Capítulo 5

 

Corre Septiembre de 1886 y la primavera se insinúa sobre Buenos Aires. Tímidamente los árboles comienzan a florecer. La mañana es fresca y los rayos del sol entibian a los transeúntes que circulan por las calles aledañas a la flamante Plaza de Mayo, antigua Plaza de la Victoria.

Urdagaray y el capitán Buenaventura esperan ser atendidos en el elegante Café Tortoni, en plena calle Rivadavia.

–Capitán, me alegro de verlo recuperado. Tengo planes para usted.

–Gracias, don Juan. No sé qué hubiera hecho sin usted. Perdí el rumbo y aquí estoy con deseos de navegar.

–¡Excelente, Buenaventura! He decidido encarar los viajes hacia Tierra del Fuego. Si bien el vapor es el futuro, sé que usted es un romántico y la vela es su inspiración. Las goletas con viento favorable vuelan sobre el mar y eso implica ganar mucho tiempo, cuando los compromisos urgen. La ciudad de Ushuaia  está en plena construcción y se necesitan elementos vitales para esa tarea. Es un largo viaje pero en sus manos la misión está asegurada.

–Gracias por su confianza, don Juan. Haré méritos por lograrla satisfactoriamente.

–Nos vemos mañana en mis oficinas y ultimamos los detalles. ¡Buenos días, capitán!

–¡Buenos días, don Juan!

 

El 16 de Septiembre de 1886, la goleta Dominique deja atrás la desembocadura del Río de la Plata y gira a estribor con las velas hinchadas por el viento, rumbo al Atlántico sur. Navega cerca de la costa. El color de las aguas ha cambiado y el verde azulado del océano le advierte que navega en mar abierto. Buenaventura aspira profundamente el aire y sus pulmones se hinchan de gozo. Está navegando y eso le da significado a su vida.

En horas de la tarde el viento se reduce y la nave avanza lentamente. Las aguas quietas del océano se han vuelto amigables, pero no hay que confiarse: su carácter díscolo lo vuelve temible. Un grupo de gaviotas se posa en la verga del palo mayor. La goleta navega frente al Cabo Corrientes rumbo a Carmen de Patagones y Viedma. Buenaventura se dirige al castillo de proa y desde allí su pensamiento se pierde entre las olas. Enciende la pipa, su compañera de navegación, y el fuerte aroma del tabaco holandés despierta sus sentidos. Los hombres permanecen bajo cubierta. Sólo él y Gregorio contemplan las luces rojizas del atardecer.  Dominique está presente en cada instante. Su recuerdo lo entristece pero su vida, como su goleta, pone proa hacia el futuro.

Al cabo de una semana de navegación remontan el Río Negro rumbo al puerto de Viedma. La Dominique, con tres metros de calado, ingresa sin dificultades por la boca del río. Siete millas más adelante atracan en el muelle. Realizan la descarga de algunos elementos que son recibidos por representantes de la compañía. Buenaventura aprovecha para enviar un mensaje telegráfico explicando que la goleta navega sin problemas. Al amanecer  del siguiente día, zarpan para continuar su viaje.

El movimiento de nubes preocupa al capitán. Su olfato marinero percibe la cercanía de una tormenta. El viento cambia constantemente de dirección y obliga  a los tripulantes a maniobrar constantemente con las botavaras y los cabos.

La Dominique navega a 18 nudos con todos los trapos al viento. Las velas escandalosas al tope del palo mayor y el palo de mesana le dan una velocidad notable. Buenaventura es un hombre feliz. Ama las goletas y ésta responde a las mil maravillas.

La embarcación navega en ceñida con fuertes vientos de barlovento. La mano experta de Gregorio evita que la escora sea peligrosa.

–¡Capitán, la fuerza del viento va en aumento y el mar está muy agitado, debemos disminuir la velocidad!

–¡Tranquilo, Gregorio, la goleta aguantará!

La situación empeora con el paso de las horas. Una tempestad amenaza con furia. Están navegando a la altura de Punta Bermeja, Golfo de San Matías, y una voz interior le aconseja a Francisco evitar el combate.

–¡Gregorio, a estribor, entraremos en el Golfo en busca de una cala!

El piloto respira aliviado. Los hombres se mueven rápido para recoger las escandalosas y rizar convenientemente el trinquete, la vela mayor y la mesana. A medida que se alejan del mar abierto, las aguas se tranquilizan y la animosidad de los marineros aumenta. Se gastan bromas unos a otros con esa camaradería que brinda el trabajo en el mar.

El golfo tiene unos 118 kilómetros de ancho y con aguas profundas que permiten una navegación perfecta. Buenaventura con el catalejo en mano, observa la costa en busca de una cala para guarecerse. Las últimas luces del día le permiten divisar una bahía cerca de Punta Norte, en la Península de Valdés.

Pepino se acerca con jarros de café caliente que Gregorio y Francisco agradecen. El frío comienza a apretar.

La costa es un verdadero espectáculo de elefantes y lobos marinos que entran y salen del agua. Bandadas de gaviotas y cormoranes acompañan la lenta marcha de la goleta. La tempestad se ha marchado hacia el sur y paulatinamente las nubes de abren para mostrar un cielo estrellado y una luna blanca como la nieve.

La Dominique detiene la marcha a cierta distancia de la costa. Baltasar y Amador determinan finalmente que la profundidad es suficiente para arrojar el ancla. Han sondeado con pericia, bajo la atenta mirada del capitán. Baltasar apea el ancla sobre el capón y cerca de la superficie del agua.  Todo está listo para tirarla al fondo.

–¡Arrójenla! –ordena Buenaventura con reciedumbre.

La goleta queda fondeada en la pequeña cala. Las lámparas de aceite iluminan la cubierta, los hombres aseguran las velas en las botavaras y Gregorio traba el timón. Pepino los llama a cenar y un tropel famélico desaparece de cubierta. Sólo queda un hombre: Francisco. La costa patagónica es un verdadero páramo. La soledad invade su alma. Los recuerdos en tropel lo deprimen. Por su cabeza desfilan escenarios placenteros y el rostro de Dominique. Eso duele, duele mucho, su partida es algo difícil de olvidar. Con resignación hurga en su gabán en busca de tabaco para encender la pipa. Aspira con ansiedad  en busca del placer de fumar. La noche, apacible, lo envuelve todo. Una canción marinera emerge por la escotilla para arrullar los pensamientos de Buenaventura. La acompaña el sonido triste de un bandoneón.

 

El amanecer se insinúa en el horizonte y la batahola de la fauna circundante despierta a los marineros.  Buenaventura ya se encuentra en cubierta. Saluda a todos con buen ánimo. El «tano» en la cocina prepara café y pan, que todos esperan con ansias. Necesitan energías para iniciar la faena.

Baltasar y Amador, los marineros criollos, se encargan de levar anclas con la serviola. El crujido cuando el arrastre de la cadena les avisa que el viaje está por reanudarse.

Florencio se hace cargo de los foques y el trinquete. Gaspar y Manuel de la vela mayor y la de mesana. El viento favorable infla los lienzos que empujan con fuerza el barco rumbo al Atlántico. El día está nublado y el pronóstico se vuelve indescifrable.

–Habrá que navegar con cuidado… creo que tendremos mal tiempo en cualquier momento.

–Así es, capitán, bordearemos la Península de Valdés y si la cosa se pone fiera, alguna cala del Golfo Nuevo nos protegerá –dijo Gregorio con sabiduría.

–Esperemos que no, hemos perdido tiempo –exclama preocupado Buenaventura.

–¡Icen las escandalosas, muchachos, a todo trapo!

La goleta escora con el impulso, pero la mano experta de Gregorio la estabiliza. La Dominique cabecea y el bauprés se hunde cortando una ola que cubre de espuma el castillo de proa.

Francisco observa el accionar de sus hombres. Todos ellos son leales y muy valientes. Han dejado como él tierra firme para arriesgarse en un trabajo peligroso.

Gregorio, el asturiano, es un hombre con familia. Tiene dos hijos que trabajan la tierra. Su esposa se queja por las ausencias pero respeta la pasión marinera del hombre. Tiene más de sesenta años y una invalorable experiencia en  el mar. Aprendió a navegar en el Cantábrico.

Gaspar, el chileno, no supera los veinte años y es el más novato de todos. Sin embargo tiene un carácter alegre y sus ocurrencias divierten a sus compañeros. Una novia en cada puerto, respetando la tradición.

Manuel, el portugués, es un bebedor empedernido que más de una vez terminó preso por las peleas en los bares del puerto. Todo un personaje, pero muy trabajador. Un soltero a muerte.

Pepino, cocinero y un «tano» de ley, es el alma del grupo. Canta todo el día y su comida es de las mejores. Es viudo y debe de tener como cincuenta años. Florencio, Baltasar y Amador son primos. No deben de superar los veinticinco años. Su laboriosidad es notable. La jornada transcurre sin contratiempos. La goleta navega a más de 19 nudos y con las velas totalmente desplegadas. La temperatura, a pesar de la primavera, es baja: apenas cuatro grados y en descenso.

Buenaventura se retira a su camarote. Si bien la goleta es estrecha, tiene sus comodidades. Una pequeña biblioteca, una litera empotrada a estribor, un escritorio abatible y una silla. Cuelga el gabán y la gorra  con displicencia. Toma de un estante una copa y su botella de ron preferida. Sobre el escritorio, una fotografía enmarcada con el rostro de su bella esposa tiene un marco de plata bellísimo. A la izquierda, en una caja de madera labrada, el anillo de Dominique y pétalos de rosa disecados. Su camarote alberga muchos recuerdos que acompañan los días de Francisco. Hacia el centro del escritorio, la bitácora y una biblia con tapas de cuero.

La noche abraza la goleta que navega en un mar calmo. El cielo, limpio de nubes, exhibe un sinfín de estrellas y la luna, como un vigía, acompaña el derrotero de la nave. Todo parece estar perfecto.

–Capitán.

La voz de Gregorio lo saca de sus cavilaciones.

–La noche está tranquila, descanse, cualquier cosa que suceda lo llamo.

–Se lo agradezco. Buenas noches.

–Buenas noches, don Francisco.

 

El olor a café despierta a Buenaventura. Parece que  todo está listo para el desayuno.

–¡Pepino, bien negro, por favor!

¡Presto, mio capitano!

Parla en español «tano», estás en la Argentina.

Io non sono habituato mio capitano, perdono.

Francisco ríe con ganas cuando de pronto la goleta escora con violencia. El café caliente cae sin piedad sobre sus piernas.

–¡Maldición! –grita enojado.

–¡Capitano!

El gringo corre solícito para auxiliar a su patrón. Este murmura insultos varios, mientras trata de aliviar la quemadura con un trapo mojado.

–Me parece que se terminó el buen tiempo –exclama pensativo mientras abriga su cuerpo.

–¡Gregorio! ¿Qué diablos pasa?

El piloto le indica con la mano hacia proa.  El horizonte le devuelve una imagen terrible: enormes nubes se desplazan hacia la goleta. Los relámpagos anuncian una tempestad y el día se ha vuelto noche. En contados minutos las nubes están sobre la nave y la lluvia se descarga con fiereza. Los hombres se mueven veloces para arriar las velas.

–¡Ricen, carajo! –grita, desesperado, Francisco.

La escora es pronunciada. A los gritos, Buenaventura ordena cada paso intentando mantener el equilibrio de la embarcación. El viento arrecia y el primer foque se desprende y desaparece en la oscuridad. Las olas, enormes, barren la cubierta.

Francisco y Gregorio están junto al timón pensando cómo salir del aprieto.

–¡Gregorio, creo que estamos cerca del Golfo de San Jorge!

El rugido del Atlántico enardecido apenas permite que Gregorio escuche sus palabras.

–¡Capitán, sugiero ponerse al pairo! –grita con desesperación el piloto.

–¡Hagámoslo, Gregorio!

Con gran habilidad el piloto pone la goleta contra el viento y el capitán ordena a los hombres colocar una vela mayor pequeña cazada a una banda y un foque pequeño cazado por la otra banda. Gregorio inmoviliza el timón para contrarrestar que el barco gire a sotavento y se arrojan cabos gruesos al mar para disminuir la deriva. La Dominique queda parada y con posibilidades de sobrevivir. Sin embargo el viento endemoniado que azota con inusitada violencia desprende los cabos que aseguran la botavara del palo de mesana, haciéndolo girar de tal forma que da de lleno en el rostro de Manuel. El desgraciado cae al agua pero logra aferrarse a unos de los cabos de arrastre.

–¡Hombre al agua por estribor!  –grita desesperado Gaspar. Los hombres de cubierta se acercan rápidamente para auxiliarlo. El peligro no ha desaparecido, porque la botavara se mueve libremente barriendo la cubierta y destrozando lo que encuentra a su paso. Florencio y Amador, arrastrándose para evitar un golpe fatal, llegan a la borda, aferran el cabo y sacan al portugués, totalmente ensangrentado y con una profunda herida en el cráneo. Un nuevo y fuerte embate por babor escora peligrosamente la goleta y el empuje de la botavara agrieta el palo de mesana y con un gran estrépito lo derrumba.  Francisco se da cuenta que el palo de mesana caído a estribor los hundirá.

–¡Gaspar, Pepino! ¡Traigan las hachas, pronto!

La escena es dramática, el barco escorado al límite; Gregorio atado al timón para sostenerse; Florencio y Amador arrastrando a Manuel hacia la camareta de popa y Buenaventura como un demente, golpeando el palo de Mesana. Gaspar lo sigue, intentando cortarlo. El palo resiste y una nueva ola se acerca vertiginosamente.

–¡Dios! –grita desesperado Francisco y Gaspar se santigua.