me entiende? Y ahora, basta, y por favor no vuelva a hablarme de esto hasta que se cumpla el plazo.

Todo este alegato fue pronunciado con sequedad, firmeza y desembarazo, como algo aprendido de antemano. Monsieur Paul sintió que se le había dejado plantado. En ese momento volvió Marya Aleksandrovna e inmediatamente tras ella la señora Zyablova.

—Me parece que viene en seguida, Zina. ¡Nastasya Petrovna, de prisa, haga té fresco! —Marya Aleksandrovna mostraba una punta de agitación.

—Anna Nikolaevna ha mandado ya a ver qué pasa. Su Anyutka ha venido corriendo a preguntar en la cocina. ¡Menudo berrinche tendrá ahora! —apuntó Nastasya Petrovna abalanzándose sobre el samovar.

—¿Y a mí qué me importa?, —dijo Marya Aleksandrovna a Nastasya Petrovna por encima del hombro—. ¡Como si a mí me interesara averiguar lo que piensa Anna Nikolaevna! Le aseguro que yo no mandaré a nadie por noticias a su cocina. Y me asombra, de veras que me asombra, que me considere usted enemiga de esa pobre Anna Kikolaevna; y no sólo usted, sino toda la ciudad. Apelo a su juicio, Pavel Aleksandrovich. Usted nos conoce a las dos. ¿Por qué razón habría de ser yo enemiga suya? ¿Por cuestiones de primacía? ¡Pero si a mí me trae sin cuidado esa primacía! ¡Que sea ella la primera! Yo sería la primera en ir a felicitarla por su primacía. Pero, al fin y al cabo, todo eso es injusto. Intercedo por ella, tengo que interceder por ella. La calumnian. ¿Por qué la atacan ustedes todas? ¿Porque es joven y le gusta ir bien vestida? A mi juicio más vale que le guste la ropa que no otra cosa, como le sucede a Natalya Dmitrievna, a quien le gusta… lo que no es posible decir. ¿Será acaso porque Anna Nikolaevna está siempre de la ceca a la meca y no puede parar en casa? ¡Pero, Dios mío, si no ha recibido educación ninguna y le cuesta trabajo abrir un libro u ocuparse dos minutos seguidos en cualquier cosa! ¿Qué coquetea y hace ojos desde la ventana a todo el que pasa por la calle? Pero ¿por qué le dicen que es tan bonita, cuando sólo tiene el cutis blanco y pare usted de contar? ¿Qué es el hazmerreír de los bailes? De acuerdo. Pero ¿por qué le aseguran que baila la polca admirablemente? ¿Que lleva sombreros y cofias imposibles? Pero ¿qué culpa tiene ella de que Dios la haya privado de gusto y le haya dado en cambio credulidad? Si se le dice que es bonito prenderse en el pelo un papel de liar caramelos, se lo prende. ¿Que es una chismosa? ¡Pero si eso es costumbre aquí! ¿Quién no chismorrea aquí? ¿Qué va a visitarle Sushilov, el de las patillas, por la mañana, por la tarde y casi por la noche? ¡Ay, Dios mío! ¿Y qué de extraño hay en ello si el marido se pasa jugando a las cartas hasta las cinco de la mañana? ¡Además, que aquí se dan tan malos ejemplos! Pero eso, al cabo, quizá no sea más que una calumnia. En resumen, que yo siempre intercedo por ella. Pero, Dios mío, aquí viene el príncipe. ¡Es él, él! Le reconozco. Le reconocería entre mil. ¡Por fin le veo, mon prince! —exclamó Marya Aleksandrovna y voló al encuentro del príncipe que entraba.