10

El martes después del feriado, Bianca se aproximaba al colegio con unas ansias locas por encontrar a Gálvez. Te espero en las escalinatas, acababa de informarle a través de un SMS, y ahí estaba, soberbio, con su cabeza perfecta de cabello corto dibujada contra la pared blanca del edificio, ajeno a las miradas apreciativas que le lanzaban las chicas de otros cursos; respondía a los saludos y seguía observando hacia la derecha, tratando de distinguirla en la multitud de alumnos. La esperaba por ese lado. Bianca sonrió.

—¡Sebastián! —lo llamó desde la izquierda, y amó su expresión de sorpresa y de contento cuando la descubrió en la base de las escalinatas.

Lo vio bajar corriendo. Gálvez le rodeó la cintura con el brazo derecho y la besó en los labios, y en las mejillas, y en las sienes, y de vuelta en los labios. Lo hacía con suavidad; no obstante, Bianca advirtió una nota de angustia.

—Te esperaba por el otro lado.

—Tuve que ir a la papelería a comprar pinturas témpera para Martina. Las necesita mañana y hoy en la tarde no voy a tener tiempo para comprárselas.

—¿Sabes que cuentas conmigo, no? Podría haber ido yo a comprarlas esta tarde y dártelas cuando fuera a buscarte al local para ir a natación, así tú no hubieras tenido que levantarte más temprano.

—Sí, es que no me acostumbro.

Gálvez se quedó mirándola, no fijamente, sino con ojos que la recorrían velozmente.

—¿Qué pasa, mi amor?

—Anoche tuve una pesadilla.

«¡Ups!», se preocupó Bianca; los sueños de los nativos del Ascendente en Piscis no debían desestimarse.

—¿Qué soñaste?

Él sacudió la cabeza y apretó la mandíbula.

—¿Te despertaste angustiado?

—Sí.

—¿Algo sobre nosotros?

—Sobre ti.

—¿Me pasaba algo malo?

Gálvez se mantuvo quieto, los ojos fijos en los de ella, los labios tensos, los huesos de la mandíbula marcados bajo la piel.

—Ajá, me pasaba algo malo —él asintió, y ella le acarició la mejilla recién afeitada, que olía a after-shave—. ¿Quieres contarme?

—A veces, desde chico, sueño cosas que después pasan en la vida real.

—Sí, es tu Ascendente en Piscis. No te asustes.

—¿Mi Ascendente en Piscis?

—Te da ese poder, el de la premonición.

—¡Bianca! —volvió a abrazarla con un ardor que le dio la pauta de lo perturbador del sueño.

—¡Ey, tortolitos! —Camila irrumpió con su alegría y les arrancó sonrisas forzadas. Lautaro Gómez, a su lado, los observaba con suspicacia.

—¿Todo bien, Gálvez? —preguntó.

—Sí, sí —mintió él—. Vamos —dijo, y se llevó dos chicles de nicotina a la boca.

♦ ♦ ♦

La tensión a causa de la pesadilla fue diluyéndose a lo largo de la mañana; sin embargo, Bianca percibía que, cuando sus miradas se encontraban, Gálvez intentaba ocultarle una profunda tristeza. No quería forzarlo; él le contaría cuando estuviese preparado.

Por la tarde, la llamó y le mandó mensajes varias veces, y, en cada ocasión, ella sonreía porque le hacía gracia cómo él intentaba camuflar sus controles y su asedio con preguntas banales o comentarios que podría haberle hecho cuando se viesen.

A las seis de la tarde, Bianca salió del local, y allí estaba el Peugeot, esperándola. La ventanilla polarizada del conductor descendió lentamente hasta revelar la sonrisa de publicidad de Gálvez, y se acordó de aquel lunes por la noche de tres semanas atrás, y se emocionó.

—¿Puedo llevarte a algún lado, belleza? —Bianca rio, no tanto por la ocurrencia de Gálvez, sino porque él había vuelto a ser el de antes.

—Sí, llévame a los brazos de mi novio.

Gálvez bajó, y Bianca corrió a su encuentro. La levantó en el aire y la hizo dar vueltas. La besó en los labios, y en el cuello, y Bianca se aferró a él con una pasión que la asombraba, pues no había sabido que existía en ella. Él despedía un aroma fresco y vital.

Subieron, y mientras le contaba sus cosas (había elegido las canciones para el sábado; estaba muy nerviosa porque el «Ave María» de Schubert que entonaría el domingo en la catedral era una pieza con gran exigencia vocal; su madre se había hecho una ecografía y todo iba bien), él giraba la cabeza y la observaba en silencio y con un gesto de ansiedad voraz por no perder detalle de lo que ella le relataba.

—Discúlpame —dijo, de pronto—. Estoy hablando hasta por los codos y tú, nada. Cuéntame tu día.

—Esta tarde te llamé y mensajeé tantas veces que no me queda nada por contarte. Estuve un poco pesado, ¿no?

—¿Tiene que ver con el sueño?

—Sí, supongo que sí. ¿Vamos a comer algo por ahí después de natación?

Bianca estuvo a punto de negarse, pero, al recordar que la reunión de los lunes de su padre, en la que se juntaba con amigos para rezar el rosario y cenar, se había pospuesto para ese martes, aceptó. Envió un mensaje a Corina avisándole que comería con unos compañeros del cole.

Cerca de las ocho y después de la clase de natación, ocuparon una mesa en el Burguer King de Avenida Rivadavia, que quedaba cerca del aquagym. Gálvez devoró su hamburguesa sin pronunciar palabra, y mientras Bianca picoteaba la suya y las papas fritas, disfrutaba de la saludable avidez de él.

—Tenías hambre.

—Es que antes de ir a buscarte, me maté en el gimnasio. Fui a descargar un poco de energía.

—¿Te gusta mucho? Digo, el gimnasio.

—Sí, es padre. Hace años que voy, ya conozco a todos y todos me conocen. Justo el otro día, el dueño me pidió que si no podía echarle una mano con algunos clientes que apenas empiezan y están medio perdidos. Me pagaría una lana.

—¿Ah, sí? —la punzada de celos la fastidió; detestaba mostrarse como no era; ¿o tal vez con Gálvez sí era celosa y desconfiada?—. ¿Hay chicas? —se interesó, muy a su pesar, mientas se preguntaba de qué le servía ser acuariana si estaba desplegando la posesividad de una taurina.

—Sí, muchas. Algunas se matan por estar flacas y en forma.

—¿Tú tendrías que asistirlas a ellas?

Gálvez alzó la vista de las papas fritas y levantó la comisura en una sonrisa pedante.

—¿Celosa?

—No me hagas caso —Bianca sacudió la mano—. Detesto ser así, perdóname.

Gálvez le sujetó la mano y le besó el dorso de los dedos.

—Pero yo amo que te pongas celosa.

—Pero a mí no me gusta que te sientas perseguido.

—Bianca, me siento amado, no perseguido.

—Ay, mi leonino favorito…

—¿Qué, acuariana mía?

—Eres tan Leo, mi amor.

—Me encanta ser Leo.

—Y te queda muy bien. Te amo por ser así, tan brillante.

—Estuve pensando mucho en lo que hablamos el domingo acerca de mi carta natal. Es muy fuerte.

—Sí, lo es. Cuando nos hicimos amigas Camila y yo, empezamos a leer sobre astrología y a tomárnosla en serio, entendí muchas cosas de mi vida y de mi familia. Me hizo mucho bien.

—Lo que me explicaste de mi padre es tan cierto… Me dejó un poco confundido también —Bianca aguzó la vista—. Es como si, por haber nacido ese día y a esa hora, a mí me hubiese tocado en suerte vivir lo que viví. Como si fuese una condena.

—Yo creo que es al revés. Naciste ese día y a esa hora para contar con las energías necesarias para vivir lo que tenías que vivir. ¿Por qué tenías que vivir eso? No lo sé. Mi tía Claudia, que cree en la reencarnación, dice que lo malo que vivimos en la nueva vida son los karmas o las cosas pendientes que quedaron de vidas anteriores y que nos sirven para crecer y elevarnos. No sé mucho del tema, la verdad. Le voy a preguntar al Maestro Luz, él se la vive leyendo sobre eso —Bianca sorbió un trago de Coca-Cola antes de preguntar—: La profesora Mattei y tu papá fueron amantes, ¿no? —Gálvez asintió sin levantar la vista, como hacía cuando estaba admitiendo una verdad a regañadientes—. Y tú los descubriste. ¿O lo percibías sin saberlo a ciencia cierta? —se le ocurrió de pronto.

—Primero, lo percibí. Entonces, no tuve mejor idea que preguntarle.

—¿Qué le preguntaste?

—Pa, ¿tú y la tía Irene se gustan como novios?

—¿Se enojó?

—Me castigó y me escondió la consola del Play.

—¿Entonces?

—Como la relación entre nuestra familia y ella era muy estrecha, en casa había llaves de la casa de ella y viceversa. Así que un día, en el que sentí que mi papá estaba con ella, agarré las llaves y entré en la casa de la tía Irene. Y los encontré cogiendo en un sillón.

Bianca se limitó a arrastrar la mano a través de la mesa y entrelazar sus dedos con los de él, que, sin mirarla, se los apretó.

—Es la primera vez que cuentas esto, ¿no?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Lo intuí. ¿Ellos se dieron cuenta de que los habías descubierto?

—Sí. Mi papá me dijo, de buen modo, que me fuera y que lo esperara en casa. Yo le hice caso. Me fui sin decir una palabra y lo esperé. Llegó un momento después, todo nervioso y sonriente. Eso me hizo pomada, no sé por qué. No soporté que se mostrara débil. Me levantó el castigo y me devolvió el Play, y me dijo que no le dijera a mamá porque la iba a poner muy triste. Yo le dije que no se lo hubiera dicho de todos modos, aunque él no me hubiese devuelto el Play, ni me hubiese levantado la penitencia. Fue la única vez que vi que mi papá se ponía colorado.

—¡Qué genio fuiste! Actuaste con la madurez que no tenía tu papá. Te admiro y te respeto, Sebastián Gálvez.

—Bianca… No me digas eso, me partes. Porque ese día me habré portado como un hombre, pero después… En fin, tú sabes. Después derrapé mal.

—Y después de derrapar mal —añadió ella, con acento juguetón—, cuando tenías edad suficiente, te convertiste en el amante de Mattei.

Gálvez levantó fugazmente las cejas en abierta sorpresa y enseguida la contempló con una mueca que reflejaba tanta desolación que Bianca se apiadó.

—No te preocupes. Lo sé desde aquel día en que nos topamos en la puerta de su estudio.

De manera inconsciente, Gálvez aplicó más presión a sus dedos.

—Bianca —dijo, y su voz reflejaba miedo—, te juro por mi vida que no he vuelto a estar con ella desde que nos encontramos ese lunes en su estudio. Desde ese día, te he sido fiel.

—Lo sé.

—¿Me crees?

—Sí. La profesora Mattei no sería el saco de nervios que es, ni tendría el mal humor que tiene, si tú siguieras siendo su amante. Las chicas piensan que es por lo del concierto del domingo. Yo sé por qué es en realidad.

Sobrevino un silencio entre ellos, que exacerbó el bullicio en la hamburguesería. Bianca fijó la vista en Gálvez.

—¿Te doy asco? ¿Te parezco un freak de mierda?

—No eres un freak. Creo que nadie es freak. Cada uno es lo que es, lo que puede ser, lo que sabe ser. Punto. ¿Quién soy ya para decirte si está bien o mal?

—Esto no va a cambiar las cosas entre nosotros, ¿verdad que no, amor?

—¿Qué sabe ella? ¿Qué excusa le pusiste para borrarte?

—Le dije la verdad, que me había enamorado de ti y que no quería serte infiel.

—¿Cómo? ¿La profesora Mattei sabe que soy yo la chica por la cual la dejaste?

—Se dio cuenta sola. Al principio, le martillé la cabeza preguntándole por ti. Además, ese día, cuando llamó al local para presionarte, fui yo el que le cortó el teléfono, ¿te acuerdas? Cuando por fin me decidí a encararla, le dije que había empezado una relación estable, y ella dijo que sabía de quién se trataba. «Es Bianca», me dijo. Yo no quería que se enterara de que eras tú porque no quería que te perjudicase. Tenía miedo de que te echara de sus clases o te tratase mal.

—¿Desde cuándo lo sabe?

—Desde el viernes anterior a la audición en The Eighties.

—Se ha portado bien conmigo. Bah, normal.

Bianca bajó la vista para pensar, necesitaba recapitular esa larga conversación. Él interpretó que ella estaba enojada.

—Bianca, dime algo. No te quedes callada.

—¿Por qué se separaron tu papá y tu mamá?

—Porque mi mamá se enteró de que mi papá e Irene eran amantes.

—¿Los sorprendió en la cama?

—No. Se lo chismeó la portera. Quería mucho a mi mamá porque les daba clases particulares de Lengua a sus hijas y no le cobraba. Ella le dijo. Mi mamá confrontó a mi padre, y él confesó. Nos fuimos esa misma noche a casa de mi abuelo y mi mamá le dijo a mi papá que no quería volver a verlo, que no se acercara a nosotros. Y él se lo tomó a pecho. No volví a verlo hasta el año pasado, que se apareció en el Hospital de Urgencias en Córdoba.

—¿Tu papá y tu mamá se llevaban bien?

—Discutían bastante, siempre por problemas de dinero.

—¿Y con la Mattei? ¿Cómo fue que tú y ella se hicieron amantes?

—Me la encontré en 2010, en el gimnasio. Ella acababa de empezar yoga. No te pongas loca, no va más al gimnasio. Así fue. Ella me reconoció de inmediato.

«Es que eres muy parecido a tu papá, mi amor».

—Me invitó a tomar un café a la cafetería del gimnasio. Hablamos mucho, de los viejos tiempos, de lo que había pasado, de mí, de ella… De todo. Me invitó a cenar a su casa para seguir la charla y…

—Es evidente —lo interrumpió Bianca— que la señora Mattei siente una debilidad por los varones de la familia Gálvez.

—Supongo que un psicólogo se haría un pícnic con este caso. No sé por qué lo hice, Bianca. La verdad es que la tía Irene siempre me había gustado. No como tía, se entiende. De chico me parecía muy linda. Y cuando volví a verla sentí odio y atracción al mismo tiempo, una mezcla muy fuerte —sonó el celular de Bianca—. ¿Quién es?

—Pablo. Hola, Pablo. ¿Todo bien? Cenando en un Burguer. Sí, con él. Sí, él me va a llevar en su auto, no te preocupes. ¿Mamá bien? ¿Granny ya se fue? Dile a Martina que le llevo las pinturas témpera para mañana. Pablo, ¿por qué siempre esperas hasta esta hora para pedirme las cosas del cole? Las papelerías están todas cerradas. Uf… ¿Para qué quieres hablar con Sebastián?

Gálvez estiró la mano y Bianca le pasó el teléfono.

—Hola, maestro. ¿Qué onda? Sí, yo la llevo hasta la mismísima puerta de tu casa. Tú duerme sin frazada. Sí, estaría padre vernos. Ahora organizo algo con tu hermana y después te cuento. ¿Qué necesitas para mañana? Ajá. Va. Chau —cortó la llamada y le devolvió el celular a Bianca—. Si quieres, te llevo al Híper Coto de Díaz Vélez y compramos las cartulinas ahora. Si nos apuramos, llegamos. Cierran a las diez.

Bianca miró el reloj y se mordió el labio. La tentaba la idea de quitarse de encima el encargo de Pablo; llegar tarde y toparse con su padre la asustaba.

—¿Qué pasa, amor?

—No quiero llegar después de papá. Si bien hoy vuelve tarde porque se reúne con sus amigos a rezar el rosario, a las once suele estar en casa. El domingo en la noche se enojó muchísimo porque llegué a las ocho.

—¿Qué le pasa? ¿Es idiota? Era domingo, tu día de descanso. ¡Y ayer fue feriado! ¿No tienes libertad para hacer lo que quieras ni siquiera el domingo? Te lo pasas trabajando y haciendo de sirvienta en tu casa y él se enoja porque llegas a las ocho. ¡Ni que hubieses llegado a las doce de la noche! Me desquicia —Gálvez la descubrió mortificada—. Perdóname, amor, es que me parece tan injusto —Bianca asintió—. Mira, son las nueve y cinco. Llegamos a Coto rápido, en diez minutos, menos tal vez. No es tan lejos. Yo conozco ese súper de memoria. Sé dónde están las cosas de la papelería. Entramos, compramos rapidísimo las cartulinas y te llevo volando a tu casa. Llegas a las diez y media por muy tarde. ¿Qué te parece?

—Me parece que te amo. Tanto, tanto, ¿lo sabes?

Lo vio tragar, emocionado.

—Entonces, ¿nada cambia entre nosotros a pesar de haberte enterado de… de esta mierda?

—Ya te dije que lo sé desde aquel día.

—¿Por qué nunca sacaste el tema?

Bianca sacudió los hombros y se puso de pie. Comenzó a recoger sus cosas. Gálvez la imitó.

—Supongo que para cada cosa hay un tiempo. Y para hablar de ti y de la Mattei no había llegado el momento. Hasta hoy.

—¿Qué vas a hacer con sus clases? —le pasó un brazo por los hombros y se encaminaron hacia la salida.

—No te creas que me hace mucha gracia verla, pero no puedo darme el lujo de dejarla. La Mattei es excelente. Hay pocos maestros como ella en Buenos Aires. Y yo tengo que prepararme para el examen del año que viene para entrar en el Colón. Es muy difícil.

—No tengo duda de que lo vas a pasar con las mejores calificaciones.

—Gracias, mi amor.

♦ ♦ ♦

El plan de Gálvez iba viento en popa. Ya tenían las cartulinas y caminaban a paso rápido por el estacionamiento del Híper Coto. Hablaban sobre la prueba de Matemáticas que les habían hecho ese día, cuando la sirena de una ambulancia inundó el recinto y los ensordeció.

—Alguien debe de haberse sentido mal en el súper —comentó Bianca.

Gálvez apretó el paso y Bianca casi trotó a su lado. Llegaron al Peugeot. Él frenó de golpe y la abrazó sin preámbulos. Ella permaneció estática, con la cabeza echada hacia atrás, las cartulinas en una mano y su bolsita en la otra.

—Anoche soñé que te morías —lo escuchó pronunciar con acento desesperado.

Experimentó un instante de pánico. Soltó las cartulinas y la bolsita, y se aferró a él. No quería morir, no ahora que su adorado Gálvez la amaba.

—Unos tipos de verde te llevaban en una camilla por un pasillo largo, larguísimo, y yo corría y gritaba, pero el ruido de la sirena de la ambulancia tapaba mis gritos, y no me escuchaban. Me desperté sentado en la cama, gritando tu nombre como un loco. A mi mamá casi le da un infarto.

—¿Tienes miedo de que tu pesadilla se haga realidad?

—Sí —lo susurró a regañadientes, y la apretujó aún más—. Así fue con Irene y mi papá, así supe que eran amantes. Lo soñé. Soñé exactamente la escena que vi aquel día en la casa de ella. Ha sido la cosa más espantosa y aterradora que he vivido.

Se quedaron en silencio. Bianca percibía la respiración agitada de él, que le golpeaba el cuello. Se rebulló cuando la presión de sus brazos comenzó a ahogarla. Él se apartó un poco. Se miraron. Bianca le sostuvo el rostro con las manos y se puso de puntitas para besarlo en los labios. Lo hizo delicadamente hasta sentir que se relajaban y se separaban apenas. Lo tentó con la lengua, y él respondió de inmediato. La boca de ella desapareció dentro de la de él. Gálvez dio un giro, y Bianca terminó apoyada en la puerta del Peugeot.

Un taconeo se aproximaba y retumbaba cada vez más cerca. Bianca apartó los labios, y Gálvez, agitado e irritado, apoyó la frente en la sien de ella, pero no se movió. El taconeo pasó a metros de ellos y siguió hasta detenerse de pronto. Se abrió y se cerró la puerta de un automóvil, que hizo crujir los neumáticos al arrancar. En ningún momento Gálvez hizo ademán de retirarse por el bien del pudor.

Levantó la cabeza lentamente y la miró, y, como siempre le ocurría cada vez que él le mostraba al niño desolado que lo habitaba, ella necesitó consolarlo.

—Sebastián, no pienso morirme, no ahora que te tengo. Créeme porque es la verdad.

♦ ♦ ♦

Bianca introdujo las llaves en el cerrojo y las hizo girar lentamente. Abrió la puerta del departamento y entró con miedo. Se quedó un momento quieta en la oscuridad. Se respiraba paz y orden, y razonó que en parte se debían a que Granny y su madre controlaban la situación nuevamente, y también a que su padre no había llegado aún. Una energía amenazante lo seguía como una estela con la que Pablo Rocamora iba mancillando los rincones de la casa.

Entró en su dormitorio. Martina y Lourdes dormían; Lorena usaba la computadora.

—Hola, Lore.

—¿Qué haces, Pulga? —le contestó, sin volverse.

—¿Mamá duerme?

—Llegué hace diez minutos y ya dormía.

—¿Cenaste?

—No empieces, Bianca.

—¿Cenaste, Lorena?

—No, no cené. Y no jodas.

—Voy a traerte algo.

—No lo voy a comer.

—Entonces, me voy a poner a gritar como loca que eres bulímica. Te lo juro, Lorena. Que se despierte todo el edificio, no me importa.

Se midieron a través del espacio del dormitorio.

—Está bien, tráeme algo.

—Si tienes planeado vomitar, olvídate desde ahora. Te voy a vigilar durante una hora, hasta que el alimento se haya digerido y sea demasiado tarde.

—¡Qué jodona eres, por Dios!

—Ya vengo.

Abrió el refrigerador y las alacenas y estudió las provisiones. Se dijo: «Tengo que preparar poco, porque debe de tener el estómago del tamaño de un saquito de té, y tiene que ser algo nutritivo». Preparó una omelette con dos huevos, y le agregó queso rallado, tiras de jamón cocido y pedacitos de tomates secos hidratados en aceite de oliva. Desprendía un aroma sabroso.

—Todo —la instó al momento de presentarle la bandeja.

—Yo como, si tú me cuentas cosas de Sebas. Estoy viendo su Facebook y, desde hace días, no tiene actividad, como si se hubiera borrado. ¿Está yendo al cole?

—Sí —masculló Bianca, y comenzó a desvestirse.

—¿Lo notas raro?

—No.

—¿Con quién se sienta?

—Con Mario, un compañero con el que se sienta desde primero.

—¿Tiene amigas entre las chicas del curso?

—Sí.

—¿Quiénes?

—Camila, Karen y Bárbara.

—Háblame de Karen.

—Es muy especial, superinteligente. Gálvez la respeta como a pocas chicas, pero no hay nada entre ellos.

—¿Es mona?

—No, pero tiene una personalidad superatractiva.

—¿Y la tal Bárbara? ¿Es mona?

—Mona es poco. Es bella.

—Ven, fíjate si Bárbara está entre las fotos de chicas que tiene en su Facebook.

—Yo busco, tú come.

—Está bueno —concedió Lorena, y se llevó otro poco de la omelette a la boca.

—Esta es Bárbara —señaló, al cabo.

—¡Es divina, la muy perdida! ¿Crees que pase algo entre ella y Sebas?

—No creo. Bárbara sigue enamorada de Lautaro.

—¿Qué Lautaro? ¿El bicho de Camila? —Bianca asintió—. ¡Pero si es un feto!

—No es ningún feto, Lorena. Y tiene una personalidad impresionante. Me enferma que seas tan hueca.

—Bueno, perdón, señorita Profundidad. Toma, ya terminé todo, mami. Lleva el plato que huele feo.

—Lo voy a llevar después, cuando haya pasado una hora y ya no puedas vomitar. No te voy a quitar la vista de encima.

—Qué idiota eres. ¿De qué te vale que coma esto si durante el resto del tiempo no estás para vigilarme?

—Al menos me aseguro de que estos nutrientes te lleguen a la sangre, a ver si te irrigan el cerebro, porque últimamente no te llega el agua al tinaco.

Lorena levantó las cejas en señal de asombro.

♦ ♦ ♦

Se trataba de una semana corta, con el feriado del lunes y la Semana Santa en puerta. Bianca y Gálvez hicieron planes para transcurrir la mayor parte del tiempo juntos. Para empezar, el miércoles, después de trabajar en el local, Gladys, la madre de Gálvez, la esperaba para cenar. Se cambió y se maquilló en la trastienda, y su tía le aseguró que estaba «hecha un primor».

—Gracias, tía.

—¿Qué excusa pusiste en tu casa? Dime, así no meto la pata.

—Que iba al cine con Camila y Lautaro. Ellos están advertidos.

—Bien. ¿Esos son los jeans blancos que usaste para la inauguración de The Eighties? —Bianca asintió—. Te quedan divinos. Y con esta playerita negra de cuello alto, más. Estás sexy, sobrina. Tu Gálvez se va a poner a aullar a la luna como un lobo. Toma —se quitó uno de los tantos aros que le colgaban del pabellón de la oreja—. Este de la plumita negra va perfecto. Y a ti te encanta.

—Gracias, tía —Bianca reemplazó uno de los de ella por el de Claudia.

—Creo que llegó el taxi.

A Bianca le había costado convencerlo de que no fuera a buscarla, no tenía sentido. No obstante, resultó imposible hacerlo desistir de que le enviara un taxi, no cualquier taxi, sino uno de la empresa que usaba Gladys y con su chofer de confianza, un tal Correa. Bianca cerró la puerta del vehículo y sonrió: el tal Correa tenía más de setenta años y cara de abuelo bonachón. El fantasma del sueño aún lo atormentaba, y él creía que, rodeándola de cuidados, protección y controles, la mantendría a salvo de ese destino que lo aterraba.

Correa detuvo el taxi en la Avenida Santa Fe, a metros de Salguero, y le indicó:

—Ese es el edificio de la señora Gladys. Octavo piso, departamento B.

—Sí, gracias. ¿Cuánto le debo?

—Nada, querida. Después lo arreglo con Seba. Así me lo ordenó él, y yo hago siempre lo que dice Seba.

Bianca sacudió apenas la cabeza y sonrió y devolvió la billetera a la cartera. Correa la instó:

—Baje nomás. Yo espero hasta que usted entre en el edificio. Así me lo pidió Seba.

—Un poco mandón este Seba, ¿no?

—Un caballero, eso es lo que es.

—Gracias por traerme.

—Un placer.

Bianca había comprado flores para Gladys, aunque habría querido llegar también con panqueques con dulce de leche para Gálvez. Tocó el timbre del interfón, y la voz de él le provocó un escalofrío.

—Ya bajo, amor.

Las actividades del día la habían mantenido entretenida, y justo en ese momento, frente a la puerta del elegante edificio, tomó conciencia de que estaba a punto de conocer a la madre de Gálvez. ¿No era demasiado pronto? ¿Estaba preparada? No hacía un mes que salían, ¿y ya le presentaba a la madre? Él le había confesado que, siendo su madre entrometida y medio pesada, habría preferido no revelarle su noviazgo por el momento; no obstante, lo hizo sin quererlo la noche del sueño.

Atraída por los gritos de su hijo, Gladys había corrido al dormitorio para encontrarlo sentado en la cama, aún dormido y llamando desesperadamente a una tal Bianca. A la mañana siguiente, lo acosó a preguntas hasta obligarlo a confesar.

—No vas a dejar de joderme hasta que te diga quién es Bianca, ¿no?

—Quiero saber. Soy tu madre. Casi me da un síncope anoche. No tienes idea de la manera desgarradora en que la llamabas. No puede ser nadie, Sebastián.

—Es una compañera del cole.

—¿Solo una compañera del cole? Hace muchos años que vas al colegio, más de los que yo querría —Gálvez emitió un soplido de hartazgo—, has tenido muchas compañeras y nunca, jamás te has despertado gritando como un loco el nombre de ninguna de ellas.

—Es mi novia. ¿Conforme ahora?

—¿Novia? —la noticia logró acallarla durante unos segundos—. ¿Novia como el concepto de los viejos tiempos, o la novia de ahora, es decir, ella puede salir con otros, tú, con otras, y cogen, como dicen ustedes, cuando les da la gana?

La idea de Bianca en brazos de otro le trajo malos recuerdos, de la tarde en que la descubrió con Collantonio. Se le cerró la garganta, y el desayuno ya no le pareció tan sabroso. Apartó el plato con hojuelas, leche y rodajas de plátano, y se levantó de la mesa. Antes de abandonar la cocina, dijo:

—Es mi novia, mamá. Y si llega a coger con otro, la mato.

—Y tú, Sebastián, ¿tú sí puedes coger con otras?

—No tengo ganas.

♦ ♦ ♦

Gálvez salió del ascensor y caminó hacia la puerta con una sonrisa que borró las dudas y los miedos de Bianca. Si había pensado que no estaba preparada para enfrentar a la madre, la alegría que él manifestaba justificó cualquier sinsabor.

La abrazó y le plantó un beso en la boca ahí, en la puerta. La arrastró hasta el taxi. Correa bajó la ventanilla del copiloto.

—Ahí te la traje sana y salva, Seba.

—Gracias, Carlitos. ¿Cuánto te debo? —sacó la billetera de cuero marrón del bolsillo trasero de los jeans, y esa simple acción, y el modo en que movió la mano para abrirla, y la forma en que sus dedos largos sacaron los billetes, y los pelos de los antebrazos, y los tendones y los músculos que se movían bajo la piel, todo, cada detalle, le secaron la boca, y la sumieron en una inquietud que se calmó en parte cuando Gálvez la acorraló en una esquina del ascensor y se apoderó de toda ella, porque no se limitó a devorarle labios y penetrarla con una lengua demandante, sino que sus manos le apretaron los hombros desnudos, le rasparon la piel de los brazos en tanto sus palmas callosas (producto de años de pesas, según él le había explicado) descendían hasta caer sobre los senos de ella, donde solo se demoraron un momento, para seguir el descenso y acabar sobre sus glúteos.

«Y bueno, Bianquita, no te hubieses puesto estos jeans tan ajustados. Ahora, a llorar al campito. No es cuestión de tentar y después empezar a ponerte histérica».

—¡Dios mío, Bianca! ¡Qué linda estás!

—Tú más, mi amor. ¿Estás contento de que esté aquí?

—Sí, feliz más bien. Solo espero que mi mamá no te caiga muy pesada. Está ansiosa por conocerte, me jodió para que te invitara. Cuando se pone ansiosa, se pone más insoportable que nunca. Creo que esta noche va a estar en plan interrogadora. Y yo sé que tú odias eso.

—Esta noche quiero conquistarla, así que me aguanto cualquier cosa.

—Te amo. Tanto, tanto —la besó en los labios.

Bianca no podía saber con qué había esperado encontrarse Gladys; a juzgar por la expresión con que la esperaba en el vestíbulo, resultaba claro que lo que estaba viendo la tomaba por sorpresa. ¿Tal vez, al igual que Luisa, había supuesto que la novia de su hijo sería una vedetonga?

—¡Bianca, bienvenida! —le acarició el filo de la mejilla con una mano fría—. Qué bonita eres, tan delicadita.

—Gracias, señora. Usted es hermosa.

—Una vieja, eso es lo que soy para ti.

—No, no, en verdad, creo que es hermosa —Bianca no mentía. Gladys debía de haber sido una beldad en su época. Cierto que las amarguras le habían impreso marcas que se evidenciaban en el rostro un poco ajado—. Y no es vieja para nada. Le traje flores. No tuve tiempo de cocinar nada, le pido disculpas.

—¡Gracias, querida! Amo los lisianthus violeta. Y no tenías que traer nada.

—Yo le dije, pero ella siempre quiere preparar algo.

—Quería hacerte panqueques con dulce de leche, pero no tuve tiempo.

—¡Ah, ya conoces su debilidad!

Bianca no cometería el error de contarle que había sido la hija menor de Cristian Gálvez quien le había desvelado la información, por lo que se limitó a asentir.

—Pasa, ponte cómoda, Bianca, por favor. Dame el saquito. Lo llevo a mi cuarto.

—Me encanta su casa, señora.

—Llámame Gladys, si en verdad no te parezco vieja.

Inspiró el aroma que provenía de la cocina, y sintió hambre. Esa era una buena señal de que la energía que la circundaba era cálida y bondadosa, de lo contrario, a ella se le hubiese cerrado el estómago. Comió todo el lomo con champiñones que Gladys se había esmerado por preparar. La observaba, tan activa y orgullosa, hablando de esto y de aquello, atendiendo la mesa, fijándose en los detalles, y un cariño sincero por ella crecía en su corazón. Esa mujer había gestado a su adorado Gálvez durante nueve meses, lo había parido y criado prácticamente sola. Se sentía en deuda con ella.

—¡Son siete hermanos!

—Y uno viene en camino —acotó Gálvez.

—Ocho, pues. ¿Y tú eres la mayor?

—La segunda.

—Ella se hace cargo de todo, mamá. Tendrías que verla.

—No exageres. Ayudo un poco, pero mi mamá y mi abuela son las que hacen todo.

—Además trabaja.

—¿Ah, sí?

—Sí, en el local de mi tía. Lo atiendo por las tardes.

Gálvez no mencionó su trabajo en The Eighties, y ella comprendió que no deseaba que la conversación sobre su afición por el canto tomase derroteros peligrosos.

—Tienes que estarle muy agradecida a Bianca, mamá, porque, gracias a ella, me decidí a terminar primero y pasar a segundo.

—¿Cómo es eso? —se interesó Gladys.

—Porque el primer día de clase, esta señorita, que era una cosita diminuta y con carita de «soy más buena que el Quaker». —Bianca emitió una risita, y Gálvez la sujetó por la mandíbula y la besó en la mejilla— me miró con tanto desprecio, como diciendo: «¿Qué haces tú acá, grandote tarado?»…

—¡No fue así! —se quejó Bianca, medio ahogada por la risa. Le hacía gracia el histrionismo de Gálvez.

—Sí que fue así. Mamá, me tocó el orgullo…

—Ah, tu orgullo, hijo…

—Sí, la que tenía la carita de «no mato a una mosca» me lo tocó bien tocado. Y me dio tan por los huevos que me dije: «Ya vas a ver si no te hago tragar esos pensamientos, escuincla de mierda». Y así fue como decidí dejarme de joder y pasar a segundo.

—Te miraba como te miraba porque me habías dejado helada. Nunca había visto algo tan hermoso como tú.

—Demasiado hermoso para su bien —acotó Gladys.

«Here comes the Moon in Aries», pensó Bianca, que se había estado preguntando cuándo entraría en acción la Luna de su adorado Gálvez.

—Pero es más hermoso por dentro —lo defendió Bianca, y, ella, que no lo había tocado delante de su madre, le pasó la mano abierta por la frente y la mejilla—. Mucho más hermoso. Hiciste un excelente trabajo, Gladys. Y te lo agradezco.

Eso pareció desconcertarla y farfulló:

—Bueno, gracias a ti, Bianca. Si es como cuenta Sebastián, te debo mucho, la verdad.

—Y también le debes que haya dejado de fumar.

—¿Y eso?

—Porque a ella no le gusta.

Sonó el Blackberry de Gálvez; él lo atendió después de consultar la pantalla.

—Hola, papá.

El gesto de Gladys mudó drásticamente. Se envaró en la silla y comenzó a juntar los platos. Bianca la ayudó, y se puso de pie cuando la mujer lo hizo, y la siguió a la cocina en silencio. Con palabras gentiles pero escuetas, le indicó dónde colocar la vajilla. Prepararon los tazones para servir el postre, mousse de chocolate con frutos rojos, y regresaron al comedor, donde Gálvez había finalizado la conversación y, con un brazo echado sobre el respaldo de la silla de Bianca, jugaba con unas migas sobre el mantel. Bianca le sonrió, y a él volvió a iluminársele el rostro.

—¿Qué quería? —preguntó Gladys.

—Invitarme a almorzar a su casa el domingo.

—¡Qué descaro! ¿No pensó en mí? ¿Con quién voy a almorzar yo el domingo de Pascua? Solo tengo un hijo, él tiene tres hijas. ¿Por qué me quiere quitar lo único que tengo?

—Nadie te quiere quitar nada, Gladys —se enojó Gálvez.

—¿Ah, no? ¿Por qué te invita, entonces?

—¿Porque es mi padre? —ironizó él.

—¡A buena hora se acuerda de que es tu padre! Ahora aterriza con sus millones y sus regalos. Ahora se viene a acordar, cuando ya estás bien crecido.

—Fuiste tú la que le dijo que no volviera a acercarse a nosotros.

—¡Lo dije en un momento de rabia, Sebastián! Él jamás debería haberse olvidado de sus responsabilidades como padre.

—Se está acordando ahora.

—Ahora no sirve. Es tarde.

—¿Qué quieres que haga? ¿Que lo rechace cada vez que me llama?

—¡Sí! —con los puños sobre la mesa, el torso inclinado hacia delante y la respiración agitada, la madre fijaba sus ojos oscuros de ira en los dolidos del hijo, y la Luna en Aries resonaba como la cola de una serpiente de cascabel.

Pasado un silencio, Bianca dijo:

—Gladys, es comprensible lo que sientes, pero fuiste tú la que le eligió el padre a Sebastián —la mujer movió la cabeza de manera brusca y la miró como si a Bianca le hubiese crecido un cuerno en la frente—. A él no le quedó otra que amarlo primero y luego padecer el abandono. Tú pudiste romper el vínculo con tu esposo gracias a una sentencia de divorcio. Sebastián no lo va a poder romper jamás, aunque finja que no existe, porque el vínculo de sangre es para siempre. ¿No es mejor que vuelva a amar a su padre y que restablezca la relación, que fingir que no existe? Fingir que su padre no existe terminará por lastimarlo, y yo no quiero que nada lo lastime.

Gladys movió los labios dos veces, como un pez fuera del agua, hasta que los cerró y siguió mirándola.

—Discúlpame, Gladys. Soy una insolente, papá siempre me lo dice. Discúlpame.

—No, no —reaccionó la mujer—. Tienes razón, Bianca. Toda la razón. Es que…

—Es que hay mucho dolor todavía —completó ella, y percibió que Gálvez le acariciaba el muslo bajo la mesa.

—Sí, mucho. Pero como dices, lo importante es que nada lastime a mi hijo. Cristian Gálvez es y será siempre su padre. Mejor aceptarlo que encapricharme en su contra.

—Le dije que no podía —intervino Sebastián—. Le dije que iba a almorzar contigo, mamá. Y ojalá Bianca acepte almorzar con nosotros —añadió, y le acarició la mejilla con el dorso del índice.

—Sería hermoso —acordó su madre.

—Nada me gustaría más, les aseguro. Pero faltar a la mesa de mi familia un domingo de Pascua no es algo que Pablo Rocamora aceptará de buen grado. Mejor dicho, no aceptará de ningún modo. Punto. La religión es lo más importante para él.

—¿Ah, sí? —se interesó Gladys, y comenzó a servir el mousse y a bañarlo con la salsa de frutos rojos—. Es un hombre joven, ¿no?

—Este año cumple cincuenta.

—Es joven. Y tan religioso… ¿Tus abuelos eran muy católicos?

—Normales, supongo. Pero mi abuelo era militar. Llegó al grado de coronel en el Ejército, y dicen, porque yo no lo conocí, que era muy tradicionalista y muy estricto. No sé si eso habrá influido para que papá se convirtiese en el católico fanático que es.

—¿Tu mamá también es muy católica?

—Mamá hace lo que papá dice, sin discutir. Es muy sumisa. Este mousse es exquisito. Mucho más rico que el que yo hago.

—Uy, es facilísimo de preparar.

Se entretuvieron intercambiando recetas y revelándose secretos de cocina. Bianca los hizo reír con anécdotas de sus hermanos, en especial de los más pequeños, Felipe y Lourdes, que eran muy ocurrentes, y le contó a Gladys lo enamorada que estaba Martina de su hijo Sebastián, y la admiración que les inspiraba a Pablo y a Juan Pedro.

—Sobre todo a Pablo —remarcó.

—Y tu hermana mayor, ¿Lorena, no? —Bianca asintió—. ¿Ella qué hace?

—Es modelo y estudia Relaciones Públicas.

—Ah, modelo. Debe de ser muy bonita. ¿Tú te pareces a ella?

—No, para nada. Pablo y yo somos los distintos, porque tenemos el pelo castaño y los ojos marrones de los Rocamora. Los demás son rubios y con ojos azules, como los Austin. Lorena es así, rubia y con ojos celestes. Mide casi un metro ochenta. Yo, un metro sesenta y tres —rio—. No parecemos hermanas, a decir verdad.

Entre los tres, levantaron la mesa y pusieron orden en la cocina. Tomaron café en la sala, y cuando el carrillón de un reloj de pared muy elegante anunció las doce, Gladys se puso de pie y anunció que se iba a acostar.

—Gracias por esta cena exquisita.

—Gracias a ti, Bianca, por haber aceptado la invitación. Me encantaría que se repitiera.

—A mí también.

Gladys se aproximó para despedirse, y Bianca se puso de pie. Pensó que le daría un beso; en cambio, la mujer la abrazó, la besó en la cabeza y le susurró:

—Gracias por querer tanto a mi Sebastián. Hasta mañana, hijo —saludó, impostando un tono casual.

—Hasta mañana, mamá.

Desde su posición en el sofá (de varios cuerpos, en forma de L, con un tapizado de pana gris oscuro), Gálvez extendió la mano en dirección a Bianca; ella entrelazó los dedos con los de él y terminó riéndose sobre sus piernas cuando él la atrajo de un tirón.

—Aquí te quería —dijo, y la rodeó con sus brazos como si se tratasen de bandas para inmovilizarla.

—Aquí estoy.

—Amor mío —dijo, y le besó la sien.

Encendió el equipo de música con el control remoto, y los primeros acordes de Love today hicieron mover a Bianca.

—¿Te gusta bailar?

—Me encanta.

—¿Sí? A mí también.

—A fines del año pasado, cuando fuimos a bailar con los chicos, yo te miraba todo el tiempo y trataba de imitarte. No podía dejar de mirarte. Bailabas tan bien…

—No me di cuenta. Es que, cuando bailo, me evado.

«Me pregunto si sabías que era parte del grupo con el que habías ido a bailar».

—¿Qué te dijo mi mamá cuando te abrazó?

Bianca notó que, aunque lo preguntaba con acento despreocupado, estaba tenso.

—Me dijo: «Gracias por querer tanto a mi Sebastián». Y yo le habría dicho: «Gracias por haberle dado la vida», pero se fue rápido. No me dio tiempo. ¿Por qué me preguntas? —se incorporó para mirarlo—. ¿Tenías miedo de que me dijera algo malo?

Gálvez se limitó a estudiarla en silencio, y a Bianca le resultó imposible desentrañar lo que estaba pensando. Se colocó de frente, hundió las rodillas en el sofá y se sentó sobre sus piernas.

—¿Qué pasa, mi amor? Cuéntame. ¿Hice algo malo con tu mamá? Dime, por favor. Quiero saber. Me desubiqué con lo que le dije de tu papá, ¿no? Es que no aguanté que… —guardó silencio.

Las manos de Gálvez, que ascendían por sus brazos, le erizaron la piel. Se perdieron detrás del cabello y le aferraron la nuca. La obligó a inclinarse y se limitó a apoyar la boca sobre la de ella con una ligereza que no se condecía con la sacudida que provocó en Bianca. La besó demorándose en saborearle los labios. Sin embargo, cuando percibió que los dedos de Bianca le trepaban por el cráneo, que ella se elevaba en su posición con la respiración acelerada y que abría la boca para él, la serenidad con que la había tratado se desvaneció, y la poseyó con el desenfreno que había intentado mantener a raya. Bianca gimió, y eso pareció afectar a Gálvez, pues lo escuchó soltar un sonido ronco antes de que, con un movimiento diestro, la recostara sobre el sofá, le pusiera el antebrazo izquierdo a modo de almohada y se colocase sobre ella.

A Bianca, el deseo estaba volviéndola loca, pero todavía le quedaba algo de cordura para darse cuenta de que, segundo a segundo, se olvidaba de todo lo que no fuese su adorado Gálvez. Estaba perdiendo el control. Él lo tenía. ¿O ninguno de los dos? Una energía con un poder grandioso los había poseído e intentaba fundirlos en un mismo ser. Se supo capaz de llegar a cualquier instancia para satisfacer el fuego que la quemaba, para satisfacerlo a él, que la aplastaba sobre los almohadones mientras la tocaba en los sitios exactos, donde ella necesitaba ser tocada, porque dolían, latían, vibraban. La experiencia resultaba devastadora, y lo peor era que, de manera intuitiva, sospechaba que no alcanzaría el punto en el que aquel deseo se aplacaría. Seguir adelante se le tornó insoportable; el fuego la devoraría si ella no conseguía apagarlo. Y no podía apagarlo en el sillón de la casa de Gálvez, con su madre a pocos metros de ellos. Jadeó el nombre de él en su oído, y lo hizo con una desesperación que lo detuvo.

—¿Estás bien? —preguntó, agitado—. ¿Bianca?

—Sí —la afirmación surgió como una exhalación que acarició el cuello de Gálvez.

Él se incorporó y la estudió con preocupación.

—Perdón —musitó ella.

—¿Perdón? ¿Por qué, amor?

—Por parar. Me dio miedo lo que sentí. Era algo que me quemaba. Todavía me late.

—¿Aquí? —él deslizó de nuevo la mano entre sus piernas, y Bianca asintió con el aliento suspendido—. Es normal, amor. No tengas miedo.

—En realidad, no tengo miedo porque estoy contigo, y contigo nunca tengo miedo, pero tuve miedo de mí misma, de ser incapaz de parar. Y pensé que estábamos en tu casa, y tu mamá está cerca…

—Sí, tienes razón. Había jurado que, en casa y con mi mamá por ahí, me portaría bien, pero después te tuve aquí, toda para mí, y no pude, no quise —aclaró— controlarme. Perdóname si te asusté.

—Me asustó sentirme tan bien —Gálvez amortiguó su risa en el cuello de Bianca—. Te juro, lo que estaba sintiendo era… tan bueno. Nunca había sentido algo igual.

—Tú sí que sabes hacer sentir bien a un chico, ¿eh?

—¿Por qué?

—Porque me encanta que me digas que te gusta cómo te caliento.

—¿Te queda alguna duda? Me miras y tiemblo como una idiota. No te rías. No te creas que estoy fascinada con ese poder que tienes sobre mí.

—¿Acaso tú no lo tienes sobre mí? ¿Qué te piensas, Bianca, que lo que me haces pasa como si nada? Hace un rato, cuando me defendiste de las babosadas de mi mamá, me puse duro. ¡Me excité por eso, como un tonto! ¡Ah, te sorprende! Bueno, a mí me sorprende más, te lo aseguro. Debo de estar muy mal para calentarme por eso, o porque simplemente me toques el brazo con una de esas manitas tuyas. Por Dios, te la pondría donde sea que estemos. Ah, bueno, ahora me río como la gatita satisfecha que soy.

—El otro día me dijiste que te gustaba que fuera tu gatita satisfecha.

Gálvez rio y le mordió el cuello.

—Te voy a comer, Bianca Rocamora.

—No. ¿Quién te defiende de tu mamá después?

—Mi amor, ella me defiende. Como una leona con cara de gatita —Bianca emitió una risita traviesa—. Amo cuando te ríes. Me hace tan feliz —apoyó el codo en el almohadón y se sostuvo el rostro con la mano para observarla desde cierta distancia—. Mientras le parabas los pies a mi vieja, no podía pensar en nada, solo podía oírte y admirarme de que la tuvieras tan clara.

—¿Y de que te ame tanto? ¿En eso no pensaste?

—Eso vino después, al final, cuando le dijiste que no querías que nada me lastimase. Creo que es lo más lindo que me han dicho en la vida. «Y yo no quiero que nada lo lastime».

—Nunca. Quiero que seas siempre feliz.

—Cada día que pasa y que esto que siento por ti me desborda, me doy cuenta de que…

—¿De qué, mi amor?

—De que si la pesadilla que tuve llegase a…

Bianca le cubrió los labios con la mano.

—Shhhh —lo acalló—. No me voy a morir.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no pienso darle el gusto al destino ahora que soy tan feliz.

—Pero… Bianca, no te conté algo… Algo que nunca le he contado a nadie y que me asusta un chingo.

—Cuéntamelo a mí. Cuéntaselo a tu Bianca.

—Sí, mi Bianca —repitió, y sonrió con tristeza—. Mi amor. Mi vida.

—Cuéntame.

—Unos días antes de que mi abuelo, al que yo adoraba, se muriera, yo lo soñé. Supe que se moriría y supe exactamente cómo pasaría. Mi mamá y yo ya no vivíamos con él. Nos habíamos mudado aquí. Entonces, una mañana, la empleada de mi abuelo nos llamó por teléfono, llorando, para avisarnos que mi abuelo había muerto. Nos fuimos volando a su casa, que quedaba a dos cuadras. Unos camilleros estaban cargando el cuerpo en la ambulancia para llevarlo a la morgue. Entonces, subimos a su departamento y la empleada nos contó cómo lo había encontrado. Estaba sentado en su sillón, el que él amaba porque había sido el sillón favorito de mi abuela, con el control remoto todavía en la mano, que rozaba el piso, y la televisión encendida en el canal Volver. Era tal cual como yo lo había soñado, solo que yo también sabía cómo habían sido sus últimos minutos. Recuerdo que en el sueño yo estaba con piyama y lo espiaba. Él miraba la tele y se reía con un sketch del Negro Olmedo que estaban dando en Volver. A él le encantaba Olmedo. Entonces, de pronto, se le arrugó la frente, se puso la mano sobre el lado izquierdo del pecho, hizo un ruido raro, como un ronquido, y cerró los ojos. Se le cayó la cabeza al costado y la mano con el control remoto le colgó fuera del sillón. Después, cuando el resultado de la autopsia dio que había muerto entre las nueve y las doce de la noche, yo me fijé en la revista de Cablevisión cuál había sido la programación del canal Volver.

—Y estaba el programa de Olmedo, ¿no? —Gálvez asintió—. Tuvo una muerte maravillosa tu abuelo.

—Sí, pero si yo le hubiese contado a mi madre lo que había soñado, podríamos haberlo llevado al médico para que lo revisara, y quizá hoy estaría con nosotros. Y te habría amado y tú lo habrías amado a él.

—¿Por qué no le contaste a tu mamá? Tenías miedo de que pensara que estabas loco, ¿no? —Gálvez asintió—. Sí, sucede a veces con la gente que tiene esos poderes. Los ocultan porque le temen a la reacción de los demás.

—Por eso te conté la pesadilla que tuve contigo. Sueño estas cosas con la gente que más amo, con las personas más importantes para mí. Te juro que estuve todo el día preguntándome: «¿Le cuento o no le cuento?». Al final, no pude soportarlo y te lo conté. No quería cometer el error dos veces.

—¿Te quedarías más tranquilo si me hiciera estudios? ¿Análisis de sangre, electrocardiograma y esas cosas? —él asintió—. Los hago, Sebastián, no se hable más.

—¿En serio?

—Sí, mi amor. Quiero que estés tranquilo y feliz, y desde que tuviste esa pesadilla, no lo estás.

—No. Más bien estoy para la mierda.

—Entonces, la semana que viene llamo al Italiano… Nosotros tenemos la prepaga del Italiano. Y saco cita con un médico clínico de la cartilla.

—Yo voy contigo.

—Me encantaría.

Gálvez se recostó a su lado, y Bianca percibió que se relajaba. Entrelazaron los dedos de sus manos.

—Ya sé que mañana es Jueves Santo, pero en la mayoría de los lugares se trabaja. ¿Podrías pedir la cita con el médico mañana mismo?

—Por supuesto.

—Gracias, amor.

—De nada.

Cayeron en un cómodo silencio. La música seguía sonando. Terminó un tema de Cold Play, y comenzó Set Fire to the Rain, de Adele.

—Este tema te gusta, ¿no? Me lo dijiste el día en que te llevé a la audición.

—Sí, me encanta.

—Dime de qué se trata.

—Le canta a su amante. Le dice que ella estaba acabada, y que cuando él la besó, la salvó. Pero que hay una parte de él que ella nunca conoció. Todas las cosas que le dijo no eran ciertas. Todos los juegos que jugó, él los ganaba todos. El estribillo dice, textual: «Pero le prendí fuego a la lluvia y la observé mientras te tocaba la cara. Quemaba mientras yo lloraba, porque yo la escuchaba gritar tu nombre, tu nombre». No tiene mucho sentido. De todos modos, me parece que no le guarda mucho cariño a su amante, por eso de que todo lo que él le dijo era mentira y de que jugó con ella —guardó silencio buscando la mejor forma de abordar un tema que la inquietaba—. ¿Sebastián?

—¿Mmmm?

—¿Conoces a alguna pareja que haya sido feliz y que nunca se haya mentido, ni se haya engañado?

—Sí, mis abuelos maternos.

—¿Ah, sí? ¿Se querían mucho?

—Se adoraban. Yo tenía diez años cuando murió mi abuela y nunca me voy a olvidar de lo que mi abuelo me dijo durante el velorio.

—¿Qué?

—Que lo único que él me deseaba en la vida era que yo amara a una mujer como él había amado a la suya, y que esa mujer me amase a mí como mi abuela lo había amado a él. Me dijo: «Solo te deseo eso porque, si lo consigues, la fuerza para conquistar todo lo demás viene sola».

—¡Qué hermoso! Se me puso la piel de gallina —Gálvez le pasó la mano por el brazo desnudo—. ¿Crees que siempre fueron fieles el uno al otro?

—Sí, creo que sí. Después de que mi abuelo murió, tuvimos que vaciar su departamento, y yo encontré un montón de cartas, atadas con una cinta, y me las quedé. Eran cartas que ellos se habían escrito durante un año en que mi abuelo tuvo que vivir en La Rioja. La empresa lo mandó allá para liquidar una fábrica. No quisieron trasladarse porque mi mamá y mi tía ya iban al colegio, y mover a toda la familia solo por un año no tenía sentido. Entonces, se escribían. Son cartas muy románticas, algún día te las voy a mostrar. Y en una, mi abuelo le confesó a mi abuela que, la noche anterior, había tenido que aliviarse él por su cuenta porque se había despertado deseándola —Gálvez rio y la besó en la frente—. Si te vieras… Es como si los ojos te ocupasen toda la cara de tan grandes que los abres.

—Es que me encanta lo que estás contándome.

—¿Y tú? ¿Conoces a alguna pareja que se haya amado y sido fiel siempre?

—No.

—¿No? ¿Tus papás no? —Bianca sacudió los hombros—. ¿No se quieren?

—No sé a quién quiere papá. A Lorena, supongo, a ella la quiere. A los demás, nos soporta.

—¿Y a tu mamá?

—Si la quiere, no lo demuestra.

—Tu mamá es una mujer lindísima y muy simpática. Me cayó bien.

—Creo que ella lo quiere, a su modo.

Gálvez le olisqueó el cuello y le besó el lunar en el filo de la mandíbula.

—¿Y qué tal mi modo? ¿Te gusta mi modo de amarte?

—Amo tu modo de amarme porque no me quedan dudas de que me amas. ¿Y el mío, Sebastián? Lorena dice que soy fría y que ella no sabría decir a quién quiero y a quién no.

—No me habrías defendido como lo hiciste hoy con mi mamá si no me amases.

—Tanto, amor mío. Tanto.