Capítulo 7

 

A unos cien metros del lugar donde se protegieron de la intemperie los dos hombres de la goleta, aparece un grupo de jinetes observando el terreno. Tienen aspecto de peones de estancia, pero están fuertemente armados. Algunos poseen rasgos indígenas y otros son rubios, muy rubios, parecen extranjeros.

–¡Quedate quieto, carajo! –ordena Gregorio en voz baja.

La partida no los ha visto y explora el lugar con cautela. Los rubios hablan entre ellos en inglés. Parecen muy civilizados.

Gregorio y Florencio, entre los arbustos, tienen sus rifles amartillados y están listos para defenderse. Nunca se sabe.

Uno de los indígenas, el rastreador, quizás, se acerca al lugar donde están los marineros. Parece olfatearlos. De pronto, pega un grito en idioma desconocido y el grupo, alertado, se dirige al lugar con las armas listas. Siguiendo las indicaciones del indígena rodean el sitio. Gregorio se da cuenta que no queda otra que rendirse y ver qué pasa. Los dos hombres se hierguen con los brazos en alto.

Uno, que parece el jefe, los mira curioso. Lleva un rifle y no deja de apuntarlos.

–¡Pateen lejos las armas! –les ordena con fiereza.

Gregorio y Florencio cumplen al instante. Saben que un movimiento sospechoso les puede costar la vida.

–¿Quiénes son y qué hacen por aquí?

–Somos tripulantes de la goleta Dominique en viaje comercial rumbo a Ushuaia. Una tempestad averió la nave y tenemos un herido. Somos ocho hombres y nos hemos dividido en dos grupos para buscar ayuda. Mi nombre es Gregorio Funes, el piloto de la nave: y él, Florencio González, marinero de primera.

El jinete escucha en silencio, mientras los rodea con su caballo. La desconfianza se nota a la legua. No deja de exhibir su rifle, apoyado en el muslo derecho.

–Necesitamos ayuda, por favor.

–Me presento: soy  William Foster, capataz de la estancia «La Sureña» y patrullamos el lugar en busca de forajidos. No es común hallar gente de mar por aquí.

El tono de voz del hombre tranquiliza a Gregorio, parece dispuesto a colaborar.

–Señor Foster, nuestros compañeros deben estar a un día de marcha. Caminan bordeando la costa. Van rumbo a Puerto Deseado. Sin embargo el herido no creo que aguante el esfuerzo. Debemos rescatarlos en forma urgente.

–Está bien, vamos a socorrerlos. La estancia está a cinco kilómetros.  Mandaré  buscar un carruaje para transportarlos y dar aviso de la novedad.

–¡Catriel! –pega el grito Foster.

–Ve en busca de ayuda y hazlo rápido.

El aborigen asiente y con premura sale al galope rumbo al oeste para cumplir la orden.

Cerca del mediodía, llega el carruaje y se inicia la marcha en busca de Buenaventura y sus hombres. El viento sopla con furia y una llovizna pertinaz se descarga sobre la caravana.

Gregorio y su compañero descansan en el carruaje cubierto por un toldo. Dormitan arropados con mantas. Tienen los pies hinchados por la caminata y esperan encontrarse pronto con el resto. Hubo suerte con la patrulla.

 

Lejos de allí, Buenaventura con sus hombres se han cobijado en una cueva cerca de los acantilados. El portugués empeora y la herida infectada no tiene buen aspecto.

Mio capitano, Manuel sta male…posso morire.

–Lo sé Pepino, lo sé. Espero que Gregorio haya logrado encontrar ayuda.

Los marinos están preocupados, las maderas para el fuego se están terminando y el frío de la noche es terrible a pesar de la primavera. Sólo les queda una botella de ron y luego Dios dirá.

Francisco, en un rincón de la cueva, cubierto con una manta frota sus manos para darse calor. El ulular del viento les recuerda que están en un páramo y que las posibilidades de sobrevivir son escasas. Están jugados y sólo un golpe de suerte puede salvarlos.

Buenaventura enciende un cigarro y cierra los ojos para recordar. En ese momento sólo tiene sus recuerdos.

Se ve navegando el mediterráneo en verano  contando los días para el regreso a los brazos de Dominique. La visión lo hace respirar con profundidad y emocionarse. Luego sobreviene la tristeza por la muerte de su amada. Tantas cosas han pasado y hoy, perdido en una cueva de la costa patagónica, espera una respuesta que cambie su suerte.

Apenas amanece el griterío de pájaros y lobos los despierta. Es imposible seguir durmiendo. El ruido es infernal.

–¡Bicherío del demonio! ¡Siempre a la misma hora!

Baltasar sacude la cabeza y refriega sus ojos lagañosos.        Amador y Pepino roncan plácidamente y el capitán mira su viejo reloj de bolsillo. Son las cinco.

Organizan un desayuno magro. Sólo tienen galletas y chocolate. La cantimplora circula entre los hombres que  sorben un poco. El agua es escasa.

El primero en salir es Buenaventura. Con el catalejo observa el horizonte en busca de alguna señal. El viento ha disminuido y el sol se muestra tímidamente, como pidiendo permiso.

–¿Se ve algo, mi capitán? –pregunta ansioso Amador.

–De momento, nada.

Al cabo de una hora, el grupo está listo para seguir. El portugués, bien arropado, dormita.

Buenaventura a la cabeza, tiene que dar el ejemplo. Con pasos enérgicos inicia la marcha. Es un grupo de hombres desesperados que sabe que tienen una oportunidad entre mil, para esquivar la muerte.

Cerca del mediodía, agotados por la marcha sobre terreno pedregoso, se dejan caer.

–¡Haremos un alto, muchachos, veinte minutos y seguimos!

La voz del capitán apenas los convence. Son hombres de mar y el caminar no es su fuerte.

Buenaventura aprovecha el momento de descanso y se encarama en lo alto de una roca e insiste con el catalejo. Barre el horizonte en un ángulo de noventa grados. Lo hace de izquierda a derecha y viceversa.

Algo lo sobresalta, parece advertir un movimiento, pero tan distante que no alcanza a distinguir de qué se trata.

«Tal vez algún animal», la idea pasa por su pensamiento y lo altera.

–¿Tal vez sí, o tal vez no? –se pregunta inquieto.

–¡Mierda, son jinetes! –grita desaforado.

–¡Jinetes, muchachos, jinetes! ¡Parece que vienen en esta dirección! –Buenaventura salta como un loco.

Los hombres gritan de júbilo y se abalanzan hacia la roca prominente.  Una vez sobre ella, agitan las mantas para llamar la atención.

–¡Eh, aquí! –repiten una y otra vez, para ser divisados.

–¡Cuidado, no sabemos si son amigos o enemigos! –advierte con prudencia Francisco.

–Pepino y Gaspar, sigan agitando las mantas. Baltasar y Amador, preparen los rifles y tomen posiciones detrás de aquellas rocas rodeadas de arbustos. No sea que nos llevemos una sorpresa desagradable.

Buenaventura observa en detalle la marcha de los jinetes. Aún no sabe si entre ellos vienen Gregorio y Florencio. Es una incógnita a develar. Sin embargo abriga la esperanza que así sea y logren salvar sus vidas.

Foster y Catriel marchan a la cabeza y han advertido al grupo de hombres en la lejanía.

–¡Me parece que son ellos! –grita el inglés con su potente voz.

Gregorio pega un salto por la emoción, sus plegarias han tenido respuesta. Buenaventura y los hombres de la goleta están vivos.

Foster se acerca al galope e invita a Gregorio a montar en su caballo, para adelantarse e identificarlos. El piloto accede gustoso y junto con Catriel, parten en dirección a la costa.

Buenaventura advierte por la polvareda que levantan que dos jinetes se acercan. Nuevamente busca identificarlos con el catalejo. Una sonrisa ilumina su rostro. Detrás de uno de ellos viene Gregorio.

–¡Muchachos! ¡Es Gregorio y con ayuda!

La alegría, inmensa, hace que todos festejen como locos. No es para menos. Acaban de salvar el pellejo. Hasta el portugués, desde la camilla esboza una sonrisa.

Los jinetes están cerca y todos saludan con los brazos levantados. Gregorio les responde y el inglés sofrena el tordillo, para avanzar al paso.

El encuentro es emocionante, los hombres se abrazan festejando. Gregorio comprueba que los marinos están bien, incluido Manuel.

–¡Capitán! Le presento al señor Williams Foster, capataz de la estancia «La Sureña».

Los hombres se estudian pero al instante las manos firmes, sellan la presentación.

–Capitán… traemos un carruaje para transportarlos. En la estancia podrán reponerse de la desgracia. Serán bienvenidos para su dueño, el señor Paul Taylor.

Buenaventura queda paralizado, la mención de ese nombre lo altera sobremanera. El recuerdo de Susan invade su mente. El destino lo pone frente a una situación increíble. Han pasado tantos años, que el posible encuentro cara a cara con ella se ha transformado en una realidad inquietante.

–Señor Foster… ¿Usted habla del señor Taylor y la señora Harrison, no?

El inglés lo mira sorprendido.

–Sí ¿Los conoce?

Francisco tarda en contestar. La noticia lo entusiasma, pero a la vez el encuentro puede tener consecuencias inimaginables.

–La señora Harrison viajó a Montevideo en mi nave, hace muchos años… Sí, la conozco. Al señor Taylor no tengo el gusto.

 

La caravana se pone en marcha de inmediato. Los tripulantes de la Dominique, ubicados en el carruaje charlan animosos, mientras devoran los alimentos frescos que los peones trajeron. Buenaventura, imagina los pasos a seguir para reparar la goleta. Tienen una misión que cumplir y todavía falta un largo viaje por mar.

Mientras el grupo marcha rumbo a la estancia, Francisco se dedica a observar a sus anfitriones. Delante del carruaje marcha Foster, un inglés de fuerte contextura y espeso bigote. Tiene el pelo negro y los ojos claros, cabalga con estilo, parece un militar. Lo sigue de cerca al que llaman Catriel, un viejo indio tehuelche que oficia de rastreador. Es la primera vez que tiene delante de sus ojos a un indígena. La piel obscura, los ojos achinados y una expresión adusta. Nunca sonríe. Detrás, marchan dos aborígenes más jóvenes, y tres jinetes fuertemente armados con el pelo rubio como el trigo, que bromean en inglés.

Foster retrasa su marcha y se ubica a la par del carruaje. Buenaventura comprende que desea preguntarle algo.

–Capitán ¿Está muy averiada la goleta?

–La verdad que sí. Perdimos el palo de mesana y el choque con un arrecife nos produjo una grieta de consideración que apenas pudimos reparar. En esas condiciones era suicida seguir navegando.

–Comprendo. Les llevará un tiempo repararla. Habrá que llegarse a Puerto Deseado en busca de material y carpinteros expertos.

–Así es –responde Francisco–. Fue de mala suerte no haber podido llegar al puerto.

La conversación se corta porque en el horizonte se dibuja la estancia. Parece un establecimiento de grandes proporciones. La caravana apura su marcha para llegar con las primeras sombras del atardecer. El frío aprieta nuevamente y los hombres de Buenaventura sueñan con comida caliente y una cama donde dormir. Manuel será atendido como corresponde y la aventura tendrá un final feliz.

Cruzan la tranquera y se dirigen al casco de la estancia. Lo hacen por una calle bien cuidada y flanqueada por árboles añosos. Buenaventura está muy nervioso. Nunca hubiera imaginado este momento  y en estas condiciones. Esa mujer, que nunca olvidó, en contados minutos estará ante él.

Al pié de una enorme escalinata de piedra, un hombre mayor, calvo y de gran estatura, acompañado por una dama de cabellera rojiza que usa pantalones y botas, aguardan expectantes.

Foster saluda tocando el ala de su sombrero. Desciende con agilidad de su caballo y se acerca al señor Taylor.

–Patrón, aquí están los tripulantes de la goleta Dominique. Traen un herido. Han dejado el barco a resguardo, en una cala al sur de Cabo Blanco porque está averiado, según las palabras de su capitán…, Francisco Buenaventura.

Susan Harrison se sorprende, pero permanece en silencio. Una leve sonrisa aparece en su rostro.

Buenaventura ha descendido y como puede arregla su ropa para presentarse ante el dueño de casa. Desde lejos ha reconocido la figura de Susan. Su corazón palpita y está a punto de estallar. Es una sensación que no domina pero lo pone locamente feliz.

–¡Capitán Buenaventura, bienvenido a La Sureña!

Las palabras de Taylor se notan sinceras y acogedoras. El apretón de manos es el de una persona dominante.

–Le presento a mi esposa, la señora Susan Taylor.

–Encantado de conocerla. Es usted muy bella.

–Gracias, capitán. Creo que exagera.

Él ha tomado su mano para besarla y nota un temblor apenas disimulado. Quince años los separan desde la despedida en el puerto de Montevideo. Se miran en silencio y en sus miradas desnudan el secreto oculto por tantos años.

Él se aparta antes de que Taylor sospeche algo y con unas palabras sentidas le agradece la hospitalidad.

–¡De ninguna manera, hombre! Sois bienvenidos y Foster ubicará a su tripulación en las barracas del personal para que se aseen. Pronto estará lista la cena y podrán dormir como Dios manda. El marinero herido será auxiliado en la enfermería.

Buenaventura percibe que alguien lo está mirando intensamente. Se da vuelta y los ojos enigmáticos de Catriel se clavan en los suyos. El indígena permanece inmóvil como una estatua.

«Bicho raro este Catriel», piensa, mientras acompaña al matrimonio Taylor al interior de la sala principal.

Buenaventura se siente incómodo, hace días que no se baña y su ropa está hecha un desastre. Huele como una foca y siente vergüenza por ello.  Mientras caminan, observa la silueta de Susan. Está hermosísima y atrayente. Sigue los movimientos de sus caderas embelesado. Esa mujer lo atrae de tal forma que olvida que tiene un dueño, el poderoso Paul Taylor.

–¡Miss Helen!  –la voz del patrón se hace sentir.

–Acompañe al capitán Buenaventura al cuarto de huéspedes y hágale preparar un baño bien caliente; consígale ropas adecuadas para que se encuentre presentable.

–Sí, señor. Como usted ordene –responde, sumisa, el ama de llaves.

–Sígame, capitán.

Avanzan por un pasillo de madera lustrada sobre cuyas paredes hay trofeos de caza. Un ventanal a la izquierda permite ver un jardín de invierno con flores multicolores y más adelante una puerta entreabierta muestra un gran comedor totalmente iluminado.

Buenaventura comprende que Paul Taylor es un hombre de fortuna. Todo en su propiedad lo demuestra. Lo que más le ha extrañado desde que llegó fue ver a mucha gente armada. Cosa extraña para un establecimiento dedicado a la cría de ovejas.

–Esta es su habitación, capitán. En un momento tendré preparado su baño y la ropa.

–Gracias, señora. Ha sido usted muy amable.

La mujer responde con una reverencia y se retira.

Al cerrar la puerta, Francisco se siente de regreso a un mundo civilizado. Todo está limpio y huele bien.  Sobre la cómoda un gran espejo le devuelve su imagen. Lo que ve es horrible. Está despeinado y su barba desprolija; parece un verdadero salvaje.

«Qué impresión desagradable se habrá llevado Susan», piensa, incómodo, el capitán.

Al rato unos golpes en la puerta lo sacan de sus cavilaciones y cuando abre la puerta, Helen le indica que su baño está listo. La sola idea de una tina con agua caliente y el jabón espumoso recorriendo su cuerpo lo hace sentir que va camino al paraíso.

Dos horas más tarde, Francisco parece otra persona: su aspecto ha cambiado en forma notable. La ropa lo muestra elegante y con un aspecto mundano, que a él mismo lo sorprende.

Nuevamente golpean a la puerta; supone que el ama de llaves debe de traer noticias de la cena. Lo intuye y no se equivoca.

Con pasos seguros se dirige al comedor, donde lo están esperando Taylor, Susan y Foster.

–¿Una copa?

–¡Por supuesto!

Cuando las copas de Francisco y Susan chocan, los ojos de ambos parecen encendidos por un fuego abrazador. Situación que advierte Foster, pero disimula.

–Señor Taylor…, la cena está lista.

–¡Perfecto Helen! ¡Todos a la mesa, por favor!

En la cabecera se ubica Paul Taylor; a su derecha Susan; a su izquierda Francisco y finalmente Foster.

La mesa está magníficamente presentada. La vajilla inglesa luce como si estuvieran en una mansión de Buenos Aires. Increíble para un lugar perdido en la estepa patagónica. Helen, acompañada por dos sirvientes, mujeres ellas, con rasgos indígenas pronunciados, que se mueven con elegancia y discreción, sirve la cena.

–Capitán, capitán…, para nosotros es una sorpresa recibir visitas. Estamos alejados del mundo y casi nadie viene por aquí. Vivimos rodeados de ovejas y algunos vecinos poco amigables.

Tanto Susan como Foster se incomodan con los dichos de Taylor. Parece que el asunto es delicado.

–¿Sucede algo grave, señor Taylor? –pregunta Francisco con curiosidad.

–Intereses económicos, mi querido capitán. Unos malditos escoceses, los hermanos Ferguson, pretenden mis tierras y mis ovejas. Nos hemos enfrentado en numerosas oportunidades y no cejan en sus esfuerzos por arrebatármelas.

–¿Por eso las armas, no? –agrega curioso Buenaventura.

–Así es. Nos han hostigado durante meses. Suelen disparar contras mis hombres y han robado muchas ovejas. Afortunadamente Foster, mi capataz, que ha sido militar del ejército inglés les hizo pagar caro su osadía.

Foster sonríe con orgullo, mientras Susan escucha en silencio. Francisco observa al matrimonio y nota una clara frialdad en el trato. La diferencia de edad es notable: calcula que Taylor debe de tener unos sesenta años.

La cena transcurre con un monólogo del señor de la casa, que sólo habla de sus propiedades y la riqueza que le proporcionan.

Buenaventura sigue el discurso con poco interés. La presencia de Susan frente a él es lo más interesante que le ha ocurrido en los últimos tiempos. No comprende cómo semejante mujer puede vivir en este páramo. La imagina en los salones de Buenos Aires luciendo su figura maravillosa y el sólo hecho de hacerlo, perturba sus pensamientos.

Cerca de la medianoche, el anfitrión invita a Buenaventura a tomar un coñac, en una sala aledaña al comedor. Allí los tres hombres apoltronados y fumando unos deliciosos puros continúan con su charla.

–Estimado capitán…, Foster me ha dicho que usted conocía a mi esposa, sin embargo ninguno de los dos lo ha mencionado.

Buenaventura advierte en los dichos de Taylor, cierta malicia. Los ingleses algo molestos, esperan una respuesta.