Capítulo II
En una mañana de octubre de 1838, un hombre bajaba a pie de uno de los pueblos del condado de Niebla, y se dirigía hacia la playa. Era tal su impaciencia por llegar a un puertecillo de mar que le habían indicado, que creyendo cortar terreno entró en una de las vastas dehesas, comunes en el sur de España, verdaderos desiertos destinados a la cría del ganado vacuno, cuyas manadas no salen jamás de aquellos límites.
Este hombre parecía viejo, aunque no tenía más de veintiséis años. Vestía una especie de levita militar, abotonada hasta el cuello. Su tocado era una mala gorra con visera. Llevaba al hombro un palo grueso, del que pendía una cajita de caoba, cubierta de bayeta verde; un paquete de libros, atados con tiras de orillo, un pañuelo que contenía algunas piezas de ropa blanca, y una gran capa enrollada.
Este ligero equipaje parecía muy superior a sus fuerzas. De cuando en cuando se detenía, apoyaba una mano en su pecho oprimido, o la pasaba por su enardecida frente, o bien fijaba sus miradas en un pobre perro que le seguía, y que en aquellas paradas se acostaba jadeante a sus pies.
«¡Pobre Treu[2]! —le decía—, ¡único ser que me acredita que todavía hay en el mundo cariño y gratitud! ¡No: jamás olvidaré el día en que por primera vez te vi! Fue con un pobre pastor, que murió fusilado por no haber querido ser traidor. Estaba de rodillas en el momento de recibir la muerte, y en vano procuraba alejarte de su lado. Pidió que te apartasen, y nadie se atrevía. Sonó la descarga, y tú, fiel amigo del desventurado, caíste mortalmente herido al lado del cuerpo exánime de tu amo. Yo te recogí, curé tus heridas, y desde entonces no me has abandonado. Cuando los graciosos del regimiento se burlaban de mí, y me llamaban cura-perros, venías a lamerme la mano que te salvó, como queriendo decirme: “los perros son agradecidos”. ¡Oh Dios mío! Yo amaba a mis semejantes. Hace dos años que, lleno de vida, de esperanza, de buena voluntad, llegué a estos países, y ofrecía a mis semejantes mis desvelos, mis cuidados, mi deber y mi corazón. He curado muchas heridas, y en cambio las he recibido muy profundas en mi alma. ¡Gran Dios! ¡Gran Dios! Mi corazón está destrozado. Me veo ignominiosamente arrojado del Ejército, después de dos años de servicio, después de dos años de trabajar sin descanso. Me veo acusado y perseguido, sólo por haber curado a un hombre del partido contrario, a un infeliz, que perseguido como una bestia feroz, vino a caer moribundo en mis brazos. ¿Será posible que las leyes de la guerra conviertan en crimen lo que la moral erige en virtud, y la religión en deber? ¿Y qué me queda que hacer ahora? Ir a reposar mi cabeza calva y mi corazón ulcerado a la sombra de los tilos de la casa paterna. ¡Allí no me contarán por delito el haber tenido piedad de un moribundo!»
Después de una pausa de algunos instantes, el desventurado hizo un esfuerzo.
«Vamos, Treu; vorwárts, vorwárts».
Y el viajero y el fiel animal prosiguieron su penosa jornada.
Pero a poco rato perdió el estrecho sendero que había seguido hasta entonces, y que habían formado las pisadas de los pastores.
El terreno se cubría más y más de maleza, de matorrales altos y espesos: era imposible seguir en línea recta; no se podía andar sin inclinarse alternativamente a uno u otro lado.
El sol concluía su carrera, y no se descubría el menor aviso de habitación humana en ningún punto del horizonte; no se veía más, sino la dehesa sin fin, desierto verde y uniforme como el océano.
Fritz Stein, a quien sin duda han reconocido ya nuestros lectores, conoció demasiado tarde que su impaciencia le había inducido a contar con más fuerzas que las que tenía. Apenas podía sostenerse sobre sus pies hinchados y doloridos, sus arterias latían con violencia, partía sus sienes un agudo dolor; una sed ardiente le devoraba. Y para aumento del horror de su situación, unos sordos y prolongados mugidos le anunciaban la proximidad de algunas de las toradas medio salvajes, tan peligrosas en España.
«Dios me ha salvado de muchos peligros —dijo el desgraciado viajero—: También me protegerá ahora, y si no, hágase su voluntad».
Con esto apretó el paso lo más que le fue posible: pero ¡cuál no sería su espanto, cuando habiendo doblado una espesa mancha de lentiscos, se encontró frente a frente, y a pocos pasos de distancia, con un toro!
Stein quedó inmóvil y como petrificado. El bruto, sorprendido de aquel encuentro y de tanta audacia, quedó también sin movimiento, fijando en Stein sus grandes y feroces ojos, inflamados como dos hogueras. El viajero conoció que al menor movimiento que hiciese era hombre perdido. El toro, que por el instinto natural de su fuerza y de su valor quiere ser provocado para embestir, bajó y alzó dos veces la cabeza con impaciencia, arañó la tierra y suscitó de ella nubes de polvo, como en señal de desafío. Stein no se movía. Entonces el animal dio un paso atrás, bajó la cabeza, y ya se preparaba a la embestida, cuando se sintió mordido en los corvejones. Al mismo tiempo, los furiosos ladridos de su leal compañero dieron a conocer a Stein su libertador. El toro embravecido se volvió a repeler el inesperado ataque, movimiento de que se aprovechó Stein para ponerse en fuga. La horrible situación de que apenas se había salvado, le dio nuevas fuerzas para huir por entre las carrascas y lentiscos, cuya espesura le puso al abrigo de su formidable contrario.
Había ya atravesado una cañada de poca extensión, y subiendo a una loma, se detuvo casi sin aliento, y se volvió a mirar el sitio de su arriesgado lance. Entonces vio de lejos entre los arbustos a su pobre compañero, a quien el feroz animal levantaba una y otra vez por alto. Stein extendía sus brazos hacia el leal animal, y repetía sollozando:
«¡Pobre, pobre Treu! ¡Mi único amigo! ¡Qué bien mereces tu nombre! ¡Cuán caro te cuesta el amor que tuviste a tus amos!»
Por sustraerse a tan horrible espectáculo, apresuró Stein sus pasos, no sin derramar copiosas lágrimas. Así llegó a la cima de otra altura, desde donde se desenvolvió a su vista un magnífico paisaje. El terreno descendía con imperceptible declive hacia el mar, que, en calma y tranquilo, reflejaba los fuegos del sol en su ocaso, y parecía un campo sembrado de brillantes, rubíes y zafiros. En medio de esta profusión de resplandores, se distinguía como una perla el blanco velamen de un buque, al parecer clavado en las olas. La accidentada línea que formaba la costa presentaba ya una playa de dorada arena que las mansas olas salpicaban de plateada espuma, ya rocas caprichosas y altivas, que parecían complacerse en arrostrar el terrible elemento, a cuyos embates resisten, como la firmeza al furor. A lo lejos, y sobre una de las peñas que estaban a su izquierda, Stein divisó las ruinas de un fuerte, obra humana que a nada resiste, a quien servían de base las rocas, obra de Dios, que resiste a todo. Algunos grupos de pinos alzaban sus fuertes y sombrías cimeras, descollando sobre la maleza. A la derecha, y en lo alto de un cerro, descubrió un vasto edificio, sin poder precisar si era una población, un palacio con sus dependencias o un convento.
Casi extenuado por su última carrera, y por la emoción que recientemente le había agitado, aquel fue el punto a que dirigió sus pasos.
Ya había anochecido cuando llegó. El edificio era un convento, como los que se contruían en los siglos pasados, cuando reinaban la fe y el entusiasmo: virtudes tan grades, tan bellas, tan elevadas, que por lo mismo no tienen cabida en este siglo de ideas estrechas y mezquinas; porque entonces el oro no servía para amontonarlo ni emplearlo en lucros inicuos, sino que se aplicaba a usos dignos y nobles, como que los hombres pensaban en lo grande y en lo bello, antes de pensar en lo cómodo y en lo útil. Era un convento, que en otros tiempos suntuoso, rico, hospitalario, daba pan a los pobres, aliviaba las miserias y curaba los males del alma y del cuerpo; mas ahora, abandonado, vacío, pobre, desmantelado, puesto en venta por unos pedazos de papel, nadie había querido comprarlo, ni aun a tan bajo precio.
La especulación, aunque engrandecida en dimensiones gigantescas, aunque avanzando como un conquistador que todo lo invade, y a quien no arredran los obstáculos, suele, sin embargo, detenerse delante de los templos del Señor, como la arena que arrebata el viento del desierto, se detiene al pie de las Pirámides.
El campanario, despojado de su adorno legítimo, se alzaba como un gigante exánime, de cuyas vacías órbitas hubiese desaparecido la luz de la vida. Enfrente de la entrada duraba aún una cruz de mármol blanco, cuyo pedestal, medio destruido, la hacía tomar una postura inclinada, como de caimiento y dolor. La puerta, antes abierta a todos de par en par, estaba ahora cerrada.
Las fuerzas de Stein le abandonaron, y cayó medio exánime en un banco de piedra pegado a la pared cerca de la puerta. El delirio de la fiebre turbó su cerebro; parecíale que las olas del mar se le acercaban, cual enormes serpientes, retirándose de pronto y cubriéndole de blanca y venenosa baba; que la Luna le miraba con pálido y atónito semblante; que las estrellas daban vueltas en rededor de él, echándole miradas burlonas. Oía mugidos de toros, y uno de estos animales salía de detrás de la cruz y echaba a los pies del calenturiento su pobre perro, privado de la vida. La cruz misma se le acercaba vacilante, como si fuera a caer, y abrumarle bajo su peso. ¡Todo se movía y giraba en rededor del infeliz! Pero en medio de este caos, en que más y más se embrollaban sus ideas, oyó no ya rumores sordos y fantásticos, cual tambores lejanos, como le habían parecido los latidos precipitados de sus arterias, sino un ruido claro y distinto, y que con ningún otro podía confundirse: el canto de un gallo.
Como si este sonido campestre y doméstico le hubiese restituido de pronto la facultad de pensar y la de moverse, Stein se puso en pie, se encaminó con gran dificultad hacia la puerta, y la golpeó con una piedra; le respondió un ladrido. Hizo otro esfuerzo para repetir su llamada, y cayó al suelo desmayado.
Abrióse la puerta y aparecieron en ella dos personas.
Era una mujer joven, con un candil en la mano, la cual, dirigiendo la luz hacia el objeto que divisaba a sus pies, exclamó:
—¡Jesús María!, no es Manuel; es un desconocido… ¡y está muerto! ¡Dios nos asista!
—Socorrámosle —exclamó la otra, que era una mujer de edad, vestida con mucho aseo—. Hermano Gabriel, hermano Gabriel —gritó entrando en el patio—: Venga usted pronto. Aquí hay un infeliz que se está muriendo.
Oyéronse pasos precipitados, aunque pesados. Eran los de un anciano, de no muy alta estatura, cuya faz apacible y cándida indicaba un alma pura y sencilla. Su grotesco vestido consistía en un pantalón y una holgada chupa de sayal pardo, hechos al parecer de un hábito de fraile; calzaba sandalias, y cubría su luciente calva un gorro negro de lana.
—Hermano Gabriel —dijo la anciana—, es preciso socorrer a este hombre.
—Es preciso socorrer a este hombre —contestó el hermano Gabriel.
—¡Por Dios, señora! —exclamó la del candil—. ¿Dónde va usted a poner aquí a un moribundo?
—Hija —respondió la anciana—, si no hay otro lugar en que ponerle, será en mi propia cama.
—¿Y va usted a meterle en casa —repuso la otra—, sin saber siquiera quién es?
—¿Qué importa? —dijo la anciana—. ¿No sabes el refrán: haz bien y no mires a quién? Vamos: ayúdame, y manos a la obra.
Dolores obedeció con celo y temor a un tiempo.
—Cuando venga Manuel —decía—, quiera Dios que no tengamos alguna desazón.
—¡Tendría que ver! —respondió la buena anciana—, ¡no faltaba más sino que un hijo tuviese que decir a lo que su madre dispone!
Entre los tres llevaron a Stein al cuarto del hermano Gabriel. Con paja fresca y una enorme y lanuda zalea se armó al instante una buena cama. La tía María sacó del arca un par de sábanas no muy finas, pero limpias, y una manta de lana.
Fray Gabriel quiso ceder su almohada, a lo que se opuso la tía María, diciendo que ella tenía dos, y podía muy bien dormir con una sola. Stein no tardó en ser desnudado y metido en la cama.
Entre tanto se oían golpes repetidos a la puerta.
—Ahí está Manuel —dijo entonces su mujer—. Venga usted conmigo, madre, que no quiero estar sola con él, cuando vea que hemos dado entrada en casa a un hombre sin que él lo sepa.
La suegra siguió los pasos de la nuera.
—¡Alabado sea Dios! Buenas noches, madre; buenas noches, mujer —dijo al entrar un hombre alto y de buen talante, que parecía tener de treinta y ocho a cuarenta años, y a quien seguía un muchacho como de unos trece.
—Vamos, Momo[3] —añadió—, descarga la burra y llévala a la cuadra. La pobre Golondrina no puede con el alma.
Momo llevó a la cocina, punto de reunión de toda la familia, una buena provisión de panes grandes y blancos, unas alforjas y la manta de su padre. En seguida desapareció llevando del diestro a Golondrina.
Dolores volvió a cerrar la puerta, y se reunió en la cocina con su marido y con su madre.
—¿Me traes —le dijo— el jabón y el almidón?
—Aquí viene.
—¿Y mi lino? —preguntó la madre.
—Ganas tuve de no traerlo —respondió Manuel sonriéndose, y entregando a su madre unas madejas.
—¿Y por qué, hijo?
—Es que me acordaba de aquel que iba a la feria, y a quien daban encargos todos sus vecinos. Tráeme un sombrero; tráeme un par de polainas; una prima quería un peine; una tía, chocolate; y a todo esto, nadie le daba un cuarto. Cuando estaba ya montado en la mula, llegó un chiquillo y le dijo: «Aquí tengo dos cuartos para un pito, ¿me lo quiere usted traer?» Y diciendo y haciendo, le puso las monedas en la mano. El hombre se inclinó, tomó el dinero y le respondió: «¡Tú pitarás!» Y, en efecto, volvió de la feria, y de todos los encargos no trajo más que el pito.
—¡Pues está bueno! —repuso la madre—: ¿Para quién me paso yo hilando los días y las noches? ¿No es para ti y para tus hijos? ¿Quieres que sea como el sastre del Campillo, que cosía de balde y ponía el hilo?
En este momento se presentó Momo a la puerta de la cocina. Era bajo de cuerpo y rechoncho, alto de hombros, y además tenía la mala maña de subirlos más, con un gesto de desprecio y de qué se me da a mí, hasta tocar con ellos sus enormes orejas, anchas como abanicos. Tenía la cabeza abultada, el cabello corto, los labios gruesos. Era además chato y horriblemente bizco.
—Padre —dijo con un gesto de malicia—, en el cuarto del hermano Gabriel hay un hombre acostado.
—¡Un hombre en mi casa! —gritó Manuel saltando de la silla—. Dolores, ¿qué es esto?
—Manuel, es un pobre enfermo. Tu madre ha querido recogerlo. Yo me opuse a ello, pero su merced quiso. ¿Qué había yo de hacer?
—¡Bueno está!, pero, aunque sea mi madre, no por eso ha de tener en casa al primero que se presenta.
—No; sino dejarle morir a la puerta, como si fuera un perro —dijo la anciana—. ¿No es eso?
—Pero madre —repuso Manuel—, ¿es mi casa algún hospital?
—No; pero es la casa de un cristiano; y si hubieras estado aquí, hubieras hecho lo mismo que yo.
—Que no —respondió Manuel—; le habría puesto encima de la burra, y le habría llevado al lugar, ya que se acabaron los conventos.
—Aquí no teníamos burra ni alma viviente que pudiera hacerse cargo de ese infeliz.
—¡Y si es un ladrón!
—Quien se está muriendo, no roba.
—Y si le da una enfermedad larga, ¿quién la costea?
—Ya han matado una gallina para el caldo —dijo Momo—; yo he visto las plumas en el corral.
—¿Madre, ha perdido usted el sentido? —exclamó Manuel colérico.
—Basta, basta —dijo la madre con voz severa y dignidad—. Caérsete debía la cara de vergüenza de haberte incomodado con tu madre, sólo por haber hecho lo que manda la ley de Dios. Si tu padre viviera, no podría creer que su hijo cerraba la puerta a un infeliz que llegase a ella muriéndose y sin amparo.
Manuel bajó la cabeza, y hubo un rato de silencio general.
—Vaya, madre —dijo en fin—; haga usted cuenta que no he dicho nada. Gobiérnese a su gusto. Ya se sabe que las mujeres se salen siempre con la suya.
Dolores respiró más libremente.
—¡Qué bueno es! —dijo gozosa a su suegra.
—Tú podías dudarlo —respondió ésta sonriendo a su nuera, a quien quería mucho, y levantándose para ir a ocupar su puesto a la cabecera del enfermo—. Yo, que lo he parido, no lo he dudado nunca.
Al pasar cerca de Momo, le dijo su abuela:
—Ya sabía yo que tenías malas entrañas; pero nunca lo has acreditado tanto como ahora. Anda con Dios; te compadezco: eres malo, y el que es malo, consigo lleva el castigo.
—Las viejas no sirven más que para sermonear —gruñó Momo, echando a su abuela una impaciente y torcida mirada.
Pero apenas había pronunciado la última palabra, cuando su madre, que lo había oído, se arrojó a él y le descargó una bofetada.
—Aprende —le dijo— a no ser insolente con la madre de tu padre, que es dos veces madre tuya.
Momo se refugió llorando a lo último del corral, y desahogó su coraje dando una paliza al perro.