La mañana es tormentosa; el oleaje del río, poco amigable; y los barcos navegan con dificultad. Truenos y relámpagos acompañan los preparativos de la travesía del pailebote.
–¡Gregorio! –la voz de Buenaventura suena grave.
–¿Sí, capitán?
–Tendremos un viaje peligroso, así que explique a los hombres que se concentren en cada maniobra. Esquivar los bancos de arena será primordial. No me falles, Gregorio.
–Todo saldrá bien, capitán, no se preocupe.
–¡Gaspar, Manuel, Amador! –ordena con reciedumbre el piloto.
–¡Orienten las velas y desplieguen el foque con cuidado, no quiero encallar!
El alma de Francisco se agita en un mar de dudas y presagios. Él no quería viajar, pero Dominique insistió. La compañía había tenido algunos percances económicos y era imprescindible concretar nuevos viajes a fin de recuperarse. Se lo había pedido personalmente Juan Urdagaray.
Francisco al timón. Esta vez desplazó a Gregorio y se hizo cargo del barco. La mañana está difícil, hay una sudestada impresionante que inclina el pailebote a babor.
Llevan dos horas de navegación y las olas chocan violentamente contra el casco, provocando inestabilidad. Los hombres aferrados a los cabos caminan la cubierta con temor. En la bodega, algunos cajones se han soltado golpeando violentamente contra las cuadernas laterales. Una vía de agua aparece a estribor. Baltasar lo advierte y emerge por la escotilla a los gritos.
–¡Gregorio, Gregorio! Vía de agua a estribor.
–¡Maldición! –exclama con furia el piloto.
–¡Florencio, Pepino! Manos a la obra, hay que taponarlas.
Los marineros bajan presurosos. Deben reparar la avería con rapidez: dada las condiciones climáticas, una vía de agua de esas características hundiría el pailebote en menos de una hora.
Francisco al timón hace esfuerzos increíbles para gobernar el barco. La tormenta arrecia, la luz es escasa y las olas barren la cubierta con fiereza. El bauprés se hunde una y otra vez cortando las olas. El español recuerda una tormenta semejante, ocurrida en el Mar Adriático, frente a las costas italianas. Estuvieron a punto del naufragio.
–¡No podrás conmigo, maldita tormenta! –grita enloquecido Francisco.
El capitán, totalmente mojado, se aferra con desesperación al timón. El barco resiste. Es duro, como Buenaventura.
Afortunadamente la avería fue reparada y Gregorio le comunica la noticia con optimismo. No todo es una desgracia en el accidentado viaje.
–¡Montevideo a la vista, capitán!
El que grita es Florencio, aferrado a un cabo en la proa del Andrea.
«Gracias a Dios», piensa aliviado Francisco.
Pepino comienza a cantar una canzonetta y todos lo imitan. La tormenta amaina y los hombres festejan la suerte corrida. Buenaventura recorre el barco siguiendo la crujía para verificar si hay daños en la arboladura. Comprueba con preocupación que el mástil del trinquete tiene una grieta. Eso significa reparaciones y algunos días en Montevideo.
Buenaventura decide alojarse en un hotel cercano al puerto y recorrer la ciudad. Parece bonita: muchas plazas, calles empedradas y los árboles de un verde intenso. Su primera tarea antes de alojarse fue enviar un cable telegráfico a las oficinas de la compañía para informar sobre el contratiempo y las demoras del regreso. La respuesta llegó con prontitud junto a un informe sobre la salud de su esposa: sin novedades.
Luego de un frugal almuerzo, decide caminar. El puerto, como todo puerto, mezcla gente de distintas razas. Muchos negros generan algarabía, tocan tambores con un ritmo endiablado al son de una música que lo atrae: el candombe. Decide entrar en una fonda, «la trigueña», y pedir una copa de licor.
El ambiente es modesto, tiene una decoración marinera que lo conforta. Se sienta en un rincón cerca de la ventana. Desde allí se divisa la Bahía de Montevideo. Negros nubarrones permanecen en el horizonte, pero el sol reina en la tarde uruguaya.
–¡Mesero!
Un simpático hombrecillo se acerca.
–Diga usted, señor.
–Una botella de ron, por favor.
–Enseguida, señor.
El ron es un buen amigo en momentos aciagos como este. Un barco averiado, una esposa delicada y distante, y la presencia de un fantasma llamado Susan.
El ron quema su garganta y aquieta las penas. La cabellera pelirroja de la inglesita revolotea ante sus ojos. Una verdadera tortura. Es imposible olvidarla. Al salir de la fonda le llama la atención la fortaleza del Cerro de Montevideo y un imponente faro de mampostería que le recuerda que su vida necesita una luz que guíe sus pasos.
Luego de dos largos y aburridos días, el pailebote está en condiciones de navegar y Buenaventura apura la partida. Decide viajar de noche. El tiempo es perfecto y la luna baña las tranquilas aguas del río.
Francisco está con Gregorio junto a la camareta de popa. El piloto al timón, permanece en silencio. Su patrón no la está pasando bien. Sabe que su esposa padece de un corazón débil y él no puede estar junto a ella.
«Sufrimiento de marinero», piensa el piloto, mientras guía con pericia el barco, trapos al viento a más veinte nudos. El cielo, completamente estrellado y la noche, con una temperatura muy agradable, acarician el alma de los hombres del Andrea en su viaje rumbo a Buenos Aires.
El amanecer los toma en la entrada del Riachuelo. Buenaventura está inquieto. Tiene malos presagios. Sólo piensa en Dominique. El muelle hierve de obreros ruidosos que inician la tarea del día. Un carruaje negro con caballos blancos lo está esperando. Es Juan Urdagaray en persona. El hombre se acerca solícito y extiende su mano.
–Buenos Días, capitán. He venido a buscarlo en persona, su esposa no está bien y quiero llevarlo cuanto antes.
Francisco aprieta la mano de su patrón sin emitir palabra alguna. La noticia lo ha dejado mudo. Los hombres ascienden al carruaje y el cochero azuza las bestias que parten raudamente. Los ruidos urbanos lo perturban, su pensamiento está concentrado en Dominique. A pesar de sus fantasías, ama a esa mujer, es su razón de existir. Al llegar a su casa, lo recibe madame Eugene. Nota lágrimas en sus ojos y un leve temblor en sus labios.
–¿Cómo está Dominique? —Pregunta desesperado Francisco.
–Muy mal, capitán, muy mal…
El que responde es el doctor Avellaneda.
–¡Dominique! ¡Querida!
Buenaventura toma delicadamente sus manos y la besa en la frente. La mujer, acostada, apenas sonríe. Su palidez asusta.
–¡Te pondrás bien, amor! –dice el capitán sabiendo que sus palabras no torcerán el destino.
El doctor Avellaneda toca su hombro y le indica que lo siga hasta la sala. Allí, junto al ventanal que da al jardín de rosas y malvones, le confiesa, casi con un aire paternal, la tremenda verdad: a Dominique sólo le quedan algunas horas de vida. Su corazón no resiste más.
–¡No puede ser!
Francisco hunde el rostro entre sus manos y se desploma en un sillón. Lo que ayer parecía un porvenir venturoso torna en un camino sin salida. Dominique va a morir y su vida no tiene sentido.
Al atardecer y con un sol apenas oculto por las nubes, Dominique expira entre los brazos de Francisco. Eugene, el doctor Avellaneda y Juan Urdagaray, son mudos testigos de la desgracia.
A la mañana siguiente, el cortejo fúnebre sale rumbo al Cementerio de la Recoleta. Urdagaray, en un gesto que lo ennoblece, decidió que los restos de Dominique sean alojados en el panteón familiar. La carroza fue acompañada por un grupo reducido, pero muy caro a los sentimientos del capitán Buenaventura. Allí están sus amigos argentinos y toda la tripulación del Andrea. El responso final cierra un día de enorme tristeza para Francisco. Su amada Dominique se ha marchado.
Una semana después, Buenaventura está como perdido. Sus días transcurren en un encierro total. La casa permanece a oscuras y madame Eugene poco puede hacer por ese hombre destrozado. Ya no es el mismo: el descuido personal es notable y las botellas de ron empiezan a multiplicarse. Busca ahogar el dolor con la bebida. El dormitorio es un verdadero santuario. Una pintura con el hermoso rostro de su amada tiene una vela encendida y es objeto de culto de nuestro desgraciado capitán. Todo en esa habitación le recuerda a Dominique.
Francisco, tirado en la cama, repasa los años de vida junto a ella, desde la lejana Almería, con sus cálidos veranos, la briza africana y esa maravillosa luna reflejada en el Mediterráneo, hasta los paseos por Palermo, aquí, en Buenos Aires. Cada recuerdo es una daga que se clava en lo profundo de su corazón. Esboza una sonrisa cuando la recuerda aprendiendo a bailar tango, esa danza exótica de los porteños. El capitán no come, no duerme. Sólo consume ron y fuma en silencio. Más que un capitán al mando de un pailebote es un despojo a punto de morir.
Una mañana cualquiera, seis meses después, golpean a la puerta de la casona de Buenaventura. Eugene acude presurosa y allí está, parado frente a ella, Juan Urdagaray en persona. El hombre, decidido, viene en busca del capitán.
–Buenos días, señora. ¿Podré ver al capitán?
Eugene lo mira con tristeza y con un gesto lo invita a pasar.
–El capitán no quiere recibir a nadie, pero si usted insiste…
–Claro que insisto. Es una locura, hace más de seis meses que el hombre está encerrado y destruyendo su vida. Debemos hacer algo para recuperarlo.
–Ojalá, ojalá… -repite Eugene con desaliento.
Urdagaray golpea la puerta del dormitorio con insistencia.
–¡Capitán Buenaventura! Debe volver a la compañía, lo necesito.
Sólo le responde el silencio. Nuevos golpes en la puerta, pero nada. Buenaventura dormita entre los vahos del alcohol.
Urdagaray insiste. Su enojo va en ascenso.
–¡Maldita sea, hombre! Tengo el Andrea en reparaciones y otro barco listo para zarpar. Necesito un capitán, ¡Tengo una goleta por estrenar!
De pronto los ojos entrecerrados de Francisco se abren. La palabra goleta suena como una música celestial en sus oídos. Se ve en el puerto de Almería fascinado ante la blanca imagen de aquella goleta de la niñez. Su barco preferido.
–¿Ha dicho goleta…. don Juan?
Urdagaray sonríe. Ha dado en el clavo. Sabe que una goleta es el punto débil del capitán.
–¡Sí, capitán! ¡La mejor goleta del mundo y será suya, si decide salir de esta cueva!
Don Juan y Eugene permanecen expectantes.
Al rato, la puerta se abre y una sombra llamada Buenaventura se recorta en el dintel. Está avejentado y con algunas líneas de plata en su pelo. No es el hombre que llegó por primera vez a sus oficinas buscando trabajo.
Don Juan no duda y se funde en un abrazo fraternal con ese hombre que ha llegado a respetar y querer.
–¡Animo, capitán, la goleta lo está esperando lista para zarpar!
Buenaventura sonríe y Eugene agradece a Dios el milagro. Ese es el hombre que ella conoce.
Dos días después, en horas de la mañana, el carruaje con Urdagaray y Buenaventura llega al puerto. Los hombres descienden y se encaminan hacia una maravillosa goleta blanca que se mueve suavemente amarrada al muelle.
Francisco, con sus ropas marineras y una sonrisa luminosa, saluda a sus hombres que, alineados, esperan sus órdenes. El capitán los ignora por un momento, hipnotizado con el barco. Se acerca lentamente y sus ojos recorren la embarcación de proa a popa. Foques, trinquete, palo mayor y mesana. Todo en orden y con lienzos impecables. La cubierta con su madera lustrada parece invitarlo.
–¡Te llamarás Dominique! -Grita con emoción.
Todos aplauden. El capitán Buenaventura, el que ellos conocen, ha regresado.