16
El sábado por la mañana, Gálvez y Bianca discutieron por teléfono. Él quería ir a buscarla para llevarla a comer a su casa; ella quería ir en autobús.
—Y seguro vas a viajar en el autobús hecha un equeco, trayendo lemon-pie, ramos de flores, macetas con plantas, jaulas con loros y todas esas cosas.
Bianca rio, a pesar de sí.
—No tuve tiempo de hacer nada, así que pensaba comprar galletitas para el café.
—No se te ocurra gastar en galletitas para el café —la imitó, agudizando la voz.
Bianca volvió a reír.
—¿Cómo voy a ir a tu casa con las manos vacías?
—Bianca, a las doce y media estoy en tu casa.
—No te impongas de ese modo. Sabes que me sofoca.
—Okei, okei —cedió él—. Es que no soporto la idea de que te subas a un autobús lleno de tipos, algunos ratas, otros pervertidos, y que te hagan algo.
—He viajado en autobús toda mi vida, Sebastián. No me va a pasar nada.
—Mando a Correa si no quieres que yo vaya.
—No. Ya gastas demasiado comprándome el bife de chorizo todas las noches. No vas a pagar un taxi cuando puedo tomar el autobús. ¡Es sábado al mediodía! No me va a pasar nada.
—¡Por Dios, Bianca! Me voy a volver loco de angustia.
—Mi amor —dijo ella, y suavizó el tono de voz—, te prometo que voy a ir enviándote mensajes lo que dure el viaje hasta tu casa, pero te suplico que no me obligues a hacer algo que no quiero. Por favor, Sebastián. Necesito saber que no vas imponerte siempre. Siento que me asfixio.
Se produjo un silencio en la línea. Al cabo, Bianca lo escuchó suspirar.
—Está bien. Pero me vas mensajeando desde que pisas la parada hasta que te bajas. Yo voy a estar esperándote en la parada de acá.
—Trato hecho.
Durante el viaje, hubo momentos en que Bianca se tapó la nariz y la boca para sofocar las carcajadas que le provocaban los mensajes de Gálvez.
Estoy x darle el asiento a una viejita.
Ni se t ocurra. Nadie le va a tocar el trasero a una vieja. En cambio el tuyo es como si tuviese un cartel q dijera parezco pan dulce p q me toques y me muerdas.
El otro día en la ducha no lo tocaste ni lo mordiste.
Me desafías, Rocamora?
No. Digo la verdad, no lo tocaste.
Me dejaste idiota, amor. No sabía ni como me llamaba. Y después me di cuenta d q estabas helada.
Mi trasero y yo estamos ofendidos :-(
Mi verguita y yo estamos calientes
Habrá q hacer algo al respecto ;-)
Síííí. Dónde estas?
Dos paradas y llego.
Salgo p allá.
Bianca descendió del autobús, y Gálvez la recibió en sus brazos. Se miraron con una sonrisa y, sin pronunciar palabra, se besaron como si estuvieran en la intimidad de un dormitorio. Se saborearon lentamente; sus lenguas jugaron; sus labios se acariciaron; sus respiraciones se fundieron en una.
—No veía la hora de tenerte así, segura entre mis brazos.
Bianca respondió ajustando sus manos en la espalda de él. En tanto, reflexionaba que, a medida que la pesadilla quedase en el pasado, la obsesión de Gálvez iría menguando.
—Estás tan linda.
—¿Te parece? No sabía qué ponerme, sobre todo pensando en que esta tarde tenemos que ir a la casa de Feliciana Castro.
—Estás perfecta.
—Tú también. Me encanta este suéter de hilo con ochos. Te queda pintado. Que sea blanco le da un toque veraniego.
—¿Te gusta? Me lo trajo mi papá de Miami hace poco. ¿Y te gusto yo?
Bianca frunció la boca y entrecerró los ojos.
—Más o menos.
Gálvez la levantó en el aire y le pasó el mentón sin afeitar por el cuello.
—¡Me encantas! —claudicó ella, deprisa.
La gente los observaba, algunos sonreían, otros les lanzaban miradas desaprobatorias, y Bianca y Gálvez seguían en su propio mundo, como si una cúpula los mantuviese aislados y a salvo de las interferencias externas. Entrelazaron los dedos y caminaron por Avenida Santa Fe.
—¿Qué trae mi equeco favorito en esa bolsa de Disco?
—Dos latas de galletas danesas que conseguí a un precio excelente. Y me fijé en la fecha de vencimiento, y no están por vencer. Compré una para tu mamá y otra para la Castro. Parecen exquisitas y la lata es divina.
—Se me ocurrió que a la Castro también podemos llevarle un ramo de flores.
—Me parece perfecto.
Gladys los esperaba con la puerta del departamento abierta. Abrazó y besó a Bianca, le dijo que estaba preciosa, y enseguida la invitó a pasar con aire nervioso, avergonzada tal vez por el caluroso recibimiento.
—¿Hay olor a bife? Dime la verdad, Bianca.
—No, para nada.
—Es que tu novio me exigió que te cocinara bife de chorizo. ¡De seguro no es lo mejor para recibir invitados! Tengo la puerta de la cocina cerrada y el extractor a todo lo que da, pero el olor a bife es lo peor y siempre se impone.
—Hay un perfume exquisito, en realidad.
—Es que estoy quemando una esencia para combatirlo.
—Bueno, mamá, qué mierda importa el olor. Lo que cuenta es que Bianca coma un bife todos los días.
—¿Estás anémica, querida?
—No, pero tengo los glóbulos rojos cerca del límite inferior.
—Ah, bueno, el olor vale la pena, entonces. Todo sea para subir un poco esos glóbulos rojos.
Bianca le entregó la lata de galletas danesas.
—Me habría gustado preparar algo, pero esta semana ha sido de locos y no tuve tiempo.
—Sí, lo sé. Sebastián me contó que tu hermana estuvo internada. ¿Cómo está?
—Mejor, gracias.
—Qué suerte. Y gracias por estas galletas. Son exquisitas.
—Amor —intervino Gálvez—, ven, quiero mostrarte mi dormitorio. La vez pasada no lo conociste.
—Pero tu mamá tal vez necesite ayuda.
—No, no, querida. Tengo todo listo. Anda, ponte cómoda nomás. Yo los llamo para comer. Los bifes de chorizo tardan en hacerse, pero no quería ponerlos hasta último momento.
Gálvez la condujo por un pasillo hasta su habitación. Bianca se detuvo unos instantes en el umbral y la estudió.
—Qué ordenado está todo.
—Lo ordené para ti, amor. En general, es un desmadre.
—Es lindísima y superluminosa.
—Ven, pasa —la invitó, y la desembarazó de la bolsa de Disco, de la cartera y del abrigo.
Bianca observó las paredes pintadas de un celeste profundo, el techo de blanco, las cortinas de voile, el edredón azul marino, el piso de madera, la mesa de luz con la fotografía de ellos dos, la biblioteca de madera blanca, que, además de libros, tenía cidís, fotografías, autos a escala, varios trofeos, un par de pesas y otras cosas, y pensó que había calidez en el conjunto, y se sintió cómoda, como en casa. Se dio vuelta. Gálvez la miraba fijamente, como a la espera de su aprobación.
—Qué bien me siento acá —dijo, y él le regaló su sonrisa de Colgate—. Este lugar tiene tu energía, por eso me siento tan bien.
Avanzó hacia ella y la abrazó.
—Siempre me dices cosas que me quiebran. Siempre me dices lo que me hace feliz.
—Te digo lo que me nace del corazón. Con nadie me siento tan libre como contigo.
—Perdóname si me puse pesado con lo de ir a buscarte. No quiero sofocarte, amor, te lo juro.
—Lo sé.
—Es que no puedo evitarlo. Cuando me doy cuenta de que estoy asfixiándote, ya es tarde.
—Eres leonino, Sebastián. Una de las características más marcadas de Leo es esa, la de ser protectores.
—Sin contar la pesadilla que tuve.
Bianca elevó la mano y le acarició la mejilla. Se dio cuenta de lo bien que le quedaba esa media barba, y sintió el vuelco en el estómago que presagiaba una oleada de deseo irrefrenable. Alejó la atención de ese punto porque, con Gladys a pocos metros, no quería iniciar ningún juego.
—Te prometí que no te voy a dejar. Créeme, Sebastián, porque no hablo por hablar.
Gálvez le sujetó la mano con que ella lo tocaba y la besó en la palma. Su gesto de ojos cerrados trasuntaba amargura.
—Quiero ver fotos —expresó, con un tono alegre—. Muéstrame estas que tienes en la biblioteca. ¿Quién es ese? Tu abuelo, seguro.
—Sí. Y eso soy yo a los cinco años.
—Eras comestible. Qué nene más bello, por Dios. Y tu abuelo… Te mira con tanto amor.
—Mi abuelo era lo máximo. Yo lo amaba.
—Y él a ti. ¿Esa es tu abuela? —Gálvez le dijo que sí—. Era hermosa. Tu mamá se le parece muchísimo.
Gálvez le fue mostrando fotografías con los compañeros de futbol, con los de natación, con los del antiguo colegio, una con Camila y Lautaro, otra solo con Lautaro en el dojo de Wing Chung, otra con Bárbara y Lucía Bertoni. No había ninguna con Cristian Gálvez, ni con sus hermanas. Bianca le pidió permiso para sacar un álbum que divisó en la biblioteca y se sentó en la cama para hojearlo. Gálvez se ubicó a su lado e iba respondiendo a sus preguntas. Se detuvo ante una foto enorme; ocupaba toda la hoja del álbum. Era la primera fotografía de Cristian con la que tropezaba. Tenía en brazos a un Gálvez muy chiquito, tal vez de dos o tres años, que se abrazaba al cuello del padre y lo besaba con la boca abierta en la mejilla. Cristian reía a mandíbula batiente. Apoyó los dedos sobre la carita del bebé y la acarició. Una oleada de tristeza le nubló la vista, y agradeció que los mechones de cabello le ocultasen el rostro transfigurado por las ganas de llorar. La había tomado por sorpresa y lo estaba experimentando en carne propia, al dolor por el que había atravesado su Gálvez, y le resultó injusto, intolerable, destructivo, despreciable, y odió a Cristian por haberlo sometido a esa tortura cuando era apenas un niño.
—¿Te gusta esa foto? —Bianca se limitó a asentir—. Te la regalo.
Bianca no halló la fuerza para seguir conteniendo la pena y se echó a llorar.
—Ey, amor, ¿qué pasa? Bianca, ¿qué pasa, amor?
Bianca sacudió la cabeza, incapaz de articular. Gálvez la contuvo y, cuando percibió que se calmaba, le sujetó el rostro con las manos y la obligó a enfrentarlo. Bianca le habló con los ojos cerrados.
—Perdóname. Traté de contenerme, pero no pude. Me sobrepasó.
—¿Qué, amor? ¿Qué te sobrepasó?
Levantó los párpados, pesados de lágrimas, y descubrió la ansiedad con que él la miraba.
—Fue como si sintiera aquí, en el corazón, todo el dolor por el que pasaste cuando él se fue. Y no pude soportarlo. Era demasiado. No sé cómo lo soportaste, mi amor. No sé cómo pud…
—Shhhh —Gálvez le selló los labios con los suyos—. No llores, te lo suplico. Fue duro, pero ya pasó. Y ahora te tengo a ti y soy feliz como no lo había sido en toda mi vida, Bianca. Te lo juro.
Descansó la frente en la de él, y, mientras intentaba recuperar el control, rezó, algo que nunca hacía. «No permitas que la pesadilla se convierta en realidad, no por mí, sino por él, porque no quiero que sufra de nuevo. No quiero que vuelva a sufrir. Nunca más. Te lo ruego».
—¿Mejor? —Bianca asintió—. No quiero que te pongas mal por esto.
—Está bien.
—Una vez, una persona, a quien amo como a nadie, me dijo que todo lo malo que nos sucede es para que después algo bueno aparezca en nuestras vidas. Creo que ella tiene razón, porque si mi padre no me hubiera abandonado, yo no habría repetido dos veces primer año. Si no lo hubiese hecho, no habría conocido al amor de mi vida.
Los ojos de Bianca se anegaron sin remedio y volvió a refugiarse en el pecho de Gálvez.
—Se suponía que lo que estaba diciéndote era para calmarte, no para hacerte llorar.
—Ya se me va a pasar.
Estuvieron en silencio durante un rato, abrazados, tranquilos en la tibieza del otro.
—¿Todavía quieres la foto?
—Sí, la quiero. Es hermosa.
En tanto Gálvez buscaba un sobre para la fotografía, Bianca fue al baño a componer su imagen. No se había pintado las pestañas, lo cual reducía bastante el daño. Se enjuagó la cara y la secó dando golpecitos para no enrojecerla. Se hidrató la piel con crema y se puso brillo en los labios. Volvió al dormitorio de Gálvez.
—¿Se nota que estuve llorando?
—No, para nada. Estás más linda que antes —Bianca rio sin brío, y Gálvez se acercó—. Estás preciosa, como dice mi mamá —le acarició el filo de la mandíbula con el dorso de los dedos—. Mi amor precioso —la recogió entre sus brazos y volvió a susurrarle—: Mi amor precioso.
—Te amo, Sebastián.
—Sí, lo sé.
♦ ♦ ♦
El almuerzo con Gladys se desarrolló en un ambiente distendido y alegre. Gálvez las hizo reír con sus ocurrencias, y a Bianca le resultó obvio que apelaba a su histrionismo para hacerla olvidar del momento amargo. No obstante, se mostró inflexible cuando dijo que no podía terminar el bife. Lo cortó en pedacitos y, como pretendía dárselo en la boca, Bianca tomó el tenedor y lo comió.
Como Gladys empezó a hacer planes para la tarde, Gálvez la paró en seco.
—Mamá, a las cuatro y media nos vamos. Tenemos un compromiso.
—¿Ah, sí?
—Tengo una entrevista con una profesora de canto —informó Bianca.
—¡Ah! No sabía que quisieras estudiar canto.
—Sí, canto lírico.
Las palabras canto lírico debieron de traerle malos recuerdos porque Gladys se amotinó en un mutismo deliberado y comenzó a recoger los platos.
—Mamá, Bianca sabe lo de Irene y papá. Se lo conté.
—¿Ah, sí? —dijo, y siguió juntado la vajilla.
Bianca se apiadó de ella, de su humillación y de su dolor.
—Irene Mattei era mi profesora hasta hace dos semanas.
La mujer detuvo el movimiento de sus manos y la miró a los ojos.
—¿Ya no lo es más?
—No. Me echó de su academia. Por eso ahora necesito otra profesora.
—Te habrá echado porque tu voz es mejor que la de ella. Es muy envidiosa —se puso de pie y aferró la pila de platos—. Me alegro de que ya no sea tu profesora, Bianca. Esa mujer es inescrupulosa. Pero, sobre todo, es peligrosa.
♦ ♦ ♦
Las puertas del ascensor se abrieron de manera automática, y Bianca y Gálvez entraron en un pasillo privado, amplio y lujoso. Una mujer uniformada los hizo pasar y les pidió que se acomodaran en una sala tan amplia que la ocupaban dos juegos de sillones y un piano de cola.
Apenas puso pie en la sala, Bianca reconoció su voz, que emergía por los parlantes Bosse, estratégicamente ubicados.
—¡Esa eres tú, amor! —exclamó Gálvez en voz baja, y le tomó la mano.
—Sí.
—Qué canción alucinante. Nunca la había escuchado.
—Es parte de una ópera, Los cuentos de Hoffman. Se llama Barcarolle.
—Es… sublime.
—Se canta a dos voces. Ese día la grabamos con Silvana, una compañera de la academia de la Mattei.
—Para mí, solo existe tu voz. ¿Es en francés? —Bianca asintió—. Pronuncias muy bien.
—Buenas tardes.
Bianca y Gálvez se pusieron de pie y avanzaron en dirección a la anfitriona, una dama de unos setenta y pico, menuda, de baja estatura, con el cabello completamente blanco recogido en un rodete en la nuca. Su rostro apenas maquillado les sonrió en tanto se aproximaban. Aunque Bianca no era una experta en ropa, se dio cuenta de que vestía un traje sastre de calidad, de una tela de lana rústica, que combinaba hilos blancos y rosa.
—Componen la pareja más hermosa que he visto en años —dijo, a modo de saludo—. Sean bienvenidos. Soy Feliciana Castro —estiró la mano, primero hacia Bianca, luego hacia Gálvez.
—Gracias por invitarnos a tomar el té, señora Castro —dijo Bianca—. Es un honor para nosotros.
—¿Esas flores son para mí?
—Sí —dijo Gálvez, y le entregó el ramo.
—Las rosas rojas son mis favoritas. Gracias —llamó a la empleada con una campanita—. Por favor, Karina, ponlas en agua.
—También le trajimos esto, señora —Bianca le extendió la caja con galletas danesas.
—Mmmm… Esto atenta contra la figura. Soy muy golosa, así que aprecio este regalo también. Gracias —le entregó la lata a Karina y le indicó—: Por favor, sírvelas en un plato y llévalas a la mesa.
Se volvió hacia sus invitados y los contempló con una sonrisa.
—Hace días que escucho tu voz, Bianca. Me tiene cautivada.
—Gracias, señora. Me siento muy halagada.
—Te confieso que acepté recibir tus grabaciones sin demasiadas esperanzas, pero lo hice porque me conmovió la pasión de este muchacho. Aun por teléfono, era palpable.
Bianca se volvió hacia Gálvez y adoró verlo sonreír, feliz.
—Está claro que es tu admirador número uno.
—Sí, lo soy.
—Me pareció apropiado que agregara una fotografía tuya. Fue una excelente medida.
Bianca apretó la mano de Gálvez a modo de agradecimiento.
—Tienes un talento, Bianca. Lo sabes, ¿verdad? —las mejillas de Bianca se colorearon y se limitó a sonreír—. Aunque le falta entrenamiento y educación, tu voz posee una extensión y una fuerza que rara vez he oído tan bien combinadas. Es de una dulzura que conmueve.
—Gracias.
—Pero lo que más me atrajo de tu canto es algo que las sopranos intentamos lograr toda la vida: que parezca que la voz emerge sin esfuerzo, como si se tratase de algo natural, como si respirásemos o hablásemos. Y esa impresión me dio al oírte, que no te costaba. Parecía que lo hacías sin esfuerzo, cuando tú y yo sabemos que el esfuerzo es mucho, en realidad.
—Señora —la interrumpió la empleada que los había hecho entrar—, la mesa del té está servida.
—Gracias, Irma.
Bianca nunca había visto una mesa tan primorosamente puesta, con un centro de rosas rosa, vajilla de porcelana con flores en colores pastel y un plato de tres pisos haciendo juego colmado de exquisiteces. La propia Castro sirvió el té (café para Gálvez) y mientras lo hacía, les preguntaba acerca de sus familias, el colegio, los amigos, los hobbies. Poseedora de una gracia sutil, los interrogaba sin que Bianca ni Gálvez sintieran incomodidad, ni intrusión, por el contrario, le contestaban con gusto.
—Me comentó Sebastián que estás buscando una nueva profesora de canto porque la que tienes no te convence.
—En realidad, tuvimos una diferencia y me pidió que no volviera a su academia.
—¿Puedo pecar de curiosa y preguntarte de quién se trata?
—Irene Mattei.
—Ah, Irene.
—Es una excelente profesora —apuntó Bianca.
—Sí, lo es. Una gran soprano también. Desafortunadamente su carrera se truncó años atrás.
—¿Se truncó? —se extrañó Bianca—. ¿No lo abandonó todo por amor?
—Eso es lo que ella le hizo creer al mundo, pero no fue así. ¿Por qué tendría que haberlo abandonado todo por amor? ¡Como si el amor y el canto lírico fueran incompatibles!
—¿No lo son, entonces?
Feliciana Castro miró a Gálvez con ternura y una media sonrisa.
—¿Tienes miedo de que lo sean, Sebastián?
—Sí —admitió, luego de una pausa.
—Debes de amarla mucho para ayudarla a lograr su sueño a pesar de saber que podrías perderla. Un amor así es una rareza. Me siento honrada de tenerlos en mi mesa. Pensé que los jóvenes de ahora no valoraban el verdadero amor. En realidad pensé que no sabían ni siquiera lo que era. Me equivoqué.
—Yo no lo conocía hasta que me enamoré de Bianca.
—¿Y tú, Bianca? ¿Has estado enamorada antes?
—No. Solo lo he amado a él. Lo amo desde que tengo trece años. Es el amor de mi vida. El único.
—Me recuerdan a mí y a mi esposo. Estuvimos enamorados hasta el final, hasta que él me dejó hace dos años. Lo sigo amando. Lo amaré hasta que muera. Tal vez lo siga amando después.
—¿También se conocieron cuando eran jóvenes? —quiso saber Bianca.
—Nuestras familias eran amigas. Él era ocho años mayor que yo, por lo que cuando yo era una nena de doce, él tenía veinte. Me miraba como a una hermanita, me trataba como a una hermanita, y yo ya sabía que sería el padre de mis hijos.
—Qué hermosa historia. ¿Cómo lo conquistó finalmente?
—Cuando me oyó cantar por primera vez en una fiesta familiar.
Bianca y Gálvez intercambiaron una mirada cómplice.
—¿Su esposo también se dedicaba al canto lírico? —preguntó él.
—¿José? ¡No, qué va! Tenía menos oído que un perro viejo. No, era abogado. Heredó el bufete de su padre, que ahora está en manos de nuestros hijos.
—Y… ¿Podían compatibilizar sus carreras? —se interesó Gálvez.
La señora Castro rio en un gesto de comprensión.
—José era un gran compañero, así que me apoyaba y me cubría, sobre todo con nuestros hijos. Yo trataba de armar mi agenda más pesada durante el mes de feria, en enero y en julio. Entonces, él viajaba conmigo. Los demás viajes los hacía sola y trataba de firmar contratos en teatros de países cercanos para ausentarme de casa lo menos posible. Cuando mis hijos eran muy chicos, me tomé algunos años sabáticos. Eso sí, practicaba todos los días, para no perder la voz. ¿Qué vas a estudiar, Sebastián?
—Todavía no he decidido. Estoy pensando que tal vez me convenga una carrera que me permita seguir con la empresa de mi papá.
—¿Empresa de qué?
—Es una fábrica de pinturas.
—Interesante. Se me ocurre que podrías ser abogado (siempre hacen falta en las empresas), o contador, o administrador o ingeniero químico. Las posibilidades son varias.
—Sí. Alguna de esas será la elegida.
—Sea lo que sea que elijas, no tengas miedo. El amor y el canto lírico no son incompatibles. El caso de Irene es diferente. Años atrás, su voz empezó a decaer a causa de unos nódulos en sus cuerdas vocales. La operó el mejor especialista, un médico de Ginebra. Quedó bien, pero no volvió a ser la misma. La propuesta de matrimonio de Emiliano Rotta le vino como anillo al dedo para justificar su alejamiento de las tablas, pero en realidad el motivo era otro. Debo admitir que no era muy querida en el medio de los teatros líricos. Muchos personas se alegraron cuando se fue, yo entre ellas. Lamentablemente, Rotta murió de un infarto tres años más tarde del matrimonio, pero Irene no volvió a los teatros porque la razón no era el amor, sino la calidad de su voz. Debió de darse cuenta de la eximia voz que tienes, Bianca, si no, jamás te habría asumido como alumna. Sé que es muy selectiva.
La revelación sobre la Mattei los había dejado mudos. Se buscaron bajo la mesa y entrelazaron sus manos.
—Bianca —habló la señora Castro—, como le dije a Sebastián cuando hablamos por teléfono, hace tiempo que no doy clases, pero tengo muchas ganas de asumirte como mi pupila.
—Para mí sería una alegría y un honor enormes, señora Castro.
—Llámame Feliciana, por favor. Lo mismo tú, Sebastián. Pero antes de establecer un compromiso, quiero saber cuáles son tus objetivos.
—Mi objetivo a corto plazo es presentar el examen a fines del año que viene para ingresar en el ISA. A largo plazo, ser una soprano, la mejor posible, y vivir del canto.
—¿Quieres ser famosa?
—Debo admitir que la fama me tiene sin cuidado. Lo que quiero es cantar. Es lo que me gusta hacer.
—Tienes todo para ser famosa, querida, pero cada uno elige qué camino le conviene tomar —la Castro se quedó mirándola con dulzura—. En fin. Pasemos a cuestiones más prosaicas. Estoy pensando que, como todavía vas al colegio y trabajas tanto, lo mejor sería que vinieras a casa los sábados por la mañana, a las nueve. Te quedarías hasta la una. Serían cuatro horas intensivas, solo tú y yo. Las aprovecharías muchísimo.
—¡Me parece genial! ¿Y cuáles serán sus honorarios, Feliciana?
—¿Honorarios? Es que no hago esto por el dinero, querida. Lo hago porque tú eres un diamante en bruto y yo quiero convertirte en un brillante. Serías mi capolavoro, como dicen los italianos. Mi obra maestra.
—Pero no puedo venir si no acepta cobrarme. Nadie trabaja gratis.
—¿Te parece que necesito dinero, Bianca? —la Castro levantó los brazos y le señaló el entorno.
—No, la verdad es que no, pero no me parece justo.
—A mí sí, y no se hable más.
Bianca estiró la mano a través de la mesa y la Castro se la apretó.
—Gracias, Feliciana.
—De nada, querida.
♦ ♦ ♦
Apenas alcanzaron la vereda de la calle Posadas, Gálvez tomó a Bianca por la cintura y la hizo dar vueltas en el aire, al tiempo que lanzaba gritos victoriosos. A ella le dio un ataque de risa, que la dejó exhausta, por lo que, cuando él la devolvió a tierra firme, descansó sobre su pecho. Gálvez la sujetó contra su cuerpo y le besó varias veces la coronilla.
—Parece ser que la teoría de esta persona de la que te hablaba antes, esa a la que amo más que a nadie en el mundo, es verdad. Las cosas malas pasan para que después venga lo bueno.
—Sí, es así.
—Vas a ser la mejor soprano del mundo, amor. Estoy seguro.
—Y te lo voy a deber a ti, Sebastián. Lo que acabamos de conseguir es gracias a ti, amor mío.
—Me encanta que digas lo que acabamos de conseguir. Quiero ser parte de todo lo que logres en tu carrera, Bianca.
—Y yo quiero que hagamos siempre todo juntos. Los dos siempre juntos.
—Siempre juntos, amor.
Como ninguno tenía hambre, decidieron tomar un café en La Biela antes de ir a The Eighties. Se sentaron en una mesa pequeña y apartada, y se sostuvieron las manos y la mirada en silencio, hasta que el mesero les preguntó qué deseaban pedir.
—Gracias, Sebastián. Yo jamás habría conseguido que Feliciana Castro me tomase como alumna.
—Sí, lo habrías logrado. Fue tu voz la que la conquistó.
—Pero oíste lo que dijo, que aceptó escuchar mis cidís porque tú la conquistaste por teléfono. De algo me sirve que vayas rompiendo corazones por ahí.
—Pero tú confias en mí, ¿no, amor?
—Sí.
—Jurámelo.
—Lo juro.
—Quiero contarte algo que pasó ayer —el corazón de Bianca se aceleró—. Irene volvió al gimnasio. Fue a buscarme.
Bianca intentó disimular el golpe que significaba esa noticia.
—¿Qué quería? —preguntó de buen modo.
—Tomar un café, platicar… Dice que quiere que seamos amigos.
—¿Tomaron un café?
—Sí, acepté. Me caga, la verdad, que se aparezca en el gimnasio cuando se le antoja. No hay nada en común entre ella y yo. Lo que había, se acabó. Pero me hace sentir una mierda no pelarla, como si estuviese tratándola como a una basura.
—¿En qué consistirá esta amistad?
—No hay tal cosa, amor. Ella quiere, yo no.
—¿Hablaron de mí?
—Me preguntó por ti, pero le dije que de ti no iba a hablar, que cambiara el tema o me iba.
—No le cuentes nada, por favor. No confío en ella.
—Te hace daño esto que estoy contándote, ¿no? —Bianca bajó la vista y asintió—. Entonces, olvídate. La próxima vez que se descuelgue y se aparezca por el gimnasio, le corto el rostro y listo. No quiero que te angusties, Bianca.
—Estoy bien. No te preocupes.
La reaparición del mesero con las tazas de café sirvió para cambiar la energía y la disposición del ánimo. Gálvez levantó el pocillo y dijo:
—Brindemos por la genia de la Castro.
—Por la Castro —repitió Bianca, y chocaron las tacitas.
—Y por la mejor soprano del mundo, Bianca Rocamora, amor precioso de mi vida.
—Y por el amor de mi vida, Sebastián Gálvez, que es más importante que el canto, que ser una soprano, que cualquier cosa. Él está siempre primero.
—Brindo por eso.
—¿Te diste cuenta de una cosa? —Gálvez bebió su café y levantó las cejas—. Que no voy a poder seguir cantando los viernes en The Eighties.
—Ah, claro.
—Es imposible tener bien la voz a las nueve de la mañana si me acuesto a las cuatro. No hay forma.
—Carmelo y Mariel se van a querer matar.
—Van a tener que pedirle a la otra chica, la que canta los jueves, que vaya los viernes también. No pienso sacrificar mis clases de canto por el bar. Además, si Feliciana no me cobra, no voy a estar tan apretada como antes.
—Bianca, no vas a estar apretada porque ahora estoy yo. No quiero que pases necesidades, amor.
—No paso ninguna necesidad, Gálvez. Tengo todo lo que necesito, empezando por un novio exasperante.
—Amor, quería preguntarte algo.
—¿Qué?
—El miércoles y el jueves mi mamá se va a Rosario para hacer un seminario de lengua castellana. Vuelve el viernes. Me voy a quedar solo en casa —Bianca apoyó la taza sobre el plato con lentitud deliberada y evitó el contacto visual—. Mírame, por favor. ¿Quieres venir a dormir a mi casa esas dos noches?
Bianca le contempló la expresión que ella asociaba con la de un pequeño, la de ojos bien abiertos, cejas levantadas y boca entreabierta. Casi parecía una escena extraída de un jardín de niños: «¿Quieres venir a dormir a mi casa? Si vienes, te presto todos mis juguetes».
Gálvez malinterpretó el mutismo de Bianca, lo que desató su verborrea.
—Mira, tengo todo planeado. El miércoles, después de la ginecóloga, nos vamos a casa. Podrías ensayar en mi dormitorio las canciones para el bar. Cierras la puerta y no te jodo, te prometo. Y podríamos estudiar juntos para la prueba de Francés, que yo no entiendo un pito y tú la tienes muy clara. Y podríamos hacer juntos los ejercicios de Matemá…
—Sí.
—¿Sí?
—Sí. Voy a ver cómo hago para obtener el permiso de mamá, pero sí. Tal vez no pueda ir las dos noches, pero una creo que no será problema.
—Le puedes pedir a tu tía Claudia que te cubra.
—Sí, seguramente le pediré a ella.
—Gracias, amor.
Se sostuvieron la mirada. Las palabras sobraban.