Capítulo 3
Matilde no estaba segura de querer regresar al mundo. La habitación del hospital de Johannesburgo, la presencia de Ezequiel y de Juana, la relación con los médicos y con las enfermeras y las visitas diarias a Kabú y a Nigel Taylor habían constituido un capullo donde se sentía protegida y amada. Abandonar el Chris Hani Baragwanath y abordar el avión de Air France que los conduciría a París la obligaba a despertar del sueño para enfrentar una realidad plagada de problemas. Sin embargo, ahí estaba, con la tarjeta de embarque en la mano, escoltada por La Diana y por Markov, que la custodiaban como si se tratase de la heredera al trono del Reino Unido. Arrastraba los pies, no quería subir al avión. A medida que avanzaba, el nudo en la garganta se volvía tirante y grande. No podía quitarse de la cabeza los últimos momentos compartidos con Kabú y con Nigel.
—No volveremos a vernos, ¿verdad? —le había preguntado el inglés, mientras le sostenía las manos.
—Claro que sí —contestó ella, con una seguridad fingida.
—¿Me has perdonado? —Matilde asintió, con una sonrisa temblorosa—. Matilde, cuando salga de aquí, buscaré a Eliah y le explicaré cómo fueron las cosas. Le diré que…
—Nigel, no es necesario. La culpa de que Eliah terminase conmigo es mía. Yo no debí dudar de él. Aún no comprendo qué fue lo que me llevó a decirle lo que le dije.
—¡Yo te conduje a eso! ¡Yo, que te conté una verdad distorsionada!
—De igual modo, jamás debí dudar de él. Me ha dado muestras más que suficientes de que es un hombre íntegro. No entiendo… —Se calló, asaltada por las ganas de llorar. Nigel Taylor le besó las manos, y la emoción resultó incontenible—. ¡No quiero volver, Nigel! ¡Tengo miedo de enfrentar lo que me espera!
—¿Qué te espera?
—La desaparición de Jérôme, el abandono de Eliah… Ya nada tiene sentido.
Taylor la atrajo hacia él y la obligó a sentarse en el borde de la cama. La abrazó, y Matilde recostó la cabeza sobre su pecho.
—Querida mía, no sabes lo feliz que estoy por haberte conocido. Eres un ser tan extraordinario, lleno de bondad. Tu vida tiene sentido simplemente por el hecho de que haces feliz a los que te conocen. Tienes que seguir adelante, Matilde. —La exhortó con un apretón y una sacudida suave—. Eliah encontrará a Jérôme, ya lo verás. Yo mismo lo ayudaré. Cuando me reponga y regrese al Congo, me ocuparé de buscarlo por todas partes. Tu tan odiado general Nkunda me ayudará.
—¿De veras? —Matilde se incorporó y, al pasarse el dorso de la mano por los ojos, Taylor pensó que bien podría haberla tomado por una niña asustada.
—¡Por supuesto! Te lo debo, Matilde.
—¡Gracias, Nigel! Estoy tan angustiada pensando en Jérôme. No sé cómo he resistido todos estos días.
—Eres más fuerte de lo que supones.
La despedida de Kabú y de sœur Angelie terminó en un llanto abierto. Kabú no quería que se fuese, Matilde no quería irse, Angelie intentaba calmarlos, en vano, porque ella estaba tan conmovida como el niño y la joven.
—Cuando Nigel me lleve a Londres, ¿podrás ir a verme? ¿Tu casa está cerca de Londres?
—Sí —le mintió; no tenía idea de dónde estaría para cuando Kabú acabase con sus cirugías.
—¿Llevarás a Jérôme?
—¡Claro! —exclamó, y batió los párpados para ahuyentar las lágrimas, como lo hacía en ese momento, mientras caminaba los últimos metros por la manga antes de trasponer la puerta del avión. Dudó en el umbral, y La Diana la aferró por el brazo y la conminó a entrar. «La vida tiene que seguir», se dijo, sin convicción, con el espíritu de un condenado.
—Ya estarán volando hacia París —comentó sœur Angelie, y siguió afanándose por acomodar el rebozo de Nigel Taylor con la misma dedicación que había empleado para poner orden en la habitación y limpiar el baño, como si no existiesen las empleadas del servicio de limpieza.
—Angelie —habló Taylor, y le aferró la muñeca.
La religiosa se quedó quieta, inclinada sobre él, con la vista apuntando hacia otra parte y las manos inquietas sobre la sábana. Nunca la había llamado por su nombre sin anteponer el sœur, excepto la mañana en que Matilde lo visitó por primera vez. Como ella había supuesto que lo hacía para darle celos a Matilde, se había molestado. En ese momento, en que estaban solos —Kabú, ensimismado, pintaba a unos pasos con unos crayones que le había regalado Juana—, el «Angelie» había sonado diferente. Un cosquilleo, que nació en la muñeca por donde el inglés la sujetaba, le surcó el brazo, le acarició los pechos, haciéndole doler los pezones, y terminó más abajo, entre sus piernas. La sorpresa la mantuvo callada y con el aliento retenido. Nunca había experimentado un escozor de esa naturaleza.
Recordó la tarde en que conoció a Nigel Taylor, cuando, desde la puerta de la casa principal de la Misión San Carlos, lo vio bajarse del vehículo camuflado, mirar en torno y, al descubrir a Matilde, regalarle una sonrisa que le ocasionó un respingo. No se dio cuenta de que contenía el aliento mientras el hombre se quitaba los lentes para sol. A pesar de la distancia, apreció el azul de sus ojos, que brillaron al sol mortecino de la tarde. Le pareció la visión más hermosa que había visto en sus treinta y nueve años. No articuló palabra mientras tomaban té en la sala; de hecho, nadie se dio cuenta de que ella estaba allí, era demasiado insignificante. Nigel no la miró ni una vez mientras hablaba con Amélie y con Edith, que intentaba sacarle una donación. Se mantuvo en silencio, intimidada por la soltura del hombre, por su calidad mundana y frívola. Ella no era nadie, una simple religiosa que se lo había pasado de misión en misión en los sitios más tristes del planeta. Envidió a Matilde por ser el objeto de deseo del inglés. Al domingo siguiente, confesó su pecado al padre Jean-Bosco, pero no pudo vencer la tentación de continuar pensando en Nigel Taylor, en especial cuando se miraba al espejo y se daba cuenta de que era insulsa y de que los rigores a los que se sometía la habían avejentado prematuramente. También por la noche pensaba en Nigel; cerraba los ojos y se lo imaginaba acariciándole la mejilla. Se había lanzado a ofrecerse para acompañar a Kabú en la esperanza de contar con un tema que los uniese. Con Taylor, no habló nunca; en cambio, se hizo muy amiga de su secretaria, Jenny. A pesar de todo, las circunstancias la habían ubicado en ese punto en el cual visitaba a Nigel a diario y se desvivía por cuidarlo y por hacerle llevadera la recuperación.
—Angelie —pronunció él de nuevo—, ¿por qué estás tan nerviosa?
—¿Nerviosa? —repitió, sin mirarlo, e intentó retirar la muñeca, sin lograrlo—. Tal vez un poco. Preocupada también.
—¿Por qué estás preocupada? —insistió Taylor, con acento juguetón.
—Por usted, señor Taylor —admitió Angelie, y se miró la mano como si no le perteneciera; Taylor le pasaba el pulgar sobre la línea de la vida—. Ahora que Matilde se ha ido, quizá la echará de menos y eso no será bueno para usted. Todavía debe afrontar varias cirugías, y es necesario que lo haga de buen ánimo. Señor Taylor, deje de hacer eso, por favor.
—¿Qué? ¿Esto? —dijo, y se llevó la mano de Angelie a los labios—. ¿Te molesta?
—No, en absoluto —dijo, porque no acostumbraba mentir, y su sinceridad causó la risa del inglés—. Sucede que no entiendo por qué está haciéndolo.
—Porque hace tiempo que quiero hacerlo. ¿Te molesta que te llame Angelie?
—No, no me molesta.
—¿Podrías llamarme Nigel?
Angelie levantó la vista y fijó sus ojos en el único visible de Taylor, mientras se lamentaba por el insulso color marrón de los suyos; no terminaba de habituarse a la impresión que le causaba el azul de él.
—Sí, podría llamarlo Nigel.
—¿Lo harás? —Taylor se sentía eufórico; la dulzura de la religiosa, su actitud de niña espantada y esos ojos enormes y oscuros, llenos de miedo, daban vida a una parte de él que había creído muerta: la del conquistador. ¿Qué lo atraía de Angelie? No era bonita, aunque debía concederle que sus facciones, en conjunto, guardaban armonía; tenía una buena figura, menuda, de cintura estrecha y pechos pequeños y enhiestos. En tanto Angelie revoloteaba por la habitación, poniendo orden, él no apartaba la mirada de su trasero enfundado en los jeans. Así había comenzado su interés por ella, cuando un día se descubrió admirándole las asentaderas demasiado redondas y llamativas para una monja.
—Sí —la oyó susurrar—, te llamaré Nigel. Ahora debo irme —declaró, con el carácter que la identificaba, y retorció la mano hasta que el inglés se la liberó—. A las dos de la tarde, el doctor van Helger querrá ver a Kabú. Tengo que prepararlo.
Antes de que la religiosa se alejase de la cama, Taylor estiró el brazo y volvió a aferrarla por la muñeca. La colocó casi sobre su regazo de un tirón. La mujer respiraba rápida y superficialmente cerca del rostro de Nigel.
—Angelie, quiero que sepas que echaré de menos a Matilde, y también a Ezequiel, con quien me gustaba charlar de Fórmula Uno. Pero si tú y Kabú permanecen aquí, conmigo, no me deprimiré. Tú y Kabú son todo lo que necesito.
En un primer momento, Angelie asintió como autómata. Unos segundos más tarde, después de que las palabras de Taylor calaron en su entendimiento, no logró contener la sonrisa.
Matilde se limitaba a mirar. La Diana y Markov retiraban el equipaje de la cinta transportadora. A ella le habían prohibido los esfuerzos físicos. Juana y Ezequiel bromeaban a un costado, Juana exultante porque Shiloah Moses había prometido encontrarse con ella en París. «Tenemos que hablar», le había dicho el flamante miembro del Knesset, el parlamento israelí, y la joven se lo había pasado las doce horas de vuelo especulando acerca del significado de esas palabras, incluso había solicitado las opiniones de Markov y de La Diana.
Markov y La Diana no se tranquilizarían hasta que las autoridades de la aerolínea les devolvieran sus armas entregadas, junto con los permisos y demás documentación, en el aeropuerto de Johannesburgo, en maletines cerrados, que un empleado de Air France se había encargado de precintar. Temían que se las hubiesen robado, algo muy común. Las recuperaron sin inconvenientes y se las calzaron en las pistoleras axilares antes de abandonar la sala de entrega de equipaje.
Matilde exclamó al descubrir a su tía Enriqueta en el sector de arribos. Sofía estaba con ella, y eso la alegró; sus tías nunca se habían llevado bien. Ezequiel la refrenó para evitar que se lanzase a correr, y le destinó un vistazo de reconvención. Fueron Sofía y Enriqueta las que se aproximaron casi corriendo y la abrazaron. Enriqueta la besó por todas partes, y a Matilde le recordó a su padre.
—¿Saben algo de mi papá? No se ha comunicado en meses.
—No, mi amor —admitió Enriqueta—. Pero ya sabés cómo es ese falluto de tu padre. Ya aparecerá con su mejor sonrisa y no se dignará a dar explicaciones.
—¿Y de Celia? ¿Saben algo de ella?
—¡Ya estás preguntando por la bruja Cachavacha! —se quejó Juana—. ¿Qué te importa dónde está? ¡Ojalá esté trabajando para un modisto famoso en Júpiter!
Juana Folicuré no se detuvo a dar explicaciones a las azoradas Enriqueta y Sofía. Soltó un chillido y se alejó corriendo. La siguieron con la mirada hasta verla caer en brazos de un hombre alto y robusto, que la apretujó y la besó en la boca.
—Es Shiloah —explicó Matilde—, su novio. Tías —dijo, y habló en francés—, quiero presentarles a Sergei Markov y a La Diana, unos amigos.
Siguieron los saludos y las presentaciones cuando Juana se acercó de la mano de Moses. Formaban un grupo animado y sonriente que llamaba la atención de los recién llegados y que obstruía el paso. Ezequiel notó que Matilde permanecía callada y la observó. Le habló al oído.
—Estás muy pálida. Mejor nos vamos.
—No me siento bien —admitió la joven.
—Matilde no se siente bien —anunció Ezequiel, y Enriqueta y Sofía se alborotaron y le ofrecieron el oro y el moro.
—Tengo que descansar, tías. Eso es todo. El vuelo fue interminable.
—Vamos a casa —ordenó Enriqueta.
—Lo siento, Enriqueta —se interpuso Ezequiel—, pero tu edificio no tiene ascensor y Mat no puede subir escaleras.
—Oh, sí, claro —farfulló la mujer, con expresión desolada.
—Esta noche no, porque estamos molidos —prosiguió el muchacho—, pero mañana los invito a cenar a casa.
Todos aceptaron antes de despedirse. Juana, sin dar explicaciones, se marchó con Shiloah Moses, que se ocupó de empujar el carrito con el equipaje.
Ezequiel sujetó a Matilde por la cintura porque sabía que estaba costándole mantenerse en pie y la guió hasta la salida, donde el chofer de su pareja, Jean-Paul Trégart, los esperaba. En la puerta del edificio de la Avenida Charles Floquet, Matilde se volvió hacia sus guardaespaldas.
—Sergei, Diana, no se queden esta noche. Vayan a sus casas.
—De ninguna manera, Matilde —se impuso Markov, aunque la idea le resultaba tentadora.
—Quiero que se tomen unos días. Han estado conmigo todo el tiempo. No han tenido un momento de descanso. Les prometo que no saldré de la casa de Ezequiel.
—No la dejaré asomar la nariz —aseguró Blahetter.
—En caso de que quisiera salir —prometió Matilde—, los llamaría.
Desde su posición en la otra cuadra, dentro de un Peugeot, el que usaba Medes, Eliah Al-Saud observó con un ceño a La Diana y a Markov que, luego de despedirse de Matilde y de Ezequiel y de asegurarse de que la puerta del edificio se cerrase detrás de ellos, se subían juntos a un taxi y se alejaban por la Avenida Charles Floquet. Sacó el celular y llamó a Markov.
—¿Adónde carajo van?
—¡Jefe! ¿Dónde está?
—Donde puedo verte. ¿Adónde carajo van? —reiteró.
—La doctora Martínez nos dijo que nos tomásemos unos días. Nos prometió que no saldría de casa de Blahetter sin nosotros.
—Escúchame bien, Markov, en una hora parto de viaje. Quiero que se mantengan pegados a Matilde. El peligro sobre ella se ha duplicado, así que no puede salir sola ni siquiera a la vereda. Le pediré a Dario Sartori y a Oscar Meyers que la protejan por unos días, mientras ustedes se reponen. Después, los quiero otra vez con ella.
—Entendido, jefe.
El mal humor de Al-Saud había adquirido niveles exorbitantes después de la llamada que acababa de hacerle Oscar Meyers para informarle que sospechaba que Anuar Al-Muzara había logrado eludir su seguimiento, probablemente alejándose por el techo de la casona de los Rostein. «¡Hijo de puta!», explotaba cada pocos minutos, y se arrepentía de no haberlo liquidado de un balazo junto a la tumba de Samara. Esa clase de escrúpulos terminaban pagándose caro.
Tenía miedo, y cómo lo fastidiaba. Apabullado por la idea de que volvieran a lastimar a Matilde, arrancó el Peugeot y enfiló hacia su casa, a pocas cuadras de lo de Trégart. Se reprochaba haber sucumbido a la tentación e ido al aeropuerto, no le hacía bien verla. Necesitó conjurar tantos de sus escudos —el orgullo, la voluntad, los recuerdos de la última noche— para no lanzarse sobre ella, cubrirla con su cuerpo y esconderla en el refugio de la Avenida Elisée Reclus. La hubiese arrancado de brazos de esa mujer —probablemente, Enriqueta Martínez Olazábal, la pintora— que la apretujaba y la besaba. ¿Acaso no sabía que estaba herida y que había que tratarla como si fuese de cristal? Experimentó un atisbo de simpatía por Ezequiel Blahetter, que, al notar la palidez apabullante de Matilde (¿nadie se daba cuenta?), se ocupó de poner fin a la reunión en medio del sector de arribos. Aunque conocía la índole fraternal de la relación que los unía, apartó la mirada al verlo sujetarla por la cintura; prácticamente la había cargado hasta el automóvil.
Al llegar a su casa, estacionó el Peugeot de Medes en la calle; en una hora, lo conduciría hasta Le Bourget para abordar su Gulfstream V con destino al Aeropuerto de Linate, cercano a Milán. Leila lo siguió corriendo, mientras Al-Saud subía de dos en dos los escalones. Lo halló en su dormitorio, junto a la mesa de luz, con el portarretrato pintado por Matilde en las manos.
—Eliah —lo llamó en un murmullo.
—Saca la maleta verde —le ordenó, de espaldas, y Leila lo vio echar el portarretrato en el cajón—. Estoy apurado, Leila. Ya debería estar en Le Bourget.
Armaron juntos la valija en silencio. Antes de marcharse, Al-Saud sacudió la cabeza en dirección al vestidor.
—Cuando regrese, no quiero ver nada de Matilde. Dona todo, regálaselo a Marie y a Agneska, haz lo que te parezca, pero no quiero ver sus cosas en mi vestidor cuando regrese.
Leila asintió y puso la mejilla para que Al-Saud la besase.
Shiloah Moses se alojaba en una suite del George V. Apenas le entregó unos francos al botones y cerró la puerta, Juana le echó los brazos al cuello y lo besó.
—Juana, Juana. —Shiloah la apartó con delicadeza.
—¿Qué? —se fastidió.
—Tenemos que hablar.
—Después —dijo, y volvió a pegarse a su cuerpo y a besarlo.
Shiloah se resistió unos segundos, hasta que, con un chasquido de lengua, acabó por ceder y la arrastró a la cama. Abandonó la boca de Juana y bajó al escote, en busca de sus pechos.
—¿Tienes idea de lo que fue soportar todo este tiempo de abstinencia? —exclamó ella, con acento impaciente y de reproche—. ¡Y me dices que tenemos que hablar!
Shiloah soltó el pezón y levantó la vista con una mueca desvergonzada.
—¿Ah, sí? ¿Te abstuviste todo este tiempo?
—¡Obviamente! ¿Por qué? ¿Tú no lo hiciste? No me mientas, lo comprendería.
—Las mujeres están locas por mí, tanto en Tel Aviv como en Jerusalén.
—Mentiroso. Ninguna mujer está loca por ti, excepto yo. —Lo manifestó con una dulzura y una mirada que parecieron incomodar a Shiloah; se puso de pie con un envión brusco para quitarse los zapatos y el pantalón, y, cuando regresó a la cama, ostentaba un semblante contrariado.
—Te deseo —dijo, y, al colocar el peso de su cuerpo sobre el de Juana, ésta percibió la violencia que lo perturbaba.
—¿Qué pasa, mi amor? —quiso saber, y le pasó las manos por el pelo.
—Juana. —Le encantaba cómo pronunciaba su nombre, le costaba el sonido de la jota, y marcaba la u como si llevase tilde.
—Di Juana de nuevo.
—Juana.
—Me excitas cuando pronuncias así mi nombre.
—¿Me extrañaste todos estos meses?
—Sí. —La afirmación, expresada con sobriedad, hizo temblar a Moses—. ¿Y tú?
No contestó. Con el mismo talante agresivo, la obligó a separar las piernas y se enterró en ella. Juana gimió, un poco por placer, un poco por dolor. Sin embargo, no se quejó porque nada la enardecía como esa actitud beligerante y autoritaria de Shiloah. Después del orgasmo, se quedaron tendidos, con la vista en el techo, demasiado azorados para hablar. Juana, agotada tras un viaje de doce horas, se quedó dormida enseguida.
Despertó al cabo y tardó en reconocer dónde estaba. La oscuridad de la habitación la desorientaba; no sabía si era de día o de noche. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra y descubrió la silueta de Shiloah a los pies de la cama. Su postura la inquietó. Estaba sentado, con los codos sobre las piernas; se cubría la cara. Lo abrazó por detrás.
—¿Qué pasa, mi amor?
Moses habló después de varios segundos. Su voz cavernosa la afectó.
—Soy un cobarde, una mierda.
—Shiloah, ¿qué pasa? —Juana lo obligó a enfrentarla—. Vamos, dímelo. Desde que llegué, te he notado extraño. Dime qué sucede.
Moses le acarició la mejilla aún tibia de sueño y le sonrió con tristeza.
—Juana, estoy loco por ti. Loco, ¿me entiendes? Como nunca lo he estado por otra mujer.
—Yo también, mi amor. Estos meses sin ti han sido una tortura. Sólo era feliz cuando conseguía un teléfono satelital para llamarte. Necesitaba escuchar tu voz.
Moses abandonó la cama y se alejó hacia la ventana. Apartó un poco la cortina, y Juana se percató de que era de noche.
—Lo nuestro se acabó, Juana. Aquí tiene que terminar.
—¿Qué?
—Lo que oyes. Este sentimiento no estaba previsto. Tenemos que terminar.
Juana lo sujetó por la manga de la bata y lo apremió a darse vuelta.
—¡Mírame para decirme esa mentira! ¡Mírame y dila de nuevo!
En la oscuridad del cuarto, Moses columbró el brillo en los ojos de Juana. Pugnó por hablar, por expresar de nuevo lo que había dicho de espaldas. Se desmoronó en el piso, flexionó las piernas y se sujetó la cara.
—¡Shiloah, por amor de Dios! —Juana se arrodilló junto a él y le sujetó el rostro entre las manos—. ¡Abre los ojos! ¡Mírame! —Las lágrimas fluyeron sin contención por las mejillas hirsutas de Moses—. ¿No me quieres porque soy cristiana? ¿No puedes estar conmigo porque mi abuelo es sirio? ¿Es eso? Destrozaría tu carrera política, lo sé.
Moses negó con la cabeza.
—Tú no eres el problema, Juana. El problema soy yo —dijo, esforzándose por contener el llanto.
—A mí me importa un cuerno que seas judío, Shiloah. ¡Un cuerno!
—Lo sé. Tú eres lo mejor que me ha sucedido en la vida. No exagero.
—¿Entonces?
—No puedo tener hijos.
Juana se alejó de manera instintiva. Irguió la espalda y quitó las manos de él.
—¿Eres estéril?
—No.
—¡Estás mareándome!
—Puedo tener hijos pero no debo tenerlos. Sería una bajeza, un acto de irresponsabilidad. En mi familia, por el lado paterno, existe una enfermedad terrible, de la que poco se sabe y que es degenerativa, y cruel, y no quiero, ¡no quiero que mis hijos la padezcan!
—¿Qué enfermedad?
—Porfiria.
Sabía poco y nada de esa patología. Recordaba que tenía que ver con la sangre, con el hemo, en realidad.
—Mi hermano mayor, Gérard, la padece y ha sufrido tanto, mi pobre hermano.
—Shiloah, mírame, por favor. —Apoyó las manos en las mejillas ásperas de él y le levantó la cara—. No me importa si no podemos tener hijos.
Moses se incorporó. Juana se echó hacia atrás y ahogó una exclamación.
—¡No sabes lo que dices! ¡Tú eres joven, vital, hermosa! ¿Cómo piensas que te condenaré a no ser madre?
—Mi amor, escúchame… —La asustaba la metamorfosis de Shiloah y no atinaba a proceder.
—¡No, Juana! Estoy decidido.
Arrancó la valija del placard y comenzó a echar la ropa dentro. Juana la sacaba, y él volvía a ponerla dentro, así varias veces.
—¡Basta! —se enfureció Moses, y la sujetó por los antebrazos.
—¡Eres cruel, cruel!
—Ahora me acusas de crueldad, pero llegará el día en que me agradecerás que te haya alejado de mí. Y ese día será cuando te pongan a tu bebé sano por primera vez en los brazos.
—¡No quiero un bebé! ¡Te quiero a ti!
—No. A mí no me tendrás.
—¡Hijo de puta! ¡Te odio! ¡Estás mintiéndome! ¡No tienes coraje para decirme que te cansaste de mí!
—¡No! —Shiloah soltó la camisa y la aferró por los hombros—. Te amo, Juana. Te amo como jamás pensé que volvería a amar, pero no puedo condenarte a este martirio.
—¡No me amas como amabas a tu esposa! ¡Con ella sí te casaste!
—Era joven e impulsivo. No pensaba en las consecuencias. Mariam fue muy desdichada cuando, después de muchos estudios médicos, decidimos no tener hijos.
—Yo no sería desdichada.
—Eso dices ahora.
—Sí, lo digo ahora. ¿Tan inconstante me crees que supones que mañana cambiaré de parecer?
—Nunca olvidaré la cara de Mariam cada vez que veía un bebé en la calle. No podré soportar que tú también veas un bebé y los ojos se te llenen de lágrimas.
—El único que hace que mis ojos se llenen de lágrimas eres tú, Shiloah. Si pensabas ahorrarme tristeza y dolor con esta decisión estúpida, quiero que sepas que has conseguido todo lo contrario.
El taxi se detuvo, y Markov señaló un portón con arco de medio punto, de vidrio y hierro forjado negro.
—¿Ése es tu edificio? —La Diana asintió y abrió la puerta—. Estoy seguro de que tienes la heladera vacía, ¿verdad? ¿Te gustaría darte un baño y que más tarde pase por ti para ir a comer? Conozco un restaurante de comida italiana en el Troisième Arrondissement que hace la mejor lasaña que probé en mi vida. ¿Qué te parece?
La Diana se quedó mirándolo, consciente de la prisa del taxista y de su propio cansancio. No obstante, la idea de almorzar con Markov la ilusionó. Se trataba del primer acercamiento que intentaba el ruso desde el episodio del risco en el Congo.
—Está bien —aceptó, y apartó la vista porque la abrumó el entusiasmo que él no se preocupó en disimular. Sintió pánico. Las palabras de su hermano Sándor le retumbaron en la mente con el poder de una bomba. «Ellos» (los serbios) «han triunfado porque consiguieron robarte el alma. Te has convertido en un ser duro e implacable, Mariyana».
—En dos horas estaré lista.
Markov precisó menos de dos horas para bañarse y cambiarse, y cuarenta y cinco minutos antes de la hora fijada se hallaba frente al edificio de La Diana, dentro de su viejo Mercedes de la década de los sesenta que había comprado por poca plata y que él mismo se ocupaba de poner en condiciones. Hacía tiempo que no experimentaba esa ansiedad con relación a una cita. En los últimos años, se había convertido en un cínico al cual no resultaba fácil conmover.
La vio trasponer el portón y se incorporó en el asiento. Entreabrió los labios sin darse cuenta, y el deseo que La Diana le despertó le llenó la boca de saliva. Nunca la había visto con falda. Le dibujaba las curvas como ninguna otra prenda, y le hizo pensar en una sirena. Bajó del Mercedes y se apresuró por abrir la puerta del acompañante.
—Hola, Markov. Me gusta tu auto.
Al pasar junto a él, La Diana despidió un aroma suave, no a perfume francés, sino a jabón y a champú. El ruso se acomodó en el asiento y percibió que la fragancia impregnaba el habitáculo. Arrancó.
—¿Traes tu HP 35? —A modo de contestación, La Diana levantó la pechera de su chaqueta y le mostró la pistola oficial de la Mercure, calzada en una funda de axila—. ¿Es verdad que Al-Saud te regaló una Beretta 950 BS?
—¿Quién te lo dijo?
—Sanny.
—Tú y mi hermano hablan mucho de mí.
—No de ti, sino de armas. ¿La traes contigo? Nunca he visto una.
La Diana se abrió el tajo de la falda.
—Mira —dijo, y Markov, que se había detenido en un semáforo en rojo, movió la vista hacia ella—. Aquí —le indicó, y el hombre descubrió la pierna desnuda y la pequeña pistola alojada en el portaligas—. Eliah me enseñó a esconderla ahí. También me enseñó a sacarla en… —La voz de La Diana se apagó cuando advirtió la expresión entre desconcertada y hambrienta de su compañero. Se cubrió rápidamente y se alejó hacia la ventanilla.
El resto del viaje transcurrió en silencio. Markov intentaba deshacerse de una inoportuna erección. Insultaba y se maldecía por la reacción adolescente. En el restaurante, una fonda italiana atendida por sus dueños sicilianos, el ambiente festivo y el recibimiento cálido de los anfitriones ayudaron a disipar el nubarrón que pendía sobre ellos. Markov decidió hacer de esa noche un momento inolvidable para La Diana y se avino a contarle acerca de lo que parecía despertar la curiosidad de la joven bosnia: su infancia, su familia, su ciudad natal y, sobre todo, sus años en la Spetsnaz GRU, el grupo militar de élite ruso. La Diana disfrutaba de la comida y del vino tinto, y se mantenía atenta al relato de su compañero. Al final de la cena, medio achispada por la bebida, La Diana reía de cualquier cosa.
—Háblame en ruso, Sergei. Así practico lo que has estado enseñándome.
—Es la segunda vez que me llamas por mi nombre —apuntó él, en su lengua madre.
—Me gusta tu nombre —afirmó ella, en la misma lengua.
La Diana había notado que, cuando Markov le hablaba en ruso, el cuerpo se le ablandaba, así que, al levantarse de la silla para partir, las piernas no la sostuvieron; admitía que el cansancio después de un viaje de doce horas y el vino aportaban lo suyo. Markov la sujetó por el codo, y La Diana tembló como si la hubiese alcanzado una descarga eléctrica. La soltó enseguida, y caminaron algo distanciados hasta el automóvil. Después del contacto, La Diana se había despabilado, no reía ni pedía más historias divertidas. Envarada, con las rodillas pegadas y los brazos cruzados sobre el vientre, expresó:
—Por favor, llévame a casa.
El Mercedes se detuvo frente al portón de vidrio y hierro forjado negro. Markov se apresuró a bajar, pero La Diana abrió la puerta y descendió por sus propios medios. El ruso se colocó frente a ella y le impidió que avanzara. La muchacha retrocedió hasta dar con la espalda en el tirante del automóvil. Él sonreía al tiempo que se inclinaba con lentitud sobre ella.
—Tiembla —dijo, y su aliento golpeó los labios de La Diana—. No intentes reprimir los temblores. Las primeras veces será así, hasta que venzas tu miedo. Yo te ayudaré.
La Diana estaba experimentando un pánico atroz, como si un leopardo se aproximase para olfatearla. Hacía esfuerzos para no extraer la diminuta pistola del portaligas y apoyarla en la sien de Markov.
—Di mi nombre —ordenó el ruso—. Abre los ojos y reconoce quién soy. Di mi nombre, Diana. ¡Dilo!
—Sergei.
—Otra vez.
—Sergei.
—Sí, Sergei. Soy yo, Sergei Markov, tu compañero y tu amigo.
Esas palabras la reconfortaron como nada, y el alivio le aflojó la opresión en el diafragma. Bajó los párpados de nuevo cuando un calor súbito le inundó los ojos. Se mordió el labio para refrenar un sollozo, sin éxito. Markov no le prestó atención.
—¿Quieres que me quede contigo? —le preguntó, menos exigente. Aunque se mantenía cerca, a pocos centímetros, no la tocaba, salvo con el aliento—. No mientas porque me daría cuenta. Dime la verdad.
—Nunca un extraño entró en mi casa.
—Yo no soy un extraño. ¿Quieres que me quede contigo?
—Sí —farfulló—, pero con una condición.
—Dila.
—Que no intentes tener sexo conmigo. Ni siquiera lo intentes, Markov.
—Primero, no vuelvas a llamarme Markov. Segundo, yo no intentaría tener sexo contigo, Diana. Yo intentaría hacerte el amor. Está bien, acepto tu condición.
Para La Diana, el ascensor tardó décadas en llegar al séptimo piso. Markov le quitó las llaves porque no acertaba con el ojo de la cerradura. No había mentido al decir que era la primera vez que alguien, a excepción de sus hermanos y de Eliah, entraba en su santuario. Amaba ese pequeño departamento en el Dix-neuvième Arrondissement, constituía su refugio, y significaba un gran paso para ella permitir que Markov traspusiese el umbral. Después de unos segundos, cuando dominó el impulso de echarlo, se sintió contenta porque acababa de ganar otra batalla. «Yo te ayudaré».
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Sí, quiero que me ayudes.
Markov no le permitió a la euforia que lo precipitara en un comportamiento que echaría los logros por la borda. Le sonrió con ternura y se quitó la chaqueta de cuero.
—Eres valiente al pedir ayuda —se limitó a comentar.
—¿Qué te gustaría tomar? Tengo café, té. Creo que queda chocolate.
—Café. Preparémoslo juntos.
Le agradó la idea, y disfrutó mientras Markov abría las alacenas en busca de las tazas y ella colocaba el filtro en la cafetera eléctrica. Él no cesaba de hablar acerca de trivialidades —prefería el café tostado al torrado, su cafetera era vieja y mala, ¿lo acompañaría a Carrefour a comprar una nueva?, le gustaba fuerte, con azúcar y sin leche— y La Diana percibía cómo sus músculos iban relajándose hasta deshacerse de la tensión.
—Tu departamento es muy bonito. —Markov se apoltronó en el sofá con la taza de café en la mano.
—Sí, me gusta mucho.
—¿Es tuyo?
—No, lo alquilo. Eliah quiere prestarme dinero para que compre uno, pero yo no quiero dejar éste.
—Tal vez el dueño te lo venda. —La Diana sacudió los hombros—. Sería cuestión de preguntarle.
Siguieron conversando en un ambiente distendido. Markov fue varias veces a la cocina para volver a llenar las tazas con café hasta verter la última gota. En un silencio, ambos miraron hacia la ventana y se dieron cuenta de que había caído la noche. Markov abandonó su sitio en el sofá y caminó hacia La Diana, que se irguió en la silla en la actitud del animal que se pone alerta. El ruso le quitó la taza y la depositó sobre la mesa. Se arrodilló frente a ella porque su corpulencia la amedrentaba y agitaba las peores memorias.
—Voy a tomarte las manos. No tengas miedo.
La Diana comenzó a temblar; sin embargo, se las extendió. Markov las notó frías y sudadas. Por el contrario, La Diana encontró las de él tibias y secas. El ruso se inclinó y le besó los nudillos.
—Mírame, Diana. —Ella levantó los párpados y los habría cerrado de nuevo ante la intensidad de los ojos oscuros de él; le temía cuando la miraba de ese modo, como si deseara comerla—. Quiero pasar la noche contigo.
—No —musitó ella, aunque más bien brotó como un gemido.
—Te prometí que no intentaría hacer el amor contigo y no lo haré. Yo cumplo mis promesas, Diana. Sólo quiero quedarme contigo. No puedo irme, no encuentro la fuerza para dejarte.
La Diana estuvo a punto de enfadarse por el descaro de ese hombre, que osaba imponerse en su santuario y la presionaba hasta provocar que sus pulsaciones adquiriesen un ritmo desbocado. ¡Ella era la dueña de casa! Volvió a mirarlo, dispuesta a endilgarle un discurso. Sus ojos dieron con los suplicantes de él, y la desarmaron. Terminó por sincerarse. Anhelaba que Markov se quedase; aún más, quería que durmiese junto a ella y que la abrazara. Todo resto de orgullo esfumado, se echó a llorar con el desenfado de una niña. Markov la cobijó entre sus brazos y, a pesar de que la pena de ella lo traspasaba, sentía dicha por apretarla contra su cuerpo y que no lo rechazase.
—¿Por qué no puedo ser normal?
—Porque viviste lo que ninguna persona debería vivir. Pero tienes que considerar algo, Diana: a pesar de haber sufrido tanto, aún estás entera. Lastimada, sí, pero entera. Eres tan fuerte, Diana, y te admiro tanto.
Markov siempre acertaba con las palabras, siempre la confortaba. Subió las manos por el torso de él y las cerró en su cuello. ¡Qué bien se sentía! Lamentó no haberlo hecho antes.
—Vamos a dormir. Estás exhausta.
La Diana salió del baño, con el camisón y la bata puestos, y se detuvo de golpe bajo el umbral del dormitorio: Markov estaba en calzoncillos, unos blancos y ajustados, que le cubrían en parte los muslos y le marcaban los genitales.
—Si tienes un pijama, me lo pondré —dijo él, con semblante culposo.
—¿Duermes con pijama?
—No, desnudo.
—No tengo un pijama para prestarte. Quédate así, está bien. Sueno más segura de lo que me siento —manifestó, y rió de nervios.
Markov entró en el baño. La Diana le había dejado un cepillo de dientes nuevo. Quiso abrir el botiquín y husmear. No lo hizo, lo juzgó una bajeza. El baño, al igual que el resto del departamento, presentaba una decoración femenina y delicada, que mostraba un aspecto dulce que La Diana se empeñaba en ocultar. Regresó a la habitación y la halló acostada, con la sábana al cuello, ubicada en el borde de la cama, de costado, con la mirada fija en las puertas del placard. Al percibir que el colchón se hundía, La Diana expresó, sin voltear:
—Me siento tan extraña.
—Es lógico. Es la primera vez que le permites a un hombre entrar en tu casa y acostarse en tu cama. ¿Cómo haces si, por ejemplo, se te rompe un caño? ¿No le permites al plomero entrar para que lo repare? ¿Prefieres morir ahogada? —Aprovechó que La Diana reía para ganar terreno y acercarse.
—Una vez se rompió la transferencia de la ducha. Entré en pánico. Todos estaban afectados por mi problema doméstico, hasta que Eliah se hartó, llamó a su plomero, le dio la dirección de mi casa y le ordenó a Sanny que se hiciese cargo. Me quedé a dormir en lo de Eliah porque no quería entrar en mi casa y oler olor a hombre. Cuando me atreví a volver, me lo pasé echando lavandina en el baño y perfumando los ambientes. ¡Qué loca! ¿No?
—A mí me resulta gracioso. —La Diana exclamó cuando el cuerpo de Markov entró en contacto con el de ella—. Tranquila, no intentaré nada raro. Sólo quiero abrazarte y que durmamos así, abrazados.
—No, Sergei, te lo suplico, no puedo. Acostada se hace más difícil. No puedo.
—Sí que puedes. ¿Te acuerdas de la tarde en Rutshuru, cuando bajamos juntos por el risco? Estábamos más cerca que ahora. Y frente a frente.
La Diana intentó saltar de la cama. Markov la sujetó por la cintura y la pegó al colchón con una fuerza de la cual ella siempre había sospechado. Cerró los ojos e imaginó su brazo derecho, el que Markov usaba para mantenerla quieta, rígido, con los tendones tirantes y los músculos inflados.
—Tranquila, mi amor. ¿Acaso no sabes que sólo quiero ayudarte a sanar?
—Dilo otra vez.
—¿Qué?
—Llámame «mi amor» otra vez.
—Mi amor —le susurró al oído—. Mi amor. Diana, mi amor.
La Diana mantuvo los ojos apretados mientras él le acariciaba el brazo con la punta de los dedos y le cantaba una canción de cuna cosaca. No supo cuándo se durmió.
A la mañana siguiente, despertó con suavidad, a diferencia de otros días en los que la sacudía una pesadilla y se incorporaba con un grito. Le resultó extraño despertar tan plácidamente. Enseguida recordó. El otro lado de la cama estaba revuelto, algo inusual también. El aroma del café y de las medialunas tibias le ocasionó una sensación placentera que no recordaba haber experimentado en su vida. Así debía de sentirse la gente feliz, reflexionó. Se desperezó hasta oír el crujido de las articulaciones. Se metió en el baño y al rato salió contenta. Se puso la bata, pero no la cerró.
Dudó en la puerta de la cocina y se quedó contemplando a Markov, que canturreaba mientras preparaba el desayuno. Había comprado de todo: fruta, cereales, yogur, leche, medialunas, pan, jamón, queso. El festín de aromas servía para aumentar la alegría que bullía en su pecho. Fijó la atención en él, y lo recordó en los calzoncillos ajustados y presuntuosos.
—Buen día.
Markov se quitó el repasador que le colgaba del hombro y se aproximó con una sonrisa. Se detuvo a corta distancia y, sin dejar de sonreír, extendió el brazo y le pasó el dorso de los dedos por la mejilla.
—Buen día, mi amor. ¿Cómo dormiste?
—Hacía años que no dormía tan bien.
—Diana, no sabes lo feliz que me hace escucharte decir eso.
—Y es gracias a ti, Sergei. —En un impulso, cerró los brazos en torno a la cintura de Markov. Enseguida se sintió engullida por él, por su fuerza, por su pasión, por su deseo, y no experimentó pánico sino seguridad.
—Gracias a ti por permitirme que te ayude. Me siento honrado, Diana. ¿Querrás que vuelva esta noche?
—No lo sé. Me pedirás más y no puedo darte más, Sergei. ¡No puedo!
—¡Por supuesto que quiero más! ¡Lo quiero todo, Diana! Pero no lo tomaré hasta que tú estés dispuesta a dármelo. —La apartó de él y la obligó a mirarlo—. Te lo juro por mi vida, Diana. Jamás haré nada que no me pidas.
La Diana asintió, de pronto abatida. «Quiero dormir toda la noche sin pesadillas», se dijo, por eso, cuando Markov se fue, llamó al doctor Brieger, el psiquiatra de su hermana Leila.
—El doctor Brieger está ocupado en este momento —le informó la secretaria—. ¿Quién le habla?
—La hermana de Leila Huseinovic, con la que estuvo prisionera en el campo de concentración de Rogatica.
La secretaria quedó sumida en un mutismo desconcertado. Para La Diana también resultó impactante pronunciar ese nombre, Rogatica. Después de minutos de escuchar el mismo movimiento de una Danza húngara, La Diana se incorporó de súbito cuando el doctor Brieger se puso al teléfono.
—Buenos días, doctor Brieger. Soy Diana, la hermana de Leila.
—Buenos días, señorita Huseinovic. Según recuerdo, su verdadero nombre no es Diana. ¿Es así?
—Bueno… Sí, es así… Pero… Todos me conocen por La Diana.
—¿Cuál es su nombre? —Guardó silencio. A punto de colgar, se detuvo cuando Brieger tomó la palabra de nuevo—. ¿Por qué asunto me llama? ¿Algún problema con Leila?
—Es por mí, doctor. Yo tengo un problema. Necesito que me ayude.
—Con gusto. Hoy viernes no podré verla. ¿Le viene bien el lunes a las diez y media de la mañana?
—Sí, sí, muy bien —contestó, entusiasmada, porque, consciente de la abultada agenda del psiquiatra, había calculado que le daría un turno para noviembre—. Y gracias, doctor Brieger.
El Gulfstream V aterrizó en el Aeropuerto de Linate pasadas las tres de la tarde del jueves 17 de septiembre, un día nublado y triste que colaboró para ahondar el desánimo de Al-Saud. Alquiló un vehículo y compró un mapa para llegar a Milán. Al cabo de una hora, estacionó el automóvil frente al edificio de Natasha Azarov, en el número 34 de via Taormina. Tocó el timbre correspondiente al departamento seis, del segundo piso. Contestó una voz desconocida de mujer.
—Busco a Natasha Azarov —dijo, en italiano.
—Signore Al-Saud?
—Sí. Al-Saud.
Estaban esperándolo. Había telefoneado a Natasha esa mañana mientras aguardaba el arribo del vuelo de Matilde. Sonó la chicharra del portón, y Al-Saud entró en el jardín que circundaba la construcción, cuya mala calidad se evidenciaba fácilmente; la estética del edificio, no obstante, era aceptable. En el segundo piso, lo recibió una mujer baja y robusta, de piel cobriza y ojos achinados. Al sonreírle, le mostró un diente de oro.
—Avanti, per piacere —lo invitó, y su italiano reveló el origen latino.
—¿Usted habla castellano?
—¡Sí! —afirmó la mujer, con una mirada esperanzada.
—Bien, hablemos en castellano.
—¡Qué suerte! Así será más fácil. Mi nombre es Mónica, soy peruana y desde hace unos meses trabajo para la señora Tasha.
—¿Está ella?
—Sí, sí, está esperándolo, pero me pidió… ¿Quiere darme su chaqueta? —Al-Saud se la quitó, y la mujer la colgó en un perchero empotrado junto a la puerta—. Bueno, verá usted, señor Al-Saud, la señora Tasha no está bien.
—¿Qué le ocurre? —quiso saber, entre impaciente y preocupado.
—Oh, bueno, ella… Está muy cambiada… Por su enfermedad. No se encontrará con la misma señora Tasha de hace meses.
—¿Qué tiene?
—Eso se lo explicará ella. Yo sólo cumplo con advertirle que la encontrará muy delgada y pálida…
—¡Tasha! —se fastidió Al-Saud—. ¡Tasha, ven aquí!
Natasha Azarov estaba mucho más que delgada y pálida. Parecía muerta. El colorido pañuelo que, con gracia, le envolvía la cabeza, de algún modo evidenciaba lo que pretendía ocultar: que estaba pelada. Su cuello se erguía, largo y enflaquecido, sobre las clavículas que sobresalían de manera escandalosa. Lo impresionaron sus ojeras, de un color anormal, azulado, que contrastaban con la tonalidad verdosa de su piel. Si bien la cubría un vestido suelto hasta los tobillos, Al-Saud se dio cuenta de su delgadez extrema.
—Hola, Tasha —dijo, en un intento por disfrazar la impresión.
—Eliah —murmuró la joven, y rompió a llorar quedamente.
Al-Saud dudó un instante antes de salvar el espacio que los separaba y abrazarla. Natasha le aferró la espalda, y Al-Saud sintió la humedad fría de sus manos a través del género de la camisa. La acometió una debilidad y se desmadejó contra el pecho de él.
—Ven, sentémonos.
—Signora Tasha. —Al-Saud juzgó que la aflicción de la peruana era sincera—. ¿Quiere que le traiga algo? ¿Qué desea tomar, señor Al-Saud?
—Disculpa, Eliah. No te he ofrecido nada. ¿Qué te gustaría tomar?
—Nada, nada. Quiero que hablemos.
—Está bien, Mónica. Ve con él. Está solo y no le gusta.
La mujer se adentró en el departamento, y un mutismo se apoderó de la sala. Natasha ocultaba la mirada y se refregaba las manos sobre el regazo. Al-Saud las cubrió con la de él.
—Tasha, ¿es por esto que desapareciste? ¿Porque estabas enferma? —La muchacha negó con una sacudida de cabeza—. ¿Por qué, entonces?
Natasha inspiró profundamente y, al exhalar con los ojos cerrados, transmitió cansancio y tristeza, tan palpables como su cuerpo agotado.
—Tengo tanto que contarte. Desde que supe que vendrías, me lo he pasado ensayando qué te diría. Ahora no encuentro las palabras.
—Dime por qué desapareciste de ese modo, de un día para otro.
—Porque me amenazaron.
—¿Quiénes?
—No lo sé. Una noche, entré en mi departamento y encontré a un hombre sentado en el sillón, frente al televisor. Tenía el control remoto en la mano y, apenas encendí la luz, me sonrió y apretó play.
—¿Lo conocías?
—No. Casi muero del susto. Pero no grité, ni traté de escapar. Hice lo que me ordenó, miré la pantalla, sólo unos segundos, hasta que él detuvo la filmación.
—¿Qué quería?
—Quería que me alejara de ti. Que abandonase París sin dejar rastro, que me fuera para siempre.
—¿Te dijo expresamente que debías abandonarme?
—Sí, con nombre y apellido.
—¿Con qué te amenazó?
—Me dijo que te mostraría a ti la filmación y que a mí me mataría.
—¿Qué tenía esa filmación? —Natasha bajó la vista, se mordió el labio, se apretó las manos—. Dímelo, sabes que no te juzgaría. Me conoces.
—Sé que eres una buena persona, pero… ¡Me siento tan avergonzada! Lo hice en Sebastopol, cuando no tenía un centavo y sabía que mis hermanos y mi mamá se morían de hambre en Yalta…
—Se trata de pornografía, ¿verdad? Lo que ese tipo te obligó a mirar era una película pornográfica donde tú aparecías. —La muchacha asintió—. Tasha, Tasha… Tendrías que haber recurrido a mí. Jamás te habría juzgado.
—Es fácil para ti decirlo. Yo me sentía sucia y en pecado. No he vuelto a ver a los míos después de haber hecho eso. Sé que no podría sostenerles la mirada. Ese hombre tenía todas las películas que hice.
—Lo hiciste por necesidad.
—¡Ahora sé que hubiese sido mejor morir de hambre! ¡Ahora sé que hubiese sido mejor que me matase! No, no —se arrepintió, de pronto—, no podía permitir que me asesinase. No.
—Háblame del sujeto, dime cómo era.
—Nunca voy a olvidarlo. Era muy alto, como tú, pero macizo. Me habría roto el cuello con una mano. Sin embargo, es su voz la que no consigo borrar de mi mente. —Natasha percibió la inquietud y la tensión súbitas de Al-Saud y levantó la mirada—. ¿Qué ocurre?
—Nada. Continúa. ¿Qué tenía su voz?
—No era la de un ser humano. A veces me pregunto si, debido al pánico, no la imaginé. Sonaba como si fuese la voz de una máquina, de un robot de juguete.
Al-Saud soltó las manos de Natasha y se puso de pie. «¡Dios mío!», exclamó. «Udo Jürkens». Lo inverosímil de la revelación lo privaba de la frialdad necesaria para razonar, no estaba pensando claramente. ¿Desde cuándo lo rondaba ese hombre? Ahora comprendía que él era su objetivo, su punto de interés. ¿Por qué había asesinado a Roy Blahetter? Las piezas no encajaban. ¿De qué modo se relacionaban hechos que no aparentaban ningún vínculo? Primero había ahuyentado a Natasha Azarov y después se había vuelto hacia Matilde, aunque a ella la quería para él. Recordó las palabras de Juana, las que pronunció la tarde en que Matilde había sido herida en la Misión San Carlos, cerca de Rutshuru: «Me dio la impresión de que Mat le importaba muchísimo, como si estuviese enamorado de ella». Las ideas y los recuerdos bombardeaban su mente sin ton ni son, y él no conjuraba la ecuanimidad para armar un pensamiento coherente. Se apretó los ojos cuando, de manera inesperada y violenta, comprendió que Udo Jürkens era el asesino de Samara.
—Tasha. —La joven apreció el matiz torturado del timbre de Al-Saud y se estremeció—. Sigue contándome. ¿Qué sucedió después?
—Esa misma noche, junté mis cosas y, a la mañana siguiente, dejé mi departamento. Tenía que alejarme de ahí. Ese hombre había entrado como si fuese el dueño, como si tuviese las llaves. Guardé el equipaje en una casilla en Gare de Lyon y pasé el día pensando qué debía hacer. Por un momento, me dije que tenía que recurrir a ti, pero sabía que ese hombre estaba siguiéndome para asegurarse de que cumpliese lo que me había exigido. Saqué la poca plata que tenía en el banco, cerré la cuenta, deposité lo que debía de alquiler y compré un pasaje en tren a Milán, porque aquí tengo un amigo fotógrafo al que podía recurrir. Antes de partir esa noche, llamé a Zoya. No podía irme sin saludarla.
Al-Saud, que había regresado al sillón junto a Natasha, advirtió que su aspecto demacrado se había acentuado y que sus labios estaban morados.
—Basta, Tasha. Ahora quiero que descanses. Estás muy pálida.
—No, no, Eliah. Quiero contarte todo, necesito llegar al final. Hay algo que quiero que sepas, lo más importante. Cuando huí de París, estaba embarazada. —Lo miró a los ojos con decisión, casi con actitud desafiante—. Estaba de cuatro meses.
—No era mío —se defendió Al-Saud—. Siempre nos cuidamos.
—Sí, siempre nos cuidamos. Tú siempre usabas condón. Sin embargo, yo quedé embarazada. De ti. Porque mientras estuve contigo, nunca, ni una vez te fui infiel. ¿Cómo habría podido? Estaba tan feliz. Te amaba tanto. —La declaración la avergonzó y ocultó la mirada de nuevo—. A veces ocurre —murmuró—, a veces los condones vienen con fallas de fabricación…
Al-Saud se cubrió el rostro y apoyó los codos en las piernas. Se refregó la cara hasta volverla de una tonalidad encarnada. Abandonó el sillón con un impulso brusco.
—Tasha, ¿estás diciéndome que tú y yo tenemos un hijo?
—Sí. Su nombre es Nicolai Eliah. Lo llamé como mi padre y como tú, que eres su padre. —Se contemplaron en silencio, ella, con ese nuevo aire de firmeza que había adoptado para hablar del niño; él, con una expresión entre furiosa y confusa—. Sé que no me crees y lo entiendo, pero es así. Nicolai es tu hijo.
—Si es verdad que es mi hijo, ¿por qué no me lo dijiste antes? Te fuiste de cuatro meses, Tasha.
—No supe que estaba embarazada hasta el tercer mes porque soy muy irregular. Además, me negaba a creer que estuviese esperando un hijo. Tú siempre te habías cuidado. Era imposible. Cuando tuve la confirmación del embarazo, no me atreví a mencionártelo. Acabábamos de iniciar nuestra relación. Sabía que ibas a pensar que no era tuyo. Estaba juntando valor para decírtelo cuando apareció ese hombre en mi departamento…
—¿Por qué decírmelo ahora? —la interrumpió Al-Saud.
—Porque estoy muriendo, Eliah. Y necesito hacerlo en paz. Quiero saber que Nicolai estará seguro contigo, que nunca pasará hambre ni necesidades como yo. Quiero que me jures que lo amarás y que lo cuidarás…
—¡Un momento! ¡Tasha! ¡Por Dios, Tasha! —exclamó, exasperado—. ¿Cuál es tu enfermedad?
—Tengo leucemia. Se me declaró después del nacimiento de Nicolai. La hemorragia posparto era demasiado profusa y ya llevaba mucho tiempo, mucho más del normal, por lo que mi ginecólogo pensó que había quedado parte de la placenta en el útero. Descartado eso, me hicieron análisis de sangre donde se reveló que padecía leucemia.
—Mucha gente supera la leucemia. He oído de trasplantes de médula para curarla.
—Sí, el doctor Moretti, mi oncólogo, lo intentará. Nicolai y yo somos compatibles, y él me donará las células madre. Parece que mi hijo hubiese venido a este mundo para intentar salvarme la vida.
Rompió a llorar de un modo desgarrador. Al-Saud chasqueó la lengua y regresó junto a ella. La abrazó. Su delgadez lo repugnaba, e intentaba no inspirar el aroma medicamentoso que despedía su piel afiebrada. «Matilde», pensó, «tú sabrías cómo consolarla, qué decirle. A ti no te impresionaría su aspecto. Tú sólo pedirías conocer al niño para mimarlo y amarlo, sin condiciones ni prejuicios».
—Si el oncólogo te hará un trasplante de médula, ¿por qué dices que estás muriéndote?
—No sé cómo explicarlo. Se trata de una certeza. El doctor Moretti intentará el trasplante, pero no tiene esperanzas, aunque no me lo diga. Lo hará porque es una suerte que Kolia sea compatible conmigo en un noventa y ocho por ciento. Es inusual.
—¿Kolia? ¿Así llamas al niño?
—Sí. Es el diminutivo de Nicolai. ¿Te gustaría conocerlo?
—Aguarda un instante, Tasha. Por favor, dame un momento para acomodar todo lo que me has soltado.
—Sí, sí, por supuesto. Perdóname. He esperado tanto tiempo y ahora que te tengo aquí, quiero explicarte cómo fueron las cosas. ¡Te he extrañado tanto, Eliah!
—¡Cuántos errores cometiste, Natasha! —le reprochó Al-Saud, y se arrepintió de inmediato cuando los ojos celestes de la joven se tornaron sombríos—. No hablo de las películas que te viste forzada a filmar en Sebastopol. Ni por un instante pienses que me refiero a eso. No debiste huir de París sin hablar conmigo. ¿Acaso no sabías que podía protegerte?
—Ese hombre me aterró. ¿Imaginas lo que significó entrar en mi departamento y encontrarlo, muy cómodo, sentado en mi sillón? Se movía como si fuese su casa. Sabía todo acerca de mí. Incluso sabía dónde vivían mis hermanos y mi madre en Yalta. ¡Me dio la dirección exacta! Y también amenazó con matarlos si no te abandonaba y desaparecía. Yo sé que no mentía.
Mónica se presentó en la sala y se plantó frente a ellos. Habló con una sonrisa, aunque con autoridad.
—Señora Tasha, ¿por qué no se recuesta un poco? Mañana la espera otra sesión de quimio y tiene que estar fuerte.
—Mónica, trae a Kolia. ¿Está dormido?
—No, señora. Está jugando en la cuna.
—Tráelo.
Al-Saud se inquietó y de nuevo abandonó el sillón. De manera inconsciente, caminó hacia la salida. Necesitaba alejarse, tomar distancia. No quería conocer al niño, no tenía deseos de verlo, al menos no en esas circunstancias en las cuales no era dueño de sí. Sus músculos se crisparon al oír los gorgoritos de un bebé y «¡Kolia, tesoro! ¡Ven con mamá!». Como Natasha hablaba en ucraniano, que es muy parecido al ruso, Al-Saud la comprendió. Se dio vuelta. El niño lo miraba fijamente y con una expresión seria, en absoluto agresiva; lo observaba con curiosidad. Lo juzgó un bebé hermoso, el cual, salvo en los ojos celestes, no semejaba en nada a Natasha; de hecho, dada su piel cetrina y el pelo abundante y negro, no parecía hijo de ella.
Kolia estiró el brazo en dirección a Al-Saud y emitió unos sonidos inentendibles.
—Kolia —pronunció Natasha—, te presento a Eliah, tu papá.
Al-Saud tenía ganas de ponerse a gritar. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Qué se suponía que debía sentir? «Matilde, ayúdame». Farfulló una disculpa y aseguró que volvería. Arrancó la campera del perchero y salió de la casa.
Esa misma noche del jueves, desde una suite en el Hotel Principe di Savoia, Al-Saud telefoneó a Natasha para disculparse por su salida intempestiva y cobarde y prometió acompañarla al día siguiente a la sesión de quimioterapia. Después, realizó otras tres llamadas, la primera, a su hermana Yasmín.
—Te necesito el sábado por la mañana en Milán.
—¿Ah, sí? Y yo quiero la colección completa de colgantes de Tiffany. Para caprichos, no hay quien me gane, hermanito.
—Yasmín, no estoy para bromas. Éste es un asunto muy serio. Usa el Learjet de la Mercure. Está estacionado en Le Bourget y nadie lo utilizará. Llamaré a Thérèse para que arregle el vuelo para el sábado a las nueve de la mañana. Te quiero aquí antes del mediodía. Iré a buscarte a Linate.
—Eliah…
—Trae tu equipo. Harás dos extracciones de sangre que quiero que analices en tu laboratorio.
—¿Qué tipo de análisis quieres que haga?
—De ADN. Te lo explicaré el sábado. Ahora tengo que cortar. Llamó al celular de Zoya.
—Chéri, quelle joie!
—Zoya, escúchame. Encontré a Tasha.
—Quoi!
—Sí, hoy estuve con ella.
—¿Cómo está?
—Muy mal. Te necesita. Quiero que viajes a Milán.
—¿Ahí está? ¿En Milán?
—Sí. Te quiero aquí mañana mismo. ¿Tienes algún compromiso importante?
—No… A ver, déjame consultar mi agenda. —Al cabo, aseguró—: Tengo dos compromisos sin importancia. Nada que no pueda cancelar, chéri.
—Bien. Anota la dirección.
—Dime, aquí tengo papel y lápiz. —La repitió para corroborar que la había escrito correctamente—. ¿Qué le diré a Raemmers si me llama para una misión? —Zoya, prostituta ucraniana de alto vuelo, contaba con dos grandes proveedores de clientes: la empresa de Al-Saud, Mercure S.A., y el grupo militar de élite de la OTAN, L’Agence, cuyo jefe era el general danés Anders Raemmers. Ambas instituciones estaban muy conformes con su desempeño. No obstante, la fidelidad de Zoya era para Al-Saud, a quien le debía la vida.
—Yo me ocuparé del general. Tú procura llegar mañana.
—Sí, cariño. Allí estaré.
Por último, llamó a Oscar Meyers. El alemán no se reponía de la humillación que había significado que un terrorista palestino lo burlase y se escapara por los techos de la casa de la Quai de Béthune.
—¿Qué puedes informarme de Matilde?
—No ha salido, jefe. Se lo pasó dentro del departamento de Blahetter.
—¿Estás seguro?
—Afirmativo. A través del transistor de rastreo satelital que Alamán colocó meses atrás en el bolso de la doctora Martínez, la he oído hablar todo el día. Está ahí, no se preocupe.
¿Hablar todo el día? ¿Acaso no había descansado?
—¿Con quién habló?
—Habló mucho por teléfono. Como lo hacía en castellano, ni Dario ni yo comprendimos nada. Habló con Blahetter y con Trégart. También con las domésticas.
Al-Saud elevó los ojos al cielo y se mordió el labio.
A la mañana siguiente, mientras preparaban a Natasha para la sesión de quimioterapia, Al-Saud tuvo oportunidad de conversar a solas con el doctor Moretti, el oncólogo, quien le explicó el porqué de la necesidad de matar células cancerígenas alojadas en la médula antes del trasplante: liberar espacio para colocar las células madre.
—El trasplante de médula es un paso solamente, señor Al-Saud. Después hay que esperar que las células madre produzcan glóbulos blancos normales. Eso a veces no ocurre.
Natasha regresó muy descompuesta y vomitó de a ratos durante horas. Mónica la asistía en tanto le echaba un ojo a Nicolai, que jugaba dentro del corralito en el comedor. Al-Saud, sentado en el sillón, con un brazo extendido sobre el respaldo, tamborileaba en el taco de la bota que descansaba sobre la rodilla y observaba al niño que jugaba con pelotas y muñecos de peluche. ¿Cuántos meses tendría? Calculó que, si Natasha estaba de cuatro al huir de París a fines de septiembre, la criatura había nacido hacia finales de febrero, por lo tanto, cumpliría siete meses en unos días. Sonrió a pesar de su disposición cuando Nicolai se estremeció y se asustó ante el rebote inesperado de una pelota, que le dio en la frente. No lloró, sino que siguió con la vista el recorrido de la pelota hasta que se detuvo. Volvió a sujetarla y a lanzarla, sin obtener el mismo resultado. Que no llorase agradó a Al-Saud. Sonrió de nuevo cuando el niño sujetó un cubo con ambas manos y lo atacó con las encías de manera feroz, como un león royendo un hueso. Achinaba los ojos y aplicaba fuerza con tenacidad.
—Está cortando los dientes —explicó Mónica, y lo levantó—. Le molestan mucho las encías.
—¿Cuántos meses tiene?
—El 22 cumplirá siete.
—¿Cómo está Natasha?
—Se durmió, gracias a Dios.
—Mónica, prepare una lista con todo lo que necesite, ya sea del supermercado o de la farmacia.
Apenas sonó el timbre del portero eléctrico, Al-Saud se apresuró a atender. Era Zoya.
—Aguarda un momento. Ya bajo.
En la planta baja, Eliah cargó el equipaje de la mujer ucraniana en el automóvil alquilado y le indicó que ocupase el sitio del acompañante.
—Ven, vamos a hacer unas compras. En el camino te contaré lo ocurrido. Tienes que estar preparada.
Zoya, normalmente expansiva y locuaz, iba desmoralizándose al compás de las declaraciones de Al-Saud. La cajera del supermercado Esselunga le echaba vistazos disimulados, mientras Zoya lloraba y hablaba en francés de un modo acalorado.
—¿Y has esperado a decirme que es muy probable que muera, aquí, en el supermercado, donde no puedo llorar?
—Estás llorando —le marcó Al-Saud.
—¡Mierda, Eliah! ¿No tienes corazón? ¡Y desde ahora te digo que esa criatura es tuya! Si Tasha lo dice, así es.
Natasha, que se había levantado y jugaba con Nicolai en la sala, sufrió una emoción intensa al descubrir a Zoya, su amiga de la infancia, junto a Al-Saud. Se abrazaron, lloraron y se confesaron sentimientos al unísono. Al-Saud se dedicó a analizar el comportamiento del niño, que estudiaba a las mujeres con la misma expresión curiosa con que lo había estudiado a él el día anterior. Al cabo, aburrido de tanta alharaca y llanto, suspiró con el aire de un viejo sabio, lo cual provocó un conato de sonrisa en Al-Saud, y siguió jugando con un teléfono cuyos botones desprendían sonidos y luces de colores. Su entretenimiento y su tranquilidad duraron poco. Zoya lo levantó y lo hizo dar vueltas y lo besó y lo sacudió hasta que Nicolai le regurgitó en la cara. Al-Saud explotó en una carcajada cuando Zoya, tuerta a causa del vómito lechoso, devolvió el niño a su madre y le permitió a Mónica que la condujese al baño.
—Gracias por traerla —susurró Natasha—. Me ha dicho que se quedará conmigo por un tiempo.
—¿Tienes lugar donde acomodarla o prefieres que le alquile un departamento?
—No, no, de ninguna manera. Éste es un sillón cama. Podrá quedarse acá.
—Natasha, mañana llegará de París una persona de mi absoluta confianza que nos extraerá sangre a mí y al niño. —No entendía por qué le costaba pronunciar su nombre—. Es para realizar los análisis de ADN.
—Está bien, Eliah. Te comprendo. Es lógico que no creas en mí. Estuvimos saliendo sólo unos meses. Luego yo desaparezco y ahora te sorprendo con la existencia de un hijo. Es natural que quieras tomar recaudos.
—Si los análisis ratifican que él es mi hijo, iniciaré los trámites legales para reconocerlo.
Natasha extrajo una tarjeta de su bolso y se la extendió a Al-Saud.
—El abogado Luca Beltrami está al tanto de todo. Él redactó el testamento donde indico mi voluntad de que Kolia viva contigo a mi muerte. ¿Me prometes que si muero, lo llevarás a vivir contigo, que lo querrás y que siempre te ocuparás de él?
—No morirás, Tasha.
—Pero en caso de que suceda, ¿lo harás, Eliah?
—Sí, lo haré.
En ese instante, mientras formulaba una promesa que le cambiaría la vida, el rostro de Matilde se presentó ante él, y una euforia se apoderó de su ánimo, y se volvió tan fuerte y dominante que lo impulsó a extender el brazo y a tocar a Nicolai por primera vez, y, mientras le acariciaba el carrillo suave y abultado, le hablaba con el pensamiento: «Si tu mamá muere (ojalá que no), te daré otra, que es mi tesoro y el amor de mi vida, y que te hará feliz pese a todo».
Nicolai atrapó el índice de Al-Saud con una fuerza insospechada para alguien de su tamaño y se lo llevó a la boca para rascarse las encías. Natasha y Al-Saud rieron.
El Learjet 45 aterrizó en el Aeropuerto de Linate, y Yasmín Al-Saud descendió por la escalerilla con su maletín de bioquímica y una pequeña heladera portátil a batería como único equipaje. No se quedaría a pasar la noche en Milán. Apenas obtuviese las muestras de sangre, volvería a París.
Avistó a su hermano Eliah en la sala de arribos. Lo vio apartarse los lentes Ray Ban Clipper y colocarlos sobre la coronilla. Lucía más sombrío y serio que de costumbre. Se saludaron con dos besos.
—Gracias por venir.
—De nada. Lo único que quiero es regresar apenas termine las extracciones.
—Eso está arreglado. Yo mismo te traeré al aeropuerto.
Al-Saud condujo en silencio durante unos minutos. Yasmín quería hacer preguntas y no se atrevía. Al cabo, reunió valor.
—¿A quién le extraeré sangre?
—A mí y a un bebé de siete meses. —El corazón de Yasmín se sacudió y comenzó a palpitar velozmente—. Por supuesto —habló Al-Saud después de una pausa—, la madre dice que es mi hijo y quiero comprobarlo.
—¿Tú no crees que lo sea?
—Siempre me cuidé. Jamás, ni una vez, olvidé hacerlo. Por eso me cuesta creer que sea mío.
—¿Y si lo es?
—Lo reconoceré. Pero sólo me fío de ti para esto. Quiero que seas tú la que me diga si el niño es mío.
—¿Cómo se llama? El niño —aclaró.
—Nicolai.
—Nicolai. Qué bonito nombre. ¿Es un nombre ruso?
—Sí. Su madre es ucraniana.
—Y ella, ¿cómo se llama?
—Natasha. Está enferma. Leucemia.
—Lo siento, Eliah.
A Yasmín la conmovió el cuadro que componían la mujer flaca y con un pañuelo en la cabeza y el niño sonriente que se movía en sus brazos. El aspecto saludable del bebé, con sus mofletes y sus ojos celestes y brillantes, contrastaba con el demacrado y enfermizo de la mujer. No sintió celos de Natasha, como solía ocurrirle con las mujeres de su hermano, sino que le inspiró compasión y ternura. La pasmó el anhelo que se apoderó de ella: quería que ese bebé fuera su sobrino. Pocas veces había visto un bebé tan hermoso y vivaz. Reía, se ponía serio, se rascaba las encías, mojaba las mejillas de su madre cuando ésta le pedía un beso, sacudía el sonajero, le tiraba los brazos a la doméstica, pero nunca lloraba, ni siquiera cuando le extrajo sangre. Los intentos por distraerlo resultaron vanos; Nicolai quería mirar, por lo que observó, con gesto solemne, mientras Yasmín le hundía la aguja en la vena braquial de la cara externa del antebrazo rechoncho. Frunció el entrecejo, apretó los labios y, a punto de soltar el llanto, Zoya comenzó a cantar, a hacer morisquetas y a bailar, y Kolia, como lo llamaban, se echó a reír.
De camino al aeropuerto, Yasmín se lo pasó hablando del niño. Al-Saud guardaba un mutismo apesadumbrado. Al final, como no obtenía respuestas ni comentarios, la joven se calló.
—Yasmín —dijo Al-Saud una vez llegados a Linate—, no quiero que comentes con nadie acerca de esto. Con nadie —remarcó.
—Pero…
—Escúchame bien, Yasmín. Si se lo mencionas a alguien, la próxima misión de Sándor será en Kuala Lumpur.
—¡Uf, eres insufrible!
—¿En cuántos días tendrás los resultados?
—En diez días, más o menos.
Al-Saud permaneció en Milán hasta el martes 22 de septiembre. Dividía su tiempo entre visitas a Natasha y su trabajo, que lo llevaba a cabo desde la habitación del hotel. Natasha se percataba de que, si bien Eliah no hablaba mucho y conservaba el aire severo, los arranques turbulentos del primer día se habían esfumado. Aunque no tocaba a Nicolai, se sentía atraído por su mansedumbre; cuando el niño estaba cerca, Al-Saud no apartaba los ojos de él. Kolia se familiarizó con la presencia del extraño y le ofrecía sus muñecos y su chupete, pero no le extendía los brazos.
El martes por la tarde, Al-Saud se detuvo en el departamento de la via Taormina para despedirse. Apartó a Zoya para entregarle dinero y darle las últimas indicaciones.
—Ante cualquier problema, llámame, no importa la hora.
—Lo haré, chéri.
Natasha se aproximó con una expresión desahuciada, los ojos colmados de lágrimas y un temblor en la barbilla.
—He depositado veinte millones de liras en tu cuenta corriente. Es algo más de diez mil dólares —aclaró—. No quiero que ni tú ni el niño pasen necesidad. Úsalo como juzgues mejor. Si necesitas más, llámame al celular y haré una transferencia.
Natasha abrazó a Al-Saud y se echó a llorar. Él la apretó contra su cuerpo y siseó para calmarla.
—Todo va a estar bien, Tasha. Ya verás.
—¿Tú crees? Deseo tanto ver crecer a nuestro hijo.
—Lo harás.
—Gracias, Eliah. Por todo. ¿Cuándo volverás?
—Pronto.
El martes 22 de septiembre por la mañana, Ezequiel conducía a Matilde y a Juana a la sede de Manos Que Curan, en la calle Breguet, para realizar el debrief, una especie de informe oral ante el personal jerárquico de la organización como también ante el jefe de la misión en el Congo, el doctor Jean-Marie Fournier, y el jefe de la misión en Rutshuru, el doctor Auguste Vanderhoeven.
Matilde, que ocupaba el sitio del acompañante en el Porsche 911 de Ezequiel, giró en el asiento y dirigió un vistazo a Juana, que iba inusualmente callada en la parte trasera y que observaba las construcciones parisinas con desinterés. No había desplegado ese estado de abatimiento y desazón ni siquiera en la tarde en que le anunció que había terminado con Jorge, su amante del Hospital Garrahan.
Se había aparecido muy temprano el viernes en casa de Jean-Paul Trégart, cargando con las valijas y una cara hinchada y enrojecida por el llanto. Matilde, agotada por el viaje y por el síndrome de los husos horarios, seguía durmiendo. Se despertó a causa de un llanto desgarrador. Se echó la bata encima y salió de su habitación. Encontró a Juana en el vestíbulo, llorando en los brazos de Ezequiel. Se desesperó, no sabía qué pensar, ¿habría muerto Jérôme y no sabían cómo decírselo? Sin quererlo, se le escaparon unos gemidos, y atrajo la atención de Juana, que la descubrió al inicio de la escalera, en bata y con cara de desolación.
—¡Shiloah me dejó! —lloriqueó—. Me dejó por la misma razón por la que vos dejaste a Eliah. ¡Porque no puede tener hijos! ¡Son los dos unos hijos de puta! —vociferó, y Ezequiel la apretujó y le pidió que se calmara.
—¿Shiloah no puede tener hijos? —La voz de Matilde emergió con una calidad ronca.
—Sí, puede —contestó Ezequiel—, pero no quiere porque en su familia existe una enfermedad hereditaria.
—Porfiria —balbuceó Juana, menos belicosa.
Matilde evocó el diálogo con Al-Saud en la Misión San Carlos, cuando él le habló de Gérard Moses, su mejor amigo y hermano mayor de Shiloah, que padecía esa enfermedad.
Ezequiel consiguió que Juana se tranquilizase y la mandó a refrescarse al mismo dormitorio que había ocupado antes de viajar al Congo. Matilde intentó tocar a su amiga cuando ésta pasó a su lado, pero Juana apartó el brazo y le lanzó un vistazo resentido. Conversaron acerca de la porfiria y de la actitud de Shiloah Moses mientras desayunaban. Jean-Paul Trégart preguntó si existía algún estudio genético previo a concebir que asegurase que el esperma de Moses, el que podría usarse en una inseminación artificial, por ejemplo, estuviese libre de porfiria. La respuesta unánime de Juana y de Matilde fue «no».
—Pueden adoptar —sugirió el hombre.
—Yo no tendría problema —manifestó Juana—. Él no quiere.
A lo largo del fin de semana, Matilde vio a Juana dejar un mensaje tras otro en la casilla del celular de Shiloah. Por el semblante que cargaba el domingo por la noche, resultaba evidente que el israelí no había respondido a ninguno.
—Es difícil para vos, que sos sana y podés engendrar sin problema, comprender lo que nos sucede a Shiloah y a mí —tentó Matilde, el lunes por la mañana, cansada del silencio rencoroso de su amiga.
—¡Ay, Matilde, no me vengas con ésa! Los dos, tanto Shiloah como vos, son unos orgullosos que no soportan tener defectos —afirmó, e hizo el ademán de entrecomillar la última palabra.
—No es así —se defendió Matilde, sin elevar la voz—. Queremos que ustedes sean felices y sabemos que a nuestro lado no lo serán.
—¿No ves lo que te digo? —la encaró Juana—. Son unos pedantes de mierda que se creen con derecho a decidir lo que nosotros debemos o no debemos sentir. ¡Yo amo a Shiloah! ¡Eliah te ama a vos! ¡Queremos estar con ustedes! ¡A la mierda con los hijos!
—Ahora Eliah no me ama ni quiere estar conmigo.
—Porque hiciste lo imposible para ponerle las pelotas de este tamaño —levantó los brazos a la altura de los hombros—. Detrás de tanta mierda, Matilde, sigue latente tu inseguridad, tu vergüenza y tu culpa por ser estéril. Todo eso te lleva a boicotear tu relación con él de manera inconsciente.
Ese martes por la mañana, la ira de Juana parecía haberse consumido. Guardaba silencio dentro del automóvil y no señalaba las bellezas parisinas como de costumbre. Matilde extendió el brazo y le tocó la rodilla. Juana tardó en volver el rostro hacia ella. Le sonrió con timidez, y Juana se quedó mirándola con expresión seria, aunque mansa.
—No te des por vencida —la alentó Matilde—. Luchá por él.
—No tengo ganas. No se lo merece. ¡Judío de mierda!
—Ahora, ¿quién está siendo orgullosa?
Al detenerse frente a la sede de Manos Que Curan y descender del Porsche, Matilde atisbó a un hombre detrás de ella e intuyó que era empleado de la Mercure y enviado de Eliah para cuidarla. Le llegó el turno a Matilde para enfurecerse. Si Al-Saud no la quería a su lado, si lo había cansado y la despreciaba, ¿qué le importaba si el gigante con voz de robot la asesinaba?
Se despidieron de Ezequiel, que, antes de marcharse a una sesión fotográfica, les reiteró que no abandonasen el edificio de Manos Que Curan hasta que el chofer de Trégart las recogiese en un par de horas. Entraron en la sede del organismo humanitario. Matilde tuvo la impresión de que habían transcurrido años desde su última visita cuando, en realidad, se había tratado de poco más de cinco meses.
El presidente de Manos Que Curan tomó parte del debrief como acto de deferencia por la situación escalofriante que las muchachas habían atravesado en el Congo, en especial Matilde. Les informó que, tras lo sucedido en la misión de las Hermanas de la Misericordia Divina, Manos Que Curan había decidido interrumpir el trabajo en el Congo oriental.
—Espero que no sea por mi culpa —se angustió Matilde—. En realidad, fue una imprudencia de mi parte salir del…
El presidente de la institución la acalló levantando la mano y negando con la cabeza.
—No fue por tu culpa, Matilde.
—Menos mal que se lo aclara, doctor Pessant —dijo Juana—, porque Matilde se cree culpable hasta del hueco en la capa de ozono.
Tras unas risas que descomprimieron el ambiente, Pessant prosiguió.
—La situación en la parte oriental del Congo es de altísimo riesgo. —Matilde apretó las manos al pensar en Jérôme—. Habría resultado suicida permanecer ahí. Lo sabíamos cuando se declaró la guerra el 2 de agosto y sostuvimos la misión hasta que se pudo. De igual modo, seguiremos suministrando medicamentos, comida y lo que sea necesario para aliviar la situación de los refugiados. —Pessant tomó varias hojas de una carpeta—. Aquí tengo los informes que sus jefes hicieron acerca de su trabajo. Tengo que decir que son excelentes.
—¡Qué bueno! —exclamó Juana, en tanto Matilde desviaba la mirada hacia Auguste Vanderhoeven y lo contemplaba con agradecimiento. Había temido que mencionase las incursiones nocturnas de su amante en la casa de Manos Que Curan, algo que le habría valido la expulsión de la institución.
—Nos gustaría seguir contando con ustedes. Han realizado un trabajo estupendo en el terreno. ¿Qué planes tienen? Por supuesto, después de unas semanas de descanso y previo a la consulta con la psicóloga para analizar el impacto emocional de estos meses en el Congo.
—Yo pienso regresar a mi país —anunció Juana—. Extraño mucho a los míos. En cuanto al futuro, aún no sé qué haré. Tal vez regrese a trabajar al hospital pediátrico de Buenos Aires.
—Y tú, Matilde, ¿qué planes tienes?
—Seguir trabajando para Manos Que Curan.
—¡Por aquí, doctora Martínez! —la llamó un hombre alto, delgado, aunque de aspecto sólido, apostado frente a la entrada de la sede de Manos Que Curan—. ¿Se acuerda de mí? Soy Dario Sartori.
—Sí, claro. A usted lo recuerdo del Congo. No hacía un misterio de su trabajo y me lo topaba cada vez que salía al jardín del hospital en Rutshuru. Es empleado de la Mercure y el señor Al-Saud lo apostó para espiarme, ¿verdad?
—No, no, para que la espiásemos no. Para que la protegiésemos.
—La Diana me llamó para avisarme que los reemplazarían, a ella y a Sergei, por unos días.
—Por favor —la instó Dario Sartori, mientras echaba vistazos nerviosos al entorno solitario de la calle Breguet—, suban al auto.
—No, gracias —replicó Matilde—. Vendrá a buscarnos el chofer de un amigo.
—¡Ah, no, Mat! —intervino Juana—. No pienso quedarme a esperar al chofer de Trégart. Vaya a saber cuándo se desocupa. ¿Cómo es su nombre? —se dirigió a Sartori en inglés.
—Dario Sartori. —Extendió la mano para saludarla.
—Vamos, Mat. Dario nos llevará a la casa de Ezequiel.
Con tal de complacer a su amiga después de esos días de llanto, furia y resentimiento, Matilde asintió.
—Llévenos al George V, señor Sartori.
—Por supuesto.
—No quiero ir al George V —se inquietó Juana—. Me trae pésimos recuerdos.
—Esperame en el auto. No tardaré más que unos minutos.
—¿Para qué vas al George V?
Matilde la contempló de soslayo y no le respondió. En las oficinas de la Mercure, en el octavo piso del Hotel George V, se le aplacó la rabia gracias al recibimiento que le dispensaron Thérèse y Victoire, las secretarias de Al-Saud. La estrecharon en un abrazo y le confiaron que se habían enterado del incidente en el Congo a raíz del cual había terminado en un hospital de Johannesburgo.
—La señorita Yasmín nos contó —explicó Victoire.
—Estoy bien —aseguró Matilde, y, aunque Thérèse y Victoire sonrieron y asintieron, no lo juzgaron así. Se la veía enflaquecida y pálida. Sus ojos parecían ocupar gran parte del rostro de pómulos sobresalientes y mejillas sumidas.
—¿Podría hablar con Eliah? —se atrevió a preguntar.
—No está, Matilde —le informó Victoire—. Ha salido de viaje.
—Necesito hablar con él.
—¿Has intentado llamarlo al celular? —sugirió Thérèse.
—No contesta mis llamadas —dijo, sin más, y las secretarias, en un acto reflejo, levantaron las cejas y entreabrieron los labios, los cuales sellaron de inmediato.
Se abrió la puerta principal, y Alamán entró con una sonrisa que le iluminaba el rostro oscuro y que se profundizó al toparse con Matilde.
—¡Mat! —exclamó, y la levantó en el aire para besarla en ambas mejillas—. ¡Qué alegría tan grande!
La emoción de Matilde le impidió contestar. Las oficinas del George V, ese vestíbulo, la sala de reuniones que se avistaba tras el resquicio de la puerta, las secretarias, Alamán, cada persona, cada sitio, cada detalle acarreaba memorias que, a pesar de ser felices, la embargaban de una tristeza insondable.
—¡Qué alegría le daré a José cuando le cuente que estás aquí! Espera, espera que ahora mismo la llamo. ¿Sabes? —dijo, mientras marcaba el número en su celular—. Acabamos de llegar de nuestra luna de miel. Amor, ¿a que no adivinas con quién estoy? ¡Con Matilde! —Matilde sonrió cuando el grito de alegría de Joséphine se coló por el teléfono—. Sí, sí, se lo diré. —Alamán cortó la llamada y, con una sonrisa que le desvelaba por completo la dentadura, le anunció—: Joséphine quiere que te lleve a casa y que almuerces con nosotros. Vamos, Dario, tú también estás invitado.
El departamento de Alamán Al-Saud, en el 58 de la calle de Varenne, frente al Hotel Matignon, el palacete que sirve de residencia oficial al primer ministro francés, se destacaba por un estilo clásico y un lujo que en nada se relacionaban con la sencillez y el espíritu joven de su propietario. Juana avanzó por el vestíbulo al tiempo que giraba la cabeza y lanzaba vistazos apreciativos. Soltó un silbido.
—Cabshita, esto es como un palacio.
—No pienses que tengo algo que ver con la decoración. Es obra de mi vieja.
—Pues tu vieja tiene muy buen gusto.
—A Joséphine le agrada —dijo, y sacudió los hombros.
Joséphine llegó corriendo y se secó las manos en el delantal antes de abrazar a sus amigas.
—Nunca sabré —le comentó Alamán a Sartori— cómo hacen las mujeres para hablar al mismo tiempo y entenderse.
—Y te aseguro, Alamán —aportó el italiano—, que no pierden una línea de lo que se dicen a gritos.
Detrás de Joséphine, apareció el fiel Godefroide Wambale, cuyo rostro había cobrado una fiereza renovada a causa del machetazo que lo surcaba al bies, desde la frente hasta el mentón. Matilde no se intimidó ante el corpacho y la mirada ominosa del congoleño. Le sonrió y le extendió la mano, que el hombre apenas apretó. Joséphine se colgó del cuello de su fiel sirviente y lo besó en la mejilla, sobre la cicatriz.
—Yo quiero que se someta a una cirugía plástica que haga desaparecer el machetazo —Wambale pronunció un gruñido—, pero como Alamán opina que le sienta muy bien a su cara de malo, ha decidido dejársela.
—Querido Godefroide —dijo Juana—, te convertirás en el capricho exótico de todas las parisinas, acuérdate de lo que te digo.
—¡Dios me libre y me guarde de las mujeres! —masculló, y regresó a la cocina.
Durante el almuerzo, Joséphine comentó que, como Manos Que Curan había levantado el programa en el Congo oriental, N’Yanda y Verabey se habían quedado sin trabajo, por lo que ahora cuidaban y mantenían limpia Anga La Mwezi, la hacienda de Joséphine en Rutshuru, todavía custodiada por Amburgo Ferro y por Derek Byrne, dos elementos de la Mercure. La noticia cambió el semblante taciturno de Matilde por uno sonriente; hacía tiempo que quería hablar con N’Yanda.
—Eliah y yo terminamos —le confesó Matilde a Joséphine en un aparte.
—Alamán me lo dijo. La última vez que estuve con Eliah fue en mi casamiento. Tenía una cara… Yo supuse que era porque tú estabas internada en el hospital de Johannesburgo. Después, Alamán me explicó. ¿Qué sucedió, Matilde? Ustedes dos se aman tanto.
—Fue mi culpa, José. Le dije que no confiaba en él, que no lo respetaba. Lo cansé con tanto cuestionamiento.
Joséphine la envolvió con sus brazos y le besó la sien.
—Volverá a ti, Matilde. ¿Cómo puedes dudar de eso?
—No lo creo, José. Él es orgulloso e independiente. No creo que vuelva.
Apenas el Gulfstream V abandonó el Aeropuerto de Linate con destino a Riad, la capital de Arabia Saudí, Al-Saud solicitó a Natalie, la azafata, que le trajese el teléfono encriptado. La joven mujer se lo entregó y Al-Saud pasó el pulgar sobre el lector digital e ingresó su clave para activarlo. Telefoneó a las oficinas de la Mercure. Atendió Thérèse, que le resumió las llamadas y le detalló la resolución de los asuntos pendientes.
—Señor, llamó un tal Rafik y dejó un mensaje para Aymán. Pidió que Aymán se comunicase con él.
—Gracias, Thérèse. ¿Alguna otra cosa?
—Sí. —Al-Saud advirtió que la mujer dudaba—. Matilde estuvo aquí hoy, al mediodía. —El silencio se prolongó unos segundos—. Quería hablar con usted.
—¿Estaba sola?
—No. Dario Sartori la acompañaba. Después llegó su hermano Alamán y la llevó a almorzar a su casa.
—¿Qué quería?
—Hablar con usted, señor. No mencionó acerca de qué tema.
—Gracias, Thérèse.
Enseguida marcó el teléfono de la casa de su hermano Alamán. Atendió una mujer del servicio doméstico. Alamán tardó en tomar la llamada.
—¡Ah, hermanito! —La alegría constante y empalagosa de su hermano desde el matrimonio con Joséphine Boel comenzaba a fastidiarlo—. ¿Cómo estás?
—No tan bien como tú. Dime, Alamán, ¿Matilde está ahí, en tu casa?
—Se fue hace un rato.
—¿Con quién?
—Con Dario Sartori.
—¿Cómo la viste?
Las comisuras de Alamán descendieron lentamente y cambió el tono para pronunciar:
—No muy bien, a decir verdad. Pesa lo mismo que una niña.
—¿Cómo lo sabes? —Al-Saud se incorporó en la butaca—. ¿Acaso la levantaste?
—No seas enfermo —protestó Alamán—. Me dio mucha alegría encontrármela en el vestíbulo de la Mercure y la levanté al saludarla, como lo habría hecho con Yasmín.
—No vuelvas a hacerlo, Alamán. Te prohíbo que vuelvas a hacerlo.
—¿Quién eres tú para prohibírmelo? ¿Acaso no terminaste con ella? —El acento burlón de su hermano lo irritó—. Decidiste romper con ella, Eliah. ¿O lo has olvidado?
—Ése no es un asunto de tu incumbencia.
—Tampoco es tu asunto si la levanto por el aire. Y será mejor que te apresures a decidirte si la dejas ir o si la quieres para ti porque hoy ella y Juana estuvieron en la sede de Manos Que Curan y esta noche saldrán a cenar con el belga ése por el que tanto afecto sientes.
—¡Vete a la mierda!
—No es a mí a quien tienes que mandar a la mierda, hermanito, sino al belga que quiere robarte la mujer.
Al-Saud cortó sin despedirse y se hundió en la butaca con tanta violencia que los pulmones se le vaciaron de golpe y profirió un quejido que sobresaltó a Natalie. Cerró los ojos y se cubrió la frente con la mano. Estaba cansado, un poco aturdido, acechado por tantos problemas. Y para rematarla, el ganso reaparecía en escena. Se permitió soñar que, al regresar a París, Matilde lo esperaba en su casa de la Avenida Elisée Reclus, desnuda en la piscina, y que lo acunaba en el agua, entre sus pechos, mientras le aseguraba que todo iba a solucionarse. Adonde tratase de huir, Eliah volvía una y otra vez a un pensamiento recurrente: a Matilde y a cuánto deseaba volver a ella. No quería seguir adelante si Matilde no formaba parte de su vida. Antes, su existencia lo conformaba: la Mercure le proporcionaba la dosis de adrenalina necesaria para mantener satisfecho al Caballo de Fuego que habitaba en él, y las mujeres no constituían un problema: tomaba a la que le gustaba y por el tiempo que quería, como había sucedido con la famosa modelo Céline o con Natasha. Matilde había sido distinta desde el comienzo. Aún no se reponía de la irrupción de esa menuda pediatra argentina, cuya doble naturaleza, sutil como una brisa y poderosa como un huracán, le había desquiciado la existencia, le había trastornado el modo de vida y le había reacomodado los valores. No debía olvidar que ella no lo admiraba, ni lo respetaba, ni confiaba en él. ¿Cómo podía rogarle a una mujer que lo despreciaba? Sin duda, la excitaba, Matilde se sentía atraída por él y gozaba en sus brazos. No bastaba. Lo quería todo de ella, en especial, exigía su admiración y su devoción.
Pensó en el hijo de Natasha, y sacudió la cabeza como si con ese acto alejase las implicancias de que la joven ucraniana estuviese diciendo la verdad, que Nicolai era suyo. ¿Qué haría? Antes de conocer a Matilde, habría solucionado el asunto con espíritu pragmático. En ese momento, el deber lo impulsaba a cumplir con su rol de padre y hacer feliz al niño.
De manera extraña, como suelen entretejerse los pensamientos, se acordó de Udo Jürkens. El misterio en torno al exmiembro de la banda marxista Baader-Meinhof se tornaba más insondable con cada descubrimiento. ¿Por qué había ahuyentado a Natasha? No existían vínculos entre él y Jürkens. ¿O sí? Sus cavilaciones confluyeron en otro nombre: Anuar Al-Muzara. Recordó el encuentro con su cuñado y rememoró los esfuerzos en los que había caído para no preguntarle por Udo Jürkens y su participación en el asalto a la sede de la OPEP. No quería que el berlinés supiese que conocía su nombre ni que lo había reconocido en el Aeropuerto de Viena-Schwechat, si bien existía una gran probabilidad de que estuviese al tanto de esto último. Haber perdido la pista de Al-Muzara en París había significado un duro golpe a su estrategia para acabar con la amenaza de Jürkens, porque había contado con que su cuñado lo condujese a él. Le pediría a Peter Ramsay que investigase a Al-Muzara. Tenía que existir información acerca de él. El Mossad y la CIA debían de conocer aspectos de su vida que escapaban a su conocimiento. Así como Al-Muzara había encontrado en Matilde su talón de Aquiles, él encontraría el de Al-Muzara.
Consultó en su agenda electrónica antes de activar de nuevo el teléfono encriptado. La voz de Juana le hizo levantar apenas las comisuras.
—Hola, Juana, soy yo. Eliah.
—¡Papurri! ¿Cómo estás?
Matilde, a pasos de su amiga en el vestíbulo del departamento de Trégart, empalideció de manera súbita. La decisión desplegada tan sólo unas horas antes al aventurarse en las oficinas del George V se desvaneció en un parpadeo.
—Sí, sí, aquí está conmigo. Te paso. —Matilde agitó la cabeza y el índice, y Juana la conminó a acercarse—. Esperá un momento, papurri. —Cubrió el auricular—. Vení acá, Matilde, no seas cagona. ¡Vení! —masculló, y le mostró los dientes.
Al-Saud se dio cuenta de que Matilde estaba al teléfono y supo que no hablaría.
—¿Matilde? ¿Estás ahí?
—Sí, aquí estoy.
Al-Saud cerró los ojos y apretó el aparato. Aguardó a que el escozor en la garganta remitiese. Carraspeó.
—¿Cómo estás? —No obtuvo respuesta—. ¿No vas a contestarme?
—No importa cómo estoy. —Matilde dio la espalda a Juana, que la amenazaba con gestos y ademanes.
—Sí, importa. A mí me importa.
—No lo creo —afirmó, de pronto endurecida, y agregó rápidamente, para evitar que la conversación tomase derroteros por los cuales no deseaba transitar—: Gracias por llamarme. Necesitaba hablar con vos. Primero, quería agradecerte por haberme llevado en tu avión al hospital de Johannesburgo. Segundo, quería preguntarte si tenés novedades de Jérôme. Estoy muy angus… —La risita sarcástica de Al-Saud la detuvo—. ¿Qué pasa? ¿Por qué te reís?
—Porque sabía que querías hablar conmigo sólo por eso, para saber de Jérôme.
—Me dijiste que te harías cargo de encontrarlo. Quiero saber.
—Por supuesto —contestó él, con acento de mofa.
—¿Y? ¿Tenés alguna novedad? Estoy muriéndome de la angustia.
—No hay novedades —manifestó al cabo, de modo agresivo—. Cuando haya novedades que valgan la pena, me pondré en contacto con vos. ¿Algo más?
—Sí. Quiero que le digas a tu gente que ya no es necesario que me custodien.
Al-Saud se incorporó en la butaca y perforó el espacio de la cabina con una mirada rabiosa.
—¿Qué? ¿Que no necesitás que te custodien? ¿No te acordás de quién estaba en la misión el día del ataque de los rebeldes?
—Eliah, ése ya no es tu problema. Yo ya no soy tu problema.
—¡Claro que lo eres! —la increpó en francés.
—¡No lo soy! Vos y yo no tenemos nada que ver. Lo dejaste muy claro aquella noche en Rutshuru, así que te pido que dejes de sentirte responsable por mi seguridad.
Al-Saud se oprimió los párpados con el índice y el pulgar hasta ver pintitas de colores. «Tú no eres mi problema, Matilde. Eres mi vida». No seguiría discutiendo. Los dos estaban heridos y les costaba abandonar el pedestal de orgullo al que se habían encaramado.
—Está bien —claudicó—, no tendrás que seguir sufriendo el asedio de mi gente.
—Gracias —dijo, desapegada, altiva, y colgó el auricular—. No se te ocurra decirme una palabra —masculló al pasar junto a Juana. Entró en su dormitorio y se echó en la cama a llorar. ¿Qué había hecho? El orgullo acababa de convertirla en lo que no era, una mujer fría e interesada. ¿Por qué no le suplicó perdón? ¿Por qué no le dijo que Nigel le había contado la verdad acerca de su esposa Mandy? ¿Por qué no le aseguró que le importaban un rábano las fotografías con Gulemale? ¿Por qué le exigió que le quitase los guardaespaldas? ¿Acaso se olvidaba del gigante que la perseguía? Ése había sido un acto de arrogancia imperdonable que podía costarle la vida. Por último, ¿por qué no le expresó cuánto lo amaba, respetaba y admiraba? El llanto recrudeció cuando Matilde comprendió que, tal vez, acababa de perder la única oportunidad de recuperarlo.
Al-Saud oyó el chasquido que indicaba que la llamada había terminado y se quedó mirando el aparato como un tonto. Matilde le había cortado. «¡Qué momento de mierda!», se quejó, y enseguida los reproches surgieron uno tras otro. Insultó por lo bajo, mientras marcaba un nuevo número telefónico. Llamaba a la base de la Mercure, tres pisos bajo tierra en su casa de la Avenida Elisée Reclus. Pidió hablar con Stephanie, la jefa del Departamento de Sistemas.
—Stephanie, ordénales a Noah Keen y a Ulysse Vachal que regresen de inmediato a París. Y diles a Oscar Meyers y a Dario Sartori que asuman sus posiciones en Liberia. En cuanto a La Diana, asígnala desde mañana a la custodia de la mujer y de la hija de Yasser Arafat. A Markov dile que regrese al Congo. Pon al tanto de estos cambios a mis socios.
—Sí, señor. De inmediato.
—La nueva misión de Keen y de Vachal es la protección de un femenino el cual no debe saber que está siendo protegida. Me refiero al objetivo a cargo de Meyers y de Sartori en este momento.
—Sí, sí, la señorita Martínez.
—Quiero que La Diana y Markov pongan al tanto a Keen y a Vachal de los pormenores del caso.
—Así se hará, señor. Tenemos fotos actualizadas para mostrarles.
—Agregarás la que te enviaré en un momento —le ordenó, al tiempo que, con el teléfono sujeto entre el hombro y la oreja, tecleaba en la computadora portátil para preparar un archivo encriptado con la fotografía que Sartori le había tomado a Anuar Al-Muzara en el cementerio de Bobigny. Enchufó el cable de la línea telefónica del avión, especialmente instalado por Alamán, en la entrada del módem de su computadora y lanzó el programa de conexión a Internet. Minutos después, envió el archivo a la base.
El miércoles 23 de septiembre, casi a las nueve de la noche, La Diana recibió un llamado desde la base, de Stephanie, el genio de las computadoras de la Mercure, para comunicarle que Al-Saud había dispuesto que integrase el grupo de custodia de Suha Arafat y de su hija de tres años, Zahwa. Tendría que haberse alegrado porque, al permanecer en París, seguiría adelante con las sesiones en lo del doctor Brieger; sin embargo, no se alegró porque de inmediato pensó en Markov. Por orgullo y porque estaba acostumbrada a ocultarse y a proteger su corazón, no le preguntó a Stephanie si el ruso también formaría parte del entorno de la esposa del líder palestino.
Se hallaba inmersa en esas cavilaciones cuando oyó el timbre. Se puso de pie, nerviosa, se acomodó la blusa, se colocó el pelo suelto tras las orejas y echó un vistazo a la sala para comprobar que estuviese en orden. Levantó el auricular del portero eléctrico.
—¿Quién es? —preguntó en vano, pues sabía quién era. Nadie la visitaba excepto Sándor y Eliah, y ellos estaban de viaje.
—Sergei.
—Entra. —Oprimió el botón que activó la chicharra de la puerta del edificio.
«Algún día», pensó, «tendré que aprender a controlar esta taquicardia que me asalta cada vez que estoy cerca de él». Sus latidos acelerados no sólo se debían a los nervios sino a la felicidad que significaba verlo otra vez. Markov había pasado la noche del viernes y la del sábado con ella. No había sucedido nada; él se limitaba a aceptar las migajas que ella le arrojaba, tan sólo unos abrazos y unas sonrisas, nada de besos ni intentos de tener sexo.
«Se cansará», había concluido el domingo por la tarde, mientras recorrían las góndolas de Carrefour, en el barrio de Auteuil, en el Seizième Arrondissement. Se preguntó qué diría la gente de ellos. «Pensarán que somos un matrimonio», caviló, y deseó que fuese cierto. Lo estudiaba de reojo, iba aprendiendo sus modos, conociendo sus gestos, descubriendo sus manías. En tanto Markov elegía la cafetera, La Diana se dio cuenta de que era puntilloso y detallista. Se imaginó a Sándor, que habría comprado cualquiera, o a Eliah, que habría elegido la más costosa. Él, en cambio, necesitaba conocer la oferta antes de decidir. Le gustó que, después de Carrefour, le propusiese buscar a Leila para llevarla al Bois de Boulogne. La pasmó que recordara ese detalle, que a Leila le encantaba montar en el Bois de Boulogne; se lo había comentado tiempo atrás cuando creía que no le prestaba atención.
—Sí, vamos a buscarla. Leila se pondrá feliz. Se siente sola sin Eliah ni Peter Ramsay.
Pasaron una tarde de risas y buena conversación, en la que Leila se mostró tan locuaz como no lo había sido en años, y, aunque la llamó Mariyana, no le molestó. Acabada la visita al Bois de Boulogne, Sergei la condujo a su casa. El corazón de La Diana palpitaba de dicha cuando el viejo Mercedes se detuvo frente a su edificio. Le sonrió con timidez, y Markov se ufanó de haber conquistado esa faceta tan recóndita de La Diana, que sólo a él se la ofrecía. Durante las semanas de adiestramiento en Papúa-Nueva Guinea y durante las transcurridas en la mina del Congo, la muchacha bosnia les había dejado en claro que, si bien su cuerpo proclamaba una índole de mujer, su espíritu era el de un hombre fuerte e implacable.
La Diana se quedó mirándolo y, pese a intentar cobrar un viso de seriedad, se sintió incapaz de deshacerse de la sonrisa estúpida que le mantenía levantadas las comisuras; estaba demasiado feliz y ansiosa. Quería contarle a Markov que visitaría al doctor Brieger al día siguiente; necesitaba compartir con él ese paso tan definitivo. Tal vez Markov no apreciase la decisión en su completa magnitud. Había conjurado una inmensa cuota de valor para fijar la cita, en la cual le abriría su corazón y su alma destrozados a un desconocido y evocaría las visiones más aberrantes de su vida.
—Gracias por haber invitado a Leila al Bois de Boulogne. Hacía años que no la veía tan contenta.
—Tú también pareces contenta.
—Lo estoy, Sergei. Han sido los mejores días de mi vida —manifestó, y desvió la vista, de pronto arrepentida de su sinceridad, no por la sinceridad en sí, sino por lo que podía desatar en Markov.
Markov rió, entre feliz y divertido, y bajó del Mercedes. Abrió la puerta del acompañante y extendió la mano hacia La Diana, que la contempló durante unos segundos antes de aceptarla. Subieron al departamento y, apenas cerró la puerta, La Diana se encontró entre los brazos del ruso y aprisionada contra la pared. La risa de él se había esfumado, de sus labios y de sus ojos, y la contemplaba con el hambre al que ella le temía como a nada. La superaba en varios centímetros, y sus hombros anchos y rectos le ocultaban la sala.
—Eres tan hermosa —le susurró, y La Diana percibió cómo la calidez de su aliento le golpeaba los labios y de qué manera una mano del ruso se las ingeniaba para enredarse en su cabello, en tanto la otra le aprisionaba la cintura.
Rogó para que la besara y también para que la soltara. Le temía a la reacción de su cerebro. Juzgó un buen indicio que le hubiese permitido llegar hasta ese punto en el cual se hallaba atrapada y sin posibilidad de escape. Por más que Takumi sensei asegurase que ella era una excelente luchadora y que no existía la situación de la que no se pudiese salir, La Diana sabía que no lograría escapar de la sujeción de Markov; era demasiado fuerte y en su cuerpo se advertían años de entrenamiento intensivo.
—Voy a besarte. No te asustes —la previno, y La Diana asintió y cerró los ojos.
Inspiró bruscamente al primer contacto y se puso en puntas de pie, el cuerpo tenso, los nervios crispados, incapaz de expulsar el aire. La boca de Markov se abrió para acariciar sus labios, y La Diana presintió que perdería el control. De pronto la asaltó un aroma desagradable, mezcla de sudor, tabaco y vodka; hacía años que no lo olía. «No, no», se instó, «es mi imaginación». Sin embargo, el aroma se intensificaba y la ahogaba. Oyó los gritos de Leila, a quien sometían en la carpa contigua. Cuando Leila, agotada, se callaba, La Diana oía el crepitar de los leños que alimentaban la fogata donde los soldados serbios entraban en calor y contaban chistes soeces mientras aguardaban el turno para ensañarse con las hermanas Huseinovic, las más bonitas del campo de concentración de Rogatica.
—Te deseo. Te deseo tanto —jadeó Markov, y su boca abandonó la de ella para deslizarse por su cuello, inconsciente del infierno que estaba desatándose en la mente de La Diana.
Sus manos le apretaron la parte más delgada de la cintura antes de ascender y acabar sobre sus pechos. A ese contacto, La Diana profirió un alarido que se sostuvo en la quietud del departamento. Para Markov fue como recibir un golpe. Saltó hacia atrás y presenció con un estupor impotente el derrumbe de la mujer que amaba, porque la amaba y no sabía cómo ayudarla. Oh, Dios, qué le habían hecho esos hijos de puta.
La Diana gritó en bosnio hasta lastimarse la garganta y arrojó manotazos y puntapiés con los ojos cerrados, y, cuando las fuerzas la abandonaron, resbaló por la pared y se ovilló en el piso, donde se meció y lloró. Markov la contemplaba, impotente, confundido, desorientado, no sabía cómo actuar. Temía tocarla y desencadenar una nueva crisis. Se odió por haberla presionado; ella parecía tan contenta y ecuánime, se justificó. Se acuclilló cerca de ella.
—¿Qué te han hecho, mi amor? ¿Qué te han hecho esos hijos de puta? —La voz de Markov se quebró y, por mucho que apretó los labios, el sollozo que crecía en su pecho halló la salida.
Entre los sonidos del campamento, se coló uno nuevo, uno que en un principio La Diana no reconoció. Le costó identificarlo; se trataba del llanto de un hombre. En el campamento de Rogatica, las mujeres lloraban; los hombres, no; ellos vociferaban órdenes, se reían o jadeaban mientras violaban a las bosnias. Se atrevió a separar los párpados y, en tanto las imágenes de la tienda en el campo de Rogatica se desvanecían, la figura de Sergei tomaba cuerpo delante de ella. Los ojos de La Diana, inyectados de sangre, adquirieron una dimensión inusual ante la comprensión de lo que había sucedido.
—¡Oh, Sergei! —lloró—. ¡Oh, Dios mío, Sergei! ¿Qué he hecho?
Estiró el brazo, y Markov le aferró la mano. La atrajo hacia él y la cubrió con su cuerpo.
—Ya estás a salvo —le susurró, entre sollozos—. Ya pasó. Nunca más volverán a hacerte daño. Te lo juro por mi vida, Diana.
—¡Me destruyeron! ¡Estoy rota! ¡Dañada! ¡No soy una mujer!
—No, no, mi amor, no. No te des por vencida.
«No lo haré si tú no me dejas», habría dicho. No lo expresó porque lo consideró un pedido excesivo para lo que podía ofrecer.
Markov no pasó la noche del domingo con ella. La ayudó a acostarse y se marchó. A pesar del desánimo, el lunes por la mañana, La Diana acudió a la cita con el psiquiatra. El doctor Brieger poseía una cualidad que había conquistado a Leila, la de mostrarse humano y, al mismo tiempo, conservar una actitud profesional. La Diana estimó que debía de tratarse de un balance difícil de lograr, y, sin embargo, el hombre se comportaba con soltura y le contagió su comodidad.
Los primeros minutos, La Diana mantuvo la vista baja y guardó silencio. Cuando habló, lo hizo sin mirar a Brieger.
—Soy mujer por fuera, pero, por dentro, no. Por dentro… No sé qué soy por dentro.
—¿Por qué dices que no eres mujer por dentro?
—Porque no puedo hacer lo que las mujeres normales hacen.
—¿Te consideras anormal?
—Sí, definitivamente sí —contestó.
—¿Te gustaría sentir y actuar como una mujer?
—Sí, lo deseo mucho.
—Pues bien, ya has dado el primer paso para lograrlo.
La Diana salió del consultorio de Brieger más animada, deseando comunicarse con Markov. Regresó a su departamento, dispuesta a esperarlo. Se duchó y se vistió con ropa femenina. Le habría gustado perfumarse y maquillarse, pero no contaba con nada para hacerlo. Markov no apareció. Tampoco el martes por la noche, y La Diana se convenció de que no volvería a verlo, al menos, no como… ¿Como qué? No podía llamarlo amigo, tampoco amante. Volvería a verlo como a un compañero de trabajo.
Pese al empeño por desterrar el recuerdo de Markov, no pudo evitar pensar en él cuando, el miércoles por la noche, Stephanie le comunicó su nuevo destino, y tampoco fue capaz de eliminar la ilusión al verlo entrar en su departamento; por el contrario, se aferró a ella porque derretía el hielo en su interior. Markov avanzó por la sala con el señorío, el poder y la calidez del sol, y echó un vistazo en torno con esa actitud soberbia que ella había detestado en el pasado y que en ese momento le causaba un cosquilleo en la parte baja del vientre. Por fin la miró, primero con seriedad; después, le sonrió, y la visión de La Diana se enturbió. Se trató de un acto instintivo cuando le pidió: «Abrázame, Sergei», porque si se hubiese detenido a pensar, no se lo habría pedido.
Markov dio un paso largo y estuvo sobre ella para unirla a su cuerpo.
—Creí que me habías abandonado —sollozó.
—Creí que necesitabas estar sola, recuperar tu espacio.
—Te necesité. Temí que hubieses encontrado a otra.
—¿A otra? Sólo tengo ojos para ti, Diana. Además, no hubo un instante de estos días en que no te pensase. No lo dudes.
Se acomodaron en el sofá, y La Diana recostó la cabeza sobre el pecho de Markov.
—Estar así contigo es un milagro.
—Lo sé.
—Pero es poco, sobre todo para ti. No creas que no soy consciente de eso.
—No importa. Poco a poco.
La Diana se incorporó, y a Markov lo anonadó su belleza, la piel clara, los ojos celestes que descollaban, en parte, gracias al ribete espeso que formaban las pestañas tan negras como las cejas y el cabello. Para los serbios, debió de tratarse de un hallazgo, lo mismo Leila; debían de haberse vuelto locos de lujuria.
—Quiero contarte algo.
—Cuéntame.
—Algo muy importante para mí.
—Mientras no se trate de que le has dado tu primer beso a otro…
—¡No! —se escandalizó ella, y rió—. ¿Cómo crees?
—¿Se lo darías a Dingo si te lo pidiese?
La Diana le sostuvo la mirada de iris dilatado, tanto que le convirtió los ojos celestes en negros, y reveló esa faceta agresiva y masculina que él conocía tan bien y de la cual había sido víctima en el pasado.
—Hace tiempo que comprendí lo que me sucedía con Dingo. Siento afecto por él, pero es a ti a quien deseo.
—¿Me deseas, Diana?
—Sí, pero me aterra entregarme.
—Lo sé, mi amor, lo sé —dijo Markov, e intentó recostarla de nuevo contra su pecho. La Diana se puso rígida y siguió mirándolo con fijeza.
—El lunes fui a ver al psiquiatra de mi hermana Leila. —Markov permaneció inmutable—. Quiero curarme, Sergei, por eso fui a verlo. Quiero volver a ser mujer. Y quiero hacerlo pronto porque temo perderte.
—¡Diana! —Markov la estrechó entre sus brazos y le besó la coronilla—. No te atormentes con esa idea. No vas a perderme.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Y yo te prometo que volveré a ser una mujer. Para ti.
—Sí, para mí, pero también para ti, para que seas feliz. —Markov carraspeó y obligó a La Diana a incorporarse—. Acaba de llamarme Stephanie.
—Sí, a mí también. Ahora formaré parte del equipo que se encarga de la seguridad de la mujer y de la hija de Arafat.
—Yo tengo que regresar al Congo.
—¡No! ¡No quiero! —La Diana se puso de pie y Markov la imitó—. No regresarás a ese infierno. Es demasiado peligroso. Hablaré con Eliah, le diré que…
—No, Diana. —El ruso conservó la voz baja; sin embargo, entornó los ojos negros y los fijó en ella con severidad—. Éste es mi oficio. Soy un soldado de la Mercure, así que te pido que no interfieras. —La aferró por los brazos con la totalidad de las manos, ajustándoselas cerca de la axila, clavándole los dedos en los tríceps, y la atrajo hacia él—. Sé que tienes una relación especial con el jefe, pero nunca, ¿me oyes?, nunca la uses para beneficiarme. ¿Estamos de acuerdo en esto?
—Sí, está bien. Lo siento.
—Nada va a pasarme en el Congo. ¿Tan mal concepto te merezco como soldado? —le preguntó, y una sonrisa burlona le suavizó la expresión.
—Eres un excelente soldado. Eres un exmiembro de la Spetsnaz GRU. Si has sobrevivido a eso, sobrevivirás a cualquier cosa.
—Sí, lo haré. Sobre todo ahora —añadió.
La Diana esperó a que el ruso se explicase, ansiaba que le dijese por qué, más que antes, deseaba permanecer con vida.
—¿Quieres que cenemos afuera? —le propuso, con ánimo despreocupado, y a La Diana le tomó unos segundos reaccionar.
—Ayer, en la esperanza de que vinieras, preparé un plato típico de tu tierra: pelmeni. —Por una costumbre adquirida tras años en el grupo de élite ruso, la Spetsnaz GRU, Markov reprimió la emoción que le golpeó el pecho, y prolongó el gesto relajado—. Ayer —retomó La Diana, medio desazonada—, acompañé a mi hermana Leila a la feria en la Place Maubert y conseguí smetana. —La Diana aludía a una especie de crema ácida, muy generalizada en Rusia para acompañar las comidas—. El ruso que me la vendió me aseguró que es muy buena para acompañar los pelmeni. No te gustan los pelmeni —afirmó, y Markov cayó en la cuenta de que su impasibilidad se había malinterpretado.
—Me has dejado mudo, eso es todo —se justificó, y la abrazó. Le habló al oído—. Los pelmeni son uno de mis platos favoritos. ¿Cómo lo supiste?
—El lunes, después de la consulta con el doctor Brieger, el psiquiatra —aclaró—, entré en una librería y compré un recetario ruso. En francés, por supuesto. Y los pelmeni estaban entre las comidas más populares de tu país. Por eso te los preparé.
—Oh, Diana, mi amor. ¿Sabes cuánto hace que no como pelmeni? Desde la Navidad pasada, que mi vieja me los preparó porque sabe que me gustan muchísimo.
—¿De veras te gustan tanto?
—Sí. Me encantan. Menos que tú, por supuesto. —Le apartó el pelo y le besó el hueso detrás de la oreja, y se lo humedeció con la punta de la lengua. La Diana gimió, y Markov sonrió con malicia.
—¿Por qué haces eso?
—¿Qué?
—Poner cara de nada cuando te cuento algo importante, por ejemplo, que empecé a ir al psiquiatra o que te preparé pelmeni.
—Ah, mi amor, a los soldados rusos nos enseñan a los golpes a ocultar las emociones.
—Entonces, ¿de verdad te emociona todo lo que te conté?
—Más de lo que te permito ver. Mucho, mucho más, Diana.
A la mañana siguiente, La Diana volvió a sorprenderse a sí misma. Llamó a su futura cuñada, Yasmín Al-Saud, y le pidió que la acompañase a comprar maquillaje, perfumes, ropa y accesorios. Yasmín no había logrado sobreponerse a que la hermana de Sándor la hubiese llamado cuando se asombró nuevamente con el pedido.
—Sí, sí, claro —balbuceó—. Te acompaño y te asesoro cuanto quieras. ¿Te parece bien el sábado por la mañana?
—¿Podré invitar a Leila?
—Por supuesto.
Como Leila había acordado encontrarse el sábado con Matilde y con Juana para desayunar en Les Deux Magots —en realidad, Leila las había invitado a desayunar en la casa de la Avenida Elisée Reclus, pero Matilde se negó a ir—, las médicas cordobesas se sumaron al grupo, del cual también Joséphine formaba parte, invitada por Yasmín.
En un principio, la presencia de Yasmín incomodó a Matilde, porque siempre se había mostrado celosa de Eliah y temía que le reprochase haber roto con él. Esa noche, en el dormitorio que Juana ocupaba en la casa de Jean-Paul Trégart, Matilde, tirada en la cama junto a su amiga, aceptó que se había divertido y olvidado por unas horas de sus problemas. Yasmín se mostró amistosa y nunca mencionó a su hermano. Dado que conocía los lugares más importantes relacionados con la moda, acarreó al grupo por varias tiendas, en donde opinaron al unísono, aun Leila, acerca del mejor color de maquillaje, el perfume más sensual o la prenda íntima más erótica para La Diana. No quedó negocio de la calle del Faubourg Saint-Honoré ni de la Avenida Montaigne al que no entrasen y en el que no comprasen algo. Almorzaron en L’Avenue, el restaurante al que concurría el jet set parisino, donde una sombra amenazó con opacar la alegría de Matilde pues se toparon con Céline, que apenas dirigió un saludo a su hermana, ninguno a Juana, y concentró su atención en Yasmín, con quien se mostró tan simpática como desdeñosa con el resto. Por fortuna, estaba apurada —sus amigos la reclamaban—, por lo que se despidió minutos después sin perder la oportunidad de destilar veneno.
—Yasmín, ¿irás al casamiento de Valerie Carcassone? Eliah y yo iremos juntos.
Yasmín se volvió para mirar a Juana, que acababa de bufar y mascullaba.
—Si mi novio está en París, sí.
Juana aferró a Matilde por la muñeca y la obligó a regresar a la silla cuando se disponía a seguir a su hermana.
—¿Qué mierda hacés?
—Quiero preguntarle si sabe algo de mi papá.
—¿Vos estás loca o qué? Esa mina es peligrosa. ¿No te diste cuenta de que tiene los ojos inyectados y las pupilas dilatadas? Está pasada de droga. Te va a meter un sopapo.
—Dios mío… Irá con Eliah a ese casamiento.
—¿Vos le creés? Olvidate, Mat. Lo dijo para angustiarte. Eliah le carga el asco a esa víbora. No iría con ella a ninguna parte. No le permitas que te arruine el mejor día que hemos tenido en mucho tiempo.
Matilde no supo que su hermana, apenas se alejó por la Avenida Montaigne, marcó el teléfono de Eliah. Como no le contestó, grabó un mensaje en la casilla. «Acabo de ver a Matilde en L’Avenue. Estaba almorzando con Yasmín. ¿Qué significa eso, Eliah? ¿Que ha regresado contigo? Cuidado. No olvides la promesa que te hice». Media hora más tarde, Al-Saud la llamó, y Céline sonrió con suficiencia.
—¿Cómo estás, mi amor?
—No vuelvas a llamarme, Céline. Tú y yo hemos terminado.
—Quería asegurarme de que también hubieses terminado con mi hermanita.
—Matilde y yo rompimos —declaró, con una voz desapegada que enmascaró el dolor profundo que le palpitó a la altura del esternón.
—No me quedó muy claro hoy, cuando la vi con Yasmín.
—Son amigas. Pueden hacer lo que les plazca —manifestó, y apagó el celular.
En parte, la nube se disipó para Matilde cuando, entre risas y bromas, las mujeres apremiaron a La Diana y la acorralaron hasta obligarla a confesar que estaba enamorada de Sergei Markov.
—Es un hombre tan bueno, Diana —dijo Matilde—. Estoy tan feliz por ti.
—Sí, es un hombre excelente. Pero las cosas no son fáciles para nosotros. —Lo expresó en voz baja de modo que sólo Matilde escuchase.
—¿Quieres contarme?
La Diana sentía por Matilde un cariño mucho más profundo y sincero del que demostraba. En su opinión, la médica argentina había rescatado a Leila de su mundo imaginario de niña y le había devuelto las ganas de hablar. Fuera de sus hermanos y de Eliah, Matilde Martínez era la persona a la que más respetaba y admiraba.
—No soporto que me toquen —declaró.
—¿Por qué? —preguntó Matilde con la misma parsimonia que habría empleado para decir «buenos días».
—Es a causa de un trauma. Por el mismo trauma, Leila dejó de hablar y comenzó a comportarse como una niña.
—Yo no podía tener relaciones sexuales también a causa de un trauma —dijo Matilde, y rió ante la mueca desmesurada de La Diana.
—¿De veras?
—Te lo aseguro. Me casé y estuve meses sin poder consumar mi matrimonio. Hasta que una noche, mi esposo se hartó y… Bueno, puedes imaginártelo.
—¿Te forzó?
—Sí, me violó. Esa experiencia no me ayudó en nada a acabar con el pánico que le tenía al sexo.
—No, claro que no. ¿Y por qué no te atrevías a tener sexo? ¡Oh, disculpa! No quiero parecerte indiscreta. Es que…
—No me molesta tu pregunta, Diana. En absoluto. ¿Por qué no podía tener sexo? Mi psicóloga asegura que el problema tiene varias causas: la familia disfuncional de la cual provengo, la pésima relación entre mis padres, la educación tan estricta y religiosa que recibí, pero, sobre todo, haber sido esterilizada a los dieciséis años a causa de un cáncer de ovario. Ahora lo sabes, Diana. No puedo tener hijos. Eso fue demasiado para mí. Me cerré a la felicidad y al sexo.
—Pero… Y… ¿Con Eliah?
—Él me curó. Con amor, con dulzura y con paciencia. —Parpadeó varias veces y forzó una sonrisa al tiempo que tragaba la pelota que le crecía en la garganta—. Y tú, ¿a qué se debe tu trauma?
Los hombros de La Diana se desmoronaron, lo mismo que su semblante, que, de pasmado, adquirió un matiz que comunicaba agobio.
—A fines del 94, Leila y yo caímos prisioneras en manos de los serbios, y nos llevaron a un campo de concentración en Rogatica, una ciudad cercana a la nuestra, Srebrenica. Estábamos aterradas y nos angustiábamos pensando en la preocupación de nuestros padres y de Sanny, que habían quedado allá, en Srebrenica. —Se mantuvo callada durante algunos segundos, buscaba la forma de expresar lo que la aterraba pronunciar—. Durante meses, los soldados serbios nos violaron, a Leila, a mí y a tantas mujeres y niñas del campo.
—Oh, Diana. —Matilde cerró su mano sobre la de la muchacha bosnia olvidándose de su aversión al contacto humano. La Diana bajó el rostro y cubrió la de Matilde con su otra mano—. Qué tristeza tan grande. Cuánto lo siento —murmuró.
—Fue el comando a cargo de Eliah quien nos liberó, ¿lo sabías? —Matilde, imposibilitada de superar el asombro, se quedó mirándola—. Nunca menciono esto porque sé que, salvo Alamán, el resto de los Al-Saud desconocen su actividad como soldado de un grupo de élite.
Recordaba que Eliah le había comentado acerca de la tragedia de los hermanos Huseinovic, aunque, a la luz del relato de La Diana, se daba cuenta de que le había ahorrado los detalles escabrosos y obviado el más importante, que había sido él quien había rescatado a Leila y a La Diana de las fauces del infierno. Comprendió la devoción de los Huseinovic por Eliah, y, dominado el momento de estupefacción, experimentó tanto amor y orgullo por su hombre que se habría puesto a llorar de alegría, de tristeza, de dolor, de amor. Lo había perdido por haberlo juzgado sin conocerlo, y se aborreció.
—Él y sus soldados se introdujeron en el campo una noche y, a pesar de que eran sólo once, dominaron a los militares serbios, mataron a unos cuantos y liberaron a las quinientas personas que vivíamos hacinadas. Se habla mucho de los campos de concentración nazis, pero nadie menciona los que construyeron los serbios. Malditas sean sus almas.
—Ahora entiendo el cariño que te une a Eliah.
—En el campo, eran como héroes para nosotros. Las mujeres, aun los hombres, se arrodillaban delante de él y de sus soldados y les besaban las manos. Eliah desobedeció una orden de su superior (y eso, en un grupo militar de élite, es una falta gravísima) para encontrar a nuestra familia, que había quedado en Srebrenica. Eliah nos advirtió a Leila y a mí que, días antes, en Srebrenica se había producido una masacre, y que miles de bosnios habían muerto a manos de los serbios. Las posibilidades de hallar a nuestra familia con vida eran pocas. A papá y a mamá los habían asesinado, pero hallamos a Sanny escondido en el sótano de nuestro restaurante. Estaba muy mal, deshidratado y en estado de shock, pero Guerin, el paramédico del comando de Eliah, lo asistió y le salvó la vida.
—Y los trajo a vivir con él a París —la instó Matilde a proseguir.
—No sé por qué hizo eso. Nosotros éramos iguales a tantos desgraciados. Pero Eliah… No sé por qué nos quiere tanto y nos eligió para ayudarnos. No tenía por qué hacerlo. Nos trajo a París y después nos llevó con Takumi sensei a Ruán. Takumi sensei nos ayudó muchísimo. Nos enseñó a sobreponernos y nos convirtió en soldados para Eliah, así que, cuando a fines del 95 fundó la Mercure, empezamos a trabajar para él, Sanny y yo, porque Leila ya era como una niña. —Matilde y La Diana contemplaron a la joven que reía con Joséphine y que pronunciaba pocas palabras—. Leila es la preferida de Eliah. —Sonrió antes de agregar—: Aunque tú eres lo que él más quiere en esta vida.
—Ya no, Diana. Le dije cosas horribles en Rutshuru y me dejó. Me lo merezco.
Antes de despedirse, Matilde le pidió autorización a Joséphine para llamar a Anga La Mwezi; necesitaba comunicarse con N’Yanda. Lo padecido por las Huseinovic en el campo de concentración de Rogatica la llevó a pensar en lo que podría estar sufriendo su adorado Jérôme, y, de pronto, sin explicación, el rostro severo y de mirada sibilina de la mujer ruandesa le vino a la mente.
—¡Mat, no tienes que pedirme permiso para eso! —dijo Joséphine—. ¿Recuerdas el número telefónico? Te lo escribo por las dudas.
Esa noche, mientras repasaban los hechos de la jornada echadas en la cama de Juana, Matilde expresó su deseo de llamar a la mujer ruandesa.
—¿Para qué? —se interesó Juana.
—Quiero preguntarle por Jérôme. Vos y yo sabemos que N’Yanda tiene poderes.
—Llamala ya, entonces.
Matilde buscó en su shika el papel donde Joséphine había garabateado el número de su hacienda en el Congo. La atendió Verabey, y el sonido de su voz provocó una emoción incontrolable en Matilde, tanto que se vio forzada a pasarle el auricular a Juana. Estaba sensible y lloraba por cualquier cosa. Al cabo, más recompuesta, se hizo cargo de la llamada.
—Hola, N’Yanda.
—¿Cómo está, doctora Matilde?
—Mal, N’Yanda. —La ruandesa guardó silencio—. Jérôme desapareció el día en que me hirieron en la misión. Y no hemos sabido nada de él. Eso fue el 29 de agosto. Hoy es 26 de septiembre. Han pasado veintiocho días y no sabemos nada. Estoy desesperada.
—¿Qué necesita de mí, doctora?
—N’Yanda, yo sé que tú ves, sientes y sabes cosas que los demás mortales no vemos, ni sentimos, ni sabemos. Quiero que me ayudes a encontrar a Jérôme. Quiero que me digas si él está bien.
—Para eso, necesitaré algo de él.
—¡En la misión quedaron sus cosas! —Al pronunciar esas palabras, las ganas de llorar volvieron y lo recordó acomodando la ropita que ella le había regalado en la caja que escondía bajo su camastro—. Puedo pedirle a Amélie que te envíe una remera o un pantalón.
—No se preocupe. Yo me ocuparé de hacerme con una prenda del niño.
—Gracias, N’Yanda.
Tres días más tarde, el martes 29 de septiembre, Matilde se disponía a salir con Ezequiel —se dirigían a la sede de Manos Que Curan—, cuando sonó el teléfono. Atendió Ezequiel.
—Es para vos, Mat. —Le pasó el inalámbrico—. No se escucha bien.
—Allô?
—Doctora Matilde, soy N’Yanda.
—¡N’Yanda! ¡Qué alegría! ¿Qué has podido averiguar?
—El niño está bien, doctora.
—¿De veras? —La voz le tembló y se le aflojaron las piernas. Ezequiel la sostuvo y la guió a un diván—. Cuéntamelo todo, N’Yanda, te lo suplico.
—Lo veo en la selva, en un campamento con hombres muy malos, pero hay una energía poderosa en ese grupo que protege a Jérôme. Nada malo le sucederá.
—¡Gracias, N’Yanda, gracias! No sabes lo que tus palabras significan para mí. ¿Volveré a verlo? —se atrevió a preguntar.
—Eso no me ha sido revelado.
—Oh, Dios mío —susurró Matilde, en castellano, y se cubrió la frente.
—Doctora, hoy es el día de los Arcángeles. —La declaración desorientó a Matilde, que había supuesto que N’Yanda practicaba el animismo, una religión muy generalizada en África.
—¿Sí? No lo recordaba.
—He invocado a San Miguel Arcángel, el más poderoso de los ángeles, el jefe de las milicias celestiales, y he puesto en sus manos el cuidado de Jérôme. Nada malo le sucederá.
Matilde rió y lloró con una devoción y una fe tan sólidas como nunca había experimentado en su vida. Por algún motivo que escapaba a su raciocinio de científica, creía sin dudar en que San Miguel Arcángel velaría por la seguridad de su tesoro. Ezequiel la abrazó y la consoló sin comprender por qué Matilde, entre llanto y llanto, le aseguraba que Jérôme estaba bien y que nada malo le ocurriría.
—¿Al-Saud lo encontró?
—No. N’Yanda me lo dijo.