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Ocho y dieciséis a.m.

—¡Mamá! ¿Dónde está mi bolígrafo de la suerte?

—¡Mamá! ¿Puedo dormir en casa de Peter?

—¡Mamá! ¿Por qué no puedo llevar sujetador?

—¡Mamá! He decidido dejar la carne. ¿Las cortezas de cerdo cuentan?

—El bolígrafo está en el suelo, Phoebe, al lado del vídeo. Nada de dormir en casas de chicos, Claire. Podrás llevar sujetador cuando lo necesites, Jude. Y las cortezas de cerdo no cuentan, Ali, pero la pizza de pepperoni sí, de modo que devuélvela al frigorífico.

Cuatro hijas. Cuatro preguntas atendidas en veintiocho segundos sin detener mis zancadas entre la secadora y la tabla de planchar. Cuatro cantinas sobre la mesa con el equilibrio perfecto de comida sana, chocolatinas y cuanto se anuncia actualmente por televisión. Dos perros de linaje indeterminado limpiando el suelo de terracota con la lengua. La casa es un desbarajuste acogedor, vidas felices expuestas en fotografías, imanes en la nevera y notas adhesivas. Tiene la suciedad justa para que las niñas no piensen que soy una neurótica de la limpieza, pero también alguna que otra rociada de desinfectante para asegurarme de no criar colibacilos en la barra del desayuno. Suena Radio Uno y me sé la letra del último éxito de Prodigy. Soy, sin lugar a dudas, una supermadre.

Ocho y diecinueve a.m. Las chicas llegan tarde al colegio, como siempre. Pero no demasiado tarde. Se marchan corriendo, pero antes me besan en la mejilla sin apenas rozarme. Salvo Phoebe, la mayor, la más fuerte y la más necesitada de mis niñas. Últimamente le abruma el peso de la adolescencia y me abraza cada vez que tiene oportunidad. La pobre lo tiene todo: granos, aparatos, pelo graso, sensación constante de condena existencial y el pecho más grande de su clase. No me había necesitado tanto desde que tenía cuatro años. Me encanta esta nueva dependencia, aunque me rompe el corazón verla sufrir. Huele a champú de tratamiento y a Clearasil.

Es mi favorita, pero he aprendido a disimularlo. He ahí otra de las habilidades maternales que no enseñan los libros. «Quiero a todos mis hijos por igual.» «Puede que uno me guste más que otro, pero los quiero a todos por igual.» Como niñas que memorizan el «Jesusito de mi vida», repetimos las frases una y otra vez con la esperanza de que resulten convincentes. Pero no hablamos en serio. Yo quiero a las cuatro chicas por igual, pero siempre encuentro en mi interior un poquito más para Phoebe. Tal vez sólo sea porque es la que más pide. Le acaricio el cabello cuando se aparta de mí y cruzamos una mirada que me hace sentir completa.

—¡Adiós, mamá! —gritan todas. Y ya no están.

Ayer ocurrió más o menos lo mismo. Las niñas se marcharon al colegio y yo apagué la radio. Durante unos instantes dejé que mis oídos se adaptaran al silencio. Entonces me transformé en mi otro ser, el que saca el polvo a ritmo de El primer café con Kilroy, grita las respuestas de Súper Maratón, anota las recetas de Sal y pimienta y cose los nombres en los uniformes de gimnasia mientras Richard y Judy hablan de histerectomías. Son mis pecados domésticos, los cuales sólo confieso después de unas copas de vino con otras madres. Es nuestro secreto, un secreto que ocultamos a nuestros maridos y, de hecho, a todas aquellas amigas que no sólo mantienen encendida la radio, sino que escuchan Radio Cuatro.

A veces, cuando recuerdo que en una ocasión leí Historia del tiempo de Stephen Hawking (y comprendí el setenta por ciento), me inquietan los efectos de Vanessa Felt y las series australianas sobre mi alma. Pero luego me consuelo diciéndome que quizá veo la televisión matinal desde un punto de vista posmoderno. Es mentira, pero al menos la palabra «posmodernidad» sigue formando parte de mi vocabulario después de años de comunión casi constante con el cartero Pat.

Lo cierto es que me encanta ver la tele. Siempre me ha gustado. Ver la tele indiscriminadamente es mi nicotina, un goteo lento de placer leal. Me gusta todo. Culebrones, dramas, comedias, películas, concursos, documentales. Buenos o malos, me da igual. Me encantan esos universos paralelos y artificiales que interrumpen mi propia existencia lineal; me encantan las vidas ajenas que la caja me permite vivir; me encanta tener un punto de referencia que compartir con desconocidos. Ser parte de una audiencia es una forma de pertenencia y eso me gusta. Me encanta poder sumarme a las conversaciones de desconocidos, en la caja del supermercado, sobre la extraña predilección de Ken Barlow por los vaqueros ajustados. La televisión mitiga las diferencias de clase y educación de una forma que el gobierno laborista no lograría ni en sueños. En fin, ya está. Ya lo he confesado. Hola, me llamo Lorna y veo Policía.

La mañana de ayer fue completamente normal. Tenía un montón de exámenes que corregir. Me estaba preparando una taza de té y rebuscando en la lata de galletas una «Digestive» que no dejara marcados los dedos en el papel (has de saber que soy una profesional), cuando oí el sonido de una llave en la puerta y me asusté.

No por temor a que fuera un intruso. Sabía que era Rob. Cuando has vivido con alguien diez años, conoces perfectamente cómo suena su llave en la cerradura. Es uno de esos detalles íntimos que todavía me emocionan. No. Si me asusté fue justamente porque era Rob. Jamás aparecía por casa por las mañanas. Ni siquiera cuando se ponía enfermo.

Rob es conductista canino. Así nos conocimos. Hace un montón de años yo tenía una pastora alemán psicópata llamada Shipshape que había desarrollado un pánico a la gravilla. Cada día tenía que cruzar el caminito de mi casa con ella en brazos y mi espalda empezaba a resentirse. En aquella época Rob ya era popular (en los círculos caninos de Clapham), así que le llevé a Shipshape. Su esposa le había abandonado dos meses antes y se hallaba en un estado deplorable.

A veces me pregunto si fue su situación lo primero que me atrajo de él. Admiraba la forma en que se las arreglaba con las niñas, me gustaba el hecho de que todos me necesitaran, disfrutaba del drama. A las pocas semanas me instalé en su casa con una perra curada, una furgoneta llena de pertenencias y un oído sordo a los amigos que me aseguraban que no saldría bien. Además, estaban las niñas. Yo siempre había querido hijos y no necesariamente por el parto, que me traía sin cuidado. Simplemente quería un montón de niños, una familia grande y ruidosa. Y esta familia me gustó en cuanto la vi. Rob y las chicas iban en un único paquete y era justamente el paquete que yo quería.

Hizo falta tiempo, pero finalmente sus vidas volvieron a la normalidad. Ahora Rob goza de fama nacional y varios despachos en una clínica veterinaria local. El movimiento de clientes en su consulta es incesante, de ahí que su aparición en casa un jueves a las diez de la mañana significara que algo terrible había ocurrido. Yo no quería saber qué era. Y aún menos ahora que nuestra vida era tan fantástica y estable.

Los perros se le echaron encima de felicidad.

—Hola, JR. Hola, Kili. ¡Vamos, chicas! Lorna, ¿dónde estás? —gritó desde el vestíbulo.

—Aquí.

Apagué rápidamente el televisor y traté de sosegarme. Fuera lo que fuera, tenía intención de afrontarlo con valor, elegancia y humor. He ahí una de las ventajas de una vida basada en la decepción prematura: acabas con un arsenal de frases clave para desviar los ataques.

Durante los breves segundos que tardó Rob en recorrer los once pasos que separan el vestíbulo de la cocina yo ya había imaginado casi todas las situaciones posibles, representado cada una de ellas hasta su conclusión inevitable, sorprendido a Rob con mi estoica aceptación del problema, consolado a Rob con esa feminidad fuerte y sabia que me gusta pensar que poseo y ofrecido soluciones prácticas a cada dilema. (Nota personal: decididamente, veo demasiada tele matinal.)

Entonces vi su cara y supe que se trataba de algo aún más grave de cuanto había imaginado. No había dolor en su cara, ni desolación, ni resignación, sólo confusión. Respiró hondamente.

—Cuando llegué a la oficina tenía una carta esperándome. Era de Karen.

Esperó a que yo reaccionara, pero no había previsto esa situación. Tenía respuestas para despido, cáncer, embargo y muerte de un familiar lejano, pero no para una carta de Karen. Y una carta de Karen significaba que Karen estaba viva, lo cual era una malísima noticia. Una mala noticia para todos, pero sobre todo para mí.

Karen era —es— la ex mujer de Rob. Quiero decir, su mujer. No están divorciados, de modo que ella es todavía su esposa legal. Y también la madre de las chicas, madre biológica, en realidad, puesto que no ha sido una «madre» para ellas en diez años, ni en persona, ni por teléfono ni por carta. Abandonó a cuatro hijas menores de cinco años. ¿Te parece eso una madre?

—¿Qué estás pensando, Lorna?

Decidí dejar a un lado la parte de la malísima noticia que representaba el hecho de que Karen no estuviera muerta. Aunque lo hubiera dicho con suma comicidad, intuí que a Rob no le haría gracia. Además, no lo decía en broma.

Traté de recordar qué hacen los psiquiatras que salen por la tele cuando les disparan preguntas intensas. Tal vez responder con otra pregunta fuera lo más seguro. Por lo menos me concedería tiempo para aclarar mis sentimientos y adoptar una postura menos amenazadora.

—¿Por qué te envió la carta al trabajo en lugar de enviártela aquí?

Era una pregunta razonable. No sería porque Karen no tuviera esta dirección. Había vivido seis años en esta casa antes de abandonarla, de modo que era de esperar que recordara dónde estaba.

—Karen sabía que me impactaría tener noticias suyas después de todo este tiempo, así que pensó que era preferible enviarme la carta al trabajo para que mi reacción no afectara a las niñas.

—¡Uau! Acaba de pasar a la siguiente ronda del concurso «Madre del Año».

—No la estoy defendiendo, Lorna. Sólo estoy contestando a tu pregunta.

Y con ese tono ligeramente impaciente y esa respuesta ligeramente defensiva, el primer indicio microscópico de discordia penetró en nuestra relación. De repente, el fantasma translúcido de Karen se convirtió en una amenaza de carne y hueso.

Los dos primeros años de mi relación con Rob los viví en un estado de pánico permanente por temor a que su esposa volviera arrepentida y cargada de regalos y de excusas creíbles por su atroz comportamiento. Mas no lo hizo. A través de sus padres comunicó a Rob que tenía intención de comenzar una nueva vida en Estados Unidos y que no pensaba volver. Se habló de una crisis nerviosa. Cuando se hubo recuperado y supo de mi existencia, llegó a la conclusión de que las niñas estarían mejor conmigo.

Para serte franca, durante los primeros meses que cuidé de las hijas de Rob me solidaricé por completo con el comportamiento de Karen. Sé que no eran mis hijas y, según dicen, eso marca una diferencia, pero cuatro niñas menores de cinco años… Estaba loca de agotamiento, frustración y responsabilidad. No sólo comprendía por qué Karen se había marchado, sino que me sorprendía que hubiera durado tanto. Sin estrangularlas, quiero decir. Y si te asombra lo que digo, significa que jamás has vivido durante un mes tras otro con menos de dos horas seguidas de sueño. Significa que nunca has tenido cuatro criaturas pequeñas tiranizándote veinticuatro horas al día, exigiendo y rechazando tu atención en arranques alternos. Significa que no sabes lo que supone ser torturada durante días por llantos, gritos y aullidos inconsolables. Significa que nunca has sido madre.

Si sobreviví fue únicamente porque al mismo tiempo estaba loca de amor por Rob. Nuestro amor era una distracción, un sustento emocional que hacía de bálsamo poderoso contra el tormento de la maternidad. Quizá por eso las parejas que tienen hijos para mantener a flote un matrimonio conflictivo descubren que su unión muere bajo la presión de un neonato. Si no reíais antes de la llegada del bebé, te aseguro que encontraréis muy poco de lo que reíros una vez haya llegado.

Esta generosa valoración de la huida de Karen partía, no obstante, de la certeza de que se había marchado para siempre. Ahora que ha vuelto, ya no me siento tan generosa.

Abrumado por la situación, Rob se desplomó en una silla.

—En realidad era una nota breve, no una carta.

Me acerqué a él y le rodeé con mis brazos. Aunque era un hombre alto —medía más de metro ochenta—, al verlo hundido sobre la mesa de la cocina me pareció pequeño y vulnerable. Me costaba creer que fuera a cumplir cuarenta años dentro de unos meses. Pertenecía a esa clase de hombres sin edad, esos que aparentan treinta desde los dieciocho hasta los sesenta. Tenía el mismo pelo que cuando era un adolescente, grueso, rizado, cómodamente asentado alrededor del rostro. Sus ojos eran azules, azules, azules, y muy, muy, muy bondadosos. No tenía una sola arruga en la cara, y de pronto pensé, asustada, que quizá fuera porque apenas reía.

Con eso no quiero decir, ni mucho menos, que Rob sea un muermo o un amargado, sino que su sentido del humor es lacónico, discreto, sin grandes carcajadas. Él sonríe y yo río. Rob siempre decía que lo que más le gustaba de mí era que había traído la risa a su familia. Habían tenido poco de eso durante el año previo a la partida de Karen y cero después de su marcha. Le estreché con fuerza, esperando que interpretara el abrazo como un gesto tranquilizador en lugar de posesivo.

Rob procedía de una familia parecida a la mía. Cuando estaba triste, su madre le daba paracetamol en lugar de abrazos. Eso nos hizo crecer con una sed de contacto físico que ambos intentábamos satisfacer en el otro. Nuestra educación guardaba otras similitudes, coincidencias reconfortantes que elegimos convertir en cimientos de nuestra relación. Los dos éramos hijos únicos, los dos perdimos a nuestro padre a los dieciocho años y aceptamos la desagradable responsabilidad de cuidar de una madre hasta entonces tremendamente dependiente de su marido en los aspectos prácticos de la vida. Ambos habíamos huido a la universidad unos años más tarde que nuestros compañeros y, por consiguiente, nos habíamos sentido desplazados por la diferencia de edad y madurez con respecto a los demás estudiantes. Ambos necesitábamos una excusa para no regresar a casa, así que Rob se casó y yo seguí estudiando. El resto ya lo conoces.

—¿Y qué quiere Karen?

—La nota sólo decía que quería verme para hablar. Que no debía preocuparme, que no deseaba causar problemas, etc.… Se ha alojado en casa de sus padres.

A tres kilómetros de distancia. Oh, Dios.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

Rob se encogió de hombros.

—No me lo dijo.

La conversación estaba teniendo demasiados silencios para mi gusto. Aligeré la voz.

—En fin, de nada sirve que te pongas nervioso mientras no sepas qué quiere. ¿Seguro que no tienes más remedio que verla? —Añadí una risa falsa a esta última y dolorosa pregunta.

—Por supuesto que no. —Rob me acarició la mano—. Lo siento, no quería hablarte así. Pero míralo por el lado positivo. A lo mejor ha conocido a un hombre en Estados Unidos y quiere el divorcio para poder casarse con él.

Yo no soy famosa por buscar el lado positivo a las cosas. Soy bastante buena encontrando el lado divertido y sarcástico. Pero el lado positivo siempre me evita.

Divorcio. No. Ni siquiera debo pensar en ello. Lo deseaba con todas mis fuerzas y todos sabemos qué ocurre cuando deseamos algo con todas nuestras fuerzas. O por lo menos todos sabemos qué ocurre cuando yo deseo algo con todas mis fuerzas.

«¡Sabías que tarde o temprano ocurriría!», me gritas desde el palco. Pero no te precipites a la hora de reprenderme por ser la artífice de mis circunstancias. El resultado de las decisiones que tomé diez años atrás quizá te parezca dramático, pero por lo menos soy la única persona que ha osado esperar que podría luchar contra las probabilidades, cambiar la tendencia ganar el premio.

Sé lo fácil que resulta juzgar las actitudes en la vida de los demás. Caray, yo lo hago continuamente, cualquier cosa con tal de no fijarme en mis propios errores. ¿Cuándo fue la primera vez que la notaste? Ya sabes a qué me refiero. Hablo de la primera punzada de pánico que sentiste cuando echaste un vistazo a tu sueño, tu objetivo o tu destino y no lo viste. No lo viste porque estaba detrás de ti, o allá, en cualquier otro lugar salvo donde debía estar.

Y los sueños son lo más importante en la vida, ¿verdad?, la punta de la flecha. Te dan una dirección, una finalidad, un sentido. Si no tuviéramos algo a lo que aspirar, estaríamos siempre entrando y saliendo de vidas paralelas, jugando despreocupadamente con pasatiempos, carreras y parejas. Todos sabemos qué ocurrió con mis sueños, así que echemos un vistazo a los tuyos. Por favor, dame ese gusto. No me hagas cargar con el estandarte de la falibilidad femenina yo sola. ¿Cómo perdiste de vista tus metas? Me refiero a las originales, las auténticas, no las que creaste para amoldarte a tu situación actual.

Empezó muy pronto, ¿no es así? Cuando deseabas con toda tu alma ser María en la obra de Navidad pero te dieron el papel de quinto cordero. Cuando pediste a los Reyes Magos una muñeca bailarina y te trajeron una enciclopedia. Cuando pediste un piano y te regalaron un xilofón. Y así se forjó la pauta.

Ibas a casarte de blanco en una preciosa iglesia de pueblo a los veintiún años, ¿a que sí? Con un hombre parecido a David Cassidy (elección personal; cámbialo por ídolo musical de tu agrado), sensible, fiel, un hombre que escribía y leía poesía y era, además, un ejecutivo prometedor con coche, piso y una madre que vivía a quinientos kilómetros de distancia. En realidad te casaste cuándo, ¿a los treinta y uno? ¿A los cuarenta y uno? ¿Ibas de verde? Probablemente fue en un lóbrego juzgado y tuviste que fingir que no te importaba, que las bodas blancas son fantasías absurdas de adolescente. Y no, por supuesto que no querías una gran celebración. ¿Y tu marido? Un buen hombre, no lo dudo, pero… pero…

¿Cómo ocurrió? ¿Adónde fue a parar ese sueño? En algún momento de tu tortuosa vida aceptaste conformarte con el segundo premio. O el sexto. Lo que sea. En realidad no querías. Nadie quiere. El mundo está lleno de cuartos rosas habitados por niñas que sueñan con ser bailarinas y acaban siendo aromaterapeutas. O puede que haya niñas que sueñen con ser aromaterapeutas. Aterradora posibilidad para nuestro nuevo milenio.

Yo no planeé así mi existencia pero he hecho lo posible para que saliera bien. He encontrado una vida que me gusta, un hombre al que amo y la familia que siempre quise, y no pienso perder todo eso ahora.

Rob se estaba animando.

—Pensándolo bien, ¿qué otra razón puede tener para ponerse en contacto conmigo? Seguro que lo ha hecho porque quiere el divorcio. ¿No sería genial, Lorna? Las chicas ni siquiera tendrían que enterarse de que Karen ha estado aquí. —Me besó emocionado—. Oye, lamento haberme alterado tanto. Necesitaba hablar contigo. Ya estoy más tranquilo. Telefonearé a Karen esta tarde para solucionar el asunto cuanto antes. No te preocupes, todo saldrá bien. —Y se fue.

Había entrado y salido en menos de quince minutos. Yo todavía tenía exámenes que corregir, colada que clasificar y compras que hacer, pero sólo podía pensar en que Karen iba a arrebatarme a mis hijas. Y también a Robert. Me costaba respirar. Empecé a perder la razón. Necesitaba una copa, un postre y una amiga. Agarré el teléfono y llamé a Andrea. Dejé un mensaje en su contestador: «Hola, Ange, soy yo. Oye, cuando vuelvas del colegio, llámame. Necesito comer contigo.»

Enseguida me sentí mejor. Andrea me comprendería. Ella sabría cómo me siento y qué debo hacer.

Era madre. Como yo.