Capítulo XIII
El agradecimiento que sentía el pescador hacia el que había salvado a su hija, se había convertido al verle tan interesado por ella en una amistad exaltada, que sólo podía compararse a la admiración que excitaban en él las grandes prendas que adornaban a Stein. Grande fue igualmente el regocijo que causó la noticia del casamiento de Stein en todas las personas que le conocían y le amaban.
Así fue que cuando se le ofreció por yerno, el buen padre enmudeció, profundamente conmovido por el gozo que sintió en su corazón, y sólo suplicó a Stein cogiéndole la mano, que por Dios se quedasen a vivir en la choza; en lo que consintió Stein de mil amores. Entonces el pescador pareció recobrar las fuerzas y la agilidad de su juventud, para emplearlas en mejorar, asear y primorear su habitación. Despejó el pequeño desván, al que se retiró, dejando los cuartitos del segundo piso para sus hijos. Enlució las paredes, las enjalbegó, aplanó el suelo y le cubrió después con una primorosa estera de palma, que al efecto tejió, encargando a la tía María el sencillo ajuar correspondiente.
Desde que se conocieron el tosco marinero y el ilustrado estudiante, habían congeniado, porque las personas de buenos y análogos sentimientos sienten tal atracción cuando se ponen en contacto, que venciendo las distancias, desde luego se saludan hermanas.
De puro gozo, la tía María no pudo dormir en tres noches seguidas. Pronosticó, que puesto que don Federico iba a residir en aquel país, ninguno de sus habitantes moriría sino de viejo.
Fray Gabriel se manifestó tan contento de aquella resolución, y sobre todo de ver a la tía María tan alegre, que abundando en los sentimientos de esta, se aventuró a soltar un gracejo, que fue el primero y el último de su vida. En voz baja dijo que el señor cura iba a olvidarse del De profundis.
Tanto agradó este chiste a la tía María, que por espacio de quince días no habló con alma viviente a quien después de los buenos días no se lo refiriese, en honra y gloria de su protegido. Y a él le causó tal embarazo el asombroso éxito de su chiste, que hizo voto de no caer en semejante tentación en todo el resto de su vida.
Don Modesto fue de opinión que la Gaviota había ganado el premio grande de la lotería y la gente del lugar el segundo; porque él no se hallaría manco si se hubiese encontrado en el sitio de Gaeta un cirujano tan hábil como Stein.
La opinión de Dolores fue que si el pescador había dado dos veces la vida a su hija, la voluntad de Dios le había dado dos veces la felicidad, proporcionándole tal padre y tal marido.
Manuel observó que había una torta en el cielo reservada para los maridos que no se arrepintiesen de serlo; y que hasta ahora nadie le había metido el diente. Su mujer le respondió que eso era porque los maridos no entraban allí, habiéndolo prometido así San Pedro a Santa Genoveva.
En cuanto a Momo, sostuvo que una vez que la Gaviota había encontrado marido, bien podía la epidemia no perder las esperanzas.
Rosa Mística lo tomó por otro estilo. María había aumentado el catálogo de sus agravios con uno de fecha reciente. Había llegado el mes de María, y en el culto que se le tributaba, algunas devotas se reunían a cantar coplas en honor de la Virgen, acompañadas por un mal clavicordio que tocaba el viejo y ciego organista. Rosita presidía esta sociedad filarmónica y religiosa. Algunas voces puras y agradables se unían en este concierto a la suya, que no dejaba de ser áspera y chillona. Rosa, que no podía desconocer la admirable aptitud de Marisalada, impuso silencio a sus antiguos resentimientos, en obsequio del mes de María, y pensó en aprovecharse de la mediación de don Modesto, para que la hija del pescador tomase parte en aquel coro virginal.
Don Modesto agarró el bastón y se puso en marcha.
Marisalada, que no la echaba de devota, y que no se cuidaba mucho de ejercer su habilidad bajo aquel maestro al cembalo, respondió al veterano con un no pelado, sin preámbulo y sin epílogo.
Este monosílabo aterró a don Modesto más que una descarga de artillería; y no supo qué hacer.
Era don Modesto uno de aquellos hombres que tienen bastante buen corazón para desear sinceramente el bien de sus amigos, pero no poseen el valor necesario para contribuir a su logro ni imaginación bastante fecunda para hallar los medios de conseguirlo.
—Tío Pedro —dijo al pescador después de aquel perentorio rechazo—: ¿Sabe usted que me tiemblan las carnes? ¿Qué dirá Rosita? ¿Qué dirá el padre cura? ¿Qué dirá todo el pueblo? ¿No podría usted hallar medio de convencerla?
—¡Si no quiere!, ¿qué le hago? —respondió el pescador.
De modo que el pobre don Modesto tuvo que resignarse a ser el portador de tan triste embajada, la cual no sólo debía ofender, sino escandalizar a su mística patrona.
—Mil veces más quisiera —decía volviendo a Villamar— presentarme delante de todas las baterías de Gaeta, que delante de Rosita, con este no en la boca. ¡Jesús, cómo se va a poner!
Y tenía razón, porque en vano adornó don Modesto su mensaje con un exordio modificador; en vano lo comentó con notas explicativas; en vano lo exornó con verbosas paráfrasis. No por esto dejó de ofender mucho a Rosita, la cual exclamó en tono sentencioso:
—Quien recibe dones del cielo y no los emplea en su servicio, merece perderlos.
Así fue, que cuando supo el proyectado casamiento, dijo, dando un suspiro y alzando los ojos al cielo:
—¡Pobre don Federico! ¡Tan bueno, tan piadoso, tan bendito! Dios los haga felices, como hacerlo puede, ya que nada es imposible a su omnipotencia.
Momo, con su acostumbrada mala intención, tuvo el gusto de dar la noticia del casamiento a Ramón Pérez.
—Oye, Ratón Pérez —le dijo—, ya puedes comer cebolla hasta hartarte, que a don Federico le ha tentado el diablo y se casa con la Gaviota.
—¿De veras? —exclamó consternado el barbero.
—¿Te asombras? Más me asombré yo; ¡sobre que hay gustos que merecen palos! ¡Mire usted, prendarse de esa descastada, que parece una culebra en pie, echando centellas por los ojos y veneno por la boca! Pero en don Federico se cumplió aquello de que quien tarde casa, mal casa.
—No me asombro —repuso Ramón Pérez— de que don Federico la quiera, sino de que Marisalada quiera a ese desgavilado, que tiene pelo de lino, cara de manzana y ojos de pescado. Que no haya tenido presente esa ingrata de que ¡quien lejos se va a casar, o va engañado, o va a engañar!
—A fe que no será lo primero, porque lo que es él es un hombre de los buenos; no hay que decir. Pero esa mariparda lo ha engatusado con su canto, que dura desde que echa el sol sus luces hasta que las recoge, pues no hace naíta más. Ya se lo dije yo: don Federico, dice el refrán, toma casa con hogar y mujer que sepa hilar; y no ha hecho caso; es un Juan Lanas. En cuanto a ti, Ratón Pérez, te has quedado con más narices que un pez espada.
—Siempre se ha visto —contestó el barbero dando tan brusca vuelta a la clavija de su guitarra que saltó la prima— que de fuera vendrá quien de casa nos echará. Pero has de saber tú, Romo, que a mí se me da tres pitos. Tal día hará un año; a rey muerto, rey puesto.
Y poniéndose a rasguear furiosamente la guitarra, cantó con voz arrogante:
Dicen que tú no me quieres,
no me da pena maldita;
que la mancha de la mora
con otra verde se quita.
Si no me quieres a mí,
se me da tres caracoles;
con ese mismo dinero
compro yo nuevos amores.