REGRESANDO AL HORROR

PENSAR…

Pensar…

¡Lo matarás! ¡Lo matarás!

Ahora, regresando al presente, con el cuerpo sin vida de Reginald Matheson tendido a mis pies, aquella voz encendida volvía a susurrar por todos los rincones de mi cerebro la frase fatídica, enloquecedora, insistente… ¡Lo matarás!

Y de súbito:

—¡No… no lo he matado! ¡Noooo! —aullé enloquecido.

Y Sandra…

La sonriente Sandra, la incitante Sandra, apareció de nuevo frente a mí. Con sus ojos grandes, negros, dominadores, encendidos intensamente, llameantes.

Penetrantes y fijos en los míos. Igual que la noche anterior.

¡Y algo blanco desaparecía a lo lejos!

Ella se acercó.

Murmurando con voz cálida de matiz tenue:

—Sí. John, lo has matado. Yo te dije que lo mataras… ¿recuerdas? Porque no podías negarte, lo has matado. Porque no puedes negarte a ningún deseo mío… ¿verdad?

Aquellas nubes algodonosas volvían a estar debajo de mí… y el revoloteo fue intensificándose, intensificándose más y más.

—No —mi voz era ronca—, no puedo negarme. ¡No puedo negarme!

Estaba más cerca.

Muchísimo más cerca.

—John, cariño, coge el hacha. Coge el hacha.

Obedecía su voz, todo en mí obedecía su voz.

Sin resistencia.

Porque me incliné a recoger el hacha con mano firme, tirando del tosco mango que había quedado debajo del cadáver de lord Reginald Matheson.

Transcurrieron unos segundos en blanco.

Luego, la alcé, la esgrimí… aguardando su voz, aquella voz que todos mis sentidos obedecían sin resistencia.

Su voz.

—John… destrózalo, machaca su cuerpo, tritúralo… ¡Quiero ver su sangre!

Lo hice.

Lo hice.

Una, dos, tres… cien, mil veces, quizá un millón.

Mi mano trazó el siniestro arco.

¡Zas! ¡Chac…!

Y aquel filo agudo, hiriente, fue hundiéndose en el cadáver de lord Reginald Matheson, fue tiñéndose paulatinamente de una viscosidad escarlata que se agitaba ante reís ojos como un desafío.

Desafiándome a incrementar la saña, la sádica velocidad destructiva de mi mano.

Sangre, sí.

Sangre… Un océano de sangre.

Succionando los despojos de un cuerpo destrozado, fragmentado, reducido a partículas de hueso y carne.

Su voz.

—John… sigue, sigue, no te detengas, ¡no te detengas!

No me detuve.

No me detuve.

Por encima de las algodonosas nubes hasta Satanás debió horrorizarse, o quizá, en su diabólica naturaleza, se despertó un furioso sentimiento de envidia.

Desde encima de las nubes, ahora, resultaba fácil elegir… elegir el infierno.

Infierno.

Y así transcurrió el tiempo.

Debieron pasar horas, meses, años, siglos… mientras yo vagaba por las inmensidades del ígneo recinto al que me hiciera acreedor.

Sí, debieron transcurrir siglos de infinita tortura.

Hasta que una voz gritó:

—¡Es él…! ¡El asesino…! ¡El asesino de mi esposo!