Capítulo XI
Tres años había que Stein permanecía en aquel tranquilo rincón. Adoptando la índole del país en que se hallaba, vivía al día, o como dicen los franceses, au jour le jour, y como en otros términos le aconsejara su buena patrona la tía María, diciendo que el día de mañana no debía echarnos a perder el de hoy, y que de lo sólo que se debía cuidar era de que el de hoy no nos echase a perder el de mañana.
En estos tres años había estado el joven médico en correspondencia con su familia. Sus padres habían muerto, mientras él se hallaba en el ejército en Navarra; su hermana Carlota había casado con un arrendatario bien acomodado, el cual había hecho de los dos hermanos pequeños de su mujer dos labradores poco instruidos, pero hábiles y constantes en el trabajo. Stein se veía, pues, enteramente libre y árbitro de su suerte.
Habíase dedicado a la educación de la niña enferma, que le debía la vida, y aunque cultivaba un suelo ingrato y estéril, había conseguido a fuerza de paciencia hacer germinar en él los rudimentos de la primera enseñanza. Pero lo que excedió sus esperanzas, fue el partido que sacó de las extraordinarias facultades filarmónicas con que la naturaleza había dotado a la hija del pescador. Era su voz incomparable, y no fue difícil a Stein, que era buen músico, dirigirla con acierto, como se hace con las ramas de la vid, que son a un tiempo flexibles y vigorosas, dóciles y fuertes.
Pero el maestro, que tenía un corazón tierno y suave, y en su temple una propensión a la confianza que rayaba en ceguedad, se enamoró de su discípula, contribuyendo a ello el amor exaltado que tenía el pescador a su hija y la admiración que esta excitaba en la buena tía María; ambos tenían cierto poder simpático y comunicativo que debió ejercer su influencia en un alma abierta, benévola y dócil como la de Stein. Se persuadió, pues, con Pedro Santaló de que su hija era un ángel, y con la tía María, de que era un portento. Era Stein uno de aquellos hombres que pueden asistir a un baile de máscaras, sin llegar a persuadirse de que detrás de aquellas fisonomías absurdas, detrás de aquellas facciones de cartón piedra, hay otras fisonomías y otras facciones, que son las que el individuo ha recibido de la naturaleza. Y si a Santaló cegaba el cariño apasionado, y a la tía María la bondad suma, ambos llegaron a la vez a cegar a Stein.
Pero después de todo, lo que más le sedujo fue la voz pura, dulce, expresiva y elocuente de María.
«Es preciso —se decía a sus solas— que la que expresa de un modo tan admirable los sentimientos más sublimes, posea un alma llena de elevación y ternura».
Mas, como el grano de trigo en un rico terreno se esponja y echa raíces antes de que sus brotes suban a la luz del día, así crecía y echaba raíces este tranquilo y sincero amor, en el corazón de Stein, antes sentido que definido.
También María, por su parte, se había aficionado a Stein, no porque agrediese sus esmeros, ni porque apreciase sus excelentes prendas, ni porque comprendiese su gran superioridad de alma e inteligencia, ni aun siquiera por el atractivo que ejerce el amor en la persona que lo inspira, sino porque agradecimiento, admiración, atractivo, los sentía y se los inspiraba el músico, el maestro que en el arte la iniciaba. Además, el aislamiento en que vivía, apartaba de ella todo otro objeto que hubiese podido disputar a aquel la preferencia. Don Modesto no estaba en edad de figurar en la palestra de amor; Momo, además de ser extraordinariamente feo, conservaba toda su animosidad contra Marisalada, y no cesaba de llamarla Gaviota; y ella le miraba con el más alto desprecio. Es cierto que no faltaban mozalbetes en el lugar, empezando por el barberillo, que persistía en suspirar por María; pero todos estaban lejos de poder competir con Stein.
Por este tranquilo estado de cosas habían pasado tres veranos y tres inviernos, como tres noches y tres días, cuando acaeció lo que vamos a referir.
Forjábase en el tranquilo Villamar (¿quién lo diría?) una intriga; era su promotor y jefe (¿quién lo pensara?) la tía María; era el confidente (¿quién no se asombra?) ¡don Modesto!
Aunque sea una indiscreción, o por mejor decir, una bajeza el acechar, oigámoslos en la huerta escondidos detrás de este naranjo, cuyo tronco permanece firme, mientras sus flores se han marchitado y sus hojas se han caído, como queda en el fondo del alma la resignación, cuando se ha ajado la alegría y se han muerto las esperanzas; oigamos, volvemos a decir, el coloquio que en secreto conciliábulo tienen los mencionados confidentes, mientras fray Gabriel, que está a mil leguas, aunque pegado a ellos, amarra con vencejos las lechugas para que crezcan blancas y tiernas.
—No es que me lo figuro, don Modesto —decía la instigadora—, es una realidad; para no verlo era preciso no tener ojos en la cara. Don Federico quiere a Marisalada y a esta no le parece el doctor costal de paja.
—Tía María, ¿quién piensa en amores? —respondió don Modesto, en cuya calma y tranquila existencia no se había realizado el eterno, clásico, pero invariable axioma de la inseparable alianza de Marte y Cupido—. ¿Quién piensa en amores? —repitió don Modesto en el mismo tono en que hubiese dicho: ¿Quién piensa en jugar a la billarda o en remontar un pandero?
—La gente moza, don Modesto, la gente moza; y si no fuera por eso, se acabaría el mundo. Pero el caso es que es preciso darles a estos un espolazo, porque esa gente de por allá arriba quiéreme parecer que se andan con gran pachorra, pues dos años ha que nuestro hombre está queriendo a su ruiseñor, como él la llama, que eso salta a la cara; y estoy para mí, que no le ha dicho buenos ojos tienes. Usted que es hombre que supone, un señor considerable, y que don Federico le aprecia tanto, debería usted darle una puntadilla sobre el asunto, un buen consejo, en bien de ellos y de todos nosotros.
—Dispénseme usted, tía María —respondió don Modesto—, pero Ramón Pérez está por medio; es amigo y no quiero hacerle mal tercio; me afeita por mi buena cara, e ir así contra sus intereses, sería una mala partida. Tiene mucha pena en ver que Marisalada no le quiere y se ha puesto amarillo y delgado que es un dolor. El otro día dijo que si no se casaba con Marisalada, rompería su guitarra, y ya no podía meterse fraile, se metería a faccioso. Ya ve usted, tía María, que de todas maneras me comprometo, metiéndome en ese asunto.
—Señor —dijo la tía María—, ¿y va usted a tomar a dinero contado lo que dicen los enamorados? ¿Si Ramón Pérez, el pobrecillo, no es capaz de matar un gorrión, cómo puede usted creer que se vaya a matar cristianos? Pero considere usted que si se casa don Federico se nos quedará aquí para siempre, ¿y qué suerte no sería esta para todos? Le aseguro a usted que se me abren las carnes, así que habla de irse. Por fortuna que cada vez se lo quitamos de la cabeza. Pues y la niña, ¡qué suerte haría! Que ha de saber usted que gana don Federico muy buenos cuartos. Cuando asistió y sacó en bien al hijo del alcalde don Perfecto, le dio este cien reales como cien estrellas. ¡Qué linda pareja harían, mi comandante!
—No digo que no, tía María —repuso don Modesto—; pero no me dé usted cartas en el asunto, y déjeme observar mi estricta neutralidad. No tengo dos caras; tengo la que me afeita Ramón, y no otra.
En este momento entró Marisalada en la huerta. No era ya por cierto la niña que conocimos desgreñada y mal compuesta; primorosamente peinada y vestida con esmero, venía todas las mañanas al convento, al que si bien no la atraían el cariño ni la gratitud a los que lo habitaban, traíala el deseo de oír y aprender música de Stein, al paso que la echaba de la cabaña el fastidio de hallarse sola en ella con su padre, que no la divertía.
—¿Y don Federico? —dijo al entrar.
—Aún no ha vuelto de ver a sus enfermos —respondió la tía María—; hoy iba a vacunar más de doce niños. ¡Tales cosas, don Modesto! Sacó el pues, como dice su merced, de la teta de una vaca: ¡que las vacas tengan un contraveneno para las viruelas! Y verdad será, porque don Federico lo dice.
—Y tanta verdad que es —repuso don Modesto—, y que lo inventó un suizo. Cuando estaba en Gaeta vi a los suizos, que son la guardia del Papa; pero ninguno me dijo ser él el inventor.
—Si yo hubiese sido Su Santidad —prosiguió la tía María—, hubiese premiado al inventor con una indulgencia plenaria. Siéntate, saladilla mía, que tengo hambre de verte.
—No —contestó María—, me voy.
—¿Dónde has de ir que más te quieran? —dijo la tía María.
—¿Qué se me da a mí que me quieran? —respondió Marisalada—, ¿qué hago yo aquí si no está don Federico?
—¡Vamos allá! ¿Conque no vienes aquí sino por ver a don Federico, ingratilla?
—Y si no, ¿a qué había de venir? —contestó María—; ¿a hallarme con Romo, que tiene los ojos, la cara y el alma todo atravesado?
—¿Conque esto es que quieres mucho a don Federico? —tornó a preguntar la buena anciana.
—Le quiero —respondió María—; si no fuera por él, no ponía aquí los pies, por no encontrarme con ese demonio de Romo, que tiene un aguijón en la lengua, como las avispas en la parte de atrás.
—¿Y Ramón Pérez? —preguntó con chuscada la tía María, como para convencer a don Modesto de que su protegido podía archivar sus esperanzas.
Marisalada soltó una carcajada.
—Si ese Ratón Pérez —(Momo había puesto este sobrenombre al barberillo) respondió— se cae en la olla, no seré yo la hormiguita que lo canta y lo llora, y sobre todo la que lo escuche cantar; porque su canto me ataca el sistema nervioso, como dice don Federico, que asegura que lo tengo más tirante que las cuerdas de una guitarra. Verá usted cómo canta ese Ratón Pérez, tía María.
Cogió Marisalada rápidamente una hoja de pita, que estaba en el suelo y era de las que servían al hermano Gabriel para poner como biombos contra el viento norte delante de las tomateras cuando empezaban a nacer, y apoyándola en su brazo, a estilo de una guitarra, se puso a remedar de una manera grotesca los ademanes de Ramón Pérez, y con su singular talento de imitación y su modo de cantar y hacer gorgoritos, de esta suerte cantó:
¿Qué tienes, hombre de Dios,
que te vas poniendo flaaaaco?
¡Es porque puse los ojos
en un castillo muy aaaalto!
—Sí —dijo don Modesto, que recordó las serenatas a la puerta de Rosita—; ese pobre Ramón siempre ha puesto alto los ojos.
A don Modesto no le habían podido disuadir los ulteriores sucesos, de que no fuese Rosita el objeto que atrajo las consabidas serenatas, porque una idea que entraba en la cabeza de don Modesto, caía como en una alcancía; ni él mismo la podía volver a sacar. Eran las casillas de su entendimiento tan estrechas y bien ordenadas, que una vez que penetraba una idea en la que le correspondía, quedaba encajada, embutida, e incrustada per in saecula saeculorum.
—Me voy —dijo María, tirando la pita, de modo que vino a dar ruidosamente contra fray Gabriel, que vuelto de espalda y agachado, ataba su centésimo vigésimo quinto vencejo.
—¡Jesús! —exclamó asombrado fray Gabriel; pero en seguida se volvió a atar sus vencejos, sin añadir palabra.
—¡Qué puntería! —dijo María riéndose—. Don Modesto, tómeme usted para artillero, cuando logre los cañones para su fuerte.
—Esas no son gracias, María; son chanzas pesadas, que sabes que no me gustan —dijo incomodada la buena anciana—. Dime a mí lo que quieras; pero a fray Gabriel déjale en paz, que es el único bien que le ha quedado.
—Vamos, no se enfade usted, tía María —repuso la Gaviota—; consuélese usted con pensar, que nada tiene de vidrio fray Gabriel, sino sus espejuelos. Mi comandante, dígale usted a señá Rosa Mística que traslade su amiga al fuerte de usted cuando tenga cañones de veinticuatro, para que estén bien guardadas las niñas de las asechanzas del demonio, que se meten en guitarras destempladas. Me voy, porque don Federico no viene; estoy para mí que está vacunando a todo el lugar, inclusos señá Mística, el maestro de escuela y el alcalde.
Pero la buena anciana, que estaba acostumbrada a las maneras desabridas de María, y a la que por tanto no herían, la llamó y le dijo se sentase a su lado.
Don Modesto, que infirió que la buena mujer iba a armar sus baterías, fiel a la neutralidad que había prometido, se despidió, dio media vuelta a la derecha y tocó retirada; pero no sin que la tía María le diese un par de lechugas y un manojo de rábanos.
—Hija mía —dijo la anciana cuando estuvieron solas—, ¿qué no sería que se casase contigo don Federico y que fueses tú así la señá médica, la más feliz de las mujeres, con ese hombre que es un San Luis Gonzaga, que sabe tanto, que toca tan bien la flauta y gana tan buenos cuartos? Estarías vestida como un palmito, comida y bebida como una mayorazga; y sobre todo, hija mía, podrías mantener al pobrecito de tu padre, que se va haciendo viejo y es un dolor verle echarse a la mar, que llueva o ventee, para que a ti no te falte nada. Así don Federico se quedaría entre nosotros, consolando y aliviando males, como un ángel que es.
María había escuchado a la anciana con mucha atención, aunque afectando tener la vista distraída; cuando hubo acabado de hablar, calló un rato y dijo después con indiferencia:
—Yo no quiero casarme.
—¡Oiga! —exclamó tía María—, ¿pues acaso te quieres meter monja?
—Tampoco —respondió la Gaviota.
—¿Pues qué? —preguntó asombrada la tía María—, ¿no quieres ser ni carne ni pescado? ¡No he oído otra! La mujer, hija mía, o es de Dios o del hombre; si no, no cumple con su vocación, ni con la de arriba, ni con la de abajo.
—¿Pues qué quiere usted, señora?, no tengo vocación ni para casada ni para monja.
—Pues hija —repuso la tía María—, será tu vocación la de la mula. A mí, Mariquita, no me gusta nada de lo que sale de lo regular; en particular a las mujeres, les está tan mal no hacer lo que hacen las demás, que si fuese hombre, le había de huir a una mujer así, como a un toro bravo. En fin, tu alma en tu palma; allá te las avengas. Pero —añadió con su acostumbrada bondad— eres muy niña y tienes que dar más vueltas que da una llave. El tiempo quiebra, sin canto ni piedra.
Marisalada se levantó y se fue.
«¡Sí! —iba pensando, tocándose el pañolón por la cabeza—; me quiere; eso ya me lo sabía yo. Pero… como fray Gabriel a la tía María, esto es, como se quieren los viejos. ¿A que no sufría un aguacero en mi reja por no resfriarse? Ahora, si se casa conmigo me hará buena vida; ¡eso sí!, me dejará hacer lo que me dé la gana, me tocará su flauta cuando se lo pida, y me comprará lo que quiera y se me antoje. Si fuera su mujer, tendría un pañolón de espumilla, como Quela, la hija de tío Juan López, y una mantilla de blonda de Almagro, como la alcaldesa. ¡Lo que rabiarían de envidia! Pero me parece que don Federico, que se derrite como tocino en sartén cuando me oye cantar, lo mismo piensa en casarse conmigo que piensa don Modesto en casarse con su querida Rosa… de todos los diablos».
En todo este bello monólogo mental no hubo un pensamiento ni un recuerdo para su padre, cuyo alivio y bienestar habían sido lal primeras razones que había aducido la tía María.