Epílogo

El porvenir de la humanidad

 

 

 

La obra maestra del cineasta japonés Akira Kurosawa, el film Dersu Uzala, narra la relación de amistad que se fragua a comienzos del siglo XX entre el capitán ruso Vladimir Arseniev y Dersu Uzala, un cazador mongol de la taiga siberiana. La película, que se recrea de forma casi mística en los imponentes y vírgenes paisajes naturales, trata en definitiva del contacto humano y de la amistad entre dos personas pertenecientes a mundos antagónicos, pero también de cómo la civilización y el progreso acaban llegando a los confines del mundo para transformar sin remedio el equilibrio de la naturaleza. Ku rosawa planteó esta película desde la convicción desencantada de que la modernidad y la civilización han ido fagocitando el medio natural y todas las formas de vida tradicional que viven en armonía con él: no en vano, la obra comienza con Arseniev buscando sin éxito la tumba de su amigo Dersu, pocos años antes situada en lo que aún era un bosque inmaculado y ya confundida en el frenético trasiego de un aserradero que deglute la taiga con una voracidad que no muestra remordimientos.

Y ciertamente, parece ser así. En verano de 2007 saltó a los medios de comunicación la escandalosa noticia de que los magnates del petróleo sauditas habían puesto una elevada suma de dinero en manos del gobierno de Tanzania para hacerse con las tierras ancestrales de los últimos hadza del lago Eyasi y utilizarlas en sus particulares safaris cinegéticos. Los hadza o hadzabe son uno de los últimos pueblos de cazadores y recolectores que quedan en el planeta Tierra. Empobrecidos, menguados y agonizantes ya, el gusto por la cacería africana de un puñado de multimillonarios excéntricos sería, sin duda, el golpe de gracia para la desaparición de un pueblo que difícilmente supera ya las mil almas viviendo en comunidades tradicionales. Al menos por ahora, gracias a la presión de organismos internacionales, los petrodólares se han retirado del proyecto pero, hay que reconocerlo con tristeza, los hadza y otros pueblos similares ya no son de este mundo. Desde el comienzo del fin de la economía cazadora-recolectora, a finales del Paleolítico, los pueblos que han seguido practicándola se han quedado atrás, reducidos en los lugares más míseros y apartados del planeta. Ya no hay sitio para ellos.

Nuestra visión occidental, enmarcada a menudo en una perspectiva idílica, tiende a mitificar la relación entre las sociedades depredadoras humanas (la mayor parte de las prehistóricas) y la naturaleza. Kurosawa hace de Dersu Uzala y su mundo un magnífico ejemplo del mito del ‘buen salvaje’ del pensador suizo del siglo XVIII Jean-Jacques Russeau: el hombre en estado natural es un ser puro, no per turbado aún por las complicaciones de nuestra compleja sociedad. Esta visión primitivista (según la cual desde la Edad de Oro inicial, la de los pueblos rehistóricos y primitivos actuales, los humanos se han embarcado en un proceso de degeneración constante pilotado por los excesos de la civilización) alcanza su máximo ejemplo en el famoso mensaje del jefe nativo americano Seattle al gobernador del territorio del actual estado de Washington (en el noroeste de Estados Unidos). Existen distintas versiones de dicho discurso, presentado verbalmente en 1854, pero la que se ha hecho más famosa (un precioso alegato conservacionista) tiene probablemente poco de autenticidad. Los ideales ecologistas del siglo XX han hecho de Seattle o de Dersu Uzala dos ejemplos de ese mundo perdido, esa arcadia feliz, definitivamente transformado en otro más áspero y gris, el que se muestra en el mítico film de Godfrey Reggio, Koyaanisqatsi (1982), o en el impactante Baraka, de Ron Fricke (1992). Es como si se tratase de dos universos irreconciliables: la sociedad tecnocientífica de nuestros días (el máximo exponente antropocéntrico de los alardes culturales del Homo sapiens) avanzando y desarrollándose a costa de una naturaleza cada vez más degradada y abatida.

Aquel jardín del Edén prehistórico a buen seguro no fue nunca tan ideal. La historia de la evolución de nuestra especie es, a menudo, una crónica brutal, de constante lucha, adaptación y pérdida. Nuestra propia especie vivió una clara competencia con otros humanos, que acabaron perdiendo la batalla y extinguiéndose. Sabemos también que la expansión global experimentada por el Homo sapiens tuvo cierta influencia en la desaparición de muchas de las especies de grandes mamíferos durante la Edad del Hielo. Sin embargo, aunque los humanos de economía cazadora-recolectora pudieran haber influido del algún modo en su entorno, su capacidad de transformación fue minúscula si la comparamos con lo ocurrido en los últimos 10 mil años de economías productoras y de estados complejos. El tímido inicio de la agricultura y de una vida sedentaria y urbana dio paso a una carrera espectacular: la manipulación vegetal, la domesticación de especies animales en detrimento de las que aún viven en estado natural, el crecimiento demográfico, la consiguiente necesidad de nuevas tierras arables, el empobrecimiento de suelo… un ente informe que ha crecido de forma exponencial y que, paralelo a los cambios económicos, sociales, culturales y tecnológicos, nos ha traído hasta el presente.

¿Y cuál es el presente?, ¿en qué punto de su ya larga andadura sobre la faz de la tierra se encuentra el Homo sapiens? En 1972, y a instancias del Club de Roma (un grupo internacional de pensadores, políticos y científicos interesados en reflexionar sobre el futuro de nuestro planeta y nuestra especie), se publicó un informe denominado Los límites del crecimiento, en el que ya se advertía de que si nuestra sociedad industrial seguía con su ritmo de crecimiento demográfico, explotación de recursos y degradación de los ecosistemas, pronto se alcanzaría y superaría la capacidad del planeta, dando paso al colapso de nuestra sociedad. Otros trabajos han seguido la estela de aquel informe inicial, como los de 1992 y 2004, en los que se constata que hemos traspasado con creces esos límites y se augura que cada vez resultará más difícil arreglar el imponente agujero que estamos creando. El informe sobre la Evaluación de los ecosistemas del milenio, de 2005, hace hincapié en alguno de los principales problemas que la raza humana encara en nuestros días: el impacto sobre el planeta ha conseguido alterar su biodiversidad de forma colosal e irreversible, causando la extinción masiva de especies, solo comparable a las cinco grandes extinciones que se han producido en la historia de la vida sobre el planeta Tierra. Ésta sería, por tanto, la sexta extinción, no motivada, como en casos anteriores, por la deriva continental, el cambio climático o el impacto de un asteroide (la causa del fin de los dinosaurios hace 65 millones de años: la llamada quinta extinción, seguramente la más popular de todas), sino por el Homo sapiens. Se estima que de aquí a 2050 se habrán perdido el 50% de las especies que actualmente pueblan el planeta. Entre ellas, y en inminente peligro de extinción, están nuestros parientes vivos más cercanos, los grandes simios antropomorfos (gibones, orangutanes, gorilas y chimpancés). La deforestación, la alteración ecosistémica, la pobreza y la presión demográfica están llevando a estas especies al borde del exterminio ¿Ahora que estamos casi solos, ahora que han desaparecido todas las demás especies humanas, podemos afrontar con dignidad un futuro en el que no estén nuestros parientes? ¿Qué legado de pobreza dejaremos a nuestros hijos si ya no están ellos, aquéllos tan cercanos evolutivamente a nosotros, aquellos que pueden enseñarnos tanto sobre nosotros, sobre ese lejano mundo del que venimos y que hemos dejado atrás para siempre? Es en este contexto de urgencia en el que la labor de grupos como el Proyecto Gran Simio se convierte en una necesidad imperiosa que transciende con mucho el mero interés animalista y adquiere tintes estrictamente morales.

Solo las cifras de nuestro nivel de impacto sobre un planeta que desgraciadamente no es plano sino redondo y, por tanto, limitado, son suficientemente reveladoras: somos ya más de 6.800 millones de seres humanos abarrotando un espacio en el que los recursos (energía, alimentos y agua dulce) están esquilmados. Los combustibles fósiles están casi en rojo (como en los indicadores de los vehículos que abarrotan nuestras autopistas) y no tenemos ninguna alternativa tecnológica que nos ofrezca un nivel energético equiparable al que nos da el petróleo: ¡nuestra sociedad está llamada a asfixiarse en su propio envoltorio de plástico! La sobreexplotación está causando una evidente mejora material y económica, aunque fatalmente fugaz y pasajera, a una pequeña porción de individuos, aquellos que se encuentran en el llamado ‘Primer Mundo’. Resulta incómodo decirlo, pero la opulencia de unos pocos por sí sola es la causa del más que evidente deterioro del planeta. En otras palabras, es materialmente inviable extender el absurdo nivel de vida consumista en el que vivimos a todos los habitantes de la Tierra: ¡9.000 millones en 2050! El modelo, mientras pueda seguir adelante, será intrínsecamente injusto y desequilibrado. Como en la célebre novela de Aldous Huxley, Un mundo feliz, las elitistas sociedades alfa (aquellas en las que el consumidor tiene el privilegio de adquirir en los estantes de su supermercado un carísimo recipiente de plástico en forma de pera con un líquido en su interior que sabe a pera como alternativa a la fruta real, ¡ejemplo perfecto del sinsentido al que hemos llegado!) necesitan de las sociedades ypsilon o subdesarrolladas. En este ritmo de consumo, todos no podemos ser alfa: el sueño de que los ypsilon logren serlo es irreal y está muriendo cada día en los cayucos que arriban a nuestras costas.

Y, sin embargo, a pesar de los informes y del evidente desastre ambiental que persigue al Homo sapiens de comienzos del siglo XXI, la mayor parte de los voraces consumidores de nuestro mundo (ese Homo urbanus que, mayoritariamente ya en nuestros días está hacinado en monstruosas megalópolis) se aferran a una suerte de fantasía irreal y cómodamente anestésica (¿el soma de nuestro admirado Huxley?): actúan como si el mundo en el que vivimos, nuestra mastodóntica estructura postindustrial y tecnocientífica, fuera inmutable, estuviera llamada a perpetuarse tal y como está. Esa falacia irreal, quizás una forma masiva de autoengaño, usa en muchas ocasiones una válvula de escape (la llamada conciencia ecológica) para afrontar la gran contradicción a la que se enfrenta la humanidad en nuestros días: el modelo tecnocientífico en el que nuestra sociedad se ha instalado es precisamente el que nos está conduciendo al abismo, a nuestro propio suicidio como especie. Esta contradicción ha sido magistralmente expuesta por el filósofo francés Edgar Morin, quien también ha señalado con gran acierto que la conciencia ecológica, publicitada en nuestros días como un producto más (como aquella fruta para beber procesada hasta el extremo que compramos con gusto), a menudo pretende inculcarnos una perspectiva paternalista, según la cual nosotros somos quienes nos encargamos de ‘cuidar’ y ‘proteger’ la naturaleza cuando, en realidad, dependemos completamente de ella y estamos dirigidos por ella. He aquí probablemente la razón por la que treinta años de políticas ambientalistas y de desarrollo sostenible no han tenido los frutos esperados.

Esa construcción mental que nos lleva a pensar que el mundo en que vivimos es inmutable se ve actualmente desafiada por uno de los grandes retos de nuestros días, el fantasma del cambio climático. Los informes sobre el calentamiento terrestre producido por la actividad humana, los modelos que sugieren una subida excepcional de las temperaturas medias planetarias y un cambio climático masivo causado por las emisiones incontroladas de CO2, son objeto de debate. No todos los investigadores están de acuerdo en los efectos que la acción humana puede llegar a tener sobre el devenir climático del planeta, pero lo cierto es que gracias a este tema, la opinión pública tiene la posibilidad de comprender que vivimos en un planeta en constante cambio. Causas aparte, la historia de la Tierra ha estado inmersa en un vaivén climático sin fin. Más recientemente, durante la Edad del Hielo, todas las especies del género Homo han tenido que adaptarse a dramáticos cambios en los ecosistemas del mundo entero. En este periodo, la alternancia de etapas glaciares e interglaciares ha estado dirigida por los ciclos de Milankovitch que, descubiertos por el astrónomo serbio que les da nombre, están sujetos a los cambios sucesivos de algunos parámetros orbitales terrestres. Actualmente nos encontramos en uno más de los periodos interglaciares de la Edad del Hielo que, si no hubiera habido la más mínima incidencia humana en el efecto invernadero, finalizaría igualmente en otro cambio climático más. Cualquier escenario, por tanto, nos aleja de esa suerte de espejismo de estabilidad. La cuestión en este caso no está tanto en acabar asumiendo que la naturaleza no nos permitirá mantener sin cambio alguno nuestro mundo actual sino, sobre todo, en la siguiente pregunta: ¿dispone nuestra sociedad, un monstruo gigantesco y torpe (constituido por urbes imposibles, tecnología carísima e infraestructuras gigantescas) de la flexibilidad suficiente para adaptarse a los cambios que se avecinen? ¿Tendremos la misma capacidad de respuesta ante esos retos que ya tuvieron nuestros antepasados sapiens o los neandertales?

Que vivimos en un planeta en constante cambio y regeneración es más que evidente: cambios de los ciclos climáticos, erupciones volcánicas masivas, ciclos solares, impactos de meteoritos, tectónica de placas, alteración de las corrientes oceánicas… Este no es un mundo fijo, es una verdadera carrera de obstáculos, una gymkhana nocturna cargada de contingencias imprevistas en la que las especies se encuentran en permanente competencia. Y, ciertamente, es siempre en medio de esta marabunta donde la evolución ha actuado. Tal y como hemos visto a lo largo de este libro, la aventura humana (al igual que la aventura de la vida) ha estado guiada por la fuerza de la transformación medioambiental y la adaptación: la que llevó a aquellos simios a hacerse bípedos y, posteriormente, adentrarse en el mundo hostil de la sabana, la que llevó a los representantes del género Homo a expandirse por todo el Viejo Mundo, la que nos hizo el primate cultural que somos. Si los humanos estamos esculpidos, pues, por la evolución, si somos el resultado de esa fuerza y no el objetivo final y más perfecto de un mundo establecido por un ser superior o por la propia naturaleza (el creacionismo y su cara más amable, la teoría del diseño inteligente, siguen desgraciadamente de actualidad), tendremos que asumir con coherencia que hoy y ahora estamos sujetos a ella. Por un lado debemos sortear el siempre acechante peligro de la extinción, ¿acaso, como el resto de especies que pueblan el planeta, no está el Homo sapiens sometido a esa posibilidad? ¿Acaso no estuvimos ya, cuando apenas comenzados a dar nuestros pasos como especie, al borde de la desaparición? ¿Acaso no hay serios motivos para pensar que el momento crítico en el que nos encontramos inmersos, esta sexta extinción augurada por muchos, no puede asestarnos un zarpazo mortal y definitivo?

Por otro lado debemos ser conscientes de que, mientras nuestra especie siga existiendo, nuestro camino evolutivo deberá continuar, no ha acabado todavía. La evolución humana está en construcción, la humanización de nuestra especie sigue adelante. Mucho se ha especulado sobre cuáles serán los siguientes cambios físicos que experimentará el Homo sapiens en el futuro, aunque es muy probable que estemos más cerca de transformaciones de tipo neuronal que de nuevas reorganizaciones de nuestro físico. Nuestra especie ha sobrevivido hasta el presente precisamente porque ha tenido la magnífica capacidad de adaptarse a los cambios. Y esa adaptación ha sido de tipo biológico pero también, y quizás con más ímpetu, de naturaleza cultural: el ‘hombre sabio’ ya se vio empujado un día al desarrollo de una revolución mental sin precedentes que hizo de él un ser eminentemente simbólico. Esa vertiente compleja de la cultura, una forma de comprender el mundo y presentarse ante él, se convirtió antaño en un instrumento poderoso de adaptación y supervivencia. Son muchos los que opinan, desde distintos ámbitos de pensamiento, que las siguientes fases del proceso de humanización, azuzadas seguramente por los grandes retos de la situación actual, deben estar guiadas por una nueva revolución intelectual, un nuevo avance en nuestra comprensión del mundo, que nos lleve esta vez al desarrollo de una verdadera conciencia global: la que haga sentir a todos los individuos parte activa de una única especie (ámbito social) integrada y dependiente del organismo natural que es el planeta Tierra (ámbito ambiental). Los ingredientes de esa conciencia global de la especie humana están ya presentes en muchas de las reflexiones actuales sobre nuestro porvenir, como en los conceptos de coevolución, complejidad, postdesarrollo o decrecimiento.

En el cuento del escritor británico Lewis Carroll A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (que siguió al famoso Alicia en el país de las maravillas), la Reina Roja advierte a una extrañada Alicia de que en su país hace falta correr todo cuanto uno pueda para permanecer en el mismo sitio. Y, efectivamente, la gran aventura humana que surgió como un camino único, aunque no excepcional, junto a tantos otros caminos únicos, ha necesitado correr lo más posible en una carrera per manente, sin meta a la vista. Como ya ocurrió tantas veces en la historia de la Tierra, sea cual sea el destino del animal cultural que somos los humanos, como seguirá siendo en el futuro, la vida se mantendrá inmersa en esa frenética carrera para no moverse de donde está.