(1876)
Por lo demás, en particular de los abogados, sólo dos palabras. No he hecho sino tomar la pluma y ya tiemblo. Me ruborizo de antemano por la ingenuidad de mis interrogaciones e hipótesis. Porque sería harto ingenuo e inocente el que me pusiese ahora a encarecer lo provechosa y simpática que es la institución de la abogacía. Ahí tenemos a un hombre que cometió un delito y no entiende de leyes; está dispuesto a confesar ya su crimen, cuando interviene el abogado y le demuestra que no sólo está en su derecho, sino que hasta es un santo. Le muestra las leyes, le enseña esta u otra sentencia que, de pronto le imprime a la cosa otro cariz, y termina sacando de su aprieto al desventurado. ¡Cosa simpatiquísima! Supongamos que pudieran objetarnos, diciendo que eso es hasta cierto punto inmoral. Pero ante vosotros tenéis ahora a un pobre hombre inocente, ya inocentísimo, aunque había tantas pruebas contra él y el fiscal las había esgrimido de modo que, según parece, lo hubiera podido perder por una culpa ajena. El hombre que digo es un ignorante, no sabe jota de leyes y se limita a murmurar: «No sé nada de nada», tanto, que acaba finalmente por poner de mal humor a jueces y jurados. Pero surge el abogado que ha echado los dientes estudiando leyes, muestra el artículo número tanto del Código, señala la sentencia tal o cual del departamento de casación del Juzgado, hace un lío al fiscal y he aquí a nuestro hombre. No, eso es útil. ¿Qué sería aquí del inocente si no hubiera abogados?
Todo esto, lo repito, son consideraciones ingenuas y que carecen de toda novedad. Pero, a pesar de todo, es muy agradable eso de tener abogados. Yo mismo experimenté esa sensación cierta vez que, dirigiendo una revista, inadvertidamente, por no haberla mirado (cosa que a cualquiera le ocurre), dejé insertar una noticia que no podía publicarse sino con permiso del señor ministro de la Corte. Y he aquí que de buenas a primeras me notifican que estoy procesado. Yo no quería defenderme; no se me ocultaba mi delito: había faltado a la ley, sin que jurídicamente pudiera haber discusión alguna. Pero los mismos jueces me designaron un abogado (persona que no me era del todo desconocida y con la que había tenido ocasión de encontrarme antes en cierta Sociedad). Y él hubo de explicarme que no sólo era yo culpable de nada, sino que había obrado en pleno derecho, estando él decidido a apoyarme con todas sus fuerzas. Yo lo escuché, naturalmente, con satisfacción; pero al comparecer en juicio experimenté una impresión totalmente inopinada: vi y oí cómo hablaba mi abogado, y la idea de que yo, que era perfectamente culpable, me hubiera convertido de pronto en inocente, se me antojó tan chistosa y, al mismo tiempo, tan interesante que, lo confieso, aquella media hora que allí pasé la cuento como la más alegre de mi vida, siendo lo malo que no fuera yo jurisperito y no pudiera comprender que era del todo inocente. Desde luego que salí condenado; los jueces tratan con severidad a los literatos; tuve que pagar veinticinco rublos y debí pasar, encima, dos días en prisión donde, por cierto, estuve muy bien y hasta con utilidad, ya que hice algunas amistades.
Es en grado sumo admirable que el abogado emplee su trabajo y su talento en la defensa de los desgraciados: es entonces un amigo de la Humanidad. Pero ustedes abrigan la idea de que, a sabiendas, define y justifica al culpable; más aún: que aunque quisiera, no podría hacer otra cosa. Me dicen que los jueces no pueden privar de defensa a ningún delincuente, y que el abogado honrado siempre, en tales casos, se conserva honrado, porque siempre encuentra y define el verdadero grado de culpabilidad de su cliente, sólo que no permite que le impongan un castigo excesivo, etcétera. Así es, aunque tal suposición se asemeje no poco al más desaforado idealismo. A mí me parece que al abogado le es, a pesar de todo, tan difícil evitar la falsedad y conservar incólumes su honor y su conciencia, como a todo hombre alcanzar el Paraíso. Porque ya hemos tenido ocasión de oír a los abogados jurar, o poco menos, ante los Tribunales, que si se encargaron de defender a su cliente fue únicamente por estar convencidos de su inocencia. Al escuchar tales juramentos, siempre, siempre resuena en nuestro ánimo esta sospecha repelente: «¡Y si mintiera y se hubiese encargado de la defensa por el dinero!». Y, en efecto, muchas veces resulta después que esos procesados, defendidos con tanto fervor, aparecen plena e indiscutiblemente culpables. No sé si aquí se darán casos de abogados que, queriendo mantener hasta el fin su papel de estar convencidos de la inocencia de sus clientes, se hayan desmayado al escuchar el veredicto condenatorio del Jurado.
En verdad, enseguida se recuerda el refrán popular: «El abogado es una conciencia de alquiler»; pero, sobre todo, ocurre la estúpida paradoja de que el abogado no puede nunca obrar en relación con su conciencia, viéndose obligado a traicionarla aunque no quiera. Es un hombre condenado a no tener conciencia. Finalmente, lo importante y serio en todo esto es que posición tan triste parece impuesta por alguien o por algo, hasta el punto de no considerarse ya una propensión, sino algo enteramente normal.
(de "Pensamientos anotados")