Capítulo 2
El berlinés Udo Jürkens, cuyo verdadero nombre era Ulrich Wendorff, se escondía no muy lejos del restaurante donde Al-Saud y De Florian compartían la cena; de hecho, se hallaban en la misma isla parisina, la Île Saint-Louis, a pocas cuadras de distancia.
Días atrás, después de abandonar la República Democrática del Congo en un taxi aéreo, aterrizó en Kigali, la capital de Ruanda, y se puso en contacto con su jefe, Gérard Moses, que trabajaba para el régimen de Saddam Hussein, en Irak. A Moses no le hizo gracia saber que su hombre de confianza y mano derecha le hubiese fallado por segunda vez a Anuar Al-Muzara, el jefe de las Brigadas Ezzedin al-Qassam, el brazo armado de Hamás, que le había encomendado secuestrar a la mujer de Eliah Al-Saud para extorsionarlo.
—No quiero tus excusas —le reprochó Moses, cuidándose de dar nombres y mencionar hechos—. Quiero resultados. ¿Qué está pasándote? Me decepcionas. Últimamente, no has logrado llevar a buen puerto ningún trabajo.
—Jefe —habló Jürkens, y su voz artificial, como de muñeco electrónico, no evidenció la congoja del hombre—, dígame qué quiere que haga. ¿Voy adonde está usted? —Era lo que Udo deseaba, refugiarse en Irak, un país al que consideraba como propio, en el cual su único amigo, Fauzi Dahlan, ocupaba un cargo de relevancia en la esfera del segundo hijo de Saddam Hussein, Kusay.
—Llámame en dos días —fue la respuesta de Moses, y Jürkens bajó los párpados, desilusionado.
Durante las cuarenta y ocho horas que duró la espera, Udo Jürkens no se aventuró fuera de la habitación del hotel y pasó el tiempo echado en la cama, pensado en Matilde Martínez, aunque para él, Matilde no era Matilde sino Ágata, su novia de la juventud, muerta durante un atraco a la sede de la OPEP en Viena, en el 75. El milagro de la resurrección se había producido el 27 de febrero cuando, al intentar secuestrarla en una capilla del centro de París, la sostuvo entre sus brazos y la miró a los ojos. Se trató de un instante mágico en el que Ágata volvió a sonreírle y a contemplarlo con amor. Desde ese momento, Udo la quería de nuevo con él.
Transcurridos los dos días, Jürkens se dirigió al mismo teléfono público para comunicarse con Gérard Moses.
—Ve a mi ciudad natal —manifestó Moses— y espera allí nuevas instrucciones.
—Pero…
—Sí, lo sé. No es lo más conveniente en vista de las circunstancias. Pero eres un hombre de recursos y sabrás moverte. Mi casa está a tu disposición.
—Gracias, jefe.
—Oye, Udo, ¿qué sabes de Eliah?
—Realmente poco, jefe. Lo vi llegar a la misión el día del ataque rebelde y llevarse a su mujer malherida.
—¿A su mujer? ¿Él estaba ahí? —preguntó, como tonto, y comenzó a exasperarse; lo irritaba hablar sin libertad. Sus pulsaciones aumentaron a riesgo de provocarle un ataque de porfiria—. ¿Cómo que estaba ahí?
—Sí, ahí estaba. Llegó en helicóptero. —Jürkens se calló. La conversación se dilataba a riesgo de ser captada por ECHELON, el sistema de escucha internacional de los Estados Unidos.
Moses apretó el puño en torno al auricular del teléfono. Eliah le había dicho durante su último encuentro en el hospital de Viena que el asunto con Matilde Martínez había terminado. ¡Que el infierno se los llevase a los dos!
—Está bien —murmuró al cabo—. Haz lo que te he dicho. Y ten cuidado.
—Sí, jefe.
Udo Jürkens simuló sus facciones bajo una espesa barba artificial y tras unos lentes oscuros y emprendió el regreso a París, una ciudad donde su cabeza tenía precio, y afiches con su rostro empapelaban las estaciones de trenes y los aeropuertos. La acción temeraria resultó más fácil de lo que había sospechado y, tras dos días de viaje, se hallaba frente al portón del hôtel particulier de la calle Quai de Béthune, en la Île Saint-Louis, donde su jefe, Gérard Moses, se había criado. Antoine, el casero, de unos treinta y cinco años, aunque aparentaba más, abrió el portón con una paloma en la mano y, al confirmar quién era, se hizo a un lado e inclinó la cabeza en señal de saludo.
—Lo esperan en el escritorio del señor Gérard —susurró.
Jürkens le dirigió un vistazo entre sorprendido y receloso. Apoyó la valija sobre el piso de mármol del vestíbulo, desenfundó su Beretta 92 —la había recuperado de una casilla en la Gare Saint-Lazare— y subió las escaleras con la espalda pegada a la pared. Antoine, con la paloma calzada bajo el brazo, lo observaba con expresión indescifrable.
Jürkens entornó la puerta del estudio y asomó la cabeza, con la pistola en alto. Enseguida lo vio y se quedó estupefacto.
—Baja esa arma, Udo —lo instó Anuar Al-Muzara, desde la butaca, detrás del escritorio—. Pasa y cierra la puerta. Tienes que darme muchas explicaciones.
—Pero… —balbuceó Jürkens, y advirtió la presencia de otros dos hombres que llevaban las armas calzadas en la parte delantera del pantalón—. ¿Cómo hizo para entrar en Francia?
—Ah, bueno, eso no es tan difícil con la ayuda de Alá y cuando hay voluntad, algo que, últimamente, parece haber desaparecido de tu genio. ¿Dónde está la mujer de Al-Saud?
—Tal vez esté muerta —confesó, y bajó la vista para ocultar el dolor.
—¿Muerta? ¿Tú la mataste?
—¡No! —Al-Muzara frunció el entrecejo ante la vehemencia de la contestación—. No. Unos rebeldes del Congo. La alcanzó una esquirla de granada. Estaba viva la última vez que la vi, pero en mal estado. Puedo averiguar qué sucedió.
—Hazlo —le ordenó el jefe terrorista.
A la mañana siguiente, Udo le pidió a Antoine que llamase por teléfono a la sede de Manos Que Curan haciéndose pasar por un familiar de la doctora Martínez interesado por su salud. Lo pasearon por varios internos y lo obligaron a escuchar una música fastidiosa, hasta que, quince minutos después, una mujer le informó que la doctora Martínez se restablecía en un hospital de Johannesburgo. ¿Qué hospital? La mujer aseguró no tener idea.
Jürkens se instó a esperar antes de comparecer con la noticia en el despacho de su jefe, el cual se había convertido en el cuartel general de Al-Muzara. Al cabo, seguro de que no se traicionaría demostrando una alegría excesiva, subió y manifestó:
—Está viva y se recupera en un hospital de Johannesburgo.
—¿Cuál?
—No supieron decirme.
—Está bien. Con esa información bastará —afirmó el palestino.
Al día siguiente, Al-Saud entró en el restaurante del Hotel George V y avistó a Falur Sayda, el representante de Yasser Arafat en Francia, sentado a una mesa, mientras echaba una ojeada al menú. El hombre se puso de pie y le sonrió con sincera alegría. Lo llamó «alteza» y le indicó que ocupara la silla frente a él. Al-Saud, que rara vez se fijaba en los detalles, reparó en la pulcritud y en la elegancia del traje azul oscuro que vestía el palestino; también advirtió que usaba gemelos de oro con un brillante. El contraste entre Yasser Arafat y su ministro Sayda debía de descollar, uno tan desalineado, con esas barbas ralas y el invariable uniforme militar; el otro, vestido por un modisto francés y tan perfumado que la fragancia alcanzaba a Al-Saud desde el sector opuesto de la mesa.
Pidieron la comida y luego pasaron al árabe para hablar de temas intrascendentes hasta que el camarero les trajo el primer plato.
—El rais está muy conforme con el trabajo que la Mercure lleva a cabo para proteger a su esposa y a su hijita —expresó Sayda.
Suha Arafat, la mujer del líder palestino, y su hija de tres años, Zahwa, vivían en París, lejos de los conflictos de Palestina y de su entorno miserable.
—La señora Suha es una clienta respetuosa y dócil —comentó Al-Saud—. Nunca comete imprudencias. No es difícil llevar adelante nuestra tarea.
Sayda asintió con una sonrisa.
—El rais conoce su pericia, alteza. Sabe que es un piloto de guerra condecorado y que es un gran estratega. Nos hemos enterado de algunos de sus logros desde que preside el directorio de la Mercure.
—Hago lo que me gusta —admitió Al-Saud, incómodo y cansado de la obsecuencia del palestino; prefería ir al grano.
—Por eso lo hace bien —declaró Sayda—. El rais está al tanto de las donaciones generosas que usted realiza a la Media Luna Roja Palestina. Tampoco olvida que usted estuvo casado con una palestina y que su cuñado es Sabir Al-Muzara, nuestro orgullo nacional.
Al-Saud sonrió con sarcasmo antes de apuntar:
—También Anuar Al-Muzara es mi cuñado.
—Triste circunstancia —aceptó el palestino—, pero es sabido que nadie elige a la parentela.
—En eso estoy de acuerdo, señor Sayda. ¿Qué servicio requiere el rais de mí?
—Estoy seguro de que ha oído hablar de Fuerza 17.
El grupo armado Fuerza 17 había sido creado a principios de la década de los setenta por Ali Hassan Salameh, el palestino responsable del secuestro de los deportistas olímpicos israelíes en Munich, en el 72. Con el tiempo, el comando había perdido su carácter terrorista para convertirse en la guardia pretoriana de Yasser Arafat. No gozaba de buen concepto entre los palestinos; a sus miembros, se los tildaba de incompetentes y corruptos.
—Sé qué es Fuerza 17, señor Sayda.
—Lo suponía, alteza. Estoy acá para transmitirle el deseo del rais. Él quiere que Fuerza 17 se convierta en un grupo militar de élite. Hasta hoy su desempeño no recoge demasiadas glorias, debo admitir, y el pueblo no está contento con ellos. Sin embargo, hay buena materia prima para trabajar. Claro, será usted el que juzgue si es buena o no. Sólo le doy mi parecer.
Al-Saud asintió y aprovechó para comer mientras evaluaba la información.
—¿Con cuántos operativos cuenta Fuerza 17? —preguntó al cabo.
—Alrededor de tres mil quinientos.
—¿Armamento?
—Recientemente Estados Unidos nos ha donado tres mil fusiles de asalto y ochenta y seis millones de dólares para equipamiento. Esperamos que en esto, en equipar a nuestros hombres, también pueda ayudarnos, alteza. Además, contamos con un buen arsenal de armas ligeras. Y con diez vehículos armados BRDM-2.
—¿Quién es el jefe de la fuerza?
—Faisal Abú-Sharch.
—¿Está Abú-Sharch al tanto de los planes del rais para Fuerza 17?
—¡Oh, sí, sí! Y muy de acuerdo.
—¿Dónde se encuentra el cuartel general de Fuerza 17?
—En Gaza, aunque una buena parte se asienta en Ramala. Allí vive el rais —explicó, sin necesidad.
—Señor Sayda —dijo Al-Saud, y le imprimió a su voz una inflexión que denotó la seriedad de lo que expresaría—, quiero que seamos sinceros en algo. Sé por rumores que en Fuerza 17 existen elementos que no están de acuerdo con el tratado firmado en El Cairo en el 94 y que se habla de alianzas con Hamás.
—Ah, bueno —sonrió Sayda—, veo que su alteza está bien informado.
—No será posible crear un grupo militar de élite con esas fisuras. La Autoridad Nacional Palestina gastará mucho dinero (porque le aseguro que los honorarios de la Mercure no son bajos) para terminar entrenando al enemigo. No quiero que mi empresa se vea involucrada en eso.
—¿Qué sugiere, alteza?
—Sugiero una purga antes de que la Mercure se haga cargo del adiestramiento, esto es, claro, si nos ponemos de acuerdo con los términos del contrato.
Sayda adoptó una expresión meditabunda, con las manos unidas sobre los labios.
—Le comunicaré al rais su sugerencia. En tanto, me gustaría que su alteza preparase un presupuesto y un modelo de contrato, si es posible.
—No constituirá ningún problema. Sin embargo, necesitaré hablar con Abú-Sharch para que me explique qué naturaleza querrán darle a Fuerza 17, una que lleve a cabo tareas de policía, por ejemplo, o una que apunte a misiones secretas de alto riesgo.
—Las dos cosas —respondió Sayda—. De igual modo, tiene que hablar con Abú-Sharch. Por supuesto, es necesario. Le diré que viaje, que venga a verlo.
—Eso no será necesario, señor Sayda. Yo mismo me trasladaré a Palestina.
—Muy bien. El rais quiere que usted, alteza, en persona se ocupe del adiestramiento de los muchachos. No sólo conoce el idioma a la perfección (estoy asombrado de su fluidez), sino que está familiarizado con la idiosincrasia de los palestinos. —Ante la mirada insondable que Al-Saud le destinó, el diplomático se apresuró a añadir—: Somos conscientes de que contar con su presencia significará un costo más elevado.
—Lo habría significado para cualquier otro cliente —aseguró Al-Saud—, pero no para el pueblo palestino. Presupuestaré lo mismo que habría presupuestado para uno de mis empleados.
—Shukran, alteza —agradeció Sayda.
Se despidieron después de beber café y ajustar algunos detalles. Al-Saud caminó hacia los ascensores y, mientras esperaba, consultó su agenda electrónica. Las puertas se abrieron y entró, todavía ocupado en analizar los compromisos de las próximas semanas para ajustarlos al nuevo encargo, el de la Autoridad Nacional Palestina. Apretó el botón del octavo piso y se apoyó contra la pared trasera del ascensor, consciente de que lo compartía con un hombre que le daba la espalda y que no había marcado ningún número. Sin levantar la cara, vio que el brazo del hombre se dirigía hacia el comando del ascensor. Deslizó la mano bajo el saco para extraer la Colt M1911 de la pistolera axilar en el instante en que el extraño oprimía el botón que rezaba Stop.
—Eso no será necesario, Eliah.
Se detuvo en seco. Aunque el hombre seguía dándole la espalda, lo reconoció por el timbre de su voz. Era Anuar Al-Muzara. El jefe de las Brigadas Ezzedin al-Qassam apretó el botón del subsuelo, donde se hallaban las cocheras. El ascensor inició el descenso con un brinco. Al-Muzara se dio vuelta. Al-Saud se quedó mirándolo. Lo encontró avejentado, con líneas muy marcadas en la frente y a los costados de la boca, y la piel curtida del hombre del desierto. Sus ojos negros le recordaron a los de Samara.
—¿Qué haces aquí?
—He venido a visitarte.
Al-Saud chasqueó la lengua para marcar su fastidio y se movió hacia el tablero de comando dispuesto a detener el ascensor. Al-Muzara le aferró el antebrazo.
—No me toques.
—Quiero hablar contigo, Eliah.
—No tenemos nada de qué hablar.
—Oh, sí. Quiero tomarte la cuenta por la muerte de mi hermana. —El ascensor se detuvo, y las puertas se abrieron frente al amplio espacio de las cocheras—. Llévame al cementerio. Quiero visitar su tumba. No estuve aquí para su entierro.
—No estuviste porque debías esconderte como una rata a causa de tus actos terroristas. Samara vivía mortificada y avergonzada por tu culpa.
La declaración afectó a Al-Muzara, que había amado a su hermana menor.
—Llévame, Eliah.
Al-Saud asintió. Salieron del ascensor antes de que las puertas se cerrasen detrás de ellos.
—Antes haré una llamada para cancelar un compromiso.
—No quiero trucos.
—¿Trucos? ¿A qué te refieres?
—A que simules llamar a tu secretaria y, en realidad, convoques a tus matones.
Al-Saud sonrió, y Al-Muzara meditó que nunca lo había visto sonreír de dicha, sino con desinterés o con ironía, como en ese momento.
—¿Crees que necesito a un matón para deshacerme de ti? —Al-Saud inutilizó los brazos de su cuñado cruzándoselos tras la espalda y lo arrojó al pavimento. Se inclinó para hablarle cerca del rostro—. Hace varios minutos que podría haberme deshecho de ti y ahorrarle a la humanidad tener que compartir el planeta con una mierda como tú. Sin embargo, estoy dispuesto a que hablemos. Tú me tomarás la cuenta por lo de Samara. De acuerdo. Y yo te la tomaré por el intento de secuestro de mi padre, el hombre que te recogió y que te quiso como a un hijo cuando tus padres murieron. ¿Recuerdas a tío Kamal y a tía Francesca? —le preguntó, y, al tiempo que le sonreía mostrándole los dientes como un lobo, le quitaba la pistola que el palestino ocultaba bajo la campera de tela de avión.
—Eres bueno —admitió Al-Muzara—, mejor de lo que pensé.
Con un forcejeo, Al-Saud obligó a su cuñado a ponerse de pie.
—¿Dónde aprendiste? —Al-Muzara preguntó sin mirarlo, ocupado en acomodarse la ropa y en sacudirse el polvo.
—¿A qué te refieres?
—Estoy preguntándote dónde aprendiste a pelear así.
—Lo sabes mejor que nadie.
—¿Las lecciones de Takumi Kaito?
Al-Saud no contestó y, desde esa distancia, oprimió el botón de un dispositivo que colgaba junto con las llaves del Aston Martin DB7 Volante, el cual funcionaba a modo de detonador y se aseguraba de la inexistencia de bombas que explotasen al encender el motor o al asentar el trasero sobre la butaca. Todos los vehículos de la Mercure y los de sus socios iban equipados con vidrios a prueba de balas, carrocería blindada y bajos antiminas, como también con contramedidas electrónicas, en especial, un inhibidor de GPS, un artilugio para evitar ser rastreados a través de aparatos colocados de manera encubierta. Si los hombres de Al-Muzara planeaban seguirlos, les convendría no perderlos de vista porque no podrían rastrearlos a través de la tecnología, aunque, Al-Saud recordó, las Brigadas Ezzedin al-Qassam se mantenían lejos de los aparatos electrónicos.
El Aston Martin emergió de la cochera subterránea del hotel, y Al-Saud avistó por el espejo retrovisor que un Mercedes Benz viejo, de color negro, se ponía en marcha y los seguía. Prosiguió por la Avenida George V y, en la intersección con la de Champs Élysées, dobló a la derecha. Conocía la ciudad de París como la palma de su mano, por lo que no le costó desembarazarse de los perseguidores. Al-Muzara, que había adivinado la intención de Al-Saud, se limitaba a mirar hacia delante y a esbozar una sonrisa ligera.
Enfilaron hacia el municipio de Bobigny, a unos diez kilómetros al noreste de París, donde se emplaza el cementerio musulmán. Iban callados, inmersos en sus recuerdos. Al-Saud evocaba los años en que Anuar era un niño tranquilo, tal vez algo esquivo y demasiado serio para su edad, que soñaba con dedicarse al fútbol profesional. Tras la muerte de sus padres, en la ciudad cisjordana de Nablus, a manos del Tsahal, el ejército israelí, el adolescente Anuar buscó refugio en la mezquita, donde el imam, un extremista suní de origen palestino, terminó por agriarle el corazón y colmárselo de resentimiento. La realidad, a través de la televisión y de los medios gráficos, se ocupaba de alimentar el odio de Anuar, que destinaba horas a leer y a analizar la información acerca de los desmanes cometidos por los soldados israelíes en los territorios ocupados. En el 87, cuando estalló la Intifada en el campo de refugiados de Jabalia, en la Franja de Gaza, Anuar decidió abandonar el estado abúlico y la comodidad burguesa de la mansión de sus tíos Kamal y Francesca, y viajar a Palestina para sumarse a la lucha. El imam hizo los arreglos, y Anuar, de veintitrés años, viajó a El Cairo para luego ingresar en la Franja de Gaza por los túneles excavados en el Sinaí, que desembocaban en la ciudad de Rafah. Se unió al grupo armado de la OLP, Al-Fatah, y, después de unas semanas de entrenamiento, se convirtió en un fedai (guerrero) al que los demás aprendieron a respetar por su arrojo y su compromiso. Con el tiempo, los ideales de Anuar, con tintes más religiosos, comenzaron a chocar con los del grupo armado de Yasser Arafat y a coincidir con los de Hamás, recientemente fundado por el jeque chií Ahmed Yassin, un hombre de cincuenta y siete años, cuya feroz prédica en contra de Israel y del sionismo desmentía su figura esmirriada, esclava de una silla de ruedas. Anuar Al-Muzara se convirtió en apóstata para los fieles a Arafat y en un muyahid (guerrero religioso) para los de Hamás. Yassin, que, con su sagacidad y olfato, enseguida advirtió el don para el mando del muchacho francés, como también su sed de venganza, lo puso a trabajar al flanco del líder de las Brigadas Ezzedin al-Qassam, el joven Yahya Ayyash. Se hicieron grandes amigos y orquestaron ataques suicidas contra civiles israelíes.
En el 96, Al-Muzara vio desde lejos cómo Ayyash explotaba y sus miembros se separaban del torso para salir despedidos en todas direcciones al utilizar un celular al cual el Shabak, el servicio de inteligencia para asuntos internos de Israel, había cargado con Semtex. Nadie objetó cuando el jeque Yassin anunció que Anuar Al-Muzara se convertiría en el sucesor de Ayyash. Junto con Anuar, llegó una nueva era en las brigadas terroristas de Hamás; se incorporaron cambios, entre ellos, la prescindencia de la tecnología, no sólo porque no quería terminar como su amigo y antiguo líder Ayyash, sino porque, cuando se echaba mano de celulares, teléfonos y computadoras, se facilitaba el rastreo al Mossad, al Shabak y a la CIA.
Eliah se preguntaba qué extraño talante le impedía extraer el arma y liquidar al terrorista más buscado por los gobiernos occidentales. Enseguida pensó en Sabir, y no tuvo dificultad en imaginar su gesto doliente cuando le comunicasen que Anuar había muerto. No podría mirarlo de nuevo a los ojos. Después de todo, Sabir había soportado las torturas del Shabak para mantener con vida a su hermano mayor. La culpa por la muerte de Samara resultaba suficientemente pesada para sumarse la de Anuar, a sangre fría.
Por su parte, Anuar Al-Muzara, que seguía callado en el sitio del copiloto, reflexionaba que, como el chorro de dinero proveniente del presidente libio, Muammar Qaddafi, y del ayatolá iraní Alí Jamenei decrecía sin visos de regresar a sus niveles iniciales, las Brigadas Ezzedin al-Qassam tendrían que hacerse con el financiamiento a como diera lugar o afrontar la posibilidad de desaparecer del escenario de la lucha palestina. Realizaría acuerdos y extorsionaría a quien fuese necesario para mantener a flote su organización. Después del fiasco del ataque a la OPEP, del cual había planeado sacar una cuantiosa suma, no se andaría con miramientos, y si el dinero venía de la mano de un suní, por muy chií que fuese Hamás, él lo aceptaría; lo mismo si provenía de una «víbora árabe». La destrucción de Israel y la liberación de Palestina justificaban cualquier acción. Lo apremiaba conseguir efectivo para la compra de armas y municiones, también para construir los misiles de largo alcance que Gérard Moses había diseñado y que aniquilarían a los judíos que se asentaban en los territorios ocupados. Dinero, dinero, dinero. Nunca bastaba.
Al-Saud estacionó el Aston Martin a la entrada del cementerio. Bajaron del vehículo sin cruzar palabra. Al-Saud se adelantó, y Al-Muzara lo siguió dos pasos atrás. Enseguida divisó la cúpula blanca de la pequeña mezquita, y recordó la tarde en que enterraron a sus padres. La pena lo asaltó de pronto, sorprendiéndolo primero, embargándolo de dolor y de odio un segundo después. Pasados tantos años, había creído que la cicatriz ya no rezumaba. Recreó con claridad el cortejo que acompañaba los ataúdes de sus padres hasta la parcela, cercana a la mezquita, y le parecía que aún sostenía a Samara, cuyo rostro, al esconderse en su pecho, le transmitía el calor y la humedad de las lágrimas. Sabir, como de costumbre, guardaba silencio y avanzaba con la vista al piso. Si bien no se caracterizaba por la locuacidad, los días posteriores al anuncio de la muerte de sus padres literalmente no había abierto la boca ni vertido una lágrima. A veces, Anuar experimentaba el impulso de sacudirlo y de sacarle a la fuerza lo que pensaba. Los hermanos Al-Saud, aun la pequeña Yasmín, se desplazaban detrás de ellos, como si formasen una muralla de protección, y Anuar recordó haberse sentido amado, protegido y, sobre todo, agradecido. Aquel pensamiento lo incomodó y se dijo que no debía olvidar que los Al-Saud formaban parte de la escoria a la que el jeque Yassin había bautizado «víboras árabes».
Caminaron entre lápidas y plantas con flores. Al-Saud se detuvo frente a una de mármol, circundada de rosales blancos, muy cuidada, y la señaló. Al-Muzara dio un paso al frente y estudió la tumba de Samara. La lápida, en forma lanceolada, con la medialuna tallada, tenía una inscripción en árabe dorada a la hoja: el nombre de su hermana, Samara Al-Saud, las fechas de su nacimiento y de su muerte y una frase que rezaba: «Tú y nuestro hijo descansen en paz».
—No merecías su amor ni su incondicionalidad.
—Lo sé. Tampoco tú merecías su amor de hermana, porque, a pesar de que sufría conociendo tus actividades en Palestina, cada vez que te las ingeniabas para entrar en Francia, ella iba a verte, en contra de mis órdenes, y volvía a casa destruida.
—Siempre intentaba convencerme de que abandonase la lucha armada.
—Y a mí, de que renunciara a L’Armée de l’Air.
El silencio cayó de nuevo sobre ellos, y el trino de las aves y el murmullo de la brisa entre las hojas de los rosales lo ahondaron.
—¿Descubriste quién fue el que manipuló su automóvil para provocar el accidente?
—No.
—¿Ni una pista?
—Nada. Fue el trabajo de un profesional.
—¿Alguna sospecha?
—No. ¿Y tú?
Al-Muzara agitó la cabeza. De nuevo el mutismo ganó sus ánimos. Al-Saud notaba cómo la paz del cementerio iba apoderándose de su cuerpo y de su mente, y le permitió que calase hondo, hasta su alma, y que la serenase. Vivía en continuo movimiento, asediado por problemas, embarcándose en proyectos cada vez más ambiciosos para la Mercure. Si no hubiese dedicado esos momentos diarios a la meditación y a los ejercicios de chi-kung de acuerdo con las enseñanzas de Takumi sensei, habría dormido con pastillas y padecido gastritis. Sin embargo, el sufrimiento ante el recuerdo de Matilde no se acallaba, nunca. Ahí, frente a la tumba de su esposa y de su hijo nonato, se dio cuenta de que nada borraría el sentimiento que Matilde le inspiraba, porque ella era y sería el único amor de su vida. Matilde encarnaba las pasiones y las contradicciones en las que ese amor lo sumía —la ambición por poseerla, el anhelo de sentirse poseído, la debilidad a la que lo exponía, la lujuria que le despertaba— y que acabarían con su cordura. Hacía bien en mantenerse alejado.
—¿A qué has venido, Anuar?
—A hablar contigo. Vamos.
—¿A qué has venido? —insistió, y lo detuvo por el antebrazo.
—A pedirte dinero. Y tu experiencia.
Al-Saud le concedió una sonrisa cínica.
—No —dijo, e inició el regreso a la zona del estacionamiento.
—Pero sí se los entregarás a Yasser Arafat, ese cerdo traidor. Te vi almorzando con su lacayo, Falur Sayda.
Al-Saud apenas giró la cara para contestar.
—Ellos pagarán por mis servicios, Anuar, como cualquier cliente. Un mercenario vende su lanza y su conocimiento sobre la guerra al mejor postor.
—¿Sin principios, sin valores?
—Sin nada.
—¡Tú eres árabe!
—Yo soy el hijo de una… ¿Cómo es que tú lo apodas? ¿Víbora árabe?
Al-Saud reinició su marcha hacia el automóvil. La pregunta de Al-Muzara lo detuvo en seco.
—¿Qué hay de tu mujer, la que se recupera en un hospital de Johannesburgo? Voltea y mírame, Eliah. Ahora soy yo el que sonríe.
Al-Saud se dio vuelta, y el jefe de las Brigadas Ezzedin al-Qassam se las ingenió para disfrazar la impresión que le causó el gesto de su cuñado, uno despojado de humanidad, que reflejaba el corazón de piedra del cual él siempre había sospechado, razón por la cual había detestado que Samara lo amase. Eliah siempre se había destacado por su aire de gravedad, aun de niño; las facciones de su rostro comunicaban dureza. La gente lo encontraba frío y reservado. Él lo juzgaba el hombre más introspectivo que conocía; no obstante, ese aire reconcentrado y medido no debía confundir; Eliah Al-Saud contaba con una veta cruel; podía reaccionar con furia y destruirlo todo. Lo vio curvar apenas los labios con desdén, y en esa mueca más que en la seriedad del semblante, se advertía su naturaleza despiadada.
—¿Vas a extorsionarme como lo hacían los comandos marxistas en la década de los setenta, Anuar?
—Lo haré, si es necesario.
Al-Saud caminó hacia él, y Al-Muzara se conminó a no ceder terreno.
—Anuar, no creo que te convenga jugar conmigo. Por otro lado —expresó, con talante más relajado—, estás mal informado. La mujer de la que hablas y yo ya no tenemos nada que ver. Creo que deberías cambiar tus soplones. ¿Vienes? ¿O prefieres regresar en tren a París?
—Si es cierto lo que afirmas, que tú y esa mujer ya no tienen nada que ver, dudo de que haya dejado de importarte al punto de poner en riesgo su integridad física.
Al-Saud ensayó otra sonrisa irónica.
—Es extraño estar aquí, hablando contigo de forma tranquila. —Deslizó la mano bajo el saco y extrajo su pistola—. Es extraño —repitió— que todavía no haya hecho lo que debí hacer en el ascensor del George V: meterte un tiro a sangre fría. —Apoyó el cañón del arma en la frente de su cuñado—. Ni siquiera serías digno de que te concediera la oportunidad de defenderte.
—¿Por qué no lo has hecho? —lo desafió Al-Muzara.
—Ah —suspiró, de manera afectada—, creo que en el fondo soy un sentimental. —Enfundó el arma, mientras el jefe terrorista reía con timbre burlón.
—Si tú eres un sentimental, yo soy sionista.
—Debería dejar de lado mi sensiblería y matarte, Anuar. Pero no lo haré. Después de todo, Samara te quería, aunque fueses una escoria. Además, Sabir no me lo perdonaría. Tienes suerte de que respete la memoria de tu hermana y de que sienta tanto afecto por tu hermano. Estoy seguro de que ellos abogarían por tu vida.
Al-Saud giró para regresar al automóvil. Las palabras de Al-Muzara volvieron a detenerlo.
—Voy a conseguir tu dinero, tus contactos y tu experiencia así tenga que matarla.
—Inténtalo y te degollaré con mis propias manos —declaró, sin darse vuelta, y siguió caminando.
—Siempre tuve claro que no moriría de causas naturales —le gritó, entre risas.
Al-Saud arrancó el deportivo inglés y los neumáticos crujieron sobre el ripio. Apenas quedó atrás el ingreso al cementerio, se comunicó con Dario Sartori, un agente del equipo de seguimientos de Peter Ramsay, a quien, antes de abandonar el George V, le había ordenado que lo siguiese. Si bien lo había hecho frente a Anuar Al-Muzara, éste no había comprendido porque se había expresado en italiano.
—Tu objetivo quedó en el cementerio.
—Lo veo —aseguró el agente, quien, encaramado en el capó de su automóvil y con los binoculares calzados sobre el puente de la nariz, observaba al jefe de las Brigadas Ezzedin al-Qassam, que había regresado junto a la tumba de Samara.
—Síguelo. Necesito saber todo lo que hace en París, sobre todo, dónde pernocta. Llamaré a Oscar Meyers para que te releve por la noche.
—Sí, jefe.
Era tarde cuando Al-Saud entró en las oficinas de la Mercure. Las luces estaban apagadas. Gracias al resplandor proveniente del jardín y que se filtraba por la ventana, distinguió la silueta de una caja, como de zapatos, sobre su escritorio. «Señor», rezaba la nota escrita por Victoire, «un mensajero trajo esta encomienda de parte del señor Gérard Moses». La abrió con la ayuda de un trinchete. La caja, que llevaba impreso el logotipo de Fabrique Nationale, estaba llena de pelotitas de telgopor para amortiguar los golpes. Extrajo un paquete protegido por una bolsa con burbujas. Lo desenvolvió con cuidado. A simple vista, semejaba un monocular electrónico. Halló una nota, de puño y letra de Moses, adherida al aparato. «Eliah, lo prometido es deuda. Te hablé de esta unidad de control de disparos (UCD) que diseñé para FN. Es excelente para afinar la puntería en el lanzamiento de granadas, donde siempre reinaba la imprecisión. Aquí te paso un listado de los lanzagranadas con los que es compatible. La UCD funciona para granadas de 40 mm y calcula el ángulo de elevación o de depresión, la línea de dirección y el punto exacto de colisión del disparo, y te alerta, gracias a un retículo rojo, si tienes que ajustar el ángulo de inclinación hacia la derecha o la izquierda. Espero que la pruebes y me des tu parecer. Saludos. Gérard».
Al-Saud permaneció en silencio releyendo la nota y analizando la caligrafía. A través de ese pedazo de papel, su amigo de la infancia parecía normal. No obstante, durante su último encuentro, en el hospital en Viena, oportunidad en la que Moses mencionó su nuevo invento, la UCD, Al-Saud había notado el deterioro que le provocaba la porfiria, no sólo a nivel físico sino neurológico. Sabía que, al final, Gérard Moses terminaría enloqueciendo. Esa certeza le causaba una pena inefable.
Kusay Hussein, el segundo hijo del rais, a quien su padre planeaba nombrar heredero al sillón presidencial iraquí, entró en el despacho de Saddam Hussein, una habitación en el Palacio Al-Faw de quinientos metros cuadrados, con piso damero en mármol blanco y negro, y columnas estriadas forradas en lapislázuli, con capiteles en estilo jónico dorados a la hoja. La suntuosidad del recinto alcanzaba su magnificencia en las primeras horas de la tarde, cuando el sol, que ingresaba por los altos ventanales, destacaba el encerado del mármol y golpeaba los capiteles arrancándoles destellos de oro.
—¿Cómo está? —se interesó el presidente iraquí, obviando los saludos.
—Lo han estabilizado, pero está en coma.
Saddam Hussein se puso de pie y golpeó el escritorio con los puños. El bigote espeso del rais se expandió cuando Saddam estiró los labios, una mueca que, quienes lo conocían, la asociaban a un profundo enojo y descontento.
—¿Qué fue lo que sucedió? —preguntó al cabo.
—Su asistente dice que el profesor Orville Wright estaba trabajando como de costumbre en su tablero, en el diseño de la bomba ultraliviana, y de pronto se desplomó. Lo hallaron en el suelo, contorsionándose de dolor. Se apretaba el vientre, dicen. Sudaba como un condenado e intentaba hablar, pero no lo comprendían. Al final, quedó inconsciente. Los enfermeros de Base Cero lo estabilizaron con suero y lo acompañaron hasta el Ibn Sina. —El Ibn Sina era el hospital de la élite del partido Baas y, especialmente, de la familia Hussein.
—Bien. Dile al doctor Serkis que disponga de todos los medios para sacar adelante al profesor Wright. ¿Cuál es el diagnóstico?
—Porfiria. —Saddam ensayó un gesto de confusión—. Sí —admitió Kusay—, yo tampoco tenía idea de qué se trataba hasta que Serkis me explicó que es una enfermedad hereditaria de la sangre. Muy rara, muy inusual, de la que poco se sabe. Los españoles son los más avanzados en la materia porque España es el país con mayor cantidad de casos. Según Serkis, el tipo de porfiria del profesor Wright es una de las más feroces. Entre otras cosas, no puede exponerse al sol, ni siquiera con la protección de una pantalla solar.
—Él mencionó una vez su imposibilidad de exponerse al sol. No le di importancia —recordó Hussein—. Pensé que se trataba de una alergia. Es imperativo sacarlo del coma y que vuelva a Base Cero. Sin él, nuestro proyecto se hunde. Y no es necesario que te diga, Kusay, qué ocurriría si no lográsemos convertirnos en una potencia nuclear.
—Sí, baba, lo sé. Los norteamericanos volverían y nos harían papilla.
—Tarde o temprano, regresarán para acabar lo que no terminaron en el 91. ¿Qué sabes de la compra de uranio?
—Fauzi Dahlan —el hijo de Hussein hablaba de su asistente personal— asegura que a Rauf Al-Abiyia se le ha ocurrido una idea brillante para conseguir, en un solo golpe, varias toneladas de torta amarilla.
—¿De qué se trata?
—Asaltar un barco que transporte uranio.
—Como hicieron los israelíes en el 68 —murmuró Hussein, más para sí—. Operación Plumbat se llamó. Plumbat, por el plomo con que se forran los contenedores de uranio, para detener la radiación.
La Mukhabarat iraquí le brindó un dato preciso: el carguero saudí Rey Faisal no transportaría barriles de petróleo sino tambores forrados en plomo con doscientas toneladas de óxido de uranio, más conocido como torta amarilla. Zarparía del puerto Juaymah y navegaría en lastre rumbo al de Lisboa, para recalar en la Terminal de Contenedores de Alcântara, donde aguardaría la carga del mineral.
El dato no llegó a sus manos por casualidad. Rauf Al-Abiyia le solicitó a Fauzi Dahlan que averiguase si estaban registrándose grandes movimientos de uranio en los principales países productores —Canadá, Australia, Nigeria, Namibia y los Estados Unidos—, por lo que Dahlan recurrió a su jefe, Kusay Hussein, y éste a su tío segundo, Barzan Al-Tikriti, jefe del servicio secreto iraquí, para que ordenase la investigación.
Días más tarde, Dahlan se presentó en el hospital donde Rauf convalecía de la cirugía plástica a la que se había sometido para alterar sus facciones. Apenas liberado de la prisión de Abu Ghraib, Dahlan lo condujo al Hospital Ibn Sina, el de la élite baasista, y le ordenó al jefe del Servicio de Cirugía Plástica: «Cámbiele la cara. Quiero que ni su madre lo reconozca». El médico, acostumbrado a los pedidos de los acólitos de Saddam, se limitó a asentir. Al día siguiente, Al-Abiyia entraba en el quirófano con una cara y salía tres horas más tarde con otra.
La enfermera acababa de inyectar una dosis de calmante en el suero porque el dolor estaba tornándose insoportable; la cara le latía y las puntadas lo martirizaban. Se incorporó con dificultad al ver entrar a Dahlan. El hombre le sonrió, enmascarando el asco que le produjeron los derrames en los ojos de Al-Abiyia. Éste levantó la mano para saludarlo, pensando que ese hijo de puta le sonreía con calidez después de haberlo mantenido cautivo y sometido a tortura por más de tres meses.
—He averiguado lo que me has pedido —manifestó Dahlan, con entusiasmo—. Y no creerás lo que hemos descubierto. Nuestro agente asegura que, a través de la EURATOM, Arabia Saudí le ha comprado a Portugal doscientas toneladas de torta amarilla.
—¿Arabia Saudí? —se asombró Rauf.
—No es lo que piensas. Los saudíes han comprado a los franceses un reactor nuclear de veinticuatro megavatios que les permitirá producir suficiente energía eléctrica para poner en funcionamiento sus plantas desalinizadoras. Has tenido una idea brillante, Rauf. De un solo golpe, nos haremos con el uranio y sin desembolsar un dólar.
—Si decidimos hacernos con el uranio de los saudíes —interpuso Al-Abiyia—, la operación no resultará gratuita ni mucho menos. Secuestrar un barco de gran calado no es un juego de niños, Fauzi.
—¿Ya sabes cómo lo harás?
—Algo se me ocurrirá —dijo, con suficiencia.
Desde hacía días, le daba vueltas la imagen del jeque musulmán somalí a quien había provisto de armas durante años y que, por dinero, lo contactaría con el jefe de los piratas que asolaban el Golfo de Adén. Aún quedaba por establecer cómo se haría con el resto de la información: fechas, horas, tipo de embarcación, rutas marítimas, tripulación, etcétera.
A las diez de la noche, Al-Saud recibió una llamada de Oscar Meyers, quien acababa de relevar a Dario Sartori y pretendía pasar su reporte.
—Alrededor de las nueve y veinte, llamó a la puerta de una casona de la Île Saint-Louis, sobre la calle Quai de Béthune.
—¿En qué número? —se interesó Al-Saud, con una fea expectación.
—En el treinta y seis.
Eliah bajó los párpados en la actitud de quien se cierra ante la evidencia. «La casa de Gérard», pensó.
—Le abrió un tipo joven, no muy alto, más bien menudo, con una paloma calzada en el brazo.
«Antoine», recordó, el único hijo de monsieur Antoine, el mayordomo de la familia Rostein —tal era el segundo apellido de Gérard Moses—, un chico de una timidez patológica, que huía a la cocina al ver llegar a los amigos de los patrones y que sólo parecía sentirse a gusto entre las palomas de Gérard.
—El tipo —prosiguió Meyers— miró hacia ambos lados de la calle, se hizo a un lado y, sin pronunciar palabra, le permitió entrar.
La información escondía una relevancia que Al-Saud dudaba de querer descubrir. ¿Existían tratos entre un diseñador de armas y uno de los terroristas más buscados? Se acordó de la estrecha amistad que los había unido de niños, cuando transcurrían horas disertando acerca de palomas mensajeras. De acuerdo con el reporte de Meyers, aún había palomas en casa de los Rostein; tal vez no fuesen de Gérard sino de Antoine.
Después de la llamada de Oscar Meyers, que permanecería frente a la residencia en la Quai de Béthune toda la noche, Al-Saud, que se había jurado no volver a llamar a La Diana ni a Markov para preguntar por Matilde, marcó el teléfono del celular del guardaespaldas ruso movido por una ansiedad que dio al traste con su intención de cortar para siempre el vínculo.
—¿Cómo está ella?
—Muy bien.
—¿Ha vuelto a ver a Taylor?
—Sí. Pero siempre en compañía de Blahetter, de Kabú y de sœur Angelie —se apresuró a aclarar Markov, con la palmaria intención de defenderla y de justificarla, lo que encolerizó a Al-Saud.
—¿Cuándo le darán de alta?
—El doctor van Helger le aseguró que el jueves, la dejará ir. Blahetter fue enseguida a comprar los pasajes a París. La Diana se encargó de los nuestros.
Al-Saud calculó que el jueves 17 de septiembre, él tenía previsto el viaje a Milán para visitar a Natasha Azarov, su antigua novia.
—Escúchame bien, Markov. La situación de Matilde es en extremo delicada. Acaba de presentarse un nuevo peligro, y necesito que tú y La Diana estén más atentos y prevenidos que nunca. ¡Mierda! —explotó—. ¡Debería enviar a un ejército para traerla de vuelta a París! ¡Debería ir yo mismo a buscarla!
El exabrupto del jefe, tan inusual e inesperado, dejó atónito y silencioso a Markov. Su ansiedad y su impotencia lo alcanzaban a través de la línea.
—Jefe, protegeremos a la doctora Martínez con nuestras vidas. Se lo juro.
Oyó el suspiro de Al-Saud.
—Está bien, Markov. Confío en ustedes. Apenas tengas la información, quiero que me digas cuál es el número de vuelo y la hora en que arribará a De Gaulle.
Anuar Al-Muzara se sentó en la mesa de la cocina y, después de llevarse dos cucharadas de guiso a la boca, expresó:
—Eliah me ha hecho seguir. Uno de sus hombres me vio entrar aquí.
—No vi a nadie —se atrevió a comentar Antoine.
—De eso se trata, Antoine, de que nadie los vea. Son expertos en seguimiento.
—¿Cómo hizo para darse cuenta, entonces?
—Porque yo soy experto en descubrir a los expertos en seguimiento —dijo, con acento bromista, pero Antoine no esbozó siquiera la sombra de una sonrisa; asintió y siguió comiendo—. Saldremos de la casa por la parte trasera.
—No hay parte trasera —informó Antoine.
—En esta mansión, ¿no hay puerta de servicio? —se extrañó Udo Jürkens.
—Es la pequeña que está junto a la principal, sobre la misma Quai de Béthune.
—¿Qué otra vía de escape tenemos? —preguntó Al-Muzara, con parsimonia.
—Por la terraza. Tendrán que cruzar los techos (no será problema) y alcanzar el de la iglesia Saint-Louis-en-l’Île. Allí hay una escalera que conduce al patio interno. Tendrán que esconderse hasta que el párroco abra la iglesia a eso de las siete de la mañana y ustedes puedan salir por la puerta principal, la que da a la calle Saint-Louis-en-l’Île.
—Te conoces muy bien el recorrido —comentó Jürkens.
—No siempre tenía la autorización de mi padre para salir —explicó Antoine.
Donatien Chuquet había experimentado una de las emociones más fuertes de su vida cuando el empleado del Atlantic Security Bank de la Isla Gran Caimán le confirmó que los ochocientos mil dólares habían ingresado en su cuenta. La alegría le duró mientras preparaba la valija para la larga temporada que transcurriría en una base aérea perdida al norte de Irak. La conservó mientras volaba a Ammán, capital de Jordania, cuyo moderno aeropuerto y el incesante movimiento de turistas y de hombres de negocios colaboró para que no se sintiese extraño a pesar de hallarse en un país muy diferente. Mantuvo en alto el espíritu mientras pasaba por los controles migratorios y aduaneros. Las puertas automáticas se abrieron y avanzó hacia la sala de arribos. Enseguida vio a dos hombres altos, vigorosos y de aspecto intimidatorio, cabello corto, sin barba, vestidos con sobriedad en colores oscuros y con lentes para sol. Uno sostenía el cartel que rezaba «Donatien Chuquet». Caminó hacia ellos con menos bríos. Existía un abismo entre tratar con Sami Al-Quraíshi, menudo, vestido a la moda occidental y que destilaba perfume francés, simpatía y buenos modos, a hacerlo con esos matones, que, no dudaba, iban armados. De manera autómata, les habló en inglés.
—Buenos días. Yo soy Donatien Chuquet.
—Buenos días —contestaron al unísono, y no se presentaron.
Uno se ocupó del equipaje y el otro, con un ademán, le indicó el camino. Subieron a un vehículo todo terreno Mitsubishi y abandonaron las instalaciones del aeropuerto a gran velocidad. Cada tanto, el copiloto rompía el silencio para dar una indicación al que manejaba; luego, volvía a sumergirse en el estudio del mapa que llevaba sobre las piernas.
—¿Adónde nos dirigimos? —se atrevió a preguntar Chuquet.
—Al límite con Arabia Saudí —informó el copiloto—. La frontera con Irak está muy controlada.
—¿Es eso un problema?
—Sí. Nos han ordenado que su pista muera en Ammán.
Le cayó mal el uso de la palabra «muera». No quiso seguir indagando. Desde un principio había sido consciente de los riesgos que corría. Sólo lamentaba no haber puesto la cuenta del Atlantic Security Bank a nombre de su hijo mayor. Si él no salía vivo de la aventura con el régimen de Bagdad, al menos su progenie habría contado con doscientos mil dólares cada uno para costear sus estudios y comprarse una propiedad. Era demasiado tarde para lamentaciones. La única opción era mantenerse con vida y no cometer errores.
—¿Tiene celular?
—Claro —contestó Chuquet, a la defensiva, inquieto, inseguro.
—Tendremos que retenérselo, señor Chuquet. Es muy riesgoso para la misión. Podrían interceptar las llamadas.
—No lo usaré —prometió, sin convicción.
—Tiene que entregárnoslo —insistió el que ocupaba el lugar de acompañante—. Se lo devolveremos al final de la misión. De igual modo, no habría podido llamar a nadie desde el lugar adonde irá porque no hay señal.
—Entonces, con más razón, puedo quedármelo.
—Eso no será posible.
Terminó por entregarlo, y, aunque trató de convencerse de la intrascendencia del hecho, no pudo evitar pensar que acababa de cortar el último lazo que lo mantenía unido a una sociedad civilizada y a la libertad. A medida que se internaban en el desierto de Najd, en el noroeste saudí, el ánimo de Chuquet decaída estrepitosamente. La soledad, la aridez del terreno, la uniformidad de su color rojizo y la imponencia de algunas elevaciones lo hacían sentir pequeño y vulnerable. Al cabo de unas horas, los hombres de Irak intercambiaron unas frases antes de detener el vehículo. Le pasaron una cantimplora con agua y le ofrecieron dátiles y nueces. Chuquet bebió un trago generoso y aceptó los frutos.
Se irguió en su asiento al descubrir a dos hombres montados en camellos, con otros en reata, que acababan de emerger de la curva que formaba un risco cercano. Llevaban rifles en bandolera, y un destello le advirtió que calzaban cuchillos en la faja que les ceñía la cintura. La escena, que parecía extraída de la película Lawrence de Arabia, resultaba inverosímil.
—Abajo —le ordenaron.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Estos beduinos lo guiarán hasta Irak.
El miedo se apoderó de él como el calor del desierto, de su cuerpo. Estaba aturdido, no sabía qué hacer. Vio, con fatalismo, que los hombres sacaban su equipaje de la Mitsubishi y lo cargaban en el lomo de un camello. En menos de diez minutos, la situación había dado un giro grotesco, y, de una camioneta con aire acondicionado, marchaba por el desierto sobre la giba de un rumiante. Le habían envuelto la cabeza en un trapo, que, para su sorpresa, no olía mal, y dejado los ojos al descubierto.
A lo largo de los dos días que duró la marcha, Chuquet se daba ánimos repitiendo «cuatro millones de dólares, cuatro millones de dólares». El calor y la sed eran lo peor. Los beduinos no le dirigían la palabra, ya fuese porque así se les había ordenado o porque no conocían otra lengua que no fuese el árabe. Lo alimentaban y le daban de beber, nada más.
Supo que la ciudad a la que acababan de llegar se llamaba Ar Rutba no porque se lo hubiesen dicho sus guías, sino porque el cartel al ingreso indicaba el nombre con los símbolos del alifato y también con los del alfabeto latino. No se adentraron en Ar Rutba sino que lo condujeron a un aeródromo paupérrimo de las afueras donde lo aguardaba un helicóptero AS 550 Fennec. «¡Vaya con la hospitalidad árabe!», se quejó, cuando los hombres, una vez descargado el equipaje y colocado dentro de la cabina del Fennec, montaron sus bestias y se alejaron hacia el sur sin despedirse.
Nunca supo cuánto duró el viaje desde Ar Rutba hasta donde fuese que lo hubiesen conducido porque se durmió apenas despegaron y se despertó minutos antes de aterrizar. Tuvo la impresión de hallarse aún atrapado por un sueño cuando avistó, desde unos trescientos metros de altura, cómo el terreno se deslizaba y luego ascendía hasta revelar una pista de aterrizaje subterránea. Se quitó los lentes para sol, se pegó a la ventanilla y aguzó la vista. Se trataba de una plataforma de concreto, mimetizada con la meseta estéril, que se cerró sobre las hélices del helicóptero con la precisión de una pieza de relojería, una vez que los patines de aterrizaje tocaron el pavimento. No hizo preguntas. Ya había comprendido que, cuanto menos supiese, mejor sería para él.
Durante la Guerra del Golfo, en las horas de ocio en la base de Al Ahsa, les habían relatado todo tipo de historias acerca del carnicero de Bagdad, como apodaban a Saddam Hussein. Una de ellas aseguraba que el dictador acostumbraba enviar a los militares del Comando de Ingenieros a Moscú para que aprendiesen la técnica de simulación y el engaño conocida como maskirovka. Se decía que los ingenieros iraquíes habían adquirido una gran habilidad para construir bases aéreas y nucleares que escapaban a los satélites y a los radares de los aviones norteamericanos AWACS (Airborne Warning and Control System, Sistema aéreo de control y de alerta). Chuquet acababa de confirmar que la historia era verdad.
Bajó del helicóptero y, al poner pie en la pista subterránea, mal iluminada y con aire denso y olor a neumático quemado, experimentó una opresión en el pecho producto del pánico que casi lo llevó a subir de nuevo en la nave y a rogar que lo sacasen de allí. Repitió como un mantra la frase clave (cuatro millones de dólares), regularizó la respiración y buscó calmarse.
Fueron a recogerlo en un vehículo pequeño, como había visto una vez en el aeropuerto de Dallas, similar a los que se usan en los campos de golf. Un hombre, un árabe a juzgar por la fisonomía de ojos grandes, barba espesa y canosa y piel cobriza, de unos sesenta años, descendió del vehículo y lo saludó con efusividad.
—¡Bienvenido a Base Cero, monsieur Chuquet! —Le apretó la mano con vigor—. Soy Fauzi Dahlan, asistente del comandante Kusay Hussein, jefe del Destacamento de Policía Presidencial (aquí la llamamos Amn al Khass) y de la Guardia Republicana.
—Mucho gusto, señor Dahlan.
—¿Cómo estuvo el viaje? Venga, acompáñeme por aquí.
—¿El viaje? Un poco largo y… diría… exótico.
—¡Ah, sí! Para un hombre de Occidente, viajar por el desierto debe de ser una experiencia exótica.
—Sus hombres en Ammán me pidieron que entregase mi celular.
—Sí, otra medida precautoria —dijo, con una sonrisa.
—¿Cómo haré para comunicarme con mi familia?
—Oh, sí, claro, su familia. Creo que lo mejor será que les escriba. Yo me haré cargo de enviar las cartas. Deje eso en mis manos.
—Hay una llamada que necesitaré hacer, señor Dahlan, y será dentro de tres meses, cuando depositen el otro veinte por ciento de mis honorarios. Me urgirá hablar con mi oficial de cuenta para corroborar que el pago se ha realizado.
—Sí, por supuesto. Arreglaremos esa llamada sin problema. —Al ver la expresión desolada del francés, Dahlan se apresuró a explicar—: Hemos planeado todo de este modo, tomando tantos recaudos, para evitarle problemas en el futuro. Usted comprenderá: malentendidos con los de las secretarías de inteligencia europeas y norteamericanas. Es por su propia seguridad.
Chuquet no supo qué decir y prefirió guardar silencio. Con el paso de los días, decidió que se trataba de la mejor estrategia, ver, oír y saber lo menos posible de lo que se cocinaba ahí debajo. No necesitó que transcurriera demasiado tiempo para sospechar que las actividades desarrolladas en Base Cero superaban el entrenamiento de pilotos y de agentes especiales. Existían zonas vedadas; en realidad, con la tarjeta que le habían facilitado, la cual debía deslizar por un lector, tenía acceso a un área muy limitada de la base subterránea.
Al día siguiente de su llegada, conoció a los pilotos, ocho iraquíes que rondaban los treinta y cinco años, y a quienes Fauzi Dahlan presentó por sus signos de llamada como aviadores, «El Profeta», «Halcón de Plata», «Águila Negra», «Flecha Roja» y nombres por el estilo. A su vez, a Chuquet lo presentó como «the coach», el entrenador en inglés.
Los ocho pilotos habían volado los Mig y los Mirage de la Fuerza Aérea durante la Guerra del Golfo, incluso algunos habían combatido en los últimos años de la guerra con Irán. Las órdenes establecían que, una vez realizada la selección de los dos pilotos, se los sometería a un severo entrenamiento, no sólo desde el punto de vista de la técnica de vuelo y de las estrategias para penetrar en un espacio aéreo enemigo, sino físico y psicológico.