Queridos amigos, muchas gracias por haber venido, gracias por habitar este espacio de acogida con vuestra presencia. Nos hemos reunido en esta hora fijada de antemano, entre el día y la noche. A partir de este instante, el lenguaje que nos es común tejerá un hilo de oro entre nosotros para intentar dar a luz a una verdad que pueda ser compartida por todos.

No obstante, a poco que reflexionemos sobre ello, estamos obligados a admitir que nuestra procedencia se remonta a muy atrás. Cada uno de nosotros es heredero de un largo linaje, formado por generaciones que no conoce, y cada uno está determinado por lazos de sangre inextricables que no ha escogido. Nada auguraba que pudiéramos tener el deseo y la capacidad de estar aquí juntos, de encontrarle sentido al simple hecho de estar juntos en este lugar. ¿No es verdad que estamos perdidos en un universo enigmático en el que, según muchos, reina el puro azar? ¿Por qué el universo está ahí? No lo sabemos. ¿Por qué la vida está aquí? ¿Por qué estamos aquí? No sabemos nada, o casi. Según la teoría más extendida, el universo aconteció por azar. Al principio, algo extremadamente denso explotó en millones y millones de fragmentos. Mucho más tarde, sobre uno de estos fragmentos apareció un día la vida también por azar. Se produjo el encuentro improbable de algunos elementos químicos y ¡«aquello» prendió! Una vez desencadenado el proceso, «aquello» no cesó de empujar, de crecer en volumen y en complejidad, de transmitirse y transformarse, hasta el advenimiento de los seres que llamamos «humanos». ¿Qué importancia tienen estos últimos en comparación con la existencia gigantesca, por decirlo así, sin límites, del universo? El fragmento sobre el cual apareció la vida, ¿no es acaso un grano de arena en medio de otros incontables fragmentos? Según una concepción bastante conocida, un día el hombre se borrará, la vida misma se borrará, sin dejar otra huella que una corteza desecada perdida en la inmensidad del universo. Desde esta perspectiva, ¿no resulta un poco irrisorio, es decir, completamente ridículo, que nos tomemos en serio nuestra existencia, que nos reunamos esta noche y aquí, doctamente, nos propongamos meditar sobre la muerte, y a partir de ella sobre la vida?

¿Cómo negar, sin embargo, que si estamos aquí es porque esta problemática existe y nos preocupa? Que exista es ya un indicio en sí. Si fuera absolutamente imposible dotar de sentido a nuestra existencia, la idea misma de sentido nunca se nos hubiera ocurrido. Pero sabemos que la humanidad, desde siempre, se pregunta por el porqué de su presencia en el seno del universo, universo que ha aprendido a conocer un poco y a amar mucho. Sabemos también que esta pregunta resulta más perentoria por cuanto que, al mismo tiempo, nos sabemos mortales. La muerte, sin darnos tregua, nos empuja hasta la última trinchera. Esta es sin duda la razón por la cual tengo la temeridad de presentarme ante vosotros. No estoy particularmente cualificado para ello. Algunos rasgos, después de todo muy banales, constituyen mi identidad: debía morir joven y, al final, mi vida está siendo muy larga; he pasado mucho tiempo, digamos todo mi tiempo, leyendo y escribiendo, sobre todo pensando y meditando; participo de las dos culturas situadas en los dos extremos del continente euroasiático, con las suficientes diferencias como para desgarrarme literalmente, para fecundarme al mismo tiempo si sé quedarme con las mejores partes de una y otra. Mis palabras estarán marcadas por esta confrontación de toda una vida.

Digamos desde ahora sin rodeos que formo parte de aquellos que se sitúan decididamente en el orden de la vida. Creemos que la vida en modo alguno es un epifenómeno de la extraordinaria aventura del universo. No nos conformamos con la visión según la cual el universo, no siendo más que materia, se habría creado de principio a fin durante millones de años sin tener en cuenta su propia existencia. Incluso ignorándose a sí mismo, ha engendrado seres conscientes y actuantes, los cuales, aunque fuese durante un lapso de tiempo ínfimo, lo habrían visto y sabido, y amado, antes de desaparecer. Como si todo aquello no hubiera servido de nada… No, nos oponemos radicalmente al nihilismo que se ha convertido en la actualidad en un lugar común. Otorgamos, por supuesto, todo su valor a la materia sin la que nada existiría. Observamos también su lenta evolución y su despertar a la vida. Pero para nosotros, el principio de vida está contenido desde el comienzo en el advenimiento del universo. Y el espíritu, que lleva este principio, no es un simple derivado de la materia. Participa del Origen y, por ello, de todo el proceso de aparición de la vida, que nos sorprende por su increíble complejidad. Sensibles a las condiciones trágicas de nuestro destino, dejamos sin embargo que la vida nos invada con toda su insondable espesura, flujo de promesas desconocidas y de indecibles fuentes de emoción.

Personalmente, tengo una razón suplementaria para formar parte de los abogados de la vida: vengo de lo que antaño se llamaba el «Tercer mundo». Entonces formábamos la tribu de los condenados, de los eternos cuerpo y corazón rotos[2], portadores de sufrimiento y de duelos, tan poco consentidos que la menor migaja de vida era recibida por nosotros como un don inesperado. Como desheredados que éramos, teníamos motivos para profesar un amor infinito a la vida, ya que de la existencia habíamos bebido toda el agua amarga, pero también habíamos probado, alguna vez, sabores inauditos.

Nosotros, pues, que rechazamos cualquier forma de nihilismo, decimos sí al orden de la vida. Esto, sean cuales sean nuestra educación y nuestras convicciones, significa encontrarse de algún modo con la intuición del Tao. La Vía, esa marcha gigantesca orientada del universo viviente, nos muestra que un Soplo de vida, a partir de la Nada, ha hecho acontecer el Todo. Como el materialista para quien «no hay nada», también nosotros hablamos de la Nada, pero esa Nada significa el Todo. Así, podemos decir, por retomar la expresión de Lao Zi, padre el taoísmo, que «lo que es proviene de lo que no es y lo que no es contiene lo que es».

He aquí un misterio que parece sobrepasar nuestro entendimiento. Quizá no del todo, pues, a nuestra modesta escala, tenemos una experiencia bastante íntima de la Nada, del hecho mismo de ser mortales. La muerte nos hace palpar el increíble proceso que hace bascular el Todo en la Nada; nos hace concebir el estado del No-Ser. En el curso de la vida, cada uno de nosotros se ha visto confrontado, directa o indirectamente, con la muerte de seres queridos o de desconocidos, y en otro plano, hemos «muerto» en más de una ocasión nosotros mismos. Esto nos hace tomar conciencia de la omnipresencia y del poder de la muerte (muerte individual, muerte de la especie). Pero curiosamente, una vez más, una intuición nos dice también que es nuestra conciencia de la muerte la que nos hace ver la vida como un bien absoluto, y el acontecimiento de la vida como una aventura única que nada podría reemplazar.

Sin embargo, antes de poder avanzar un paso, nuestra meditación se enfrenta también al enigma de la muerte misma, un enigma que es doble: por un lado, no estamos en condiciones de acotar la realidad de la muerte (más allá del límite fatídico, nadie ha vuelto para dar testimonio); por otro, tampoco tenemos la capacidad de imaginar concretamente un orden de vida donde la muerte no existiera. Todos esperamos una eternidad de vida y esta esperanza es muy legítima: presos en una aventura tan llena de pruebas, tenemos derecho a aspirar a ello. Pero ¿estamos realmente en condiciones de disfrutar de una visión correcta de lo que llamamos la «vida eterna»? ¿Sabríamos en qué condición y según qué exigencia semejante orden de vida podría ser concebible? Para tener siquiera una idea remota de ello, haría falta un esfuerzo de imaginación mucho más audaz, más arduo. Volveremos sobre esto en nuestra última meditación.

Por ahora intentemos, según nuestra experiencia de la vida aquí, imaginar por un instante una forma de existencia en la que los seres ignorasen la muerte por completo. Por lo tanto estarían aquí desde siempre, serían desde siempre contemporáneos. Por otra parte, palabras como «siempre» y «contemporáneo» probablemente no existirían en su vocabulario ya que, de hecho, el tiempo estaría ausente de su universo. Habiéndose dado desde siempre, no tendrían la idea de un flujo y una renovación, menos aún la de la transformación o la transfiguración. Al ser algo repetible y diferible, no habría en ellos ni impulso irresistible ni deseo irreprensible para alguna forma de realización. No experimentarían extrañamiento alguno, ningún reconocimiento ante la existencia, percibida por ellos como un dato que continuaría de modo indefinido y nunca como un don inesperado, irremplazable.

No vayamos más lejos en la descripción de este mundo supuesto. Ha conseguido el mérito de hacernos tomar conciencia de lo que constituye la esencia de la noción de vida. Se nos ocurre una palabra que parece caracterizar esta noción: se trata de «devenir». Sí, esto es la vida: algo que adviene y que deviene. Una vez acontecida, entra en el proceso del devenir. Sin devenir, no habría vida; la vida no es más que deviniendo. De este modo, comprendemos la importancia del tiempo. Es en el tiempo donde esto se desarrolla. Ahora bien, ¡el tiempo es precisamente el que nos ha conferido la existencia de la muerte! Vidatiempo-muerte es un todo indisociable, salvo que sea muerte-tiempovida. Por muchos malabarismos que hagamos, no podemos escapar a estas tres entidades concomitantes y cómplices que determinan todo fenómeno viviente. Ya que si el tiempo nos parece un terrible devorador de vidas, es a la vez el gran proveedor de ellas. Soportamos su dominio y es el precio que hay que pagar para entrar en el proceso del devenir. Este dominio se manifiesta a través de incesantes ciclos de nacimientos y muertes; fija la condición trágica de nuestro destino, una condición que podría ser también el fundamento de una cierta grandeza.

Por la muerte corporal que es causa de nuestra angustia, de nuestro pavor, que en manos de criminales se convierte en el instrumento supremo del Mal —tema al que consagraremos otra meditación—, descubrimos con espanto que es necesaria para la vida. Lo descubrimos con espanto o bien desde un estado de recogimiento, según nuestro ángulo de visión, pues la muerte puede revelarse como la dimensión más íntima, la más secreta, la más personal de nuestra existencia. Puede ser aquel nudo de necesidad en torno al cual se articula la vida. En este sentido, es revolucionario el Cántico de las criaturas de Francisco de Asís, que llama a la muerte corporal «nuestra hermana». Un cambio de perspectiva se nos ofrece entonces: en lugar de mirar a la muerte desde este lado de la vida con espanto, podríamos integrar la muerte en nuestra visión de la vida y configurar la vida desde el otro lado, que es nuestra muerte. En esta posición, mientras estamos en vida, nuestra orientación y nuestros actos serían siempre impulsos hacia la vida.

Si no hacemos esta inversión, permanecemos dominados por una visión cerrada según la cual, hagamos lo que hagamos, nuestra vida se convierte en un pez que se muerde la cola, con una conclusión que se resume en una palabra: la nada. De ello se sigue que vemos el desarrollo de nuestra vida como la estancia en prisión de un condenado a muerte cuya ejecución es aplazable pero ineluctable, o como la carrera de un coche conducido «a tumba abierta» por un loco, hasta que sobrevenga el accidente a la vez imprevisto y previsible. En cambio, si consideramos la vida a partir de una comprensión profunda de nuestra muerte, gozamos de una visión más abierta en la medida en que, justamente, conforme al proceso del origen de la vida, tomamos parte en la gran Aventura y cada momento de nuestra vida es entonces un impulso hacia la vida.

Es aquí donde nuestra meditación llega a una curva. Para ayudarnos a avanzar, prestemos atención a aquellos de nuestros predecesores que han abordado seriamente el problema de la muerte. Siguiendo el ejemplo de Heidegger, nos fiamos, más allá de la especulación filosófica, de las palabras de los poetas, no por su lirismo sino a causa de la fulgurante intuición que las ha suscitado, de su formulación eminentemente encarnada. Pensamos en Ovidio, Dante, los poetas metafísicos ingleses, Milton y Eliot, y por el lado francés, en Lamartine, Baudelaire, Péguy, Valéry o Claudel. Pero el punto de vista más original es sin duda el de Rilke. Desde su célebre poema de juventud «Señor, da a cada uno su propia muerte» hasta las Elegías de Duino, su última obra, la muerte fue el tema central de su vida. Propongo que nos demos un poco de tiempo para escuchar su voz. Me resultaría imperdonable si no lo hiciera, ya que estoy esencialmente de acuerdo con él, acuerdo que se me apareció como una evidencia desde mi primera lectura de «Señor, da a cada uno su propia muerte».

Fue poco tiempo después de mi llegada a Francia, a finales de 1948; tenía casi veinte años. Este poema resonaba tanto en mí que creía escuchar mi propia voz en él. Me permito recordar que antes de esa fecha, todos los años de mi adolescencia y de mi juventud sucedieron bajo el signo de la guerra: guerra de resistencia contra los japoneses (1937-1945) y guerra civil a partir de 1946. China, en pleno desorden, se había hundido en la miseria. Sobre un fondo de combates, éxodos, bombardeos y enfermedades, cuyos nombres son sinónimos de muerte —tuberculosis, malaria, meningitis, cólera…—, nuestra vida pendió de un hilo durante largos años. Los de mi generación pensábamos que moriríamos jóvenes; yo, frágil de salud, más que otros. Sin embargo, nuestro deseo de vida nunca había sido tan intenso. Nuestra hambre y nuestra sed de existir no tenían límites. El más mínimo rayo de sol o la menor gota de rocío nos hacía palpitar; el menor sorbo de leche de soja o el menor bocado de frutos salvajes tenía para nosotros un sabor infinito; la pasión de amor ya nos había apresado, nos quemaba, sabor de miel y ceniza.

Más tarde, mi primer poema en francés, un cuarteto, hacía eco de esta experiencia:

Hemos bebido tanto rocío

a cambio de nuestra sangre

que la tierra cien veces quemada

nos hace agradecer estar vivos.

Muy pronto, pues, tomé conciencia de que era la proximidad de la muerte la que nos empujaba en esta ardiente urgencia de vivir, y que la muerte estaba dentro de nosotros como un amante que nos arrastra hacia una forma de realización. Así es como opera en el seno de un árbol frutal, que pasa del estadio de las hojas y de las flores al de los frutos; frutos que significan a la vez un estado de ser en plenitud y el consentimiento, al final, cuando cae al suelo. Habiéndome iniciado en la escritura a la edad de quince años, mi forma de realización era la poesía. Me repetía: «Poco importa la duración de mi vida, siempre que muera de una muerte que sea mía, que muera como un poeta». Morir como un poeta, a la manera de un Keats, de un Shelley, cuyos retratos adornaban mi habitación.

Leamos ahora el poema de Rilke, extraído de Libro de la pobreza y de la muerte:

Señor, da a cada cual la muerte que le es propia.

El morir que de aquella vida nace,

en la que tuvo amor, sentido y pena.

Pues sólo somos la hoja y la corteza.

La gran muerte que todos llevan en sí, es el fruto

en torno al cual da vueltas todo.

Por ella se despiertan las muchachas,

y, como un árbol, brotan de un laúd,

y ansían los muchachos hacerse hombres;

y las mujeres son confidentes de jóvenes,

para miedos que nadie más podría asumir.

Y por ella perdura lo observado

como eterno, aunque hubiera transcurrido hace tiempo;

y todo el que formaba o construía se hizo

mundo por ese fruto, se heló y se desheló,

se enroscó en torno de él y lo alumbró.

En ese fruto entró todo el calor

del corazón, y el blanco ardor de los cerebros…

pero pasan tus ángeles como bandos de pájaros

y encontraron que estaban verdes todos los frutos[3].

Rilke formula el ardiente deseo de que la muerte de cada uno sea una muerte que le pertenezca, puesto que nace de él como un fruto. No deja de constatar, como hacemos todos, que si el fruto cae al suelo, vuelve a encontrarse cerca de las raíces; al fecundar el suelo, participa del poder regenerador de éstas. Recordemos aquí que «fruto» se dice en chino quo-zi, que quiere decir un sobre que contiene la esencia y los granos. Significa a la vez una forma de realización y una posibilidad de renacer de otro modo. Las raíces son el lugar de la muerte y del nacimiento. También, en otros poemas, sugiere que nos quedemos allí donde están las raíces, es decir, allí donde tendrá lugar nuestra propia muerte. Esta sugerencia en modo alguno se inspira en un sentimiento de muerte. Desde que la propia muerte se incorporó con antelación a la fuente de la vida, significa estar más cerca del Origen de donde parte la impensable aventura que, a partir de la Nada, hizo acontecer el Todo. En Rilke, es el comienzo de una inversión de la perspectiva, aquel mismo que hemos trazado más arriba: en lugar de mirar a la muerte desde el lado de la vida, configurar la vida desde el lado de la muerte.

A continuación Rilke ampliará su visión. Pero, a partir de este momento, observamos una singular coincidencia: la intuición del poeta se corresponde de cerca con la gran lección dada por Lao Zi en el Libro del curso y de la virtud. Lao Zi afirma, en el capítulo 25, que el transcurso de la Vía es circular:

Forzado a nombrarlo más, diría «grandeza».

Grandeza que transcurre,

que transcurre y se aleja,

que se aleja y retorna.

Y en el capítulo 40 podemos leer de nuevo:

El retorno es el movimiento del curso.

La debilidad es la eficacia del curso.

Bajo el cielo, todos los seres surgen del ser.

El ser surge de la nada[4].

Más tarde el pensamiento taoísta compara la Vía con un río. Éste, antes de desembocar en el mar, parece seguir un curso irreversible, a ninguna parte. En realidad, mientras fluye una parte de sus aguas se evapora y asciende hacia el cielo. Allí se transforma en nubes, para a continuación volver a caer en forma de lluvia sobre las montañas, que volverán a alimentar el río desde su fuente. Tal es la ley fundamental del ciclo de la vida, que la tradición poética y pictórica china puso de relieve mucho antes de la constitución reciente de la ciencia ecológica.

A semejanza del movimiento circular de la Vía que regresa sin cesar al Origen para volver a la fuente, Lao Zi invita a cada uno a efectuar en su propia vida el «retorno precoz»[5]. Este significa justamente el retorno a las raíces, el retorno al Origen donde se encuentra la fuente de la verdadera Duración. Es irremediable que pensamos aquí en estos versos de Rilke:

Adelántate a toda despedida, como si detrás estuviese

de ti, como el invierno que parte.

Porque entre todos los inviernos, hay un invierno sin fin

al que tu corazón sobrevivirá si lo tramonta[6].

Rilke no conocía el taoísmo. En tanto que poeta en lengua alemana, al principio estuvo marcado por las grandes figuras de la poesía germánica: Goethe, Hölderlin, Novalis, Heine, etc. Resulta que en pleno romanticismo Goethe y Hölderlin habían conocido ambos la experiencia de la muerte a través de la pasión amorosa. Sabemos que Goethe, al término de un amor terriblemente desgraciado, escribió Werther. Después de la lectura de este libro muchos jóvenes, desesperados también ellos a causa del amor, se entregaron a la muerte. Goethe mismo se salvó por la escritura. Desde entonces, nunca olvidó la advertencia que se hizo a sí mismo y que también propuso al resto del mundo: «¡Muere y deviene!». Hölderlin, por su parte, sentía un amor absoluto pero imposible por Susette Gontard, mujer casada. Ésta murió y él se hundió en una forma de locura sin dejar de componer poemas cortos más o menos apaciguados. Antes, en sus grandes obras, había expresado su aspiración a lo Abierto. Rilke hizo suyas esas dos nociones, «muere y deviene» y «tender hacia lo Abierto», lo que le permitió ampliar su visión global de la vida y de la muerte.

Lo Abierto, desde la óptica de Hölderlin, designa ese estado de ser o ese espacio infinito que contiene ciertamente la muerte, pero que no está obstaculizado por la conciencia de la muerte ni cercado por ella. Más concretamente Rilke lo traduce por la noción de «Doblereino», que une las dos vertientes, la vida y la muerte, y nos invita a situarnos en su corazón, en lugar de agarrarnos a una sola de sus vertientes. En la primera de las Elegías de Duino afirma:

Pero los vivos todos caen en el error

de distinguir con demasiada fuerza.

Los ángeles (se dice) a menudo no saben si se mueven

entre los vivos o los muertos. El eterno fluir

arrastra consigo todas las edades

a través de ambos reinos,

y en los dos, acallándolas, su rumor las domina[7].

En uno de los Sonetos a Orfeo, contemporáneos de las Elegías, confirma:

Tan sólo quien hubiese levantado la lira

también en las tinieblas,

intuirá y cantará

la infinita alabanza.

Sólo quien con los muertos haya comido

la adormidera de los muertos,

no perderá jamás

el más sutil sonido.

En el estanque el reflejo

a menudo se sumerge:

aprende la imagen.

En ese doble reino

se tornarán las voces

eternas y suaves[8].

A propósito de lo Abierto, Rilke hace notar por otro lado que los hombres tienen que aprender de los animales. Pues estos cuando abren los ojos ven lo abierto y cuando corren van hacia el puro espacio sin límites, mientras que los humanos, desde la infancia, son entrenados para volver los ojos sólo hacia el mundo tangible, considerado como seguro, es decir, cuidadosamente cerrado. De este mundo cerrado evacuamos la sombra de la muerte, sin lograr desterrar la idea de un término concebido como ruina o naufragio, término al que nos acercamos cada día más. ¿No dice Heidegger: «Desde el momento en que un hombre nace, es suficientemente viejo para morir»? Leemos en la octava elegía de Rilke:

Lo que está fuera sólo lo percibimos por el rostro

del animal; porque desde su edad más tierna

damos la vuelta al niño y le obligamos

a que mire hacia atrás al mundo de las formas,

no a lo abierto, que en la mirada del animal

es tan profundo. Libre de la muerte.

A ella la miramos sólo nosotros; el animal libre

tiene su ocaso siempre tras de sí,

y ante sí, a Dios, y cuando camina,

es en la eternidad, donde camina

como lo hacer el fluir de las fuentes[9].

El poeta no ha olvidado nunca el recuerdo vivaz de una tarde de primavera en Rusia evocada en sus Sonetos a Orfeo (I, 20): un caballo blanco venido de la ciudad para pasar la noche en el prado galopaba con plena libertad y su crin golpeaba el cuello al ritmo de la circulación de su sangre, que resonaba con las ondas circulares que animaban el universo. Esta escena nos parece, una vez más, próxima a la visión taoísta. Además, nos hace pensar en dos versos célebres de Tu Fu, dirigidos a un corcel de Fergana:

Allí donde vas, nada de límites.

¡A ti, confiaríamos muerte y vida!

Queridos amigos, llegamos a la hora que anuncia la muerte, al momento en que acaba el día, donde nace otro día. Sentimos pasar la vivificante corriente del tiempo: nos sometemos a ella, la consentimos. Aceptemos, pues, una inversión de nuestra postura y, por ende, de nuestra perspectiva. Aceptemos no apegarnos sólo a esta vertiente de la vida, sino situarnos en el corazón del Doble-reino donde gozaremos de una visión más global de nuestro devenir personal en el seno del devenir universal. Allí, en el sentido del incesante transcurso de la Vía que va de la Nada hacia el Todo, del No-Ser hacia el Ser, podremos, también nosotros, desde nuestro fondo más íntimo, seguir la andadura que va de la muerte a la vida —y no de la vida a la muerte— en vistas al fruto del alma que absorberá dolores y alegrías, lágrimas y sangre.

No querría dejar de señalar que el corazón del Doble-reino es el espacio por excelencia donde se traba el diálogo entre vivos y muertos. Precisemos que no se trata aquí de complacerse en el universo de estos últimos. El diálogo en cuestión concierne simplemente a los seres que han vivido como nosotros, que llevan en sí toda la sed y todo el hambre, todo un mundo de deseos inacabados y viven otro estado de vida. En el corazón del Doble-reino los muertos ya no son, como tan a menudo ocurre en nuestros días, personas a quienes se ha transportado como a moribundos anónimos hasta un rincón del hospital; después, una vez sobrevenida la muerte, hasta un rincón de la morgue y, finalmente, hasta una urna funeraria tras la incineración; personas en quienes se evita pensar demasiado. Aquí, por el contrario, su rumor nos alcanza, infinitamente conmovedor e iluminador, murmullos que brotan del corazón, palabras próximas a la esencia, como filtradas por la gran prueba. Y con los muertos ganamos si somos todo oídos: tienen mucho que decirnos. Habiendo pasado por la gran prueba, son en cierto sentido iniciados. Tienen que repensar y revivir la vida de otro modo, juzgar la vida bajo el rasero de la eternidad. Pueden velar por nosotros como ángeles de la guarda. A condición de que no seamos tan ingratos como para abandonarlos al rincón del olvido, pueden hacer algo por nosotros. Sí, pueden, a su manera, protegernos. Esta manera de ver puede ayudarnos también a superar la pena cuando estamos de duelo.

Si me expreso así es también porque vengo de un país que ha practicado durante milenios el culto de los ancestros —aunque hoy está en vías de desaparición en China—. En una familia o pueblo, el templo conservaba el registro donde se inscribían los nombres de los antepasados, a los que se aprendía a venerar. En muchas casas había un altar dedicado a ellos. El Día de Difuntos, muchas generaciones se reunían en torno a las tumbas, que cada uno hacía el gesto de barrer postrándose. También se podía compartir allí una comida en un ambiente de comunión confiada y apaciguadora.

¡Paciente y conmovedor linaje humano! Desde su origen hasta ahora, no se ha perdido en la noche de los tiempos, en una columna de humo, sino que es concreto, está vivo. Nuestra impresión de tener detrás de nosotros a incontables anónimos desvanecidos en la bruma del pasado es falsa. En realidad somos sólo tres o cuatro generaciones por siglo y treinta o cuarenta por milenio —es relativamente poco—, de modo que nuestros antepasados nos son mucho más próximos de lo que creemos. Hay aquí una transmisión de promesas y de esperanzas que nos obliga a mantener la dignidad y que da, hasta cierto punto, valor y significado a nuestro destino.

No olvidar a los muertos es, en un sentido más universal, aprender a sentir gratitud hacia ellos y, a través de ellos, hacia la vida. ¿Acaso no nos hemos beneficiado desde nuestra infancia, para poder vivir, de los cuidados y los beneficios de un número insospechado de personas: de nuestros padres, por supuesto, de otros parientes próximos y, más allá de la familia, los amigos, los médicos, los desconocidos, quienes por medio de un gesto nos han evitado el peligro? Muchos ya no están en este mundo. Si llevamos más lejos nuestra consideración, deberíamos pensar más a menudo también en todos los soldados que se sacrificaron durante las guerras por defendernos, en todos los salvadores que dieron su vida durante las catástrofes, en todos los sabios de diversos ámbitos que permitieron a la humanidad vivir mejor y durante más tiempo. La humanidad se encuentra en cada individuo y cada individuo, si se casa con la vida, participa en la aventura de la humanidad, que es parte integrante de una aventura mucho más vasta: la del universo vivo en devenir.

¿Qué es lo Abierto posible para la humanidad y para cada uno de nosotros? Cuestión legítima a la que ciertamente no estamos en disposición de dar una respuesta definitiva. Está no obstante permitido hablar de ello, lo que haremos en nuestra última meditación.

Para resumir todo lo que hemos podido adelantar hasta aquí repitamos esto: incorporar la muerte a nuestra visión es recibir la vida como un don de una generosidad sin precio; «La muerte se encarga de practicar, hasta el fondo de nosotros mismos, la apertura deseada», escribe Pierre Teilhard de Chardin; cerrar los ojos ante la muerte levantando barricadas contra ella es, por el contrario, limitar la vida contando los gastos moneda a moneda constantemente.

Escuchemos, para acabar, la gran voz de Etty Hillesum, que fue gaseada por los nazis en Auschwitz. Anteriormente, ya amenazada en vida, escribió un día en su diario: «Cuando digo: “He saldado las cuentas con la vida”, quiero decir con esto: la posibilidad de la muerte la tengo totalmente presente. Mi vida se ha ampliado de tal manera que miro la muerte, la perdición, a los ojos y la acepto como una parte de la vida. Uno no debe sacrificar de antemano una parte de la vida a la muerte que uno teme y contra la que se rebela. La rebeldía y el miedo sólo nos dejan un mísero y mutilado resto de vida, algo que apenas puede llamarse vida. Suena casi paradójico: cuando uno deja fuera de su vida la muerte, la vida nunca es plena, y cuando se incluye la muerte en la vida, uno la amplía y la enriquece»[10].