Queridos amigos, una vez más estamos aquí reunidos porque estamos preocupados por un tema que nos es común, el tema de la muerte ante el cual nadie puede sustraerse. La última vez propuse invertir nuestra mirada: en lugar de mirar la muerte desde este lado de la vida, podríamos configurar la vida desde nuestra muerte concebida no como un fin absurdo, sino como el fruto de nuestro ser. Pues en el seno de un mundo aleatorio, lleno de imprevistos, no poseemos más que una certeza absoluta: cada uno de nosotros ha de morir un día.

Sin embargo, ¿no tendríamos ya nada más que decir ante este absoluto? No lo creo, por la simple razón de que a causa de la vida, la muerte en modo alguno nos parece un hecho absoluto. En realidad, si la vida no existiera, no habría muerte. Siendo esta el cese de un determinado estado de vida, su «absoluto» no podría haber surgido de ella misma: no ha podido imponerse más que por otro aún más absoluto, si se me permite decirlo, a saber, aquello por medio de lo cual la vida ha acontecido. Ese Origen impuso la muerte como una de sus propias leyes y, por ello mismo, la propia muerte se convirtió en una de las pruebas de lo absoluto de la vida. No podemos pensar la vida sin pensar la muerte, como tampoco podemos pensar la muerte sin pensar la vida. Pero en este binomio indivisible, la vida es quien tiene la preeminencia. ¿Tendrá la muerte la última palabra? Esto es improbable.

Precisemos sin tardanza una cosa, aunque luego la desarrollemos a lo largo de nuestras meditaciones: lo absoluto de la vida significa que, al ofrecerse como don a cada uno, es también una exigencia. Implica un cierto número de leyes fundamentales que garantizan una vida abierta y, por consiguiente, la verdadera libertad. Vivir no se limita al hecho de existir corporalmente. Vivir compromete a todo el ser, compuesto de un cuerpo, un espíritu y un alma. Vivir compromete además al ser individual en la aventura del Ser mismo. Cada uno de nosotros está unido a los otros, y estamos todos unidos a una inmensa Promesa que asegura desde el Origen el transcurso de la Vía. En esta unión fundamental que se verifica en todos los niveles hay, entre cada destino y lo que dirige el destino del universo, como un pacto, como una alianza que implica responsabilidades tácitas. El pensamiento chino, para designar lo que corresponde a cada vida, propone la noción de «mandato del Cielo». Cada uno está obligado a mantener este mandato hasta el «final», sin interrumpirlo de manera artificial. Es afrontando las pruebas de este «final» como el ser se revela a su verdad irreductible, a su parte irremplazable. Por eso el suicidio, se diga lo que se diga, se percibe en general como un drama con relación al Ser, una especie de fracaso.

La vida tiene la supremacía, he dicho antes. Pero esto no significa que no exista el problema. Nosotros, humanos sobre la Tierra, estamos atrapados en un engranaje implacable: la certeza de morir sin conocer ni el día ni la hora de nuestra muerte se convierte para nosotros en fuente de todas las incertidumbres. A pesar de nuestras mil medidas pensadas para darnos seguridad, vivimos bajo la amenaza de enfermedades, accidentes, conflictos mortales, pérdida de seres queridos. De ahí nuestra permanente angustia. Considerando esta situación, tenemos motivos para hablar del milagro de estar aquí juntos, de compartir la rara felicidad de un verdadero intercambio.

Acabo de pronunciar las palabras «milagro» y «felicidad». No es exagerado juntar estos dos vocablos: la felicidad nos parece milagrosa porque no es frecuente ni, sobre todo, duradera. Nuestra conciencia de la muerte de todas las cosas hace que la felicidad más luminosa que nos es dado probar esté siempre velada por una bruma de pesar. Cada uno puede verificar este punto por medio de sus recuerdos íntimos. En lugar de escarbar en los míos, me contentaría con evocar una escena relatada por François Mauriac.

El académico visitó un día a su colega Maurice Genevoix. Éste, secretario perpetuo de la Academia, residía en el palacio Mazarin. El apartamento destinado a esta función y que da al Sena goza de una de las vistas más bellas de París: en el centro, el puente de las Artes, como una chalana cargada de antiguos sueños, y más lejos, a su derecha, el Vert-Galant guiando el glorioso cortejo arquitectónico de NotreDame y de La Conciergerie, mientras que sobre la otra orilla se despliega el palacio del Louvre, cuyo ritmo soberbio desafía los siglos. En aquella tarde de primavera, la claridad rosa del atardecer al mezclarse con el agua del río unía cielo y tierra en un conjunto tan dulce como ligero, como las gaviotas revoloteando aquí y allá, o las nubes bogando a lo lejos, despreocupadas. Los dos hombres, ya a una edad avanzada, permanecieron durante mucho tiempo mudos de emoción. Hasta que Genevoix deja escapar en un murmullo: «¡Y pensar que hay que dejar todo eso!».

Frase melancólica antaño pronunciada por Mazarin y que tiene el don de recordarnos que ninguna felicidad puede darse indefinidamente, que toda felicidad es milagro. Siendo así, resulta que la promesa de felicidad constituye la vertiente clara de la vida. A pesar de las muchas desgracias que esta nos reserva, ofrece asimismo un número posible de pequeñas o grandes felicidades, aunque un espíritu positivo podría permitirse afirmar que, de hecho, la vida está llena de milagros, sin contar con que ella misma es algo milagroso. Inmensa paradoja: la conciencia de la muerte que nos atormenta está lejos de ser una fuerza puramente negativa, nos hace ver la vida no ya como algo simplemente dado, sino como un don inaudito, sagrado. Nos insufla el sentido del valor transformando nuestras vidas en unidades únicas. Nos viene ahora a la mente el adagio lapidario de Malraux: «Una vida no vale nada, pero nada vale una vida».

Unicidad de cada vida, he aquí una noción que nos hace ascender un grado en la comprensión de la aventura humana. Esta unicidad no se limita sólo al cuerpo humano, se constata en toda la naturaleza: no hay una hoja que se parezca a otra hoja, no hay una mariposa igual a otra mariposa. Entre los seres humanos, la unicidad en cuestión implica también todo el trabajo del espíritu y toda la revelación del alma. Lo que es único es el ser de cada uno en su totalidad y es con la muerte de fondo como se forja un destino singular. «La muerte transforma la vida en destino», dijo también con mucho acierto Malraux. Por este hecho, el universo no es un simple montón de entidades que se agitan ciegamente, sino que está formado por una extraordinaria multiplicidad de seres, cada uno de los cuales, movido por el deseo de vivir, sigue un trayecto orientado, un trayecto que le es absolutamente propio. Una fuerza irresistible nos empuja a ir hacia delante. Y esta fuerza, como sabemos, no es otra que el tiempo irreversible.

El tiempo es, en efecto, el gran ordenador que arrastra al conjunto de los seres vivos en el formidable proceso del devenir. En el corazón de este proceso los humanos, únicos conscientes de ser mortales, se encuentran en una situación muy particular. Cada humano, en uno u otro momento de su existencia, se ajusta al hecho de que la unicidad le es a la vez un privilegio y una limitación. No ignora que el tiempo no se le ha otorgado de forma indefinida, que el tiempo limitado que se le ha otorgado lo hostiga a vivir plenamente. ¿No corre el riesgo esta lógica de encerrar al individuo en una horrorosa postura de orgullo y egoísmo? Este es un riesgo muy real, es una de las fuentes del mal. Tendremos ocasión de volver sobre este punto en otra meditación. Comprobemos ahora lo que nos enseña el sentido común: si soy único, es que los otros también lo son, y cuanto más únicos son, más lo soy también yo; y, a la vez, mi unicidad no puede probarse y experimentarse más que a través de la confrontación o la comunión con la de los otros. Aquí comienza la posibilidad de decir «yo» y «tú», aquí comienzan el lenguaje y el pensamiento, y esto se verifica de manera especialmente intensa en los lazos de amor. Así, más allá de todos los antagonismos inevitables, existe como una solidaridad fundamental que se establece entre los seres vivos. Incluso acabamos por comprender que la felicidad buscada proviene siempre de un encuentro, de un intercambio, de un compartir.

A la luz de lo que acabamos de decir, nuestra reunión de esta noche adquiere un relieve que se sale de lo normal. Si el enigma de la muerte nos ha empujado a venir, es que cada uno de nosotros es portador de una historia cargada de sueños y búsquedas, de pruebas y sufrimientos, de interrogaciones y esperanza. Cada uno está deseoso de confrontar su experiencia con la de los otros, persuadido de que una verdad de vida surgirá de lo que los chinos llaman el soplo del Vacío mediano, ese soplo suscitado por una auténtica intersubjetividad. Y, sin embargo, sabemos que buscando esa verdad de vida no podremos esperar una respuesta simple, formulada secamente como un teorema, ya que comprobamos que no sólo nuestras vidas están en devenir, sino que la aventura misma de la vida también lo está. De hecho, no conseguiríamos la Verdad, que no puede poseerse, por eso lo que nos importa ante todo es ser verdaderos: cuando uno es verdadero, al menos se tiene una oportunidad no de poseer la Verdad, sino de estar en la Verdad. Situémonos entonces, sin pretensión y desarmados, ante el grave desafío que se nos presenta. A partir de nuestra «presencia común», por retomar una expresión de René Char, intentemos una búsqueda común.

Por el momento hablo solo, pero a partir de ahora se establece un intercambio a través del cruce de las miradas y los pensamientos; pronto será plenamente animado por la magia del verbo que, en el mejor de los casos, tendrá el don de propulsarnos hacia el reino del infinito. Conozco toda la variedad de los verdaderos diálogos: diálogo socrático, diálogo confuciano, diálogo entre Abelardo y Eloísa, entre Montaigne y La Boétie, entre el hombre y la naturaleza, entre el hombre y la trascendencia, entre los vivos y los muertos… En el diálogo sostenido por la simpatía, sembrado de lo inesperado, el que habla no sabe lo que el interlocutor va a decir; tampoco sabe lo que él mismo va a decir cuando el otro se haya expresado. Se avanza así paso a paso hacia lo desconocido del espíritu, hacia la resonancia de las almas, hacia un in-finito abierto. Esto es otro milagro más: entre los seres marcados por la finitud surge un gozo propio del infinito. Y sentimos confusamente que la verdad de vida que evocaba hace un momento debe esconderse en ese vaivén sin fin.

¿Sin fin? Ya susurra en nuestros oídos la voz del Optimista: «Pero vamos, ¡todo tiene un fin!». Nosotros no tenemos necesidad de ser convencidos de que en poco tiempo ya no estaremos juntos para prolongar esta experiencia de lo infinito. Nos queda unirnos al coro de las lamentaciones: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad» (Eclesiastés), «Pasemos, pasemos, ya que todo pasa» (Apollinaire)… A no ser que un sobresalto de dignidad nos embargue. Un sobresalto que proclame alto y fuerte nuestras presencias aquí y ahora. Tan innegable como irrevocable, pues, el hecho está ahí: nada puede hacer que no estemos aquí. Ciertamente, todo se desliza entre nuestros dedos. Ciertamente, nada podemos retener. Sin embargo, poseemos una sola cosa, una cosa que no es nada: el instante. El instante de vida verdadera como en este momento. De esto tenemos tanta certeza como la tenemos de que nuestra muerte sucederá un día. Junto a la certeza de la muerte, hay en nosotros la certeza de ser maestros del instante de vida.

Instante no es sinónimo de presente: el presente no es más que otro eslabón en el orden cronológico; el instante, por su parte, constituye un momento destacado en el desarrollo de nuestra existencia, una ola que sube por encima de los remolinos del tiempo. De manera fulgurante, en el seno de nuestra consciencia, el instante cristaliza nuestras vivencias del pasado y nuestros sueños del futuro en una isla surgida del mar anónimo, una isla súbitamente iluminada por un intenso haz de luz. El instante es una instancia del ser donde nuestra incesante búsqueda encuentra súbitamente un eco, donde todo parece darse de golpe, de una vez por todas. Una experiencia así de privilegiada traduce la paradójica expresión «el instante eternidad». Así hablaba Friedrich Nietzsche, que cita el poeta Jean Mambrino en La Hespéride, país de la tarde: «Supongamos que dijéramos “sí” a un solo y único momento; habríamos dicho “sí” no solamente a nosotros mismos, sino a todo lo que existe. Ya que no hay nada aislado, ni en nosotros ni en las cosas, y si la alegría ha hecho resonar, aunque sólo fuera una vez, nuestra alma, todas las eternidades eran necesarias para crear las condiciones de aquel momento único, y toda la eternidad ha sido aprobada, justificada en este instante único en que hemos dicho “sí”». Sentimos, confusa pero profundamente convencidos, que el instante tal y como lo acabamos de evocar entronca, con su sabor de plenitud, con lo que debe de ser la eternidad.

Cuando hice una furtiva alusión a la eternidad durante la meditación precedente admitía que, de hecho, nadie es capaz de imaginar cómo es. No obstante, muy tímidamente, pienso que puedo decir lo que no es. Al tratarse de una eternidad de vida, lo es todo excepto una interminable y monótona repetición de lo mismo. Debe de ser una formidable sucesión de momentos prominentes animados por constantes impulsos hacia la vida. En una palabra, está hecha también de instantes únicos. En este caso, los instantes únicos tal y como podemos conocerlos en esta vida, río de diamantes o rosario de estrellas unidas por la memoria, constituyen una duración que tiene ya gusto de eternidad. Resuena en nosotros el canto espontáneo de Rimbaud que se ha hecho nuestro:

Ha vuelto a ser encontrada

¿Qué? La eternidad.

Es el mar que se ha ido

con el sol.

Intuitivamente, Rimbaud ha comprendido que la eternidad se encuentra en el instante, se vive en el instante, instante de reencuentro donde el impulso hacia la vida y la promesa de esta coinciden.

«Pero ¿qué es el impulso hacia la vida? Y, sobre todo, a partir de qué podría nacer en nosotros?», se preguntan tantas personas perdidas, descorazonadas, que ya no saben dónde encontrar la fuerza de este impulso. No hay una respuesta satisfactoria a esta pregunta, pero a pesar de todo me atrevería a responder: a partir de nada.

Aquí tenemos que hacer una pausa para explicarnos esta paradoja, esta «nada» que ya hemos evocado y que no debe, en cualquier caso, confundirse con la Nada. Al contener la promesa del Todo, la Nada designa el No-Ser, no siendo el No-Ser nada más que aquello por medio de lo cual el Ser acontece. La noción de No-Ser es necesaria, ya que sólo a partir de ella podemos concebir el Ser realmente.

Para describir el estado original del Tao, Lao Zi emplea los términos Xu, el «Vacío», o Wu, la «Nada». Este último puede traducirse más correctamente por «No hay» o «No es». Zhuang Zi (siglo IV a. C.), el gran pensador taoísta, se acoge a esta visión y dice: «Lo que engendra todas las cosas no puede ser una cosa», «El Wu está más allá de los seres, invisible y sin forma». Tanto el Xu como el Wu tienen un aspecto dinámico, en la medida en que están unidos a la noción del Qi, el «Soplo». Para convencernos de ello, nos basta con leer aquel célebre pasaje en el capítulo 42 del Libro del curso y de la virtud:

El curso genera el uno,

el uno genera el dos,

el dos genera el tres,

el tres genera todos los seres.

Todos los seres llevan a espaldas la sombra y en brazos la luz.

Los fluidos que [de ambas] manan se armonizan[11].

Este pasaje se interpreta de la siguiente forma: del Tao de origen, concebido como el Vacío supremo, emana el Uno que es el Soplo primordial, que a su vez engendra los dos soplos complementarios, el Yin y el Yang[12]; estos, por su incesante interacción, engendran todos los seres que llegan a hacer nacer en ellos la armonía gracias al tercer soplo que es el Vacío mediano. A través de esta interpretación, como vemos, lo que se afirma es la virtud de la Nada, del Vacío, dado que el Vacío está en la raíz de la Vía, además de que es la condición de la armonía en el transcurso de la Vía. Apoyarse en el Vacío es estar en el sentido de la Vía, que no cesa de efectuar aquel movimiento que va del Vacío hacia lo Lleno y retorna al Vacío donde el Soplo primordial vuelve a su fuente. Este es el precio que hay que pagar por la buena circulación de la Vía que une a todos los seres vivos. Quienes están habitados por esta visión —los adeptos del Tao o del chan (zen)— adoptan íntimamente este movimiento y experimentan una verdad fundamental: ser no es sólo seguir el transcurso de una existencia, es hacer un acto de ser de manera constante a partir del no ser. Idealmente, experimentan así una suerte de «muerte a sí mismos», a un sí estrecho y cerrado, y acceden a una forma de vida más libre, más abierta. Suponiendo que practiquen la caligrafía o el taichi no dudan que el soplo que los anima, que ha brotado de la página en blanco por medio del trazo, o del aire virgen por medio del gesto, es idéntico al que mueve los astros desde el Origen.

Sería erróneo creer que esta gran intuición se limita a la civilización china u oriental y que no existiera ningún eco de ella en otro lugar. Encontramos una búsqueda del Vacío, por ejemplo, en la tradición judeo-cristiana. Ciertamente, el contexto es diferente, puesto que se hace referencia directa a Dios. No obstante, las dos tradiciones tienen en común la idea de «morir a sí», de vaciarse con el fin de llenarse —aquí de la presencia de Dios, allá de un Soplo primordial—. Hay en efecto en Occidente una corriente de pensamiento que ha meditado la Nada, el Vacío, particularmente manifiesta en el Maestro Eckhart y que han continuado Heinrich Seuse, Johannes Tauler, Angelus Silesius, Jacob Böhme, en otro lugar san Juan de la Cruz… Para el Maestro Eckhart y quienes lo seguirán, el Vacío, la Nada, es la postura misma de Dios, en el sentido de que Dios se mantiene en la posición de no-ser, haciendo sin cesar acto de ser. Ser, ser verdaderamente, nunca es situarse como un simple «ente» ya dado, es siempre un impulso hacia un estado de ser. El Creador se comporta así, y las criaturas también. Esta visión, lejos de ser negativa, es lo más dinámico que hay y es conforme a la revelación que Dios hace a Moisés: «Seré el que seré»[13]. La verdad del Vacío, de la Nada, no sale, pues, únicamente de la especulación abstracta; en realidad, todos los sabios de todas las tradiciones, con sus vidas, dan testimonio de su valor efectivo.

Estamos ahora en condiciones de concretar más las necesidades vitales o deseos irreprimibles que la conciencia de la muerte hace nacer en nosotros. Sin aspirar a la exhaustividad, nos detendremos en los tres principales: deseo de realización, deseo de superación, deseo de trascendencia.

En primer lugar, deseo de realización.

La idea de que la vida termina, y que no podrá alargarse, nos incita a «realizarnos»: no ya a inscribirnos en un trayecto de vida que soportaríamos como nuestra condición ineluctable, sino a concebir un proyecto de vida. Dicho de otro modo, a proyectarnos en la vida por medio de una actividad creativa que nos conduzca a la perspectiva de una realización. No ignoramos, sin embargo, la triste realidad: una gran parte de la humanidad está privada de la posibilidad de escoger su actividad y acepta un trabajo con el único fin de «ganarse la vida», situación que engendra todo tipo de sufrimientos e injusticias, pues el hombre se reduce así a su utilidad técnica, lo que para él es una mutilación. Si, naturalmente, tiene necesidad de hacer, no es sólo al nivel de una producción material y útil en el plano social, sino sobre todo en la dimensión de lo que los griegos llamaban poïein, que significa «hacer» en el sentido de la poïesis, la «creación». Por medio de este «hacer» creativo, por medio del trabajo en vistas a una realización, el hombre da un sentido a su vida, se convierte en el «poeta» de su vida. Tal es su vocación, aquello a lo que ha sido llamado.

En la palabra «sentido» hay que entender las tres acepciones: «sensación», «dirección», «significación». Contraídas como una piedra preciosa, estas tres acepciones hacen cristalizar en cierto modo los tres niveles esenciales de nuestra existencia en el seno del universo vivo. Entre la tierra y el cielo, el hombre, empujado por la urgencia de vivir, experimenta por medio de todos sus sentidos el mundo que se le ofrece. Atraído por lo más emocionante, lo más resplandeciente que se le manifiesta —la belleza del mundo, que será objeto de nuestra próxima meditación—, avanza en una dirección: es el comienzo de la toma de conciencia de la Vía; en ésta, todas las cosas vivas que crecen inexorablemente en un sentido, como un árbol que se eleva desde sus raíces hacia la plena expansión de su presencia en el mundo, parecen traducir una intencionalidad, una orientación, una necesidad de participación que une el microcosmos al macrocosmos. De ahí la atracción lancinante del hombre por la significación que es el sentido de su realización. En otros términos, el hombre realiza y se realiza para significarse; significándose, da sentido a su vida, y no puede gozar de la vida de manera más total que a través de un gozo que sea un «goce del sentido»[14].

La conciencia de la muerte nos invita también a responder a otra necesidad fundamental: la de la superación de nosotros mismos, que está unida al deseo de realización, pero de manera más emocionante o radical.

Según si «creemos en el Cielo» o «no creemos en él», la muerte se presenta a algunos como un límite infranqueable que fija la condición humana y a otros como una posibilidad de metamorfosis. En ambos casos inquieta al espíritu humano, no le deja ningún reposo y hace nacer en nosotros la necesidad de superación. La muerte invita a un esfuerzo para salir al menos de nuestra condición ordinaria, y este esfuerzo tiene un nombre: pasión. Pasión de aventura, pasión de heroísmo, pasión de amor, así como otras pasiones de menor envergadura. Las que acabo de nombrar son las más elevadas, en la medida en que las tres ponen en juego la vida de aquel que se compromete con ellas: la prueba de la muerte es un riesgo que hay que correr, una prueba de la grandeza humana.

Al hablar de «aventura» no me refiero a personas que se lanzan a empresas dudosas. Pienso ante todo en los exploradores, en los grandes marinos, en los grandes aviadores, en los alpinistas intrépidos que alcanzan regiones desconocidas afrontando condiciones extremas, aun a riesgo de perder su vida. Me viene a la memoria una figura cercana a nosotros, digna de admiración y entrañable, la gran alpinista Chantal Mauduit. Tenía en su palmarés haber coronado seis ochomiles, entre las más difíciles del Himalaya. En 1996, de regreso a París, después de la sexta victoria, relataba en un programa de televisión su expedición y dijo, entre otras cosas, que en la cumbre, sola entre el cielo y la tierra, había recitado —filmándose a sí misma— tres versos de un poema de André Velter de los que había hecho su profesión de fe. Resultó que en aquel momento preciso el poeta estaba, por casualidad, frente al televisor. Podemos imaginar la emoción que lo embargó al ver que aquel ser extraordinario a quien no conocía recitaba sus propios versos:

El espacio es un bandido por honor

y es en él en quien piensas

cuando sigues el galope de tu corazón.

Al día siguiente, respondiendo a un mensaje dejado por Chantal en la Casa de la radio, André fue a su encuentro. De inmediato, una pasión luminosa unió a aquellos dos enamorados de la vida. Casi dos años más tarde, en 1998, Chantal escuchó de nuevo la llamada de las cimas. Para el alpinista no hay diferencia entre su relación carnal con el cuerpo del amante y el que tiene con las rocas, son la misma cosa. Ya la tenemos a la mitad de la séptima montaña que se ha prometido vencer. La víspera del asalto final tiene lugar un alud. Queda enterrada (con su sherpa) en la pureza original, como había debido imaginar tantas veces ella misma, sin desearlo pero sin temerlo. La vida fulgurante de Chantal Mauduit nos habla de la grandeza de la pasión de aventura.

Por lo que se refiere al heroísmo, la historia nos proporciona múltiples ejemplos. En Europa acude a nuestra memoria el sacrificio de todos aquellos que dieron su vida para liberar al continente de la espantosa amenaza del nazismo. Aquí se encuentran incontables figuras, desde jóvenes que cayeron a miles sobre las playas de Normandía o en los maquis de Vercors, hasta el padre Maximiliano Kolbe, aquel franciscano polaco que ocupó voluntariamente el lugar de un padre de familia para sufrir una pena colectiva en el campo de Auschwitz. Peleándose armas en mano o a través de gestos de solidaridad extremos, estos héroes afrontaron la muerte en nombre de la vida, en nombre de la dignidad humana que los nazis querían aniquilar. Pero quiero evocar aquí otra escena, una escena dramática que obsesiona al imaginario chino.

Esto pasa en los años treinta: durante la Larga Marcha, acosada por el ejército nacionalista, la tropa comunista, o al menos lo que quedaba de ella después de numerosas derrotas, llegó ante el puente de Luding, un puente de cadenas largo y estrecho que salva desde muy arriba el tumultuoso río Dadu. El lugar, profundamente encajonado en la montaña, es una verdadera trampa. El mando nacionalista planificaba un cerco a fin de infligir una derrota definitiva a los comunistas. Menos de un siglo antes, bajo el régimen de los Manchúes, un ejército rebelde fue aniquilado en ese mismo lugar. Los soldados del Ejército Rojo debían atravesar el puente lo más rápido posible si no querían correr la misma suerte. Ahora bien, enfrente les esperaban las ametralladoras y los cañones del enemigo. Zhu De, el jefe, se dirigió a su tropa: «¿Hay voluntarios para atravesar el puente los primeros?». Inmediatamente se ofrecieron un centenar de valientes. Cargados de granadas, ahí están en fila india, sobre las cadenas en dirección a la otra orilla. Y en medio del puente, entre el crepitar de las balas y el rugido de las aguas, los unos tras los otros o grupos enteros, caen, cortando el aire con su caída vertical, antes de hundirse en la corriente enrojecida por su sangre. Finalmente, no sabemos muy bien cómo, algunos consiguen alcanzar la otra orilla y quitarle el pasador a sus granadas. Su acción tiene como efecto disminuir la intensidad del fuego adverso y permitir a sus camaradas que se lancen a su vez al asalto. Hoy podemos pensar que sin la acción de aquellos voluntarios la historia de la China contemporánea se habría escrito de otro modo. El régimen impuesto a continuación por el mismo Ejército Rojo engendró muchos periodos particularmente sangrientos, pero también es cierto que el sacrificio de los soldados del puente de Luding, para que fueran salvados del desastre la mayor parte de sus camaradas, conserva toda su grandeza. Y, para tomar el ejemplo de otra grandeza en el orden de la resistencia no violenta, no olvidemos la figura heroica de aquel hombre joven de la plaza Tiananmén, durante los acontecimientos de 1989, que hizo frente él sólo a una fila de tanques.

La vida está en juego en las pasiones de aventura y de heroísmo, pero, me diréis, ¿qué ocurre con la pasión de amor que, a primera vista, no parece implicar confrontación alguna con la muerte? Recordaré aquí que las diferentes culturas no han esperado al psicoanálisis para nombrar las dos pasiones fundamentales del ser humano, Eros y Tánatos, sin dejar de subrayar los lazos secretos que las unen. Por parte de Occidente, desde la Antigüedad, los griegos, a través de sus mitos y sus tragedias, han desarrollado ampliamente este tema. Entre los romanos, Ovidio captó las consecuencias que puede tener la pasión de amor cuando dice: «Entonces te amo, entonces te odio, pero en vano, ya que no puedo no amarte, mientras que querría morirme contigo»[15].

Ovidio era contemporáneo de la Pasión de Cristo. El cristianismo, después, aportó revelaciones decisivas a nuestra comprensión del misterio del amor. Mi propósito no es sumergirnos en toda la complejidad de esta problemática, sino observar simplemente el proceso por medio del cual la conciencia de la muerte, a través de la experiencia del Amor, en el sentido pleno de la palabra, nos hace descubrir las tres dimensiones constitutivas de nuestro ser. De hecho, conocemos este proceso desde siempre; describámoslo brevemente.

El Eros tiene el poder mágico de aproximar a dos seres prendados el uno del otro. Con un amor compartido, estos buscan la satisfacción de su deseo carnal. Si se quedan solamente con la dimensión de la carne, se encontrarán a la larga en un callejón sin salida. Encadenando actos que comportan cada vez una excitación seguida de una caída (¿no es el acto carnal el mejor signo de ello, con lo que llamamos la «pequeña muerte»?), se encadenan a sí mismos en un juego cerrado donde el otro está cada vez más cosificado. La satisfacción se convierte en una esclavitud agotadora que conduce en el mejor de los casos a la lasitud, en el peor a la exacerbación odiosa, que puede llegar hasta el asesinato pasional. Si, en cambio, los dos seres unidos por el Eros amplían su horizonte apelando a lo mejor de sí mismos, descubrirán, al término de un trabajo interior de superación, otras dimensiones de su ser, que se remontan hasta la parte más íntima, más original e irremplazable de cada uno, que se designa con el término «alma», que está en la fuente de todos los deseos.

Cuando el cuerpo a cuerpo se enriquece con un de «alma a alma», el amor conoce un cambio cualitativo, inspira a cada uno respeto y gratitud por el otro. «En el verdadero amor son las almas las que envuelven a los cuerpos», escribe Stendhal[16]. Y Miguel Ángel decía al ser amado en un soneto de su composición: «Debo amar en ti lo que tú mismo amas, es decir, tu alma». Lo que tanto el cristianismo como el platonismo llamaron Ágape, que se manifestó entre otros bajo la forma del amor cortés, tiende a reemplazar la concupiscencia, la voluntad de gozar del otro, por medio de una comunión más profunda, más abierta. El alma en su estado más elevado se sustrae entonces a la coacción del cuerpo y a la del espacio-tiempo, en resonancia con el alma del universo vivo.

La pareja Eros-Ágape posee en efecto una dimensión cósmica o sobrenatural. En China, el acto carnal se designa con el término «nubelluvia». Este término tiene por origen la leyenda de la relación sexual vivida por el rey Xiang de Chu con la diosa del monte Wu. Desde entonces, el acto carnal se siente como en íntima resonancia con la naturaleza. En la pintura erótica, por ejemplo, en lugar de representar la lucha frenética de la carne en una habitación cerrada, se prefiere incluir en la pieza en que se desarrolla el acto una ventana abierta sobre un exterior donde aparecen ramas florecidas, pájaros que pían, acariciados por la brisa primaveral o aureolados de claridad lunar. En caso de que la habitación se muestre cerrada, hay al menos un biombo que representa un paisaje. Esto me hace pensar en la sutil frase de Proust: «El amor es el espacio y el tiempo que se han hecho sensibles al corazón».

En todas las culturas, el Eros-Ágape une lo humano a lo divino. El éxtasis que procura a menudo se identifica con el éxtasis místico (una de las más bellas ilustraciones es, por supuesto, el Cantar de los cantares). No obstante, frente a lo divino, que mide la carencia debida a su condición mortal, lo humano aspira a trascenderla por medio de un amor duradero que la muerte no podría interrumpir. La muerte impide amar absolutamente, se convierte entonces en el criterio mismo que permite juzgar la autenticidad de un amor: es necesario que el amor sea «fuerte como la muerte», según la expresión misma del Cantar de los cantares, y que sea capaz de afrontarla y de atravesarla para ser recibido como auténtico. Todas las culturas, también aquí, tienen sus figuras emblemáticas de esta travesía, como Tristán e Isolda. Los amantes del amor duradero conocen su finitud pero están seguros de que, más allá de sus personas, su amor no se acabará nunca. El filósofo Gabriel Marcel expresó así este temor sobrecogedor en el misterio del amor: «Amar a un ser, es decir: “Tú no morirás”».

Tercer y último deseo fundamental que la conciencia de la muerte nos invita a realizar: nuestra tensión hacia la trascendencia. Lo trataré aquí brevemente, para volver a ello en la última meditación.

Me uno a Chateaubriand cuando afirma que «es por medio de la muerte como la moral entró en la vida». Como Simone Weil, estoy persuadido de que sin la prueba de los sufrimientos y de la muerte no habríamos tenido la idea de Dios, ni siquiera hubiéramos pensado en trascendencia alguna. Precisemos, sin embargo, que no es la muerte en sí misma la que actúa directamente sobre nosotros, sino la conciencia que tenemos de ella. La verdad es que la muerte no tiene ningún poder en sí, no es más que el cese de un determinado estado de vida. Cuando el hombre, llevado por la esperanza, grita como san Pablo: «Muerte, ¿dónde está tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?», sabemos que este grito no puede ser escuchado más que por los vivos; la muerte, por su parte, nunca lo escuchará. Como hemos visto, la muerte parece reinar como dueña del mundo, pero su poder no ha podido serle conferido río arriba más que por este absoluto que es la vida, que, para ser vida, exige la muerte corporal. La vida no nos pertenece, somos nosotros quienes le pertenecemos. Es trascendente por la simple razón de que, al palpitar en lo más íntimo de nosotros, está infinitamente por encima y más allá de nosotros. Estamos obligados a reconocer que hay un orden sagrado de la Vida del que procede el universo vivo y que el hombre, presa del mal, no podría ser la medida del universo, ni de sí mismo. Habiéndose convertido en un ser espiritual, está en devenir; de este modo podemos decir: el hombre supera al hombre. Platón comprendió bien que la única dimensión divina, que implica el Bien absoluto, permite al ser humano alcanzar su medida plena, a condición, por supuesto, de que lo humano no se tome a sí mismo por lo divino. Nada hay más peligroso que un humanismo relativista que fija el criterio del hombre más allá del hombre. Todos los abusos están entonces permitidos. En relación con el orden sagrado de la vida, no podemos sino encomendarnos a él con toda confianza. Y podemos porque la experiencia nos muestra que el Soplo que hizo que la Vida aconteciera nunca ha traicionado, y no traicionará jamás. Por otro lado, nuestro verdadero lazo con los otros —lazo de amistad o de amor basado también en una confianza sin fisuras— no es posible más que a la luz de esta trascendencia.

En China, desde la Antigüedad, resuena una breve frase que los chinos se transmiten de generación en generación, frase que tiene su origen en el Libro de las Mutaciones, el I Ching, primera obra del pensamiento chino, redactado mil años antes de nuestra era, al que se refieren tanto el taoísmo como el confucianismo.

El hombre, pequeño ser perdido en el seno del universo, tiene mucho mérito. A pesar de todo, ha sostenido y sigue sosteniendo la antorcha de la vida. Al entrar en la vida, ha de asumir las pruebas que provienen de todos los niveles del mundo circundante y de su propio ser: biológico y psíquico, ético y espiritual. En estas pruebas, siendo la muerte la suprema, conoce dolores y sufrimientos. Hay aquí una grandeza innegable. Más allá de las pruebas, no obstante, le son otorgadas alegrías, tanto carnales como espirituales, coronadas por un gran misterio, el del amor. Sin el amor, ningún gozo adquiere su sentido pleno; con el amor, que compromete a todo el ser, está todo implicado, el cuerpo, el espíritu y el alma.

A propósito de este tríptico cuerpo-alma-espíritu querría aportar aquí alguna precisión, ya que reina a menudo la confusión sobre el estatus respectivo de los dos últimos términos. En nuestros días a menudo son tomados el uno por el otro, y la mayor parte del tiempo es en detrimento del carácter específico del alma, hasta el punto de que la existencia misma de ésta se pone a menudo en cuestión. A pesar de la presencia todavía viva del vocablo en la lengua («se me parte el alma», «caerse el alma a los pies», un «pedazo del alma», el «alma gemela», etc.), muchos se contentan con la pareja cuerpo-espíritu para designar los componentes básicos del ser humano.

Sin embargo, tanto en Occidente como en otras culturas, una tradición casi inmemorial ha desvelado en cada ser humano algo que no recubre el espíritu solo, algo íntimo, secreto, que le es propio; que comporta su sorprendente capacidad para sentir, para emocionarse, pero igualmente su parte inconsciente, nunca del todo dilucidada; que, sepultado en lo más profundo de su ser, indivisible, constituye la marca misma de su unicidad. Esta idea, presente desde siempre en la tradición occidental, pero que se pierde hoy, expresa un esfuerzo instintivo para superar el dualismo instaurado por la pareja cuerpo-espíritu introduciendo este tercer elemento que permite al hombre comunicarse sin trabas con el alma del universo.

El pensamiento chino daría voluntariamente su consentimiento a este esfuerzo, habiendo preferido siempre el curso ternario para explicitar la constitución y el funcionamiento de la vida humana. Recordamos que el taoísmo, basado en la idea del Soplo, sitúa por delante la interacción entre el Yin, el Yang y el Vacío mediano, mientras que el confucianismo se basa en la relación interdependiente entre el Cielo, la Tierra y el Hombre. También, según la tradición china, todo ser humano está constituido de tres componentes: el jing, el «esperma»; el qi, el «soplo», y el shen, lo «divino». Sin que haya una exacta equivalencia entre término y término, podemos, en líneas generales, identificar el jing al cuerpo, el qi al espíritu y el shen al alma.

Entre alma y espíritu se establece una relación complementaria o dialéctica. Si el alma es íntimamente personal, el espíritu tiene un aspecto más general, más colectivo; es el espíritu el que permite el lenguaje y el razonamiento. El papel del espíritu es central: contribuye a formar al individuo y a situarlo en el corazón de la red social. El alma participa de la esencia de cada ser, constituyendo su parte más secreta, a veces la más inconsciente; está allí, entera, desde antes de su nacimiento y la acompaña, siempre entera, hasta su último estado, incluso si el espíritu se altera o desfallece. Ella es la que, absorbiendo pacientemente todos los dones y las pruebas del cuerpo y del espíritu, constituye el auténtico fruto que conserva intacto lo que hace la unicidad de cada uno.

En el plano concreto, el espíritu apela al cerebro y el alma opera a partir del corazón. El espíritu se aprehende por medio del intelecto, el alma se capta por medio de la intuición. Es así como pude escribir un día que «el espíritu se mueve, el alma se conmueve; el espíritu razona, el alma resuena»[17]. Así, podemos comprobar también en la vida colectiva una suerte de división del trabajo asegurado por los dos: el espíritu rige el lenguaje, las reflexiones filosóficas, las investigaciones científicas y todas las organizaciones sociales (políticas, económicas, jurídicas, educativas, sanitarias, etc.); el alma, por su parte, tiene la última palabra en todo lo que respecta a la afectividad, a las creaciones artísticas, a la dimensión mística del destino humano en su relación abierta con un más allá o una trascendencia y que se manifiesta a través de la resonancia. En ella se concentra toda la aspiración humana al amor absoluto, en lo que puede tener de divino.

El hombre, un ser de espíritu y dotado de alma, es por esto mismo capaz de participar en los órdenes superiores de la vida. El pensamiento taoísta reconoce en la vida varios órdenes cuando afirma que «el hombre procede de la Tierra, la Tierra procede el Cielo, el Cielo procede del Tao y el Tao procede de sí mismo». En Occidente podemos entender de otra manera, no dogmática y verdaderamente universal, las declaraciones de Pascal sobre los tres órdenes. Aceptemos prestarle atención, incluso si algunos pueden sentirse molestos por la palabra «caridad» que emplea para designar el amor divino. Para él, lejos de las connotaciones peyorativas y clericales que la palabra ha podido contener, este amor es una pasión cargada de compasión sin límites. Semejante pasión no puede ser resultado de un simple instinto o de un simple razonamiento, es de otro orden. Quedémonos, pues, al menos, con la necesidad de distinguir los órdenes, ya que sólo esta distinción nos permite captar el posible devenir de la inmensa aventura evocada más arriba.

Oigámosle: «Todos los cuerpos, el firmamento, la estrellas, la tierra y sus reinos, no valen la mitad de los espíritus. Porque estos conocen todo eso, y a sí mismos; y los cuerpos, nada. Todos los cuerpos juntos, y todos los espíritus juntos y todas sus producciones, no valen el menor movimiento de caridad. Este es de un orden infinitamente más elevado. De todos los cuerpos juntos, no se sabría conseguir un pequeño pensamiento. Es imposible y de otro orden. De todos los cuerpos y espíritus, no se sabría obtener un movimiento de verdadera caridad; es imposible, y de otro orden sobrenatural»[18].