EL NACIMIENTO DE UN ESCRITOR

(1877)

Dostoievski relata aquí los recuerdos de su exitosa iniciación como escritor, la alegría incomparable que vivió después de producir su primera obra y, lo que es mejor, alcanzar el triunfo con ella.

A los hombres nos suele ocurrir una cosa muy particular. Nekrásov[1] y yo nos habremos visto apenas en la vida. Habremos tenido nuestras discrepancias, pero una vez nos sucedió algo que yo nunca he podido olvidar.

En aquel tiempo (¡hace ya treinta años!) ocurrió algo tan juvenil, lozano y bueno, una de esas cosas que en el corazón de los interesados perdura indeleblemente. Teníamos entonces poco más de veinte años. Vivía yo en Petersburgo y hacía un año que había presentado mi dimisión a mi puesto de ingeniero, sin saber por qué, teniendo delante el más vago e incierto porvenir. Era en mayo del año cuarenta y cinco. A comienzos del invierno me había puesto, de pronto, a escribir mi novela Pobres gentes, mi primera obra, pues hasta entonces no había escrito nada. Terminado mi trabajo, no sabía qué hacer con él ni a quién ofrecérselo. Relaciones literarias no tenía ninguna, quitando, a lo sumo, a D. V. Grigórovich, el cual tampoco había escrito nada todavía, salvo un breve boceto, Gaiteros petersburgueses, que se publicó en un almanaque. Creo que estaba entonces en vísperas de trasladarse al campo con su familia, y vivía aún por algún tiempo con Nekrásov. Una vez que vino a verme, me dijo: «Lléveme usted su manuscrito (aún no lo había leído); Nekrásov piensa editar el año que viene una recopilación; se lo enseñaré». Le llevé el manuscrito; vi a Nekrásov un momento y le estreché la mano. Yo estaba abrumado por el atrevimiento de haberle llevado mi obra y me fui de allí lo más pronto que pude, casi sin haber cruzado palabra alguna con Nekrásov. Apenas contaba con el éxito, pues aquel partido de Los Anales Patrios, como le llamaban, me daba mucho miedo. A Bielinski lo había leído un par de años antes, con deleite, mas se me antojaba gruñón y terrible, y… "se burlará de mis Pobres gentes», pensaba. Pero sólo a ratos, pues lo había escrito con pasión, casi con lágrimas. «¿Iría a resultar ahora que todo eso, todas aquellas horas que yo pasé, pluma en ristre, escribiendo la novela, era realmente mentira, fantasía, falso sentimiento?» Así pensaba yo, naturalmente, sólo a ratos, pues la desconfianza y la duda estaban siempre al acecho. La noche del día en que dejé allí mi manuscrito fui a ver a un antiguo camarada, que vivía muy lejos; nos pasamos toda la noche hablando de Almas muertas, de Gogol, y leímos ese libro, por enésima vez. En aquel tiempo, eso era frecuente entre los jóvenes: en cuanto se reunían dos o tres, alguno no tardaba en proponer: «¿Quieren ustedes que leamos algo de Gogol, señores?», y, efectivamente, se ponían a leerlo y así se pasaban la noche entera. Había antaño muchos, muchísimos jóvenes que parecían penetrados de alguna cosa y como si esperasen algo. Las cuatro eran cuando volvía a casa, las cuatro de una noche blanca, casi tan clara como el día.

Hacía un tiempo extraordinariamente caluroso, y al entrar en casa no me acosté, sino que abrí la ventana y me senté allí. De pronto, suena la campanilla, con no poco asombro de mi parte. Pero enseguida irrumpen en el cuarto Grigórovich y Nekrásov, se me echan encima, me abrazan con verdadero entusiasmo, y poco faltó para que ambos se echasen a llorar. Aquella noche habían recogido mi manuscrito y empezado a leerlo, para ver de qué se trataba. «Bastará con leer diez líneas.» Pero, después de haber leído las diez líneas, resolvieron continuar leyendo, y así siguieron, ya sin interrupción, toda la noche, hasta la alborada, en voz alta y relevándose mutuamente cuando se cansaban. «Le tocó a él leer lo de la muerte del estudiante -me contó después Grigórovich, cuando nos quedamos solos-, y al llegar a ese punto en que el padre va corriendo detrás del coche fúnebre del hijo, noto que a Nekrásov le tiembla la voz una, dos veces, y de pronto no puede contenerse y da una palmada sobre el manuscrito. "¡Ah, qué hombre!" Se refería a usted; y así transcurrió toda la noche. Luego que terminamos la lectura, de común acuerdo, decidimos venir a buscarle a usted: "¿Qué importa que esté durmiendo? Lo despertaremos. ¡Esto vale más que el sueño!"». Tiempo después, cuando ya llegué a conocer a Nekrásov, recordaba con asombro aquellas horas; es por naturaleza un hombre reconcentrado, casi receloso, cauto, muy poco comunicativo. Tal, por lo menos, me ha parecido siempre, y a juzgar por eso, aquel instante de nuestro primer conocimiento debió de ser en verdad el arrebato de un sentimiento hondísimo. Estuvieron conmigo cerca de media hora, y en aquella media hora hablamos Dios sabe de cuántas cosas, entendiéndonos a media palabra, expresándonos más por exclamaciones que por frases, al vuelo; hablamos también de la poesía, de la verdad y de la situación de entonces, y ni qué decir tiene que de Gogol, citamos partes de su Inspector y de las Almas muertas; pero el tema principal fue Bielinski. «Hoy mismo le llevo su manuscrito, y ya verá usted…; es un hombre…; ¡si usted supiera qué clase de hombre es! ¡ Ya lo conocerá usted, y podrá ver por sí mismo qué alma la suya!», decía Nekrásov, que tenía puestas ambas manos sobre mis hombros y me zarandeaba, lleno de excitación. «Pero, bueno, ahora, a dormir; acuéstese usted, que nos vamos; pero mañana no deje de ir temprano a vernos.» ¡Cómo hubiera podido yo dormir después de todo aquello! ¡Qué alegría, qué triunfo! Ante todo, recuerdo todavía que lo que más estimaba yo era el sentimiento. «Otros tendrán éxitos, los pondrán por las nubes, acudirán a felicitarlos; pero a mí esos han venido a verme con lágrimas en los ojos, a las cuatro de la madrugada, y a despertarme, porque eso vale más que el sueño… ¡Ah, y qué gusto!» Tales cosas pensaba yo en aquel instante. ¡Cómo iba a poder dormir!

Nekrásov le llevó el manuscrito aquel mismo día a Bielinski. Sentía por él un respeto sin límites; toda su vida le había tenido más cariño que a nadie. Por aquel tiempo no había escrito aún Nekrásov nada de la importancia de lo que luego, de pronto, al año siguiente, escribió. Según mis noticias, Nekrásov había llegado a Petersburgo a los dieciséis años, enteramente solo. Y desde los dieciséis años, o poco menos, escribía. En relación a su conocimiento con Bielinski, no sé mucho; pero Bielinski le tomó desde el principio gran aprecio e influyó no poco en la orientación de toda su obra. Seguramente que habría habido entre ellos, no obstante los pocos años de Nekrásov y la diferencia de edades, momentos y palabras de esas que influyen en nosotros de tal manera que nos unen para toda la vida con lazo indisoluble.

–¡Ha aparecido un nuevo Gogol! – exclamó Nekrásov, alto, al entrar con mis Pobres gentes en casa de Bielinski.

–A ustedes les brotan los Gogoles como las setas -observó Bielinski en tono severo, pero tomó el manuscrito.

Cuando Nekrásov volvió por allí aquella noche, lo recibió Bielinski sencillamente emocionado:

–¡Tráigamelo usted, tráigamelo usted enseguida!

Así que me llevaron a su casa (era ya el tercer día). Recuerdo que al primer golpe de vista me chocó mucho su figura, aquella nariz, aquella frente; no sé por qué me había imaginado de otro modo a aquel crítico terrible, tremendo. Me recibió con un gesto de enorme seriedad y reserva. «Bueno, quizá sea esto lo propio del caso», pensé; pero no había pasado, me parece, un minuto, cuanto ya todo había cambiado. Aquella seriedad no era la premeditada reserva de un personaje célebre, de un gran crítico que recibe a un novel de veintidós años, sino que respondía, por así decirlo, al respeto que le inspiraban los sentimientos que anhelaba comunicarme lo más pronto posible, las graves palabras que pensaba decirme. Rompió a hablar con exaltación y echando fuego por los ojos: «Pero ¿comprende usted mismo -repitió varias veces, según su costumbre de hablar a saltos- lo que ha escrito usted?». (Gritaba siempre de aquel modo cuando le dominaba un sentimiento enérgico.) «Sólo con su instinto inmediato, sólo como artista, ha podido usted escribir eso; pero ¿ha podido usted abarcar también con la razón toda la terrible verdad que nos denuncia? No es posible que usted, con sus veinte años, lo comprenda. Ese desdichado funcionario que usted nos pinta ha llegado al extremo por efecto del continuo servicio; se ha encontrado, por fin, en el caso de no atreverse a considerarse infeliz por pura sumisión, y la más leve queja se le antoja cosa de librepensamiento, eso es, ni siquiera osa creerse con derecho a sentirse infeliz; y cuando un buen hombre, su general, le da aquellos cien rublos, queda deshecho, anonadado de asombro de que un hombre como aquel, Vuestra Excelencia, no Su Excelencia, sino Vuestra Excelencia, como él dice, haya podido compadecerse de su humilde persona. ¡Y aquel botón que se le cae, al momento de besarle la mano al general, ya no es piedad lo que inspira ese desdichado, sino horror, horror! ¡Precisamente en esa gratitud se cifra todo el espanto! ¡Es una tragedia! ¡Usted ha llegado aquí al meollo del asunto! Nosotros, publicistas y críticos, no hacemos más que desvelarnos por expresar eso con palabras; pero ustedes los artistas, de un solo trazo, resaltan palpablemente la esencia misma de la cosa, de modo que parece poder tocársela con la mano, y aun el lector menos avezado a pensar todo, lo comprende enseguida. ¡Tal es el secreto del arte, tal es la verdad del arte! ¡Aquí está el artista al servicio de la verdad! ¡A usted se le ha revelado la verdad, como a artista que es; ha venido al mundo con ese don; aprecie usted ese don debidamente, séale fiel, y llegará a ser un gran artista!»

Todo eso me dijo entonces. Todo eso les dijo también después, hablando de mí, a otros muchos que todavía viven y pueden atestiguarlo. Me separé de él, encantado. Me detuve en la esquina de su casa, contemplé el cielo claro, el día radiante, la gente que pasaba, y sentí plenamente, con todo mi ser, que en mi vida había surgido un instante solemne, un cambio para siempre; que algo nuevo había empezado, pero algo que ni en mis más fogosos sueños me hubiese atrevido a imaginar. (Y eso que entonces yo era un soñador tremendo.) «¿Sería verdad que yo era tan grande?», pensaba, avergonzado, en una suerte de tímido éxtasis. «¡Oh! No se rían ustedes; luego no he vuelto a pensar nunca que fuera grande; pero entonces, ¿quién podía soportar aquello?» ¡Oh, ya me haré digno de esos elogios! Pero ¡qué hombres esos, qué hombres! Sí, son hombres. Quiero merecer esas alabanzas; me esforzaré para ser un hombre tan extraordinario como ellos; seré fiel. ¡Oh, y qué atolondrado soy aún, y si Bielinski supiese lo inútil y torpe que soy! Y todavía dice la gente que esos literatos son soberbios, vanidosos y fatuos. Aunque, después de todo, es verdad que sólo esos hombres son los que hay en Rusia, los que pesan. Están realmente solos, pero tienen a su lado la verdad; y esta y el bien triunfarán siempre sobre el vicio y la maldad. Así que triunfaremos. ¡Oh, por ellos, con ellos!

Todo esto pensé entonces. Recuerdo aquel instante con la mayor claridad. Y nunca he podido olvidarlo. Fue el instante más embriagador de toda mi vida. Cuando se me venía al pensamiento en los presidios de Siberia, se me levantaba nuevamente el espíritu. Aun ahora pienso en él con fruición. Y he aquí que hace poco, al cabo de treinta años, se me ha vuelto a representar ese instante, en tanto me hallaba a la cabecera de Nekrásov. Me parecía que volvía a vivirlo de nuevo. Le recordé el episodio a la ligera, diciéndole únicamente que en otro tiempo habíamos vivido algo en común, y pude comprobar que me había entendido. Verdaderamente, ya lo sabía yo. Al salir del presidio, él me había indicado una poesía suya, diciéndome: «Esto lo hice entonces por usted». Y, no obstante, hemos estado toda la vida separados. En su lecho de enfermo pensará ahora en sus amigos muertos.

Sin terminar quedan sus cantos.

A traición sucumbieron en la flor

de su edad.

La maldad acabó con ellos.

Desde las mudas paredes,

con reproche me miran los retratos

de los muertos.

Terrible aquí esa frase: con reproche. ¿Fuimos leales, lo fuimos de veras? Allá que lo resuelva cada cual según su juicio y conciencia. Pero lean esas apasionadas canciones, y quiera Dios que de nuevo se reanime nuestro amado y apasionado poeta. Poeta apasionado hasta el dolor…

Veneración

La altura de un alma puede medirse en parte, sin más, fijándose en hasta qué grado es capaz de inclinarse, y ante quién, con veneración (o devoción).

(de "Pensamientos anotados")