Prólogo
RIO DE JANEIRO, 6 setiembre de 1965; 21:42
Joáo Gonçalves extrajo su estilográfica del bolsillo interior de la chaqueta.
Le quitó el capuchón, oprimió ligeramente la flecha de engarce y acercó éste a sus labios.
Dijo:
—Positivo a 000, positivo a 000, ¿me oye? Cambio.
Unos segundos de silencio. Luego, del interior del capuchón brotó una voz queda pero perfectamente audible:
—000 a positivo, 000 a positivo, le oigo. Son las 21:42. ¡Adelante Operación Kasbah!
Gonçalves colocó el capuchón a la estilográfica, guardándola en el bolsillo.
Dio un vistazo al imponente «Chevrolet» que aguardaba silencioso a pocos pasos y se encaminó hacia él.
Dejó el portafolios negro encima del asiento y se acomodó en el interior del vehículo.
No se cruzaron palabras entre el chofer y él.
Al momento, el vehículo se puso en marcha, lanzándose por la Rua Primeiro de Março a una velocidad más que regular.
Gonçalves, inclinada la cabeza hasta casi rozar la barbilla con el pecho, pareció hundirse en profundos pensamientos sin prestar atención a lo que ocurría al otro lado de las ventanillas.
Apenas si vio de reojo el imponente obelisco de la Praga Expedicionarios cuando se internaban por la Avenida del Presidente Antonio Carlos para torcer, casi al instante, por la Franklin D. Roosevelt.
Poco después, por la General Justo Av., el «Chevrolet» parecía volar en busca del Aeroporto Santos Dumont.
Las luces del aeropuerto, cada vez más cercanas, parecieron sacar a Gonçalves de su abstracción.
—¿Ya llegamos? —preguntó al conductor.
—En cinco minutos —respondió éste, sin apartar la mirada de la negra cinta de asfalto.
En efecto, cinco minutos después se introducían por la zona de aparcamientos del iluminado aeropuerto.
Se detuvo el auto sin hacer sus llantas el más leve gemido.
Joáo Gonçalves Días, tomando cuidadosamente el portafolios, descendió a través de la portezuela que el chofer mantenía abierta.
—Buen viaje, señor.
El otro inclinó la cabeza en señal de despedida sin pronunciar una sola frase.
Si en aquel instante hubiese vuelto la vista atrás y sorprendido la extraña mirada que el conductor le dirigía, es probable que hubiera comprendido que sus segundos de vida estaban contados.
Pero caminó hacia adelante con pasos medidos y seguros sin girar la cabeza una sola vez.
Pisaba uno de los sectores de reparación, vecino a la primera pista de aterrizaje, frente a la que se abría una rampa monumental.
Veinte yardas le separaban de ella.
Un individuo enfundado en una recubierta de caucho azul y blanco salió a recibirle en la entrada de la rampa.
—Todo está dispuesto —anunció escuetamente. Joáo Gonçalves asintió con la cabeza.
Al fondo, en una especie de hangar, veíase un reactor cuyas turbinas empezaban a ponerse en funcionamiento.
Por el otro extremo, una rampa menos elevada desembocaba sobre la segunda pista de vuelo y hacia ella, lentamente, enfilaba su proa el reactor.
El hombre del portafolios negro se detuvo a pocos pasos del aparato. El de azul y blanco le rebasó por la izquierda gritando unas palabras al que maniobraba en la carlinga.
Cuando Gonçalves vino a darse cuenta de que aquellos hombres habían intercambiado las frases en idioma extranjero, cuando una débil lucecita de alarma brilló en su cerebro advirtiéndole lo que aquello significaba, ya era tarde.
Tres hombres le estaban apuntando con tres sombrías automáticas. Y las tres llevaban enroscados al cañón tubos silenciadores.
Joáo Gonçalves Días miró hacia atrás instintivamente.
Allí, a su espalda, encontró la maligna mirada del chofer. La dura sonrisa de sus labios finos y el negro ojo de la cuarta automática.
—¿Qué significa esto? —preguntó tratando de aparentar una serenidad que no sentía.
No fue ninguno de los cuatro hombres armados quien respondió a su pregunta.
—Significa que no irá usted a Tánger.
Los ojos de Gonçalves, al torcer a la izquierda en busca del que había hablado, alcanzaron un tamaño inusitado.
No podía creer lo que estaba viendo.
¡Era imposible! ¿Cómo habían conseguido un parecido tan exacto?
Su mismo rostro con todas las peculiaridades; su misma figura igual en peso que en estatura; su misma ropa… ¡Era él con otro cerebro!
—Para que seamos iguales —habló su doble— me hace falta ese portafolios y su estilográfica. ¿Me los da?
Por instinto, Gonçalves apretó la cartera contra su pecho y, a la vez, trató de extraer la estilográfica.
Sonó una orden. En aquel idioma desconocido. El chofer curvó el dedo sobre el gatillo.
Sonó un taponazo. Otro. Un tercero.
Joáo Gonçalves se contrajo agónicamente. Alzó las manos, trató de aferrarse a la vida, y se rindió a la muerte cayendo de bruces al suelo.
Portafolios y estilográfica le fueron arrebatados al cadáver.
—¡Ya sabéis qué hacer! —gritó el otro Joáo Gonçalves.
—De acuerdo —asintió el chofer—. No quedará rastro de él. El reactor empezó a rugir.
Minutos después, con dos hombres a bordo, ascendía por la rampa lanzándose a la pista como una exhalación Rumbo a Tánger.
BERLIN OCCIDENTAL, 6 de setiembre de 1965, 22:37
Herr Horst Weizsacker consultó la esfera luminosa de su cronómetro.
Oprimió el resorte de la segundera, se detuvo la aguja, y volvió a repetir el movimiento tres veces consecutivas.
Acercó el reloj a su oído. Habló:
—Negativo a 000, negativo a 000, ¿me oye? Cambio.
Unos segundos de silencio. Luego, vibró el cristal, se detuvo nuevamente la segundera y dijo una voz:
—000 a negativo, 000 a negativo, le oigo. Son las 22:37. ¡Adelante Operación Kasbah!
Horst Weizsacker aseguró la cadenita que mantenía sujeto el portafolios negro a su muñeca izquierda y se introdujo en el «Mercedes Benz».
—En marcha —dijo lacónico.
Los neumáticos se pegaron al asfalto a medida que el pie del conductor se hundía lentamente sobre el pedal del gas.
Las calles de Berlín, húmedas y silenciosas, eran mudos testigos de la veloz carrera del negro vehículo.
Al enfilar la Machnower Str., el coche pareció convertirse en un bólido de carreras dominado por la mano firme y segura del individuo que accionaba el volante con precisión y maestría.
Sobre dos ruedas tomó un viraje a la izquierda para introducirse en Potsdamer Chausee y por ésta, sin disminuir la velocidad, giró a la derecha en dirección a Cheausee Str.
El pie del conductor soltó el acelerador bruscamente para pisar el freno. Luego tocó el embrague, accionó la palanca de cambio, apretó de nuevo el gas y ascendió como una bala por la trampilla situada en la caja de un enorme camión que se encontraba aparcado, sin luces y en silencio, junto a la acera de la izquierda.
Tan rápida fue la maniobra que el ocupante del vehículo apenas se dio cuenta de lo que había sucedido.
Un segundo frenazo, más brusco que el anterior, le devolvió a la realidad. Saltó hacia adelante balanceándose al chocar con el asiento delantero.
Agitó el puño derecho en el aire.
—¡Te has vuelto loco!
Se cerró la puerta trasera del camión y reinó la oscuridad. Dijo una voz, en tono conminatorio:
—¡No se mueva, herr Weizsacker! Le estoy apuntando con una pistola. Brilló la luz de una potente linterna.
—¡Verrater![1] —gritó el alemán mirando al conductor que también quedaba dentro del cono luminoso.
—Sea comprensivo, herr —dijo la misma voz—. Sólo queremos ahorrarle un viaje a Tánger. ¡Queda tan lejos eso!
Se encendió otra lámpara portátil.
El reflejo de la segunda luz cayó de lleno sobre el individuo que encañonaba a Horst Weizsacker.
—¡Unmöglich[2]! —exclamó éste, mirando con ojos desorbitados al de la «German Lugger».
Herr Horts Weizsacker murió en el mismo instante que se preguntaba cómo habían podido «prefabricar» un hombre tan exactamente igual a él.
Y era precisamente aquel hermano gemelo nacido en la oscuridad de un camión quien acababa de segar su vida.
Unas llaves fueron encontradas en el bolsillo del abrigo del cadáver. Las que abrían el cierre de la cadenita que sujetaba el portafolios a su muñeca izquierda.
—Quítale el reloj —dijo el de la pistola.
Cronómetro y portafolios le fueron entregados. Dijo con fría sonrisa:
—Horst Weizsacker sigue su viaje a Tánger.
Al momento, el enorme camión se puso en marcha.
ATENAS, 6 de setiembre de 1965, 22:42
Leoforos Gheorghiou levantó sus ojos al cielo. Fue una muda despedida, un adiós callado a las brillantes estrellas que poblaban el cielo azul de Grecia.
Sacó su pitillera, tanteando en uno de los bolsillos. Lentamente bajó los ojos, suspiró profundamente y pulsó el resorte como si fuese a extraer un cigarrillo.
Como si quisiera hacerlo con los mismos labios. Pero éstos le hablaban al metal.
Así:
—Neutro a 000, neutro a 000, ¿me oye? Cambio.
Unos segundos de silencio. Luego, respondió el misterioso metal:
—000 a neutro, 000 a neutro, le oigo. Son las 22:42. ¡Adelante Operación Kasbah!
Gheorghiou se llevó un cigarrillo a la boca. Lo encendió en el momento de introducirse en el «Peugeot 404» que se había detenido frente a él silenciosamente.
—Leónidas.
—¿Señor?
—Mi corazón ha empeorado…; de ocurrirme algo, toma este portafolios negro, mi pitillera y corre a la Embajada americana. ¿Has comprendido?
—Perfectamente, señor. Pero no será necesario porque nada va a sucederle.
—Dios te escuche. Ya podemos partir.
Leónidas dio el encendido. Segundos después arrancaba suavemente.
Por Odos Piraios pasó a la Dimofondos manteniendo la misma velocidad, pero al enfocar Villa Akamandos, el «Peugeot» dio un salto hacia adelante y surcó el asfalto a velocidad suicida.
Gimieron las llantas lastimeramente al torcer por Dionyssiou Aeropgahitou camino de las afueras de Atenas.
Gheorghiou consultó su reloj.
—Vamos a la hora, Leónidas, no es necesario que corras tanto.
—Los del aparato corren peligro, señor. Si alguien los ve y siente curiosidad por averiguar lo que hacen allí…, ¿entiende?
—Es posible que tengas razón —asintió el que iba detrás.
No llegó a quince minutos lo que tardaron en avistar un espacio abierto, a la derecha de la carretera, que tenía trazas de pequeño aeropuerto particular.
Al menos, distinguíase con claridad la mole gris de un enorme pájaro de acero y se oían rugir con potencia la totalidad de sus motores.
Leónidas salvó la cuneta con milagrosa habilidad. Serpenteó por entre arbustos y terminó enfilando un desigual sendero que conducía al espacio abierto.
Uno de los pilotos agitó ambas manos en el aire indicando al del auto que se detuviese.
Chirriaron los frenos a la vez que los neumáticos levantaban una espesa columna de humo al pegarse a la tierra.
Leónidas saltó al suelo, abriendo rápidamente la portezuela.
—Cuide su corazón, profesor.
—Lo haré, muchacho —sonrió Leoforos bondadosamente.
Tiró del portafolios, y, con la ayuda del chofer, salió del vehículo.
Empezó a caminar lentamente con la mirada fija en los entrantes y salientes que formaba el terreno. La oscuridad y sus fatigados ojos entorpecían el avance haciéndolo fatigoso.
Alcanzaba las inmediaciones del coloso de los aires cuando una voz metálica preguntó, en tono inexpresivo:
—¿Cree que su corazón va a resistir el vuelo, profesor Gheorghiou? Se volvió sorprendido. Y como no veía a nadie, preguntó a su vez:
—¿Quién me habla?
Una sombra surgió de entre los arbustos para detenerse a dos pasos de él.
—¿Me conoce?
Tan cerca estaban que el esfuerzo realizado por el profesor fue exiguo, si bien su sorpresa, al observar detenidamente al que hablaba, fue extraordinaria.
¿Se estaba mirando en un espejo?
Leoforos Gheorghiou podía tener dormidos algunos sentidos de su cuerpo por razón de la edad, pero su cerebro funcionaba con la misma rapidez que veinte años atrás.
Por eso, en décimas de segundo, comprendió que no era un espejo lo que tenía ante él. Y comprendió al mismo tiempo lo que significaba tropezar con un hombre físicamente exacto a él en aquellas circunstancias.
Sólo la voz y la agilidad les diferenciaba. Pero en el momento en que el otro asumiera su papel, ya que no le cabían dudas de que por eso estaba allí, ni su propia madre, de vivir, los hubiese distinguido.
El profesor no perdió el tiempo tratando de huir, y menos lanzándose a una lucha en la que se sabía inferior.
No había percibido el ruido del «Peugeot» al ponerse en marcha de nuevo. ¡Eso quería decir…!
—¡Leónidas! —gritó, tirando el portafolios hacia la oscuridad de los arbustos.
—Estoy aquí, señor —respondió el aludido, mucha más cerca del lugar en que el otro lo suponía.
Leoforos dio un sobresaltado giro de cabeza hacia la izquierda.
En efecto, Leónidas estaba allí. Y aunque las tinieblas, al confundirse con el negro de la pistola que empuñaba en la diestra, no permitieron al profesor percatarse del arma, presintió que la llevaba.
Y presintió que iban a matarle.
—Se siente mal, señor —habló Leónidas, con siniestra ironía—. Su corazón es débil, ¿verdad? Usted lo dijo: «Toma este portafolios negro, mi pitillera y corre a la Embajada norteamericana». Y lo cogeré, señor, lo cogeré… Pero en lugar de la Embajada, ¿no será mejor que lo entregue al Leoforos Gheorghiou que quede con vida?
—¿Vas a…?
La pistola de Leónidas no iba provista de silenciador. Por eso los disparos restallaron en el aire al tiempo, que Leoforos se doblaba dejando la frase sin terminar.
No, no iba a matarle. Lo había asesinado. Leónidas miró al doble del profesor. Le dijo:
—La hora de llegada a Tánger son las 23:45. No pierda tiempo.
—Correcto. Ve por el portafolios. Luego, ya sabes cómo deshacerte del viejo.
Maniobraron en silencio.
Minutos después, un enorme objeto rugía ferozmente al hender los aires camino del cielo.
Y por él, camino de Tánger.
TANGER, 6 de setiembre de 1965, 23:30
Eran un par de piernas maravillosas. Las piernas de una mujer estupenda.
Y las agitaba graciosamente entre los barrotes metálicos de la cama, por fuera de ella, luchando sus pies menudos y bien dibujados por desprenderse de una pequeña pieza de nylon.
De un puntazo consiguió enviar la prenda al otro extremo de la estancia.
—¿Tienes calor? —preguntó el hombre que estaba a su lado.
La rubia rodeó el cuello masculino con sus dedos largos de afiladas uñas.
—Me gusta estar cómoda —apuntó ella, sutilmente. Sonrió el hombre con manifiesta ironía.
—Tienes un glacial concepto de la comodidad, ¿no te parece? Le cerró los labios con un beso.
—Soy una alumna eficiente —dijo la mujer, tras el prolongado ósculo—. ¿Has tenido otra con tanta capacidad de asimilación?
—¡Oh, no! —se burló él—. Tú eres muy capaz…, mucho.
El agudo campanilleo del teléfono interrumpió la trivial conversación.
Saltó él de la cama, hundiéndose en una butaca vecina a la mesita que sostenía el aparato.
Le siguió la muchacha, arrodillándose en el suelo frente a él.
—No es hora de interrumpir, amigo —dijo el hombre, llevándose el auricular al oído.
Una voz tenue, en la que parecía esconderse un temor oculto, vibró ansiosa al decir:
—¿Es Donald Farrell? Torció la boca con fastidio.
—El mismo… ¡Eh, estate quieta! Me haces cosquillas.
—¡Oiga! ¡Oiga! —gritaron nerviosamente al otro lado—. ¿Me escucha?
—Si esta muñeca deja de hacerme cosquillas, le escucho. La rubia sonreía tentadoramente.
—Es importante… ¡Muy importante! —insistió la voz, con igual nerviosismo—. Se trata de la Operación Kasbah.
Donald Farrell —005 para el I. S. de Washington—, soltó un respingo.
—¡Lárgate! —le ordenó a la mujer, con imperioso ademán, tapando unos segundos el auricular. Luego, al que estaba en el otro extremo del cable—: ¿Quién habla?
—Eso no importa, Farrell. Tengo una información que vale millones.
Su proyecto ha sido traicionado.
—Eso no basta. Necesito datos, nombres… ¿Quién es usted?
—No puedo decir más por teléfono. Y he de advertirle que tampoco quiero dinero.
—Ha hablado de millones.
—Los vale. Pero yo sólo quiero un pasaporte que le permita entrar en su país.
—Ya entiendo. Fugado del Soviet, ¿eh?
—Puede. Dentro de un cuarto de hora en rue de Sidi Jali, 38.
Al punto percibió un «clic». El anónimo comunicante había colgado. Hizo lo propio con lentitud. Fruncido el entrecejo y hosca la mirada. Le parecía imposible. ¡La Operación Kasbah traicionada!
¿Cómo?
¿Quién?
Se dio cuenta de que la rubia estaba sentada a los pies de la cama mirándole curiosamente.
—Te he dicho que te largues —dijo en tono duro.
Corrió hacia él, se arrodilló de nuevo, extendió los brazos…
—¡Lárgate!
Abrió mucho los azules ojos. Sorprendida. Extrañada de que un hombre le hablara de aquella forma y en aquel tono.
Donald consultó su reloj: las 23:37. Faltaban ocho minutos para la llegada de ellos. Y tenía una cita dentro de quince.
—¡Lárgate! —repitió, apartando los femeninos brazos de piel suave y bronceada.
Se levantó, chispeantes los ojos.
—Dejarás que me vista por lo menos, ¿no? —Escupió más que dijo.
—Lo que quieras, pero esfúmate pronto. La observó sombrío.
—Puedes peinarte en la calle —dijo mirándola por el espejo mientras abrochaba su camisa.
—¡Imbécil! —exclamó la rubia, dirigiéndose a la puerta. Y con la mano sobre el tirador, se despidió—: No vuelvas a acordarte de que estoy en el mundo.
—Las hay mejores.
—¡Muérete!
El portazo hizo retumbar las paredes.
Al momento, Donald corrió hacia la puerta, asegurando el cerrojo.
De un armario que había en la pared de la izquierda, frente a la cama, sacó una máquina de escribid portátil modelo «Remington».
Tiró de la cremallera para quitar la funda. Con rápidos movimientos pulsó el elevador de mayúsculas, y al instante, la máquina se partió, en dos. Y en el minúsculo espacio abierto aparecieron los mandos de un diminuto transmisor-receptor de largo alcance.
Abrió el circuito le onda y una luz roja brilló a intermitencias. Se acercó a los labios el micro transmisor.
—005 llamando a 000 —dijo—. 005 llamando a 000. ¿Me oye?
Cambio y permanezco a la escucha.
Un corto silencio turbado solamente por el tenue zumbido del transmisor; tras él, una respuesta:
—000 a 005, 000 a 005. Le oigo. Cambio.
—Operación Kasbah en peligro…
—¡Concrete rápidamente, 005! Unos segundos de vacilación.
—Acabo de recibir una llamada anónima. Parece tratarse de un individuo fugado del Soviet que asegura tener información al respecto. Solicita documentos para entrar en Estados Unidos. Debo verle inmediata mente en rue de Sidi Jali, 38. ¿Permanece a la escucha, 000?
—Perfectamente. Hable con ese hombre. Provéale de la documentación necesaria y póngase a trabajar enseguida en el asunto. Aguardaremos sus noticias después de la entrevista. Manténgase en contacto con Enlace de Positivo, Negativo y, Neutro. Llegada prevista para las 23:45. Faltan dos minutos. ¡Muévase, 005! Cambio y corto.
Donald Farrell colgó en la horquilla el micro transmisor pulsando a un tiempo el resorte de las mayúsculas. La máquina recuperó su condición de tal. Cerró velozmente la cremallera y la introdujo en el armario.
Atrapó su chaqueta al vuelo, se aseguró de que la «Parabellum» estaba montada y salió de la estancia, cerrando desde fuera con llave.
* * *
Rue de Sidi Jali, 38.
En el corazón de la Kasbah.
Al otro lado, contra el fondo de un cielo tachonado de estrellas, erguíase la silenciosa y vetusta mole del «Raissuli’s Palace».
El imperio de las tinieblas. El reino de los misterios.
¡La Kasbah!
Tres peldaños desgastados conducían al arco del 38.
Una mano que parecía emerger de la oscuridad asió enérgica el aldabón. Cedió la puerta hacia delante con sólo la presión de aquélla.
005 se envaró. Extrajo su «Parabellum».
Siguió empujando y penetró cautelosamente. Al fondo de un angosto pasillo de polícromos baldosines abríase un patio redondo.
En el centro, el caño de una fuente dejaba tironear el agua sobre los nenúfares y azucenas de un estanque ovoide y de éste caía al suelo con rumoroso chapoteo.
Una cristalera circular rodeaba el típico estanque formando prismas dispares de variado colorido.
Reinaba en el lugar una suave penumbra.
Los ojos de Donald Farrell escrutaron fijamente en todas direcciones. A la izquierda, la carcomida madera de una puerta daba acceso a un pequeño recinto de proporciones cuadrangulares.
Empujó a la vez que extraía una linterna sorda. Envió el reducido cono de luz al interior.
—¡Cielo Santo! —murmuró.
De una de las vigas del techo pendía una cuerda. De la cuerda colgaba un cuello. Del cuello, el cuerpo de un hombre que se balanceaba siniestramente.
Al momento, cuando aún no había reaccionado ante la lúgubre sorpresa, una voz brotó a su espalda.
Una voz conocida ordenó:
—Tira tu pistola, 005. ¡Rápido! Donald obedeció.
—Procura no recurrir a ninguno de tus trucos —añadió la voz. Si te veo hacer el movimiento más insignificante, ¡te coso! Ve hacia tu izquierda, a la vez que te vuelves muy despacio.
005 sabía que no le quedaba más opción que seguir las instrucciones.
—Tú… —murmuró amargamente al quedar frente al que le encañonaba—, tú un traidor. ¿Por qué?
—No busques explicación a los enigmas de la vida, Donald. Ése —señaló con el cañón de la pistola al ahorcado— también era un traidor.
—Alguien hará lo mismo contigo. Una sonrisa helada, siniestra.
—¡Iluso! ¿Quién va a sospechar de mí?
—Tendrás que matarme.
—Porque te crees que estoy aquí, ¿eh?
El cerebro de 005 trabajaba vertiginosamente. Los recursos eran limitados. No podía apelar a los trucos que en ocasiones parecidas le fueran providenciales. Su enemigo los conocía, los había empleado él incluso.
Una última posibilidad. Limpia, sin trampas.
Un centelleante salto hacia adelante en busca del cuerpo de su oponente. O en busca de la muerte.
—¡Imbécil! De la muerte.
Brillaron dos fogonazos. 005 se llevó ambas manos al pecho. Cayó de bruces al suelo con macabro estrépito.
Una carcajada gutural vibró con eco tétrico.
—Los de Washington le pondrán una cruz a tu ficha, DOS[3]. —La mirada del misterioso asesino se posó ahora en el que colgaba del techo. Agregó con maquiavélica satisfacción—: Los de Moscú harán lo mismo en la tuya, Krochenko.
Una mueca de desprecio en los crueles labios.
—¡Sólo sois números, no hombres!
LONG BEACH (Miami), 7 de setiembre de 1965, 11:30
Frankie McCasland restregó furiosamente sus ojos al sentir sobre ellos el ardiente escozor de la arena.
Se incorporó de un brinco.
—¡Maldita sea, ya podría mirar…! —cortó la frase destinada a terminar con un exabrupto trocándola en admirativo silbido—. ¡Eh, sirena! ¿De dónde has salido tú?
Las extremidades inferiores causantes del escozor de sus ojos estaban perdonadas.
Todo era disculpable en aquella náyade de piel cobriza y curvas electrizantes.
—¡Eh, sirena! Deja que te perdone.
El contoneo de las rotundas caderas se alejaban orgullosamente.
—Sí, ¿eh?
Frankie McCasland saltó hacia adelante como si lo hiciera desde el trampolín de la piscina.
Sus manos alcanzaron los broncíneos tobillos y la escultura de carne y hueso se fue de bruces sobre la encendida arena.
—¡Estúpido, idiota!
—Otro insulto, morena, y tus labios ya no se separarán de los míos.
Se revolvió como una tigresa con un brillo de rabia en la profundidad de sus ojos negros.
—¿Qué pretendes?
—Besarte.
Ella, con su húmedo bikini amarillo moteado de puntitos negros, relajó su cuerpo, a la vez que sonreía.
A la vez que contemplaba al estupendo animal autor de su caída.
Con ciento noventa centímetros de pies a cabeza. Con anchas espaldas y torso de consumado atleta. Con elásticos músculos sin un gramo de grasa. Con los cabellos castaños ligeramente caídos sobre la despejada frente. Con su rostro de agradables facciones en el que destacaban los labios de rictus irónicos y los ojos, los sorprendentes ojos azules, de mirada penetrante, in quieta quizá.
Se le adivinaba una personalidad arrolladora. Un peligroso poder de seducción. Una decisión irrevocable a la hora de besar unos labios hermosos sin importar lugares ni situaciones.
Un hombre.
La muchacha extendió los brazos por encima de su cabeza. Murmuró:
—¿Te parece bien, Apolo, besarme ante tantos testigos? McCasland se tendió a su lado.
—No se han escrito tratados sobre cómo, dónde o cuándo se puede besar. ¿Se han vuelto imbéciles en Miami que te dejan venir sola a la playa?
—Hay buenos cardiólogos en la ciudad.
—Y muchos cardíacos después de verte con este dos piezas, ¿no? Giró hacia la izquierda para mirarle.
—No tengo nada que hacer esta noche, Apolo. Sonrió él cínicamente.
—¡Asombrosa coincidencia! —exclamó, burlón—. Ninguna mujer reclama mi presencia tampoco. Podré dedicarte la noche entera… ¿Te sientes feliz?
Una de las manos de ella apretaba un puñado de arena.
Y de improviso, entre sonoras carcajadas, la arroja a los ojos de McCasland.
—¡Maldita fierecilla! —Gruñó él—. ¡Te lo has buscado!
Y cuando la estupenda morenaza trataba de emprender la huida volvió a derribarla, turbios los ojos, cayendo sobre ella y clavando sus labios sobre aquel manantial de roja frescura.
No hubo resistencia. Hubo presión de las manos de la mujer contra la nuca de Frankie.
—¿Dónde aprendiste a besar? —preguntó ella, jadeante.
Su busto turgente oscilaba agitadamente amenazando desbocar la prenda superior.
—Asistí a una escuela de formación profesional. Me licenciaron a los doce años. ¡Un verdadero prodigio!
Sonrió la morena.
—¿Vamos al bar?
Frankie McCasland se incorporó como un felino tendiendo sus manos a la muchacha y alzándola como si de una pluma se tratase.
—Gracias, músculos de acero. ¿Eres gimnasta?
—Practico una gimnasia muy particular. De movimientos complejos y muy variados. Ya te enseñaré algunos números.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo es la cita?
—Nueve de la noche. ¿Te parece bien?
—Correcto —asintió McCasland—. ¿Al bar? Se encaminaron hacia él.
—¡No me has dicho cómo te llamas, muñeca!
—Diana.
—Suena a mitología. Como tus curvas de náyade.
—¿Y tú, Apolo?
—Frankie. Soy totalmente terreno. Nadie se preocupó de escribir mi nombre en historias mitológicas.
Algunos cincuentones de prominentes barrigas abrían la boca y los ojos al recorrer la cimbreña figura de Diana.
¡Si habría tipos con suerte!
Cruzaron la cristalera del snack, encaramándose a horcajadas sobre dos taburetes.
—¿Qué tomas, beldad?
Jugueteó la mujer con el suave azabache de sus húmedos cabellos.
—Un «ginn-fizz».
Frankie se encaró con un tipo de blanca chaquetilla y cara de gorila que se movía torpemente al otro lado del mostrador.
—¡Eh, tú! —le gritó—. Tráete un «ginn-fizz» y un «suave» largo.
El «suave», cuando era largo, lo era de whisky. Y muy corto de soda.
Tenían los vasos frente a ellos y los llevaban a la boca, cuando un individuo de raquítica apariencia se situó a la izquierda de Frankie golpeándolo en el hombro.
Dejó el vaso y giró la cabeza.
—Buddy, eres un auténtico pájaro de mal agüero… —le saludó—. ¿Qué diablos quieres?
Buddy sonrió con impertinencia.
—Conque un pájaro, ¿eh? Aguarda a que te diga… —Bajó el tono de su voz para graznar más que decir—: requiere tu inmediata presencia en la capital. ¡Que te sea leve!
Y se largó, mientras Frankie atrapaba el vaso furiosamente y lo incrustaba en su boca.
—No habrá sesión de gimnasia, Diana —dijo tras apurar el «suave» de un trago.
Los deliciosos labios de ella se apartaron del cristal para curvarse en mohín de decepción.
—¡Oh! ¿Por qué?
Frankie esbozó su burlona sonrisa.
—Mi tía. Está agonizando. Soy su sobrino preferido y quiere que la acompañe en sus últimas horas.
La sonrisa que nació en boca de Diana fue de total y absoluto escepticismo.
—¿Quieres que llore? —se burló.
—Ya lo haré yo por ti —replicó McCasland, saltando del taburete. Metió una mano en el pequeño bolsillo del bañador dejando un billete sobre la barra. Agregó—: ¡Nos vemos!
Y ante la estupefacción de Diana, salió del snack. Un hombre raro.
¡Pero, qué hombre!
WASHINGTON D. C., 7 de setiembre de1965, 17:40
—¡Nuestra organización exige renuncia, sacrificio y disciplina! Ante todo y por encima de todo, ¡disciplina! ¿Me oye, 001?
Y por si no le oía, descargó el puño derecho sobre la mesa de escritorio con sonoridad y contundencia.
—¡Menuda sesión de gimnasia que me estoy pintando al óleo! —musitó Frank McCasland, seleccionando cuidadosamente un cigarrillo.
Dejó el paquete de «Lucky Strike» sobre la mese.
—¿Decía, señor? —preguntó con expresión inocente, mientras acercaba la llama de su mechero a un extremo del cigarrillo.
Alexis H. Drake, director del organismo de defensa más joven de Estados Unidos de América, fulminó al 001 con la mirada.
Pero nada dijo.
Porque sabía que tras aquella apariencia descuidada, tras aquella expresión burlona, escéptica diríase, vivía un cerebro ágil, despierto y extraordinariamente dotado.
Un hombre decidido, rápido de reflejos, de múltiples y prácticos recursos; un hombre del que podía esperarse lo más insospechado en el momento más difícil.
Así era Frankie McCasland, IS-001.
Y nadie mejor que Alexis H. Drake, hermano de su madre, para conocerlo. Para estar seguro de lo que aquel muchacho de cabellos rebeldes caídos sobra la frente podía dar de sí.
Por eso no vaciló en llamarlo, en arrebatárselo materialmente al F. B. I. cuando el departamento de defensa de aquel organismo y el del C. I. A. se fusionaron para formar el I. S.
El Intelligence Service. Conocido también como el agente 000, y del que dependían veintidós agentes —seleccionados entre los mejores—, bajo la dirección de Alexis H. Drake.
Ex miembro del Departamento de Defensa del C. I. A. Quien decía en aquellos momentos:
—Frankie, me crispas los nervios…
001 expulsó olorosas bocanadas de azulado humo.
—Pero, tío, debes comprender…
—¡Basta!
—Perdón, señor. ¿Me ha mandado llamar? Alexis H. Drake se mesó los grisáceos cabellos.
—Se trata de un asunto verdaderamente trascendental —anunció, sombrío—. La Operación Kasbah. Un proyecto insólito, inaudito, el más perfecto de…
—¿Lo concibió usted? —interrumpió 001, con infantil sonrisa.
—¿A qué viene eso?
—¡Oh, nada! Lo de «más perfecto» me ha hecho suponer…
—¡Frankie! —Alexis fingía un enfado que realmente no sentía. Por eso le tuteó al agregar—: ¡Cállate y escucha!
—Correcto.
El director del I. S. carraspeó antes de proseguir:
—El Medio y el Extremo Oriente son motivos de honda preocupación para el mundo de Occidente. Países superpoblados, subdesarrollados, fáciles a la semilla de la subversión. Millones de hombres que viven en la miseria, hombres que mueren y ven morir de hambre a sus hijos. Masas adormecidas que despiertan como un enorme cetáceo a las palabras falaces del primero que les prometa un futuro lleno de bienestar y prosperidad, al conjuro de sofisticadas políticas de convivencia social, de igualdad de bienes y derechos. De hombres muertos de hambre se convierten en hombres fanáticos que matan y se dejan matar por conseguir fines utópicos. China, por ejemplo: la India y otros muchos países. África también, aunque en menor escala. Focos de ebullición, volcanes aparentemente dormidos que de un momento a otro pueden inundar el mundo con su lava.
—¿Y bien? —cortó Frankie, entrecerrados los párpados, como si le aburriese aquella retórica.
—Había que conjurar ese peligro. La Unión Soviética, aprovechando sus afinidades políticas con el Gobierno de Nasser, y en uso de la influencia que éste tiene sobre la R. A. U., estudió la posibilidad de instalar en Egipto una base para el lanzamiento de proyectiles dirigidos. Punto estratégico desde el que podría dominarse todo el Oriente, especialmente China, y prevenir un posible cataclismo en caso de ruptura en las de por sí tirantes relaciones chino-soviéticas.
Alexis H. Drake hizo una breve pausa. Agregó:
—Pero si en lugar de la ruptura o la desavenencia surgía una unidad entre ambos países, ¿para qué fines podría emplearse la base de lanzamiento?
Frankie se encogió de hombros mientras pisoteaba la colilla del cigarrillo.
—Para reducir Europa a partículas —comentó, distraído.
—Exacto —corroboró el director—. Sincronizar las operaciones de esa base egipcia con las que la U. R. S. S. tiene en sus límites geográficos, significa la destrucción de Europa en un lapso de tiempo inverosímil, asombrosamente reducido.
Drake clavó un grueso habano en sus labios después de cortarle la punta cuidadosamente.
Encendió una bengala y aspiró con fruición:
—Bien —dijo tras la primera bocanada—. Proteger al viejo Continente de ese posible peligro significaba, lógica y automáticamente, la instalación de otra base de lanzamiento lo más cercana posible a la de Egipto.
—Para llegado el momento, destruirla. ¿Digo bien?
—Exacto. Pero disponer de una rampa de lanzamiento capaz de destruir otra, instalarle con posibilidades de éxito para actuar eficazmente cuando fuera necesario, era cosa a cimentar sobre el más riguroso de los secretos. Una operación ultra secreta.
Drake sonrió tristemente.
—Si el enemigo conocía el emplazamiento de nuestra base —dijo—, estábamos en igualdad de condiciones. Podíamos destruimos mutuamente sin provecho alguno.
—Es evidente.
—Así empezó la Operación Kasbah.
Frankie McCasland se retrepó en la butaca con indolencia.
—Me tiene sobre ascuas, señor.
El director del I. S. censuró con acre mirada las chanzas del 001.
—Tres hombres que trabajaban en centros experimentales de Estados Unidos fueron expulsados y deportados a sus países de origen, bajo la acusación de mantener relaciones sospechosas con individuos afectos a organismos de espionaje extranjeros.
—Lo cual era totalmente falso —intervino McCasland.
La intuición, sagacidad, o lo que fuese, de IS-001, sorprendió visiblemente, a su pesar, al director de la organización.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió de inmediato.
—No se alarme. Yo sólo hago suposiciones.
Hubo un silencio. Seguidamente, Alexis H. Drake tomó de nuevo la palabra.
Explicó:
—Horst Weizsacker, ingeniero alemán, huido de Berlín en 1944, regresó a su patria con una misión específica: Diseñar una fábrica de automóviles.
Ahora sí brincó McCasland. Y mirando a Drake con el ceño fruncido, repitió:
—¿Una fábrica de automóviles?
—Eso he dicho. Planos que diseñaría con unas tintas especiales, invisibles, que sólo reaccionarían al contacto con unos líquidos determinados cuyos ingredientes conocía únicamente Leoforos Gheorghiou, quien, deportado a Grecia, Atenas concretamente, se encargaría de introducir en los planos una serie de complicadas modificaciones con el fin determinado de poder convertir, con un juego de controles autónomos, en base de lanzamiento de proyectiles lo que era aparentemente una fábrica de automóviles y que, como tal, había de funcionar. Luego, empleando el mismo sistema de tintas, pero con reacción a otra clase de líquidos, unos planos de papel en blanco viajarían hasta Río de Janeiro. Allí, Joáo Gonçalves, se encargaría de montar un sistema de defensa atómico para caso de un posible ataque.
—Perdón —interrumpió Frankie—. Supongo que Gonçalves era el tercer deportado, ¿no?
—Correcto.
—¿Y después?
Alexis H. Drake tosió.
—Como cada uno de ellos disponía de una copia de sus trabajos en el plano original, Joáo Gonçalves debía destruir el que desde Berlín había viajado a Río de Janeiro conservando únicamente la copia de su trabajo.
—Para una vez reunidos en el lugar del emplazamiento uniesen sus trabajos y dispusieran la instalación de la base. ¿Es así?
—Así es, 001.
—¿Punto secreto?
—Tánger.
—Lo suponía.
La fábrica de automóviles debía instalarse en una isla sumergida bajo el Cabo Malabata (explicó Alexis a continuación, mientras consumía vorazmente el habano), pero los controles autónomos para la «metamorfosis» se accionarían desde otro lugar.
Tras la breve explicación, 001 quiso saber:
—¿Desde el mismo Tánger?
—Desde el subsuelo de un antiquísimo edificio, prácticamente en ruinas, situado en el laberíntico barrio de la Kasbah. Eso le dio nombre a la operación.
Hubo un silencio. Frankie McCasland, sin ironía ni escepticismo, oscuras las correctas facciones de su rostro, inquirió ahora:
—¿Cuándo debía iniciarse el trabajo?
—Ayer, a las 23:45, llegaron a Tánger los tres investigadores que desde un principio se designaron en clave: Positivo, Negativo y Neutro. En el aeropuerto se pusieron en contacto con el agente Enlace de la operación.
—He de reconocer —dijo Frankie, admirado— que es el proyecto más inverosímil, descabellado, pero inteligente concebido que he tenido oportunidad de conocer. Y vivimos en una era en la que los cerebros trabajan veinticuatro horas al día tratando de encontrar el superlativo de lo imposible. ¿Estaba el Gobierno marroquí en antecedentes?
Drake torció la cabeza en rotunda negativa.
—Ultrasecreto —pronunció, gravemente—. Ellos habían, mejor dicho, han concedido permiso a una industria alemana para la instalación de una fábrica de automóviles.
—¡Fabuloso!
Y en el acto, 001 sorprendió en los ojos de su superior y tío una sombra de profunda tristeza.
Un velo de espesa preocupación.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó.
—Nuestro proyecto ha sido traicionado.
Un silencio para sorpresa y asombro. Retiró mecánicamente los cabellos de su frente.
Balbució:
—¡Qué! ¿Traicionado?
—Sin lugar a dudas —replicó el otro, con penoso acento.
—Pero ¿cómo?
Una respuesta concreta:
—Para eso te he interrumpido en tus clases de gimnasia. Un nuevo silencio. Denso, pesado y agobiante.
—¿Qué noticias tiene?
—Hasta ayer a las 23:43 los planes se desarrollaban con toda normalidad. Gonçalves, Weizsacker y Gheorghiou comunicaron con nuestra central a las horas previstas para sus salidas.
—¿Les ha ocurrido algo?
—En absoluto. Llegaron a Tánger puntualmente y fueron recibidos por el agente Enlace. Volvieron a comunicar en el momento de su llegada. Pero antes, a las 23:43, como te he dicho, IS-005, Donald Farrell…
—Le conozco.
—Le conocías.
—¿Asesinado?
—Lo suponemos. Como te decía —Drake se limpió unos puntitos brillantes que perlaban las arrugas de su frente—, 005 llamó a esa hora. Acababa de ser advertido telefónicamente por un desconocido de que la operación había sido traicionada. Según 005, el anónimo comunicante pedía, a cambio de su información, documentos para entrar legalmente en Estados Unidos. Fue fácil suponer que se trataba de un desertor del Soviet. Le había citado inmediatamente en rue de Sidi Jali, 38. 005 debía proporcionarle los documentos y comunicar con la central después de la entrevista. Hasta el momento no hemos recibido sus noticias. Sin embargo, esta mañana hemos hablado con el agente Enlace. Por su parte no había novedad, sólo le extrañaba la ausencia de 005.
—O sea —habló 001 como si lo hiciera consigo mismo—, que de ser cierta la infiltración enemiga, se apoderarán de la base sin que oficialmente pueda hacerse nada por evitarlo.
—Así es. No cabe lamentarse. Como último recurso nos queda el de destruirla si no podemos recuperarla.
Frankie McCasland no parecía el mismo hombre que allá en la playa de Long Beach, picaresco y atrevido, dominara una náyade morena.
Un cambio radical se había obrado en él.
Dijo, con esa responsabilidad profesional que caracterizaba a los hombres de su mundo, cuadradas las rígidas mandíbulas:
—¿Mis instrucciones, señor?
Alexis H. Drake, director del I. S., agente 000, le miró en significativo silencio.
—¿Las necesita, 001?
—Creo que no, señor. Se puso en pie.
—Buena suerte, Frankie. —Una nota de paternal afecto vibraba en aquellas palabras de despedida.
—La tendré, tío.
Y desde la puerta, Frankie McCasland se volvió con una sonrisa en los labios. Dijo, severamente:
—¡Perdón! He querido decir: «La tendré, señor».
Aunque las preocupaciones de Alexis H. Drake eran muchas y muy complicadas, no contuvo la sonrisa afectuosa que brotó espontánea en sus labios.
Murmuró, sin que el otro, que ya cerraba la puerta, le oyese decir:
—Estás sin apoyo, muchacho. Solo. Si mueres hasta tendré que negar quién eras.
Así estaba dispuesto para los esforzados y temerarios agentes del I. S.
La muerte en tierra extraña. La negativa de un país a reconocerlos como legales funcionarios en el uso de sus atribuciones.
Sólo una cruz.
Una cruz en lápiz rojo a la altura del vértice derecho de una ficha, escondida en un archivo ultra secreto.
Como ultra secreta era la Operación Kasbah.