17
El miércoles, antes de que Gálvez fuera a buscarla al local para ir con la ginecóloga, Claudia le entregó un paquetito con un moño. Bianca ensayó una mueca de extrañeza y lo abrió. Se trataba de una cajita de preservativos; en letras grandes, rezaba: «Espermicida. Para mayor protección». Bianca soltó una risita y se ruborizó.
—No creo que esta noche jueguen al ajedrez, tú y Sebastián. Dudo que te haya invitado a su casa para eso, ¿no?
—No, creo que no —Bianca metió la cajita en el bolso con la muda de ropa—. Gracias, tía.
—Bianqui, aunque nunca me lo hayas confiado, porque eres muy reservada, sé que esta va a ser tu primera vez. ¿Tengo razón? —Bianca asintió, y el rubor se profundizó—. Espero que lo disfrutes y que seas muy feliz. No me cabe duda de que Sebastián te quiere mucho y de que hará todo lo posible para que lo pasen bien. Quiero que seas feliz, sobrina.
—Gracias, tía. Lo soy.
—Sí, sé que tu Sebastián te hace feliz. Y no me cabe ninguna duda —aclaró, y acentuó sus palabras con un movimiento de mano— que es muy experimentado en esto del sexo, así que espero que sepa cómo tratarte. No me contaste —dijo, y cambió abruptamente de tema— cómo les fue el lunes con el médico.
—Me dijo casi lo mismo que Óscar, que estaba todo bien, pero que veía un poco abajo los glóbulos rojos. Así que me recetó vitaminas y me prescribió alimentos con hierro. Parecía que se habían puesto de acuerdo, el médico y Óscar.
—¿Cómo le quedó el ojo a tu Sebastián?
Bianca rio.
—Morado, tía.
♦ ♦ ♦
La ginecóloga, de baja estatura a pesar de los tacones altos, sonriente y cargada de bijouterie, se mostró sorprendida al ver a Gálvez detrás de Bianca. Esta no supo si el asombro se debía a la belleza llamativa de su novio o a lo inusual de que un hombre pisara ese espacio exclusivamente femenino.
Después de los saludos, la médica se aprestó a llenar la ficha de Bianca en una laptop.
—Nombre completo.
—Bianca Leticia Rocamora —Gálvez acababa de descubrir su secreto mejor guardado, el Leticia que odiaba.
—Fecha de nacimiento.
—Veintinueve de enero del 95.
—¿Tomas algún medicamento?
—No. Bueno, hace unos días mi médico clínico me dio vitaminas. No sé si eso se considera medicamento.
—¿Por qué te prescribió vitaminas?
—Tengo los glóbulos rojos un poco bajos. Traje los análisis que me hice hace poco.
—¿A ver? Muéstramelos, por favor.
La mujer los estudió en silencio durante un par de minutos.
—Todo normal, aunque sí, los glóbulos rojos están cerca del límite inferior. También te habrá dicho que comas bife, lentejas, espinaca…
—Sí, estoy comiendo un bife de chorizo todos los días.
—Bien. Fecha de la última menstruación.
Bianca aguzó los ojos y apoyó el índice sobre los labios en la actitud de quien intenta recordar un dato que se le escapa. Fue Gálvez el que respondió:
—Ocho de abril.
—¡Ah, pero qué novio más conveniente! —se admiró la médica—. Se acuerda de esa fecha y todo.
—Fue el día del concierto en la catedral —le explicó a Bianca.
—Gracias, mi amor —murmuró ella. A la ginecóloga le confirmó—: Sí, ocho de abril.
Al terminar de completar la ficha, la mujer preguntó:
—¿Qué te trae por acá, Bianca?
—Queremos empezar a tener relaciones, y yo quería saber si usted podría recetarme pastillas anticonceptivas.
—Bien. Vamos por partes. Primero quiero decirles que me parece perfecto que hayan venido los dos a la consulta. En general, las chicas vienen solas por este tema; pocas veces con una amiga y rara vez con las madres. Pero con quien siempre deberían venir es con sus parejas, porque la cuestión los involucra a los dos. Si bien las pastillas anticonceptivas son muy confiables a la hora de evitar la concepción, lo ideal es un esquema de doble protección: preservativo y pastillas.
—Ah —se decepcionó Gálvez—. Por más que Bianca tome pastillas, ¿yo tengo que usar fo… preservativo igualmente?
—Es lo más conveniente, no solo para aumentar la protección y prevenir el embarazo, sino para evitar el contagio de toda ETS, como llamamos a las enfermedades de transmisión sexual. Bianca, ¿cómo ha sido tu vida sexual hasta ahora?
—No he tenido vida sexual. Soy virgen —sintió que Gálvez le apretaba la mano bajo el escritorio.
—Y en tu caso, Sebastián, ¿cómo ha sido tu vida sexual? ¿Activa, más o menos, nula?
—Activa.
—Entonces, hay que proteger a Bianca de cualquier ETS que pudieras tener sin saberlo. Eso solo se logra si tú usas preservativo.
—¿Y si me hiciera estudios para descartar cualquier enfermedad?
—Sí, podríamos hacer un análisis de sangre, sobre todo para descartar el sida, que, hoy por hoy, es la ETS más temida. Sin embargo, existen otras enfermedades que no se detectan por sangre y que serían muy dañinas para Bianca, como el VPH, herpes y algunas otras.
—Ah, no, entonces uso preservativo y listo.
—Pero cambia la cara, Sebastián. Esta situación no es para siempre. Dentro de un año, un año y medio, si su relación ha sido absolutamente monógama, es decir, que solo han tenido relaciones entre ustedes, podrían dejar de lado los preservativos y seguir solo con las pastillas.
Gálvez guardó silencio, con la mirada fija en la médica.
—Entonces —habló al cabo—, mientras yo tenga que usar preservativos, prefiero que Bianca no tome pastillas. No quiero que se cocine con hormonas y químicos, si yo tengo que cuidarme igualmente.
—Esa decisión les corresponde a ustedes. No obstante, mi consejo es usar el doble esquema de pastillas y profilácticos, porque hay que reducir las probabilidades de embarazo al máximo. Ustedes son muy jóvenes, y estoy segura de que todavía no tienen planeado traer hijos al mundo.
—En un futuro, sí —contestó Gálvez—. Ahora, no.
Bianca se quedó mirándole el perfil. «¿En un futuro, sí? Nunca hablamos de hijos, Gálvez, ni en un futuro, ni en un presente, ni… Nunca hablamos de eso. Ay, mi Leo autoritario».
La ginecóloga extendió la receta para comprar las pastillas anticonceptivas y una orden para que Gálvez se hiciera los estudios para ir descartando aquellas ETS que se detectaban en sangre.
—Bianca, si te decides a empezar con las pastillas, es importante que lo hagas con mucha responsabilidad. Debes tomarlas todos los días y a la misma hora exacta, si no, no estarás protegida. Yo siempre les recomiendo a mis pacientes que elijan una hora en la que siempre les será fácil tomarla —en tanto hablaba, la ginecóloga extendía la orden para la compra de las pastillas, que, aclaró, eran de última generación—. Comienza a tomarla el primer día del ciclo, es decir, el primer día de la menstruación. A partir de ahí, como te decía, todos los días a la misma hora. Otra cosa: el inicio de la vida sexual implica para la mujer comenzar con el papanicolau y la colposcopia anuales. Por ejemplo, si comenzases hoy a tener relaciones con Sebastián, tendrías que hacerte estos estudios el… —la mujer consultó un almanaque— veinticinco de octubre.
—¿Y en qué consisten esos estudios? —preguntó Gálvez.
La médica se puso de pie y se acercó a una mesa donde había frascos con líquidos oscuros y toda clase de instrumentos que de inmediato despertaron su desconfianza. La mujer volvió al escritorio con un paquetito envuelto en papel celofán transparente.
—Esto es un espéculo —Bianca observó el adminículo de plástico, con la forma de un pene pequeño—. Te vas a recostar en una camilla como esa, pondrás los talones en los estribos y quien te practique los estudios te insertará en la vagina el espéculo. No voy a mentirte, Bianca, no es agradable, pero es indoloro. Es incómodo, nada más. Pero el estudio es breve. En pocos minutos, habrá terminado.
—¿En qué consiste? —insistió Gálvez.
—Los dos están muy relacionados, el pap, como lo llamamos, y la colpo. Son para descartar la existencia de células cancerígenas en el cuello uterino. La colpo se realiza observando el estado del cuello a través del conducto vaginal con aquel aparato que ven allá, el que parece un telescopio. Se extrae un poco de material y se lo envía al patólogo. Esta extracción es indolora absolutamente. El estudio que realiza el patólogo es lo que llamamos papanicolau.
♦ ♦ ♦
Apenas salieron del consultorio, Gálvez se detuvo frente al escritorio de la secretaria dispuesto a sacar un turno para fines de octubre. Bianca lo tomó de las manos con el fin de ganar su atención y se puso de puntitas para hablarle al oído.
—Mi amor, necesito meditar acerca de todo esto. No puedo tomar decisiones ahora. Necesito meditar —insistió, y se apartó para mirarlo.
Gálvez asintió, con expresión contrita.
—Perdóname. Me excedo cuando se trata de tu salud.
—Voy a sacar turno para hacerme esos estudios, te lo juro, pero primero tengo que repasar todo lo que nos dijo la doctora. Ahora siento que tengo una gran confusión en la cabeza.
—Vamos a casa —propuso él, y a Bianca, esa simple frase, le disparó las pulsaciones.
Iba callada en el automóvil, con la cara hacia la ventanilla. Le gustaba observar los negocios, la gente, los perros. Se llevó la mano al cuello para atrapar la de Gálvez, que se lo acariciaba.
—¿Qué pasa, amor? ¿Hubo algo que te molestó con la ginecóloga?
—Nada —lo tranquilizó, y depositó un beso en su palma callosa—. Solo que nos dio un montón de información y necesito procesarla. Yo soy así, Sebastián. No quiero que te preocupes cuando me veas pensativa, incluso cuando necesite estar sola para meditar —tras una pausa, admitió—: Pensé que podríamos hacerlo sin que tú tuvieras que usar profiláctico. Una vez leí que para los hombres no es lo mismo, que no sienten igual.
—Con tal de preservarte de cualquier mierda que yo pueda tener, soy capaz de enchufarme cuatro condones. Te lo juro, Bianca.
La vehemencia de su Gálvez no tenía parangón. Le sonrió y estiró el brazo para acariciarle la mejilla.
—De todos modos —continuó él—, esto no es para siempre. Ya viste que la mujer dijo que, dentro de un año, un año y medio, podremos hacerlo sin preservativo.
—Sí —contestó, y no quiso agregar «si llevamos un vida sexual monógama» porque Gálvez necesitaba saber que confiaba en él—. ¿Así que en un futuro vamos a tener hijos?
Él la miró con ojos sorprendidos durante un segundo; luego volvió la atención al tráfico.
—Obvio, Bianca —la miró de nuevo y expresó, con acento prudente—: ¿O no?
A Bianca le dio risa la expectación con que aguardaba su respuesta.
—Como nunca lo habíamos hablado, me sorprendió que le dijeras a la doctora que en un futuro sí tendríamos. Eso es todo. Aunque me parece un poco prematuro hablar de eso.
—Sí, superprematuro —se apresuró a confirmar él—. No sé por qué lo dije. No me hagas caso.
—¿Qué piensas de usar la doble protección, profilácticos más pastillas?
—Como le dije a la doctora, a mí no me gusta la idea de que tomes químicos si yo tengo que cuidarme igualmente, pero es cierto que ningún método anticonceptivo es ciento por ciento efectivo, así que, si te deja más tranquila usar las dos cosas, yo estoy de acuerdo.
—Lo voy a pensar.
—Okei.
Viajaron durante algunos minutos en silencio. La mano derecha de Gálvez pasaba de la palanca de velocidades a su pierna, y Bianca percibía cómo el simple contacto y la perspectiva de una noche juntos iba ablandándole el cuerpo y llenándoselo de latidos y cosquilleos. Se había puesto los jeans blancos, esos que le marcaban el trasero, para tentarlo. No obstante, a medida que se acercaban a la Avenida Santa Fe y pese al deseo que la consumía, Bianca perdía valor.
—Ayer mi hermana tuvo su primera entrevista personal en Aluba —comentó, para alejarse de su obsesión.
—¿Ah, sí? ¿Cómo le fue?
—Volvió de mal humor. Dice que no entiende por qué tiene que ir a ese lugar si ella no está enferma de bulimia, ni de anorexia, ni de nada. No acepta que tiene una patología alimentaria. Eso me preocupa mucho.
—Amor… —Gálvez la sujetó por el mentón y le volvió el rostro hacia él—. Entiendo que te preocupes, pero ella tiene un par de padres que se van a hacer cargo de este problema. Tú no puedes asumir esa responsabilidad, Bianca. Tú quizá no lo veas, porque eres parte de eso y porque lo vienes haciendo desde hace tanto tiempo que no te das cuenta, pero haces más de lo que una hija común y corriente haría. Creo que tu mamá colapsaría sin ti.
—Colapsaría sin mi abuela, pero no sin mí. Ya viste que terminó internada cuando Granny estaba en Londres.
—Pero sin ti también colapsaría, Bianca. Por lo que me cuentas, tu mamá depende mucho de ti. De tu abuela y de ti.
—Mamá está sola en esto de Lorena. Papá no las acompañó a la charla de la semana pasada, ni a la entrevista de ayer. Y Lorena, al único que le hace caso, es a él. Dice que no piensa empezar el tratamiento, ni dejar de modelar.
—¿Le dijeron que tiene que dejar de modelar?
—Es una profesión muy perjudicial para una chica con antecedentes de bulimia. Yo sé que Lorena vomita más los días previos a un desfile. La he observado.
—Dios mío… Qué enfermedad de mierda.
♦ ♦ ♦
Llegaron cerca de las ocho. Gálvez abrió la puerta del departamento y le cedió el paso. Bianca traspuso el umbral y, en la oscuridad del vestíbulo, cerró los ojos e inspiró el aroma que ya asociaba a la casa de él; se parecía al del laurel. Como por arte de magia, las tensiones del día se diluyeron y experimentó una dicha que le levantó las comisuras en una sonrisa inconsciente y que borró la tristeza por la enfermedad de Lorena. Pensó que estaba a punto de hacer el amor con el único chico que había amado en su vida, y de nuevo la asaltó la misma sensación de irrealidad que había experimentado aquel día, en la quinta de Pilar, porque resultaba increíble que él la deseara y la amara.
Gálvez le puso una mano en el hombro. Bianca se dio vuelta y le pasó los brazos por la cintura; se pegó a su cuerpo.
—¿Qué pasa, amor?
—Estoy contenta de estar aquí. Me parece imposible.
—¿Qué te parece imposible?
—Que me quieras, que me desees como mujer.
Gálvez la tomó por los brazos, la separó de su torso y se la quedó mirando con gesto severo.
—Ah, ya sé —dijo, y la expresión se le suavizó—. Estás diciendo esto para provocarme, para que te arrastre a mi cuarto y te demuestre cuánto te deseo como mujer. ¿Es así? —Bianca rio—. Y encima la muy condenada me hace la risita de la gatita satisfecha.
—Nada de satisfecha, Gálvez. Todavía no me has satisfecho, te lo aseguro. Y mis pompis y yo seguimos ofendidas.
—¡Pero quién es esta! Ahora, en este momento crucial, me doy cuenta de que mi novia con su carita de «soy la Virgencita de Itatí» es una ninfómana —la risa de Bianca se profundizó—. Amo cuando te ríes, me haces sentir tan bien —la abrazó con un fervor que Bianca percibió en las costillas—. Ven, vamos a mi cuarto para que dejes tus pertenencias, equeco mío.
Gálvez fue encendiendo luces y guiándola hasta su dormitorio. Bianca entró en la habitación y fijó la vista en la cama, que pronto compartiría con él. Gálvez la desembarazó de sus bolsas y las puso sobre una silla. Bianca abrió el cierre del bolso y extrajo la cajita de preservativos que le había regalado Claudia.
—Mira lo que nos regaló mi tía.
Gálvez los tomó y rio quedamente.
—¿Le dijiste que íbamos a hacer el amor?
—No. Cuando me los dio, me dijo que era obvio que tú no me habías invitado a tu casa para jugar al ajedrez.
—¿Ah, no? Yo tenía pensando jugar al T. E. G. —Bianca rio, y él la atrajo a sus brazos—. Amor, quiero que hablemos un momento. Ven —se sentó en el borde de la cama y la acomodó sobre sus piernas.
—¿Qué pasa? —dijo, de pronto alarmada.
—Nada pasa, solo quiero que sepas que si, después de la charla con la ginecóloga, necesitas meditar un poco sobre todo lo que nos dijo, no hay drama, podemos esperar. Se me ocurre que tal vez quieras empezar a tomar las pastillas antes de hacer el amor para reforzar la protección.
—Todavía no sé si quiero tomar las pastillas, Sebastián.
—Por eso, porque todavía no tienes muchas cosas claras, tal vez quieras esperar. No voy a presionarte, amor. Quiero que te sientas libre.
—¿Tú quieres hacerlo?
—Bianca —la asió por el mentón con una brusquedad controlada—. Mírame. Quiero que te quede claro que estoy viendo todo rojo y en cuadritos de las ganas que te tengo, y no de ahora, sino desde hace muchas semanas, que ya parecen años. ¿Te queda claro?
—Sí.
—Para que te quede bien claro, siente las ganas que te tengo —la ubicó sobre su erección—. ¿Alguna duda?
—No —dijo, con una mueca risueña—. Yo sí quiero hacerlo, Sebastián. Desde que me invitaste a tu casa el sábado, no puedo pensar en otra cosa —se inclinó y le besó los labios con ligereza.
—Amor… —suspiró él, con los ojos cerrados.
—Con el preservativo será suficiente, ¿no?
Gálvez estudió el regalo de Claudia en silencio. Se estiró, abrió el cajón de la mesa de luz y extrajo otra cajita, de la misma marca, Prime, pero que decía Ultrafino. Como usar nada.
—Yo había comprado estos —le pasó la cajita a Bianca—. Pero creo que será mejor usar los que nos regaló tu tía, con espermicida.
—Ponte uno solo, Sebastián. No te pongas cuatro.
Gálvez soltó una carcajada y volvió a abrazarla.
—Está bien, amor, me pongo uno solo.
—Quiero que sientas. Quiero que esta primera vez conmigo sea inolvidable para ti.
—Va a ser inolvidable, Bianca. Nada de lo que me has hecho vivir en estas semanas se me ha olvidado. Me acuerdo de cada cosa, es impresionante. A veces me rio como un tonto pensando en algo que me dijiste o que hicimos juntos.
—A mí me pasa lo mismo.
—Pero, en realidad, la que cuenta hoy eres tú, que lo vas a hacer por primera vez.
Bianca le rodeó el cuello y le habló en un susurro.
—¡Qué suerte que sea contigo, mi amor! Es el mejor regalo que me ha hecho la vida.
Gálvez le sujetó la cabeza y la apartó para mirarla. Bianca se dio cuenta de que sus palabras lo habían conmovido, porque tenía los ojos brillantes y la nuez de Adán le subía y le bajaba rápidamente. Le acarició la mejilla barbuda después de tantas horas sin afeitarse, y le tocó los labios, y le dibujó la curva de las cejas casi negras, primero la derecha, después la izquierda, y descendió por el tabique nasal, y regresó a la boca, donde él le besó la punta del dedo.
El timbre del interfón los devolvió a la realidad. Se pusieron de pie al mismo tiempo. Gálvez carraspeó antes de explicarle:
—Debe de ser el repartidor. Cuando estábamos esperando a que nos atendiera la doctora, le mandé un mensaje para que trajeran a esta hora tu bife de chorizo. Ya vengo.
Bianca se quedó sola y observó el entorno. Caminó hacia su bolso y revolvió el contenido hasta extraer lo que buscaba. Se trataba de la cinta negra que Camila le había puesto alrededor del cuello la noche de la inauguración del bar. La estiró entre sus manos y se preguntó si se atrevería a cumplir la fantasía que Gálvez le había susurrado en el camerino.
—Aluciné cuando te vi tan linda esta noche, pero cuando descubrí que tenías esta cinta negra aquí…
—¿Qué?
—Mejor no te digo.
—Dime.
—Quise que algún día te pusieras solamente esta cinta negra en el cuello para mí. Y me puse duro, ahí, frente a todos.
Dos voces pugnaban por imponerse en su interior. Una, la que hablaba con los labios de Saturno en la Casa I, la que siempre le marcaba lo que debía hacer, lo que era correcto e incorrecto, lo bueno y lo malo, la exhortaba a devolver la cinta al bolso y olvidarse de esa idea descabellada, que terminaría por asustar a Gálvez. «¿Qué pensará cuando regrese y te vea así?».
La otra, la que hablaba con la voz de Urano, el regente de Acuario, la impulsaba a ser libre, a vivir plenamente, a romper con las cadenas de Saturno, a dejarse llevar por sus fantasías, a experimentar vivencias nuevas, a ser feliz, a divertirse. Entonces, le pareció escuchar de nuevo la conclusión que Alicia, la astróloga, había expresado meses atrás, al final de la lectura de su carta natal: «Tu desafío en esta vida, Bianca, es ser tan libre y distinta como Acuario te exige y no sentirte culpable por eso». Sin duda, seguir los consejos de Urano implicaba riesgo y, si bien a ella el riesgo le daba pánico, por Gálvez estaba dispuesta a enfrentar cualquier reto.
Se sentó en el borde de la cama y se quitó las botas y las calcetas con rapidez. No contaba con demasiado tiempo. Él regresaría en pocos minutos. Se puso de pie y se desabrochó el pantalón, que arrojó en el respaldo de la silla. Se deshizo de la camisa y de la ropa interior, que también acabaron colgando de la silla. Buscó un espejo. No había ninguno a simple vista. ¿Gálvez, el leonino más leonino que conocía, no tenía un espejo en su dormitorio? Abrió las puertas del clóset, y allí se topó con su imagen desnuda, lo cual la impresionó. Estuvo a punto de desistir, pero juntó fuerzas de flaqueza y siguió adelante con determinación. Escuchó que él regresaba. Todavía contaba con unos segundos porque de seguro pasaría primero por la cocina para dejar el paquete. Terminó de atarse la cinta y se perfumó con una imitación de Organza, que la había juzgado bastante buena cuando la compró. Volvió a plantarse frente al espejo para recogerse el cabello de modo que él notase con el primer vistazo la cinta en su cuello.
Así la encontró Gálvez, de espaldas a él y frente al espejo, con los brazos levantados, mientras se ataba una colita.
—Amor, ¿qué prefieres…?
La pregunta quedó en el aire. Gálvez, bajo el dintel, se sujetó del marco. Se miraron a través del espejo, y a Bianca le resultó evidente que su amado no era consciente de la transformación que iban sufriendo sus facciones: la manera en que levantaba las cejas, la forma en que se le dilataban las aletas de la nariz, el modo en que se le marcaban los huesos de la mandíbula, la pequeña separación que se producía entre sus labios.
Bianca le sonrió con timidez y se tocó la cinta para que él recordara sus propias palabras. Gálvez dejó escapar un resuello y, en dos pasos, estuvo detrás de ella, y sus brazos la circundaron con posesividad, y sus manos le recorrieron la piel desnuda con el descaro que le permitía saberse solos, sin apremios, sin riesgos.
—Te amo. Te amo, Bianca. Te amo —repetía mientras, con hábiles caricias, le arrancaba gemidos.
Bianca apretó los párpados, formó puños con las manos y se dejó llevar por la sensación arrolladora del orgasmo. Escuchaba sus propios gritos y le parecía mentira que fuese ella la que los producía. Eran como un canto a la libertad.
El placer fue desvaneciéndose entre sus piernas y, aunque seguía respirando de manera agitada y tenía los músculos en tensión, empezó a tomar conciencia de algunas cosas, como por ejemplo, que una mano de Gálvez seguía aferrada a su monte de Venus y la otra a su seno derecho; que la besaba en la curva que formaban el cuello y el hombro; y que le susurraba palabras maravillosas, de las que ella no quería perder ni una.
—Te amo por tantas cosas, Bianca, pero esto me partió. Que te hayas acordado de lo que te conté en el bar, aquella noche tan de mierda y tan alucinante al mismo tiempo… Estoy tan duro, por Dios.
—Te dije que yo también me acordaba de todo lo que nos decimos, de todo lo que me dices.
—Sí, sí, te creo, siempre te creo, amor. En nadie confío como confío en ti, Bianca.
—Yo también confío en ti como en nadie —levantó los párpados y lo buscó a través del reflejo—. Tenía miedo de hacer esto —le confesó—, tenía miedo de que pensaras mal de mí. Pero después me dije que estaba por hacerlo para mi Sebastián, para que él fuera feliz, y entonces me animé. ¿Te hice feliz?
—Sí, más que feliz, amor.
Inspiró violentamente y se arqueó al sentir la mano de él en su trasero. Lo acariciaba con un descaro que casi la llevó a apartarse. Tal vez porque presagió sus intenciones, Gálvez ajustó el brazo con el que le envolvía el vientre y la mantuvo pegada a su torso.
—¿Así que están ofendidas mi pompis favoritas?
—Ya no —alcanzó a articular con la cabeza echada hacia atrás, sobre el hombro de él.
Gálvez rio con esa risa perezosa, medio sarcástica, que a ella la excitaba, y reanudó el movimiento de sus manos que la condujeron de nuevo al orgasmo. Medio desfallecida, se habría disuelto sobre el piso si él no la hubiese sujetado con firmeza. La sostuvo durante un tiempo, Bianca no habría sabido decir cuánto. Al elevar los párpados nuevamente, supo que él ya no estaba para juegos. La miraba con un hambre que le volvía negros los ojos.
—Desvísteme. Por favor.
Bianca giró entre sus brazos. Se miraron antes de que ella se pusiese en cuclillas para desatarle los tenis.
—Me calienta verte así, agachada, en el espejo —le confesó, y Bianca advirtió el cambio en el tono de su voz, más oscuro, más grave—. Tienes el mejor trasero que conozco, Bianca.
—Levanta el pie, así te quito el tenis —él obedeció e hizo lo mismo con el otro—. Ahora de nuevo, así te quito los calcetines.
—Siempre me pongo talco. No tengo olor, ¿no?
—No, para nada. El talco es mentolado.
—Sí —confirmó, satisfecho.
Bianca se incorporó, y Gálvez la sujetó con rudeza por los glúteos y le dio un beso francés, largo y profundo. Había cambiado, parecía ebrio. Mientras la besaba, ella se ocupó, a ciegas, de desabrocharle la hebilla del cinto y los pantalones. Él se despojó de la camisa y de la playera con movimientos impacientes y rápidos. Bianca se detuvo en el tatuaje negro de alambre de púas que le rodeaba el bíceps del brazo izquierdo y lo dibujó con el índice, y notó que la piel se le erizaba. Era un símbolo agresivo y tenía que ver con el Gálvez lastimado del pasado. Se puso de puntas y lo besó varias veces. Cuando levantó los párpados, lo descubrió observándola con expresión seria, inescrutable.
Bianca le pasó las manos abiertas por los pectorales y las deslizó por los abdominales, y admiró la belleza de ese cuerpo que ya sentía como suyo.
—Una vez, hace mucho, escuché a unos chicos del otro curso que decían que tomabas anabólicos para tener estos músculos.
—Y tú, ¿qué pensaste?
—En aquel momento, no sabía qué pensar. También se decía que te drogabas.
—Y ahora que me conoces, ¿qué piensas?
—Que no. Creo que si tomaras anabólicos, serías tres veces lo que tú. La hipertrofia muscular sería desproporcionada, algo horrible. En cambio, eres armonioso.
Apoyó los labios entreabiertos sobre su pecho y, con la punta de la lengua, se abrió paso en la mata de pelo hasta alcanzar la piel. Gálvez se estremeció y ajustó las manos en sus glúteos.
—¿Y qué piensas de eso que se decía, que me drogaba?
Sin retirar los labios de su torso, Bianca levantó las pestañas y lo miró a los ojos.
—Creo que sí, que es verdad.
—¿Camila te contó?
—Con Camila, jamás hablaba de ti.
—¿No?
—No. Ella nunca me dijo nada.
—Entonces, ¿cómo lo sabes?
—Lo intuyo.
—¿No te da miedo estar con uno que se droga?
—Estoy con uno que se drogaba, y estoy segura de que lo hacías con éxtasis y esas cosas, no con cocaína o heroína. No es que me encante la idea de que te metieras ese veneno en el cuerpo, pero eso quedó en el pasado
—Entonces, ¿tienes o no tienes miedo de estar conmigo?
—¿Te parece que estaría aquí, exponiéndome como jamás me he expuesto ante nadie, si no confiara en ti, si te tuviera miedo? Contéstame.
—No, supongo que no.
—Supones bien —levantó las manos y le sujetó la cara—. Te amo desde hace tanto tiempo, Sebastián. Te he amado cuando sabía que hacías cosas con las que no estaba de acuerdo, te amaba cuando fumabas, cuando estabas con otras, cuando sabía que te drogabas, que fumabas marihuana. Te he amado sin importarme nada, porque yo veía que estabas lastimado, y que querías lastimar a alguien lastimándote. No sabía bien de qué se trataba, pero lo sospechaba. Pero veía también que tenías un corazón enorme debajo de todos estos músculos. Una vez, cuando íbamos en segundo año, te vi comprarle un helado a una nena de primer grado porque se le había caído y lloraba como loca —Gálvez rio y apoyó la frente en la de ella—. Dios, cómo te amé ese día. Te seguí de lejos y observé, paso a paso, todo lo que hiciste, lo que le dijiste, todo. Te amé en aquella época salvaje de tu vida, te amo ahora, que eres mi héroe, y te voy a amar siempre, seas como seas, Sebastián.
—¡Bianca! —hundió el rostro en el hombro de ella y siguió pronunciando su nombre con voz poco firme—. Bianca… Bianca… Precioso amor de mi vida.
Bianca enganchó los pulgares en el elástico del calzoncillo y arrastró la prenda hacia abajo. Se quedó de rodillas mirando el pene de Gálvez, erecto frente a sus ojos. Levantó la mano para tocarlo, pero él la frenó aferrándola por el antebrazo.
—No. Si me tocas… No —repitió—, estoy demasiado caliente —la tomó de la mano y la guio hasta la cama—. Suéltate el pelo —le exigió, y tomó distancia para contemplarla—. Es así como te imaginé aquella noche en el bar, exactamente así. Date vuelta.
Bianca se volteó y enseguida lo sintió detrás de ella. No la tocaba, y esa espera aumentaba la efervescencia que le bullía en todo el cuerpo; no recodaba haber experimentado unas ansias tan grandes; casi le daban ganas de salir corriendo, de gritar, de reír.
Gálvez le desnudó la espalda al colocarle el cabello sobre el hombro derecho, que le tapó el seno. La sujetó por el hombro izquierdo y la acarició entre los glúteos con la cabeza de su pene. Bianca dio un respingo e inspiró de manera violenta, escandalizada y excitada al mismo tiempo. Le dolían los pezones y entre las piernas. Echó la cabeza hacia atrás y gimió.
Gálvez le pegó el torso a la espalda y le habló al oído.
—¿Te gusta, amor? —Bianca asintió—. Alucino con tu trasero, Bianca. Me vuelve loco. Ellas también son hermosas —dijo, y deslizó la mano bajo el cabello y le contuvo el seno derecho; después el izquierdo.
Bianca se sacudió violentamente cuando los dedos de Gálvez le apretaron los pezones endurecidos. Gimió y le clavó las uñas en los muslos que la rodeaban por detrás.
—Sebastián… —dijo, en tono de súplica.
—¿Qué, amor?
Durante unos segundos no supo qué decir. El clamor había brotado de manera inconsciente.
—No doy más —expresó al cabo.
—Acuéstate en la cama.
Arrancó el cobertor azul y lo tiró en el piso, y Bianca se acostó boca arriba, muy tensa. Lo siguió con la mirada mientras él sacaba un condón y se lo colocaba rápidamente, con movimientos eficaces, y le pareció mentira el instante en que se acomodó sobre ella, en que sintió el peso de su cuerpo, la textura del vello de su pecho sobre sus pezones sensibles. Gálvez la miró, y Bianca pensó que nunca se había sentido tan amada.
—Bésame, Sebastián.
Gálvez lo hizo suavemente. Bianca entretejió los dedos en el cabello de él y lo acercó para profundizar el encuentro. La contención se rompió dentro de él, y la penetró con una lengua agresiva, que luego cayó sobre un pezón, después sobre el otro. Bianca lanzaba gemidos desesperados, mientras una energía que se acumulaba entre sus piernas la obligaba a rebullirse bajo el peso abrumador de Gálvez. La respiración de los dos se aceleró. Gálvez se apoyó en un codo y se apartó para estudiarla. Se miraron. Bianca le acarició la boca, la mejilla, la oreja.
—No quiero que dejes de mirarme. Quiero que me mires todo el tiempo. Si te miro, sé qué te está pasando —Bianca asintió—. Rodéame con las piernas —las separó y las unió en la parte baja de la espalda de él—. Relájate, amor. Relaja los músculos para que no te duela tanto.
—No le tengo miedo al dolor. Estoy contigo, no le tengo miedo a nada.
—Bianca… —se inclinó para besarla en los labios y comenzó a penetrarla—. Dios… —lo oyó jadear, y lo vio apoyarse de nuevo en el codo y tomar distancia. Fruncía el entrecejo y apretaba los párpados en un gesto de dolor—. Eres tan estrecha.
Le acarició la mejilla, y él, con actitud nerviosa, le besó la palma y se quedó ahí, respirando en su mano, humedeciéndosela, calentándosela. Abrió los ojos y la buscó con la mirada.
—Aquí estoy —dijo Bianca—. No he dejado de mirarte.
—¿Te dije que vengo pensando en este momento desde hace mucho?
—¿Desde cuándo?
—Desde el día en que subiste por primera vez a mi auto.
—Estaba fea, toda llorosa y cansada.
—No sé, yo no te vi así. Me calentaste. Estaba tan caliente… Te lo habría hecho en el asiento de atrás. Y después, cuando oí tu cidí con esa canción…
—La habanera.
—La habanera… La calentura no se me fue, pero me pasó algo raro. Te quise. Te quise para mí. Quería que fueras de mi propiedad. Quería poseerte. Sí, ya sé que suena de la Edad Media.
—Sí, pero me gusta.
—Qué suerte, amor, porque así es como siento, no puedo evitarlo. Y cuando apareció tu hermana, te escapaste del auto. Casi me muero. Subí porque quería verte de nuevo. No podía irme. Te juro, Bianca. Era algo muy fuerte. Nunca me había pasado. Tú no aparecías por ningún lado. Yo escuchaba ruidos y voces de chicos, pero no la tuya. Y me estaba desesperando por volver a verte. Entonces, abrí la puerta del baño y tú me empujaste dentro —Bianca se tapó la boca para reír—. Pocas veces me han sorprendido tanto. Y me hablaste con ese modito autoritario que tienes —impostó la voz para imitarla—: «Escúchame bien, Gálvez». —Bianca soltó una carcajada—. Y de nuevo casi te lo hago en el bañito. Después me sorprendiste de nuevo, con tus hermanos. No podía dejar de mirarte. Me impresionó el modo en que los atendías y cómo ellos te rodeaban y te respetaban, como si fueras la madre. Y casi me caigo de sentón cuando estaba por llegar tu papá y me dijiste: «No lo tutees, apriétale fuerte la mano y llámalo señor».
—No quería que le causaras mala impresión.
—En realidad, eso fue lo que me sorprendió, que quisieras que tu papá me viera con buenos ojos. Me dio esperanza.
—Y hoy, ¿te sorprendí? —se tocó la cinta negra.
—Todavía me está temblando la mandíbula.
—¿Y te excité?
—¿No se nota?
—Sí, pero hoy me lo puedes hacer, Gálvez. Hoy no te vas a quedar con las ganas.
—Hoy no, amor.
Se inclinó para besarla y reinició la penetración. Bianca se dio cuenta de que él había echado mano del relato no solo para recobrar el control, sino para distraerla y relajarla. Sus bocas se separaron y sus miradas volvieron a enlazarse. Se hablaron en el silencio, con sus ojos, con sus cuerpos. Bianca trataba de recordar las escenas eróticas de las novelas románticas que había leído para poner en práctica algunas técnicas. Por eso, deslizó las manos por la espalda de él y le aferró los glúteos. Gálvez echó la cabeza hacia atrás con violencia y endureció el torso. Cuando volvió a mirarla, lo hizo con una fiereza que presagió la embestida que llegó un instante después y que la despojó de su virginidad. Bianca se arqueó bajo su peso y gimió de dolor.
—Amor —lo escuchó decir con acento angustiado, por lo que intentó recobrarse y mirarlo.
—Estoy bien.
Bianca amó la manera en que Gálvez le recorría la cara con ojos ansiosos y gesto preocupado.
—Estoy bien, Sebastián.
—Dime qué sientes.
—Un latido.
—¿Dolor?
—Sí, un poco.
—Amor… —susurró, con los labios sobre su frente—. Te amo. Tanto.
Le buscó los labios, y Bianca se concentró en la voracidad con que su boca y su lengua la poseían y la penetraban. Quería concentrarse en el amor que ese beso le comunicaba y olvidar el dolor entre sus piernas, porque le había dicho que era poco, cuando, en verdad, le llegaba hasta le ombligo.
Al sentirse más segura, levantó las piernas y volvió a rodearle la cintura. El mensaje fue claro para Gálvez, que comenzó a mecerse sobre ella sin dejar de besarla. Con un brazo equilibraba el peso para no aplastarla; con la mano libre del otro le masajeaba un pezón. Bianca le clavó las uñas en la espalda y gimió sin continencia, enloquecida a causa de la excitación.
Gálvez apartó la boca y tensó el cuello hacia atrás. A Bianca la impresionó cómo se le marcaron los tendones y los músculos y amó la mueca estática en la que permaneció durante unos segundos. La mano de él que le sujetaba el seno se deslizó hacia abajo y la tocó con la destreza que siempre le prodigaba tanto placer. Las caricias aumentaban su agresividad, lo mismo que sus embestidas. Bianca se aferró a sus hombros y apretó los párpados.
—¡Mírame!
Los ojos de Gálvez se habían tornado de un negro insondable, y sus facciones estaban tensas y enrojecidas a causa del orgasmo inminente. Bianca se arqueó con un impulso sobrenatural bajo el torso de él y gritó en tanto una energía poderosa la sumía en un goce indescriptible. Gálvez la siguió un instante después. La impresionó la violencia de su alivio, que se manifestó en los gemidos roncos con que acompañó las acometidas finales, que parecían querer llegar al centro de su cuerpo. Gálvez se desplomó sobre ella, y se mantuvo rígido y quieto durante un par de minutos. Ambos respiraban de modo superficial y rápido.
Al cabo, él se apartó para observarla. Bianca le sonrió y le acarició la mejilla.
—Gracias.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Por esto, por entregarte a mí, por aceptarme, por conocerme, por hacerme feliz.
—Por amarte.
—Sí, por amarme.
—De nada, mi amor.
—Ahorita vengo.
—¿Adónde vas?
—A quitarme el condón.
—Ah, claro.
Gálvez le dio un beso rápido en los labios y se bajó de la cama. Bianca lo vio alejarse, glorioso en su desnudez, y volvió a sentir deseo por él: por su cuerpo, y por su sonrisa, y por sus ocurrencias, y por sus manos en ella, y por su boca, y por su corazón generoso; lo quería todo.
Percibió la sangre que se deslizaba entre sus piernas y se quedó quieta para no manchar las sábanas. Se dijo que tendría que seguirlo al baño y lavarse, pero se quedó ahí.
Gálvez regresó y se acomodó de costado en la cama. Bianca se desplazó con cuidado hacia el borde para darle espacio. Él hundió el codo en la almohada y se sostuvo la cabeza con la mano. Se miraron, y Bianca notó que masticaba un chicle de nicotina.
—Tienes ganas de fumar, ¿no?
Gálvez sacudió un hombro.
—Es la costumbre.
—¿Fumabas después de hacer el amor?
—Fumaba después del sexo. Lo de ahorita fue hacer el amor.
—¿Cómo se siente la diferencia?
Gálvez se recostó sobre la almohada y fijó la vista en el techo.
—Hay más emoción cuando la chica que está contigo es una que te importa de verdad. Sientes alegría. Lo malo se te olvida. Solo te importa ella y darle placer. Todas las veces que hice que te vinieras fueron especiales, pero ahora, cuando te veniste conmigo dentro de ti… Fue muy fuerte, Bianca. Fue como tú querías que fuera, amor: inolvidable.
♦ ♦ ♦
Al día siguiente, durante el primer recreo, Bianca y Camila se retiraron al aula clausurada. Apenas entraron, Bianca aferró la mano de Camila, algo que la sorprendió porque su amiga la acuariana era reacia al contacto físico.
—¿Qué pasa, Bianqui?
—Sebastián y yo hicimos el amor anoche.
—¡Yupi! —la abrazó—. ¿Cómo fue? ¿Estás contenta?
—Muchísimo, Cami. Fue perfecto.
—¡Qué bueno, amiga! No sabes cuánto me alegro.
Caminaron hasta el fondo del aula y se sentaron en el piso, la espalda contra la pared.
—¿Estás bien? ¿Te molesta?
—Siento un poco de ardor, pero nada más. Es como si la piel se me hubiese estirado mucho.
—Es por la fricción. Ponte un poco de crema con vitamina A, de esa que usas cuando Louli se raspa.
—Buena idea. La primera vez me hizo ver las estrellas, a ti puedo decírtelo. La segunda, no sentí casi nada de dolor, un poco de molestia. Ya habían pasado varias horas.
—Por lo que veo, no durmieron en toda la noche.
—Me quedé dormida, pero él me despertó en la madrugada, no sé a qué hora, las tres, tres y media, supongo, y volvimos a hacerlo. Pero no me siento para nada cansada. Al contrario, siento una vitalidad impresionante.
—Y parece que él tampoco está cansado, porque lo vi jugando al futbol con la misma energía de siempre.
—Nos costó levantarnos cuando sonó el despertador.
—¿Te vas a quedar esta noche en su casa? Por lo que me dijiste, su mamá vuelve mañana.
—Esta noche no puedo. Mamá tiene otra plática en Aluba. Tengo que quedarme con mis hermanos.
—¿Cómo te fue ayer con mi ginecóloga? ¿Te pareció buena?
—Sí, muy simpática. Nos explicó eso del doble esquema de precaución, pastilla más preservativo.
—Así nos cuidamos nosotros. Dentro de un tiempo, Lautaro podrá dejar el condón, pero él dice que prefiere seguir usándolo para mayor seguridad. Imagínate si las pastillas fallasen y me quedase embarazada. Me muero.
♦ ♦ ♦
A la salida del colegio, Gálvez la arrinconó en una esquina del patio y la besó sin mediar palabras. Cortó el beso y se quedó mirándola. Bianca elevó lentamente los párpados y lamió la saliva que él había dejado en sus labios.
—Hola —saludó él.
—Hola.
—¿Cómo estás, amor?
—Muy bien. ¿Y tú?
—Con ganas. No puedo dejar de pensar en lo que tuvimos anoche.
—Yo tampoco.
—Creo que me pasé haciéndotelo de nuevo. Tú estabas dolorida. Aunque no me lo digas, yo lo sé.
Le deslizó la mano bajo el delantal y bajo la falda, y Bianca separó ligeramente las piernas para que él la tocase. Cuando sus dedos le rozaron la carne, inspiró súbitamente y cerró los ojos. La piel de los antebrazos y de las piernas se le erizó.
—Amé esa segunda vez, Sebastián. Fue mejor que la primera porque estaba más relajada.
—Estabas dormida —le recordó.
—Tú estabas muy despierto, con el condón puesto y todo.
—Me levanté para ir al baño y, cuando volví, me di cuenta de que eras un bultito en mi cama, y me vino una emoción muy grande, y tuve ganas de verte dormir. Así que dejé encendida la luz del pasillo y me acosté con cuidado para no despertarte y te observé. Y me llegó una oleada del perfume del champú con el que yo te había lavado el pelo mientras nos duchábamos juntos, y me empecé a acordar de cuando me arrodillé para lavarte la sangre seca que tenías entre las piernas, y te provoqué otro orgasmo. Y del orgasmo que tú me provocaste a mí, de rodillas en la ducha… Fue mucho. No quería despertarte, pero alguien me dijo que Leo es egoísta y egocéntrico, así que te desperté.
—Me alegro de que lo hayas hecho, mi Leo egoísta. Fue alucinante.
—Estaba seguro de que en la cama nos llevaríamos bien, pero no imaginé que tanto. Bianca, no sé cómo voy a aguantar solo esta noche. Te quiero en mi cama de nuevo, amor.
—Yo también quiero hacer el amor de nuevo.
—Hay un hotel aquí cerca. Lo hacemos, comemos algo rápido y después te llevo al local.
El celular de Bianca anunció el ingreso de un mensaje. Bianca lo leyó y después levantó la pantalla para que Gálvez lo viese. Era de Corina.
Pulga, te necesito ya en casa. Tengo que acompañar a tu abuela al oftalmólogo y tú tienes que darle de comer a tus hermanos.
Gálvez puso cara de malhumorado.
—¿Y Lorena? ¿Ella no puede hacerse cargo de tus hermanos?
—No, ella no. ¿Te gustaría almorzar en casa?
—¿Sí? ¿Puedo? —la alegría que comunicaban sus ojos siempre la conmovía—. Y cuando tu mamá me vea aparecer, ¿qué historia le contamos?
—¿Que vienes para que te explique un tema de Francés, porque mañana hay prueba?
—¡Perfecto! Gracias, amor —dijo, y apoyó la frente en la coronilla de Bianca—. Te juro, no podía separarme de ti en este momento.
—Piensa que el fin de semana largo vamos a estar juntos todo el tiempo.
—Sí, pero rodeados de la troupe de mi padre. Algo voy a planear para que podamos rajarnos y hacer el amor.
—Sí, por favor, planea algo.
Caminaron de la mano hasta casa de Bianca. Gálvez quiso comprar refresco y alfajores, por lo que, cuando llegaron, a la sorpresa de ver a «Sebas», se sumó la alegría por ese botín delicioso. Su madre y la abuela también se asombraron al verlo y se conformaron con la explicación de Bianca. La anciana, sin embargo, miró a su nieta con el entrecejo fruncido, un gesto de condena porque aún no había revelado a Corina que Gálvez era su novio.
Cuando las mujeres se fueron, Gálvez la presionó en la cocina.
—¿Cuándo vamos a formalizar lo nuestro, Bianca?
—En este momento no, Sebastián. Va a ser terrible para Lorena cuando se entere. Y ahora que está con todo este tema de la bulimia, sería como darle un golpe de gracia.
—¿Dónde está ella ahora? ¿No hay riesgo de que se aparezca?
—Supuestamente está en la facultad.
—¿Por qué supuestamente?
—La verdad es que no estoy segura de que asista a clases.
—¿Qué hace durante ese tiempo?
Bianca, sin volverse, sacudió los hombros y masculló un «no sé».