11
¿Sabías que cuando te dan dos noticias totalmente devastadoras tu cerebro procesa primero la menos importante? Yo lo hago.
Conseguí salir de Starbucks con elogiable aplomo y la dignidad intacta. Me había reído con Phillippa de la «coincidencia» e incluso había sido lo bastante mala como para dirigir nuestra atención una vez más a sus problemas a fin de huir de los míos.
—Ahora que recuerdo, Rob me comentó algo de que Karen estaría en Nueva York —mentí dulcemente—, pero no le presté atención. Sólo me preocuparé cuando empiece a encontrar números de teléfono en los bolsillos.
Fue una crueldad, lo sé. La cara de Phillippa empalideció y yo enseguida me sentí culpable. Sin embargo, en ese momento habría deseado poder encontrar el número de teléfono de la señorita Brownlow en el bolsillo de Rob. Cualquier número menos el de Karen.
Tras despedirme de Phil con cierta tirantez, puse rumbo a casa de Andrea mientras mi conciencia asimilaba los nuevos y punzantes acontecimientos.
El resentimiento y la autocompasión iniciaron su forcejeo. Me sorprendía la despreocupación con que Phil había comentado que había telefoneado a Karen esa misma mañana. Eso implicaba dos cosas. En primer lugar, que mantenía un contacto regular con Karen y no lo había mencionado. ¿Significaba eso que Andrea también estaba en contacto con Karen? Y en segundo lugar, que había llamado a Karen antes que a mí. Por tanto, yo no era plato de segunda mesa, sino de tercera. Y sí, desde luego que me importa. Karen había vuelto al círculo. ¿Cómo había ocurrido?
Me habría gustado reflexionar un poco más sobre el tema antes de ver a Andrea, pero tenía un asunto más importante que afrontar.
Fue entonces cuando tomé la decisión súbita de confundir a Andrea. Como se trataba de una decisión súbita, desconocía cuáles eran mis intenciones aparte de propinarle una buena patada en su trasero emocional.
—Con Tara Brownlow —contesté.
Funcionó. Andrea dio un paso atrás y tragó aire.
—¿Cómo? —preguntó—. ¿De qué estás hablando?
Me levanté para ayudarla con el té y seguirle el juego en su papel de víctima de un crimen marital.
—Joe tiene una aventura con Tara Brownlow. La señorita Brownlow, la profesora de Isabelle.
—Sé quién es —espetó Andrea—. Pero también sé que Joe no tiene ninguna aventura con ella. —¡Ajá! Nos vamos acercando. Andrea va a confesar, pero no todavía—. ¿Por qué demonios cree Phillippa que Joe tiene una aventura con la señorita Brownlow?
—No lo cree, lo sabe. Tiene una prueba y yo la he visto.
—¿Qué clase de prueba? ¿Fotos comprometedoras? —preguntó Andrea medio en broma y con la voz decididamente temblorosa.
—Creo que deberías preguntárselo a ella. Me lo contó confidencialmente.
Qué forma tan perfecta y malvada de zanjar el asunto. Me preguntaba si Andrea tendría el valor de sacarle el tema a Phillippa. Yo no soy una bruja por naturaleza y empezaba a tener punzadas de remordimiento. Pero antes de decidir si seguir con esta farsa o, no, necesitaba saber algo.
—Andrea, ¿has hablado con Karen desde que volvió?
Su titubeo me dijo cuanto necesitaba saber. Y no te molestes en recordarme que no hay nada de malo en ello, que Andrea tenía todo el derecho del mundo a ponerse en contacto con una vieja amiga a la que no veía desde hacía diez años. Lo sé y lo acepto. Lo que me molestaba era que no me lo hubiera dicho. Como Phillippa. Me hace pensar en esos adhesivos de los coches que dicen «Qué estés paranoico no significa que no te sigan.»
Andrea tuvo el detalle de mostrarse arrepentida.
—Lo siento, Lorn. Quería contártelo, pero nunca encontraba el momento. Sabía cómo te sentías. Yo habría sentido lo mismo en tu caso. Pero me telefoneó y, en fin, ¿qué querías que le dijera?
Que ya no querías ser su amiga, que yo era ahora tu amiga. Conseguí reprimir el comentario, consciente de que habría sonado ridículo viniendo de una persona mayor de seis años.
—Lo comprendes, ¿verdad?
¿Qué debo decir? Porque lo comprendo. Probablemente sea mi yo demente quien lo entiende y no mi yo real, pero es el yo que soy en este momento.
—Sí, pero me habría gustado que me lo hubieras dicho.
Al ver que comprendía la difícil situación, el semblante de Andrea se iluminó.
—En cualquier caso, sólo la he visto un par de veces y lo cierto es que fue un poco violento.
No quería preguntar, pero lo hice.
—¿De qué hablasteis?
—De cosas en general. Recordamos viejos tiempos, cosas de bebés.
Cosas que yo nunca podría comprender ni compartir.
—¿Y qué pensaste de ella?
Andrea contestó con cautela, como debía hacer dadas las circunstancias.
—Ha cambiado. Está totalmente apagada, como si la hubieran vaciado por dentro. No ha sido fácil para ella, hasta tú deberías comprenderlo.
—Y lo comprendo, Ange. Pero me indigna ver que se atribuye el papel de mártir y buena madre por haber abandonado a sus hijas.
—No creo en absoluto que esté intentando hacer eso. Me hizo muchas preguntas sobre ti.
Ignoro por qué me sorprendió oír eso dado que era un tema evidente, pero me sorprendió.
—¿Qué clase de preguntas?
—Quería saberlo todo de ti. Qué tal te llevabas con las chicas, qué clase de persona eras.
—¿Y qué le dijiste?
—No te preocupes, Lorn, estoy de tu lado, si es que hay un lado del que estar. Tú y yo hace diez años que somos amigas y Karen lo sabe.
Hice un esfuerzo por sonreír.
—De modo que no le contaste que pegaba a las niñas con el garrote y las encerraba en el sótano cuando se portaban mal.
Andrea me devolvió la sonrisa.
—Tiene tantos celos de ti que me dolía presenciarlo. —Bien—. Pero no puedo negar que me alegré de volver a verla. En todos estos años no había tenido la oportunidad de disculparme por haberle fallado.
—¿Y qué ocurrirá ahora? ¿Volveréis a ser inseparables? —Ahora soy yo la que remueve los armarios, tratando de sonar indiferente.
—No, eso no ocurrirá. Cada una ha seguido su camino. Nos veremos de tanto en tanto, pero no hablaremos por teléfono diez veces al día como hacíamos antes.
—¿Significa eso que ha vuelto para quedarse?
Andrea me miró sorprendida.
—¿Es que no lo sabes?
Genial. Otra cosa que ignoro. Y sin duda será algo que no quiero saber.
—¿Qué?
—Ha conseguido un trabajo en Londres. Presentará un programa de entrevistas por las mañanas. Algo más serio que basuras como El primer café con Kilroy —la clase de basura que a Andrea y a mí nos encantaba en la época preKaren—. Tratará sobre problemas emocionales, disputas familiares y cosas así.
Ahora sí creo en Dios. No en un Dios demasiado benévolo pero sí en un ser supremo definido. Existe demasiada simetría en todo esto para descartar la posible existencia de un manipulador externo. Karen tenía que conseguir un trabajo en la televisión matinal, cómo no. Mi terreno. El campo que me ha expuesto a burlas constantes durante años. Y ella ha conseguido hacerlo de una forma que la hace parecer sofisticada, profesional y triunfadora.
Otra pequeña confesión. Algo que ni siquiera Andrea sabe. En una ocasión presenté una propuesta al director de la televisión matinal de la BBC donde proponía una serie de programas educativos para adultos, de corta duración, que explicaran los hitos de la historia de la ciencia de forma sencilla, divertida y asequible. Algo parecido al proyecto que estoy elaborando con Simon. Nunca he compartido la opinión de que las mujeres que se quedan en casa tienen, por definición, el cerebro atrofiado y su único interés en la ciencia es si las pastillas de detergente hacen burbujas en el cajón o en la lavadora.
Es cierto que durante toda la programación matinal reciben principalmente gachas y eso les gusta (vale, a mí me gusta), pero eso no significa que sea necesariamente lo que ellas elegirían.
Creo que las mujeres desean tanto ampliar su mente como las demás personas.
Dos meses más tarde recibí una carta que más o menos decía:
Querida señorita Fitzwilliam [no me molesté en fingir que estaba casada. ¿Significa eso algo? Explicar en quinientas palabras.]
Gracias por proponernos una serie basada en la ciencia y la filosofía. Aunque hemos estudiado largamente su idea, hemos llegado a la conclusión de que no encajaría en el estilo de la programación matinal de la BBC. Los estudios de audiencia muestran constantemente que los espectadores de la programación matinal prefieren programas que constituyan un agradable antídoto contra las dificultades de la vida doméstica. Para los espectadores que desean mejorar su educación, la programación de nuestra Universidad Abierta de la noche resulta idónea.
Ello no significa, naturalmente, que nosotros fomentemos la «estupidez», algo de lo que se nos suele acusar. Es más, me gustaría dirigir su atención al programa Las mañanas con Ulrika . Ulrika Jonssonfue recientemente invitada a casa de Ann Widdecombe para hablar depolítica y feminismo (así como para visitar la famosa colección deosos de peluche del diputado).
Le agradecemos su interés. Siempre nos complace conocer la opinión de nuestros espectadores.
Atentamente, etc., etc.…
NigelBla-de-Bla-Sobrino-de-un-Miembro-Laborista
Enseguida comprendí mi error. Debí centrar la idea en torno a una personalidad adecuada, o incluso varias personalidades. El potencial era ilimitado: Lorraine Kelly presentando recetas populares en tiempos de Wittgenstein; Carol Vordeman con pantalones anchos delante de una pizarra explicando a Einstein; Richard hablando con Judy sobre Jean-Paul Sartre; y, cómo no, Rosemary Conley presentando una dieta presocrática.
Lo sé, estoy llena de resentimiento. Me da igual. Tengo derecho a estar resentida. Karen regresa a este país después de haberse ausentado un montón de años, sin saber nada de la televisión matinal, y consigue un trabajo de ensueño presentando a gente como yo, mi gente, no la suya. Ella no ha pagado sus derechos. Apuesto a que nunca ha oído hablar de A por el oro y no digamos pasado por cinco series de lo mismo. ¿Cómo espera poder comunicarse con espectadores que han tomado trayectorias totalmente diferentes de la suya para llegar a este punto de sus —nuestras— vidas compartidas?
—No te molesta, ¿verdad? —pregunta Andrea con un eufemismo que me hace poner en duda los cimientos de nuestra relación.
Puesto que todos los demás aspectos de mi vida parecen estar en peligro, decido aferrarme a la amistad que pueda quedar entre nosotras y me abstengo de responder.
—Pero es lógico —prosiguió Andrea—. Al parecer, es el mismo formato de programa que presentaba en Estados Unidos, así que le fue fácil venderlo aquí. —Había interpretado erróneamente mi silencio como una forma de instarla a continuar.
—No lo dudo —dije, confiando en que la brusquedad de mi voz le instara a cambiar de tema—. En fin, ya hemos hablado bastante de Karen. ¿Qué ocurre con Dan y contigo?
Andrea me miró perpleja, como si hubiese olvidado la razón original de mi visita. Enseguida regresó al camino correcto, el camino donde su vida es un completo desastre y yo soy la amiga equilibrada cuya ordenada existencia me capacita para aplicar mi espada de la razón.
—Ah, sí, lo siento. Es que al hablar de Joe y Phillippa y… Tara Brownlow perdí el rumbo.
Podía ver cómo su cerebro registraba esta nueva y desagradable información, cómo trataba de encontrarle sentido al tiempo que fingía desinterés.
—Es Dan.
Sí, eso ya lo sé. Estoy exhausta y agradecería que alguien me explicara de forma directa y clara sus problemas sin que yo tuviera que llenar los espacios en blanco con preguntas obvias. Pero hoy no tendré esa suerte, así que sigo el juego.
—Dijiste que pensabas que tenía una aventura —digo.
—Sé que tiene una aventura —me corrigió Andrea—. Hace tiempo que lo sé, pero no fue hasta hace poco que descubrí quién era ella.
Se detuvo para añadir dramatismo a sus palabras, ajena al hecho de que yo prefería que esta conversación transcurriera del modo que fuera salvo con pausas melodramáticas que me obligaran a intervenir. Ya te he dicho que estoy cansada.
Andrea finalmente se hartó de esperar que yo dijera mi frase.
—¿No piensas preguntarme quién es ella? —dijo con un brillo malicioso en los ojos, llevándome a suponer que conozco la identidad de la mujer en cuestión. Por tanto, no me queda más remedio que preguntar.
—Dilo entonces. ¿Quién es?
—Tara Brownlow.
Ya sólo me queda oír que Phillippa está liada con Rob y espera un hijo suyo para completar este miniculebrón. Trato de recordar cuándo tomé paracetamol por última vez y cuándo podía tomar un poco más. Finalmente me dije que una pequeña sobredosis no podía ser tan dañina si me brindaba, y lo haría, tiempo para pensar en la cama. Mientras revolvía el bolso en busca de algún analgésico, comencé el interrogatorio de rigor.
—Bromeas, claro.
Andrea se indignó.
—¿Te parece divertido?
Sí, en cierto modo sí.
—Desde luego que no, pero me está costando mucho asimilar todo esto. —Se me ocurre una idea ridícula—. ¿Todo este asunto no será una broma que tú y Phillippa me estáis gastando para distraerme de mis problemas, verdad?
Andrea me miró furiosa. No, no lo era. Glups.
—Lo siento, Ange. Oye, vas a tener que ayudarme con esto. Phillippa me ha enseñado una prueba bastante convincente de que Joe está liado con la señorita Brownlow. —Cruzo los dedos detrás de la espalda—. Y ahora me dices que tienes pruebas de que Dan también está liado con ella. ¿Qué está pasando aquí? ¿Es que se lo monta con los dos?
—No digas tonterías. —Me gustaría que mis amigas dejaran de decirme que no diga tonterías—. Joe no está liado con ella.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —pregunté rápidamente.
Andrea respiró profundamente y me lanzó una mirada sagaz antes de derrumbarse.
—Lo sabes, ¿no es así?
Pensé en mentir, pero su congoja era tan palpable que no soportaba verla sufrir más.
—Lo siento, Ange. Sí, hace unos días que lo sé.
—¿Por qué no me lo dijiste en lugar de permitir que hiciera el idiota?
—Ahora resulta que la mala soy yo. ¿Por qué no me lo dijiste en lugar de permitir que me enterara de otro modo?
—Porque sabía que alucinarías. Y tenía razón, ¿o no? Estás alucinada.
Me reí sin ganas.
—Hablas como si fuera una reacción extraña, como si yo fuera un personaje con valores Victorianos. ¡Phil es tu mejor amiga! Cualquier persona pensaría que es un acto ruin. ¿Cómo has podido hacerle eso?
Se derrumbó sobre un taburete y removió el agua de la tetera con lentitud.
—No lo sé. Ocurrió por casualidad.
—Venga ya, Ange. Las cosas sólo ocurren por casualidad en la tele. E incluso entonces sólo porque a los guionistas no se les ocurre nada mejor. Los terremotos sí que ocurren por casualidad. Las mujeres se meten en la cama con el marido de su mejor amiga como consecuencia de una decisión errónea.
Los hombros de Andrea se hundieron aún más.
—Lo sé. No tengo excusa, salvo que me sentía muy sola y asustada.
—¿Qué estás diciendo? Es la primera noticia que tengo. Hablamos cientos de veces al día. Te lo cuento todo —excepto mis intentos frustrados de conseguir un programa en la televisión matinal— y tú me lo cuentas todo. ¿Cuándo has hablado de que te sentías sola y asustada? ¿Asustada de qué?
Es como hablar con una extraña. Estoy furiosa con ella por haberme ocultado tantas cosas. Pensaba que nuestra amistad era profunda, auténtica, plena, pero ahora resulta que somos poco más que conocidas que intercambian información práctica y secretos intrascendentes.
—¿Desde cuándo me lo cuentas todo? —repuso ásperamente Andrea.
El tono de su voz me hirió y me obligó a pensar con cautela antes de intentar defenderme con excesivo vigor. Andrea no me dio tiempo a responder.
—¿Cuándo me has hablado de lo mucho que te gustaría casarte con Rob? ¿De lo mucho que te duele que se niegue a divorciarse de Karen? ¿De lo mucho que ansias y necesitas tener tus propios hijos?
Esto no me gusta. No me gusta nada. La conversación no debería versar sobre mí. Todo eso me lo digo cuando estoy sola. Acudo a mis amigas para que aprueben mi realidad, no para obligarlas a contemplar conmigo futuros imposibles a través de ventanas rotas.
Andrea dejó de remover el té, imbebible ya, y posó una mano suave sobre la mía.
—Lo siento, Lorn, no debí decir eso. Pero no me equivoco, ¿verdad?
—¿Y qué? No tiene sentido hablar de ello y por eso no me molesto en hacerlo. No porque quiera ocultar algo, sino porque me parece absurdo remover sentimientos que no tienen solución. Sería inútil y deprimente.
Andrea fue a la nevera para sacar una botella de vino blanco. Era evidente que se sentía mejor. Y sólo podía ser porque yo me sentía peor.
—Pues lo mismo me sucede a mí, Lorna. ¿Qué sentido tiene que te cuente lo desgraciada que me hace mi matrimonio cuando las dos sabemos que es un tema que te atormenta? Tú tienes una idea totalmente irrealista del matrimonio. Lo deseas tanto que has creado un mito al respecto y lo ves como un muro infranqueable. Piensas que si Rob se casara contigo, estarías segura el resto de tu vida y nada podría afectarte.
No recuerdo haber dicho eso jamás y me sorprende la perspicacia de Andrea. Me siento torpe por carecer de esa intuición acerca de su vida personal.
—En cualquier caso, tienes que reconocer que el matrimonio te da cierta seguridad —señaló.
Andrea sacudió negativamente la cabeza.
—Te da un contrato, como en un trabajo. Y como ocurre con los demás aspectos de la existencia, ya no hay trabajos garantizados para toda la vida.
—Pero tú y Dan parecéis siempre felices.
Andrea sirvió dos generosas copas de vino y rompió a reír sonoramente, esta vez con auténticas ganas.
—¿Cómo puedes decir eso? Estamos continuamente saltándonos al cuello. Ni siquiera nos molestamos en disimularlo delante de la gente.
—Sí, pero eso es porque sois así y lleváis juntos una eternidad. No tiene mayor importancia, ¿o sí?
—Lorna, tú y Rob lleváis juntos diez años y no os pasáis el día discutiendo, ¿o sí?
Actualmente sí, pero no se lo digo. Me doy cuenta de que hay muchas cosas que no le digo.
—¿Cómo apareció Joe en todo esto? Aunque te sintieras muy desgraciada, estoy segura de que podrías haber encontrado a otra persona.
Andrea bebió un trago de vino.
—Prométeme que no te enfadarás cuando te cuente lo que voy a contarte.
—¿Por qué iba a enfadarme?
Andrea no parecía muy convencida.
—Cuando dije que ocurrió por casualidad, hablaba en serio. Pero no fue una casualidad completa. Un día Joe y yo nos encontramos delante de un pub. Si hubiera sido otro día, nos habríamos saludado y cada uno habría seguido su camino, pero ese día me había sucedido algo sorprendente. Karen me había telefoneado por la mañana.
Casi me desmayo.
—¿De cuándo hablas? —pregunté con voz tensa.
Andrea me miró avergonzada.
—De hace un par de meses. Dijo que tenía previsto viajar a Londres para una entrevista de trabajo y quería saber si podíamos vernos. ¡Me dejó de piedra! Hacía diez años que no sabía nada de ella.
—¿Qué le dijiste? —pregunté.
—No mucho, la verdad. Tenía que recoger a las chicas, así que le dije que me llamara cuando llegara y eso fue todo.
—¿Y luego? —pregunté con excesiva tranquilidad.
—Nada. No volví a saber nada de ella hasta que tú me contaste que había vuelto. Pero cuando me encontré a Joe, tuve que decírselo.
—Porque, obviamente, no podías decírmelo a mí.
—Desde luego que no. Lo siento, pero intentaba protegerte. No tenía sentido inquietarte por algo que a lo mejor no ocurría.
—Pudiste contármelo más tarde, cuando Karen ya estaba aquí.
—Te habrías enfadado conmigo por no habértelo dicho antes.
Tenía razón. Bruja.
—¿Debo suponer que Phil también lo sabía?
—La telefoneé ese día pero estaba en el gimnasio. Así que, cuando me encontré a Joe…
Me falta el aire. Todo esto es demasiado.
—Así que una cosa llevó a la otra y tú y Joe pensasteis que si teníais que hablar de Karen, más valía hacerlo en la cama —resumí.
—Había algo más. Los dos nos sentíamos infelices y hartos. Yo sabía que Dan llevaba meses viendo a alguien y no podía soportarlo.
—¿Por qué no me lo contaste? Podría haberte escuchado o echado una mano.
—Porque me daba vergüenza, como si fuese culpa mía que nuestro matrimonio no funcionara. Sé que parece una locura, pero así me sentía. Ahora comprendo que haya mujeres que siguen viviendo con hombres que las maltratan. —Debí de poner cara de susto porque Andrea se apresuró a añadir—: No, mujer, no. Dan jamás me ha puesto una mano encima. Pero cuando descubrí lo de su aventura, fue como si lo hubiera hecho. Sentí un dolor físico.
Sabía a qué dolor se refería y deseé que el paracetamol fuera capaz de aliviarlo.
—Joe estaba muy deprimido por los problemas con el dinero y el negocio. Sé que Phil es mi mejor amiga, pero, sinceramente, se ha comportado como una bruja con Joe durante este último año.
—Venga ya, Angie. También ha sido muy duro para ella. Tuvo que despedir a la niñera. —En cuanto lo dije, me di cuenta de lo débil que sonaba ese razonamiento dentro de la escala del sufrimiento humano.
—¿Cómo se las arreglará? —preguntó Andrea con sarcasmo—. Espero que como el resto de nosotras.
—Aun así, no es razón para engañarla —dije.
—Joe no lo tenía planeado —respondió Andrea—. Simplemente…
—Ocurrió por casualidad —la interrumpí con cansancio.
Permanecimos calladas durante un rato. Entonces Andrea rompió el silencio.
—Esperaba que aunque no lo entendieras, tampoco me juzgaras. Las amigas no deberían juzgarse, ¿no crees?
—Lo siento, pero creo que a veces tienen que hacerlo. Hay valores que son absolutos. Yo no te condenaría por tener una aventura aunque la desaprobara. Cada persona elige cómo vivir su vida y yo te apoyaría aunque no me pareciera bien lo que has elegido. ¿Pero acostarte con el marido de tu mejor amiga? Lo siento, Ange, pero eso está mal y me niego a aprobarlo bajo ninguna circunstancia. Eso también perjudica nuestra amistad porque ahora veo que tu concepto de la lealtad para con una amiga es mucho más frágil que el mío. Y si puedes hacerle eso a tu mejor amiga… —No me molesté en terminar la frase. No era necesario.
Andrea asintió tristemente con la cabeza.
—Te ha afectado mucho más de lo que imaginaba. Al menos ahora podrás comprender por qué no me atrevía a contártelo.
—Lo siento.
Era cuanto podía decir. Lo sentía. Lo comprendía todo, pero no me gustaba. Nuestra amistad, la mía, la de Andrea y la de Phillippa, había cambiado para siempre. Siempre habría mentiras que mantener vivas y verdades que conservar enterradas. Ya no podríamos emborracharnos juntas por temor a irnos de la lengua. El equilibrio se había roto, las lealtades habían cambiado sutilmente y ya nunca íbamos a sentirnos totalmente relajadas estando juntas. Pero lo peor de todo era que Phillippa no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Estaba intentando mantener a flote un matrimonio que se hundía, una vida cómoda que empezaba a desvanecerse y pronto notaría que sus dos mejores amigas se distanciaban de ella por razones que ignoraba. Sólo me quedaba confiar en que no las descubriera.
Bueno, por lo menos le quedaba Karen. Hurra por Karen y su aparición en escena sobre su corcel blanco. Ahora que lo pienso, quizá también yo entable amistad con ella. Después de todo, tenemos muchas cosas en común.
Quería preguntar a Andrea si amaba a Joe. Pero no lo hice.
Eso de que nos lo decíamos todo eran pamplinas. Nunca hablábamos de amor. De hecho, nunca he hablado de amor con nadie. Le digo a Rob que le quiero y él me dice que me quiere. ¿Pero hablar de ello? Ni en broma. Es demasiado arriesgado, demasiado revelador. Hablaría de sexo con la señora de la limpieza pero no preguntaría a Andrea si quiere a otro hombre. Y creo que ella siente lo mismo. Y Phil. Puede que sea el respeto a las represiones de las demás lo que nos une. Con todo, ojalá supiera si ella y Joe están enamorados. Me gustaría encontrar un concepto fidedigno del amor porque mi idea del mismo es cada vez más borrosa. Echo de menos la confianza que tenía antes en mis propias emociones.
Andrea y yo nos sumimos en un silencio casi de camaradería, bebiendo nuestro vino, reevaluándonos mutuamente a la luz de nuestras revelaciones. Andrea me sonrió.
—¿De modo que eso de que Phillippa sospechaba de Joe y Tara Brownlow lo dijiste para ponerme nerviosa?
Sonreí a mi vez, aliviada de volver a un terreno más seguro por artificial que fuera, aunque el suelo se hubiera movido bajo nuestros pies. Pese a detestar lo que Andrea estaba haciendo, no tenía intención de abandonarla. Nos necesitábamos.
—Lo siento, he sido mala, pero estaba enfadada contigo por no haberme contado lo de Joe. ¡Pero funcionó!
—Aún no me has dicho por qué a Phil se le metió esa idea en la cabeza.
Le conté lo del número en la factura de teléfono. También le confesé que la había visto con Joe en el pub. No le dije que yo estaba con Simon. Me parecía absurdo nublar el asunto con información superflua. En serio, es la única razón.
Andrea sacudió la cabeza con perplejidad.
—No vas a creerlo, pero es el mismo número de teléfono que me llevó a relacionar a Dan con Tara Brownlow. Había visto la factura del móvil de Dan de los últimos meses y en ella aparecía constantemente un mismo número de teléfono. Cada vez que lo marcaba, me respondía un contestador automático que no informaba del propietario del número. Pero me lo aprendí de memoria. Cuando lo vi escrito…
Por eso estaba subrayado tres veces. Qué gusto atar los cabos sueltos incluso de un lío tan sucio. Me pregunté qué había sucedido en la sala del hospital entre Andrea, Dan y la señorita Brownlow. Supuse que la preocupación por Isabelle había vencido sobre cualquier necesidad primaria y que la conversación fue civilizada. Me dije que se lo preguntaría cuando estuviéramos menos tensas.
Entonces se me ocurrió algo.
—Espera un momento. Si Dan tiene una aventura con la señorita Brownlow, ¿dónde estaba el día que Isabelle tuvo el accidente? No podía estar con ella porque ella se encontraba en el colegio. Y al parecer Dan estaba tan ilocalizable como tú.
—Me estaba siguiendo —explicó Andrea—. Y me encontró.
—¿Bromeas? Entonces ¿sabe lo tuyo con Joe?
—Desde luego que lo sabe. Por eso yo tenía que ver a Joe esa noche. Dan se había marchado hecho una fiera y yo tenía que avisar a Joe de que sabía lo nuestro. No tenía ni idea de lo que era capaz de hacer.
—¿Y qué ha hecho?
Andrea se encogió de hombros.
—Por ahora nada. Dan duerme en el estudio y no nos hablamos. Es fácil mientras Isabelle sigue en el hospital, pero mañana volverá a casa e ignoro lo que Dan planea hacer.
—¿Le has preguntado sobre Tara Brownlow?
—Por supuesto, pero como no me habla, no llegamos muy lejos. Es difícil discutir con alguien que no responde.
Me guardé esa joya para utilizarla en el futuro.
Ahora me tocaba a mí tomarle la mano.
—Menudo lío. Ojalá pudiera hacer algo para ayudar.
Andrea se esforzó por no romper a llorar. Yo fingí no darme cuenta.
—Por lo menos me alegro de que ya lo sepas. Necesitaba desesperadamente hablar con alguien.
Y aunque me incomodaba lo que veía como una confabulación sobre algo que condenaba, la dejé hablar. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Cuando miro atrás, me doy cuenta de que no debí tomarme el tercer vaso de vino. Sólo había comido una madalena en Starbucks y un puñado de aspirinas. Cuando mi móvil volvió a sonar, recordé aliviada que Jude estaba expulsada. Por lo menos no podía ser del colegio.
—Hola, ¿es usted la señora Danson?
Se me escapó una risita.
—Sí. ¿Con quién hablo?
—Soy el señor Walters, el director de Keaton House.
Me serené de golpe.
—¿Ha ocurrido algo? ¿Es una de las chicas?
El señor Walters suspiró.
—Me preguntaba si podría venir enseguida. Se trata de Claire.