Capítulo 16

Matilde entró en su Habitación, se quitó la bata y la colocó sobre el respaldo de la silla. Hacía calor, pese a que por la noche la temperatura descendía. Encendió el ventilador de techo en la velocidad mínima, y la suave brisa le acarició la piel húmeda. Se dejó la toalla en torno al cuerpo y se sentó frente al tocador, donde se disponía a escribir una carta a Ezequiel Blahetter, su mejor amigo.

Rutshuru, 10 de junio de 1998, escribió, y se detuvo. Apoyó la punta del bolígrafo sobre el labio y, con aire pensativo, se perdió en unos cálculos. Hacía diecisiete días que no veía a Eliah. Después de la separación de un mes y medio, durante el cual el trabajo la había ayudado a atravesar momentos tan amargos, esas dos semanas se habían convertido en un infierno, y nada, ni el trabajo ni los amigos, la ayudaba a superar la ansiedad. Quería a Eliah con ella, en ese instante. Él, sin embargo, parecía muy a gusto sin ella, porque no sólo que no la buscaba, tampoco se molestaba en llamarla, y no dudaba de que le sobrasen las radios y los aparejos tecnológicos para comunicarse. “¿Dónde estás, Eliah?”. La historia vivida en París durante las ausencias de Al-Saud se repetía, y ella se detestaba por permitir que los demonios de la duda y de la tristeza la atormentasen.

Sus pensamientos tomaron un derrotero que desembocó en Nigel Taylor. Le contaría a Ezequiel acerca de su nuevo amigo. La visitaba casi a diario en el hospital y le mostraba el interés que Al-Saud le negaba. Y no se limitaba a mostrárselo sino que se lo expresaba de manera fehaciente. Sonrió al recordar las horas compartidas el martes de la semana anterior, durante el viaje a Masisi, cuando Taylor se unió a la caravana de Manos Que Curan y fue tan amable y generoso con todos, aun con Vanderhoeven que le lanzaba vistazos airados, que se ganó la admiración de Jean-Marie Fournier y de Julia, y en el hospital de Masisi, la de su severa compatriota, la doctora Halsey, y la de los demás médicos. El paroxismo de la admiración se produjo cuando Matilde explicó el motivo de la presencia del señor Taylor y mostró la caja de madera que contenía la costosa pierna ortopédica. Ajabu se ofreció para ir a la aldea de Tanguy y traerlo al hospital. La sorpresa del niño y su emoción, que expresó con llanto, igual que la madre, colmaron el pecho de Matilde de una sensación embriagadora; se habría puesto a dar saltos y a bailar en una pierna para igualar la torpeza de Tanguy.

Al regresar a Rutshuru, agotada y feliz, reparó en que no había pensado en Al-Saud. Sin embargo, cuando Taylor le pidió que se quedara unos momentos a solas con él porque necesitaba hablarle, el rostro de Al-Saud se presentó delante de ella y sintió que lo traicionaba.

Taylor la sujetó por los hombros y la apoyó contra el Jeep Rescue. Matilde le retiró las manos con delicadeza y lo contempló de modo desafiante para disimular el miedo. Había jugado con fuego y estaba a punto de quemarse.

—Habría deseado decirte esto a la luz de unas velas en el mejor restaurante de Londres o de París, pero eres una chica fuera de lo común, por lo que me obligas a hacer cosas fuera de lo común.

Matilde no rió a causa de los nervios y juzgó que no conseguiría articular si la sangre seguía pulsándole con tanto vigor en la garganta.

—Te amo, Matilde. Eres lo mejor que me ha sucedido en la vida y te quiero conmigo para siempre.

El silencio se extendió durante segundos en los que se miraron con fijeza. La confianza que había llegado junto con la amistad les permitía compartir ese mutismo y esa mirada sin incomodidad ni inquietud.

—Nigel, dices que me amas. Disculpa, sé que te ofenderé con esta pregunta, pero necesito hacerla.

—Adelante. Pregúntame lo que quieras.

—¿Lo haces para vengarte de Eliah? ¿Estás usándome? Sé que entre ustedes existe un odio muy profundo.

Taylor apartó la mirada y frunció la boca, no porque lo molestara la pregunta sino porque lo avergonzaba.

—En un principio, cuando supe que estaba frente a la mujer de Al-Saud

—¿Cómo sabías que Eliah y yo teníamos una relación?

Lo pilló de sorpresa.

—Siempre me mantengo informado acerca de él. Tenemos amigos en común —mintió—. Ellos me cuentan.

—¿Por qué? ¿Por qué quieres saber de su vida?

—Porque lo odio.

—¿Por qué?

Nigel Taylor volvió a apartar la cara, y Matilde admiró la belleza de su perfil de nariz larga y recta, mandíbula fuerte y ceja de un diseño suave y, al mismo tiempo, masculina.

—Él no te lo dijo, ¿verdad?

—Mencionó una vieja rivalidad, nada más.

—Una rivalidad —repitió, y sacudió los hombros al ritmo de un carcajeo silencioso y desganado—. Sí, una rivalidad, eso es lo que es.

—¿Y conseguirme sería tu mejor venganza?

—¡En un principio, sí! —admitió, con una vehemencia inesperada que sobresaltó a Matilde—. En un principio, sí —volvió a pronunciar con menos bríos—. Pero después… ¡Ah, Matilde! Después te metiste en mi corazón como nunca imaginé que una mujer se metería… Y me enamoré de verdad. Quizás ése haya sido mi castigo por intentar vengarme de él en ti. Ahora él no me importa. De veras, no me importa. —Y se maravilló de que fuese cierto, de que nada contara, ni que le hubiese arrebatado la mina de coltán y eliminado a sus soldados, ni que Mandy hubiese muerto por su culpa; sólo quería a Matilde—. Te quiero a ti por lo que tú eres. Tú eres lo mejor que hay en mi vida, Matilde. ¿Me aceptas?

—Nigel…

—¡No digas nada ahora! Sé que estás confundida. Sé que lo estás. No hables. No me des una respuesta ahora. Hemos pasado un hermoso día juntos, ¿verdad? —expresó deprisa, nervioso.

—Sí, sí, muy hermoso. Estoy tan agradecida contigo por todo.

—¿De veras?

—Sí, ¿cómo no? Hoy hiciste feliz a Tanguy y a su madre y pronto Kabú tendrá su cirugía reparadora gracias a ti. Eres una excelente persona, Nigel.

—No, no lo soy.

—Sí, lo eres.

—Matilde… —susurró, con la garganta tiesa, y le acarició la mejilla, y lo conmovió la suavidad de su piel, que ella protegía del sol con esmero.

—¿Sabes por qué también estoy tan agradecida contigo? —Taylor negó con la cabeza—. Porque desde un principio fuiste sincero conmigo. Y ahora has vuelto a serlo al admitir que me necesitabas para vengarte de Eliah. Buenas noches, Nigel.

—Buenas noches, Matilde.

Aunque Taylor la visitaba con frecuencia en el hospital, no le exigía una respuesta ni mencionaba la confesión del martes por la noche, si bien Matilde percibía su inquietud que, a veces, le parecía angustia. No cavilaba acerca de la respuesta que le daría; no obstante, la retrasaba porque no deseaba herirlo.

Retomó la carta para Ezequiel. En el dormitorio se oía el bisbiseo del ventilador de techo y el rasgueo del bolígrafo sobre el papel; desde el jardín, llegaban los sonidos de la selva, a los que Matilde ya se había acostumbrado, como también a su olor penetrante y a su humedad.

La sobresaltó un golpeteo. En un primer momento, creyó que llamaban a la puerta; temió que fuese Vanderhoeven; se lo había pasado de mala cara al encontrarla a solas con Taylor en la sala de médicos; temía que insistiera con sus sentimientos por ella. El golpeteo se repitió, y Matilde se giró con violencia hacia la ventana. Soltó el bolígrafo y se cubrió la boca para ahogar un alarido al distinguir una silueta tras el mosquitero de alambre. En un acto maquinal, se cubrió con la bata.

—Matilde —dijo la figura.

Se aproximó deprisa al reconocer la voz. Quitó el pestillo y se alejó unos pasos hacia atrás mientras Al-Saud deslizaba el mosquitero y se trepaba al alféizar para introducirse. Saltó dentro con agilidad, y sus borceguíes apenas sonaron al caer sobre el piso de cerámica. Miró el entorno hasta que sus ojos se congelaron en la cama pequeña, cubierta por el tul, donde la había amado después de tanto tiempo, donde el reencuentro había sido sublime. Después, buscó a Matilde con la mirada y la encontró expectante, en tensión, con el pecho agitado y aprisionado bajo la toalla. El deseo lo turbó al punto de quitarle la respiración, de privarlo de la palabra. Había estado observándola escribir, inclinada sobre el tocador, con el cabello húmedo echado hacia un costado; se había entretenido estudiándole los rizos pequeños, como tirabuzones, que le caían sobre la nuca blanquísima, y también las vértebras, el filo de los omóplatos y la curva de la espalda. Todo eso era de él.

—Hola.

—Hola —susurró Matilde.

Se sentía torpe e intimidada. Desconcertada y pasmada también. La energía de Al-Saud, que la alcanzaba como rayos calientes, la mantenía alejada. No obstante, tenerlo frente a ella la hacía dichosa y la colmaba de ansiedad. Al-Saud se había escurrido en su dormitorio como un ladrón y, en ese momento, la contemplaba con dureza; no importaba, había vuelto a ella después de diecisiete días. Le estudió el atuendo militar, chaqueta y pantalón con estampa camuflada en tonos verdes y marrones como se veían en las películas de guerra.

—¿Cómo entraste? N’Yanda cierra el portón con llave.

—Esta tarde estuve con N’Yanda —habló Al-Saud, y las notas de su voz causaron vibraciones en la piel de Matilde—. Esa mujer me cae bien. Es fácil comunicarse con ella. No tuve problema para convencerla de que lo dejara abierto para mí.

Matilde levantó las cejas. Al-Saud no le refirió que, a cambio del favor, le ofreció dinero a la mujer, que lo había rechazado, no ofendida sino con un gesto sibilino. Lo que manifestó a continuación también resultó misterioso: “Usted, señor, algún día me pagará. Pero ese tiempo no ha llegado aún”. Antes de irse, N’Yanda le tocó el brazo, no para detenerlo, simplemente lo rozó con ligereza. “Usted es el escudo de la doctora Matilde”, sentenció, antes de volver a la cocina.

—¿Recibiste mi nota, la que te mandé con Alamán?

—Sí —contestó él, y fue una afirmación oscura, de timbre grave, que volvió a afectarla. Al-Saud se tocó el pecho, a la altura del corazón—. La llevo conmigo siempre, igual que la medalla que me diste, o lo que queda de la medalla —aclaró, y sonrió por primera vez.

—¿Dónde estás parando?

—A unos kilómetros de aquí, en la mina de coltán de la que te hablé. —Matilde asintió y bajó la vista—. No pude venir antes.

—¿Ni llamarme por radio?

Al-Saud se quedó mirándola. La deseaba al tiempo que la detestaba por haber ido con Taylor a Masisi, por haberle permitido que le tocase los hombros, que le rozase la mejilla, por haberse quedado a solas con él. No necesitaba dotes de adivinador para saber lo que ese hijo de puta le había dicho.

—¿Te viste con Taylor en estos días?

—Sí.

Al-Saud rió con una mueca de desprecio y desvió la mirada.

—Ese hijo de puta está buscando que lo descuartice —masculló para sí—. ¿Y para qué fue a verte? ¿Qué quiere con vos? ¿Qué te dijo?

—Me dijo que me ama, que soy lo mejor que le ha ocurrido en la vida y que quiere casarse conmigo.

Matilde se arrepintió de inmediato de su impulso. En el interior de Al-Saud estaba gestándose un huracán de rabia, ella lo sabía por el modo en que los párpados le celaban los ojos, por la arruga del entrecejo que le convertía las cejas gruesas y renegridas en una única línea y por el aleteo de sus fosas nasales.

—¿Y vos qué le contestaste?

—No le contesté nada. Él me pidió que lo pensase.

—¡El muy hijo de puta te pidió que lo pensases! —exclamó, y se aplastó el jopo con ambas manos mientras reía con sorna y giraba sobre sí.

—¡Bajá la voz! No quiero que sepan que estás acá. Es contra las reglas traer extraños a la casa.

—¡Por supuesto! Que el doctor Vanderhoeven no se entere de que estoy acá o podría ponerse celoso.

—¡Eliah! ¡Por amor de Dios!

Se presionó el cuero cabelludo con la punta de los dedos hasta desprenderse de un poco de ira.

—¿Por qué no le contestaste nada?

—Porque no quería lastimarlo —admitió—. Tengo la impresión de que ha sufrido mucho.

—¡Pero no te importa lastimarme a mí! ¿Podés imaginar lo que siento cuando me entero de que a mi mujer, un tipo al que detesto, le pide que se case con él?

—Basta, Eliah, por favor —dijo, y se cubrió la frente con la mano—. ¿No podemos tener un momento en paz? ¿Siempre tenés que dudar de mí? Me he pasado diecisiete días esperándote, y ahora que estás aquí, me atacás y me reclamás…

Antes de que Matilde tuviera chance de terminar, Al-Saud se lanzó sobre ella, le arrebató la toalla, que arrojó hacia atrás, y la contuvo entre sus brazos.

—¡Matilde! —pronunció con la misma ferocidad con que la apretó.

Matilde sintió la aspereza del género de su chaqueta en los pezones y en el vientre, mientras la torturaba una puntada en la espalda donde Al-Saud la oprimía; le faltaba el aire. Se sujetó a él con ímpetu, refregando su cuerpo, buscando su olor, refugiándose en su fortaleza, aun en su ira, porque la ira de Al-Saud, al tiempo que la asustaba, la atraía, la seducía.

—¿Por qué me hiciste esperar tanto? —susurró, agitada, con la garganta seca a causa del placer que él le proporcionaba al masajearle el trasero. Acababa de descubrir que existía un nervio en el ano que se conectaba con el clítoris, porque cuando Al-Saud le separaba las nalgas con rudeza, ella experimentaba un pinchazo en la zona de la vagina—. ¿Por qué? —insistió, ante el mutismo de él.

—No pude venir antes —contestó, jadeando sobre el hombro desnudo de ella—. Quería, pero no podía.

—¿Pensabas en mí? —lo provocó, y abandonó la espalda de Al-Saud para abrirse paso entre sus cuerpos y acariciarle la bragueta—. ¡Ah! —exclamó, complacida no tanto por la dureza que percibió, sino por el calor que irradiaban sus genitales y por el latido que le pulsó en la palma—. ¿Pensabas en mí como yo en vos? ¿Todo el tiempo? —añadió, con acento resentido—. No lo creo.

Al-Saud profirió un gruñido y, con una agitación de mano, apartó el tul de la cama y la colocó sobre ella sin mayor consideración. Matilde rebotó en el colchón y se acomodó al través. Apreció el fuego que ardía en los ojos ennegrecidos de Al-Saud y se regocijó en la premura con la que él se quitaba la chaqueta, y recuperó parte de la seguridad perdida durante las semanas de espera a las que la había sometido. Sonrió, con gesto lascivo y triunfal, flexionó una rodilla y estiró el cuerpo, como si se desperezase. Luego, se relajó. Levantó el brazo y llamó a su amante con un ademán abúlico.

Al-Saud renunció a desnudarse. Se quitó la chaqueta con sacudidas violentas —había olvidado desabrochar los botones del puño— y se limitó a bajar el cierre de la bragueta y a sacar del confinamiento a su pene; le dolía. Se recostó sobre el cuerpo desnudo de Matilde, que lo sujetó por la nuca y lo atrajo hacia sus labios con una actitud desaforada. El beso fue intenso, profundo y portentoso, y, pese a haberse besado de ese modo cientos de veces, se quedaron sobrecogidos, mirándose.

—¿Pensaste en mí, mi amor? —insistió ella, mansa, dulce, y le sujetó los mechones que le cosquilleaban en la frente.

—¡Matilde! —susurró él, con ardor—. Mon Dieu …¿Por qué te necesito tanto? —Y no lo pronunció en voz alta, pero también se preguntó: “¿Por qué lo que tiene que ver contigo viene con una cuota tan grande de angustia? ¿Por qué me convierto en lo que no soy cuando de ti se trata?”.

Aunque él calló sus cuestionamientos, Matilde percibió la desesperación de Al-Saud cuando le extendió los brazos sobre la cabeza y entrelazó sus manos con las de ella para formar un puño cerrado, de nudillos tirantes y uñas rojas. La mantuvo prisionera contra el colchón para comenzar a pasarle el mentón sin afeitar por las partes más delicadas: por el cuello, por los párpados, por los senos, por los pezones, por el vientre palpitante. Con la ropa, incluso con los borceguíes puestos y el arma calzada en la parte trasera del pantalón, con ella completamente desnuda debajo de él, a punto de penetrarla a metros del ganso, se sentía feliz, en completo dominio. Ninguna mujer le había inspirado un sentimiento de naturaleza tan machista y retrógrada, y, si bien no se ufanaba de ello, se rindió ante la potencia del sentimiento, y le gritó al oído con una exclamación contenida:

—¡Yo soy el único que te coge! —Lo expresó en francés, como solía cuando la excitación o la ira le nublaban el entendimiento; no obstante, Matilde captó el uso vulgar del verbo baiser—. Le seul! —repitió, y se introdujo dentro de ella, que contuvo el aire para soltarlo lentamente.

—Sí, el único, mi amor, el único —lo confortó, en castellano, y Al-Saud rió de gozo porque le fascinó el tono maternal que ella empleó y que lo condujo a un nivel de exaltación riesgoso porque lo hacía olvidarse del lugar donde estaban.

Desprendió los dedos de los de Matilde y, con una mano, le sujetó las muñecas delgadas por sobre la cabeza, mientras con la otra le acarició el clítoris. Lo notó duro e hinchado, al igual que todo el pubis. Aumentó el vigor de las embestidas hasta que Matilde arqueó el cuello y abrió la boca en un alarido mudo que se convirtió al cabo en unos gemidos lánguidos, que se repitieron minutos después, pero Al-Saud no los oyó porque había enterrado la cara en el colchón para que absorbiera sus clamores. La vagina de Matilde se ceñía en torno a su carne, y el flujo de semen parecía inagotable. Aun minutos después, tendido inerte sobre ella, su pelvis se agitaba en espasmos tardíos y jadeaba de placer.

—Quiero que te desnudes —pidió Matilde, y a él, exhausto, le tomó un rato salir de ella, rodar por la cama y abandonar el capullo que les proporcionaba el tul mosquitero.

Se desvistió con movimientos pesados. Estaba cansado. Le había tocado una ronda a las cuatro de la mañana, y no había vuelto a dormir, ni siquiera unos minutos. La expectativa por el reencuentro con Matilde lo mantuvo enérgico toda la jornada. A esa hora, después de haber descargado en ella el deseo y el enojo acumulados durante dos semanas, experimentó un agotamiento que le comprometía hasta los huesos.

Matilde se recostó sobre su vientre, todavía cruzada en la cama, y se asomó por la abertura del tul. Lo observó mientras se pasaba la toalla para secarse el sudor y se limpiaba los restos de semen del glande. Adoraba su cuerpo delgado, de músculos marcados y elásticos, que exudaba salud y juventud. Le fascinaba su pecho velludo y la armonía con la que el torso se le afinaba en las caderas, donde el vello raleaba, salvo la mata espesa que le protegía el pene y los testículos. Le ponía la mente en blanco la conjunción que formaban el músculo oblicuo externo del abdomen y la espina ilíaca anterosuperior, sobre todo el modo en que el músculo se insertaba en el hueso y lo marcaba.

Sus miradas se encontraron, y la seriedad de Al-Saud le robó el aliento. Se quedó quieta mientras él rodeaba la cama. Lo escuchó levantar el tul del otro lado. El colchón se hundió cuando Eliah apoyó las rodillas a los costados de su cuerpo.

—Quedate como estás, no te muevas. Me encanta verte el culo desde aquí —dijo, y le pasó la mano abierta por los cachetes. Se recostó sobre ella, y Matilde suspiró, aliviada, ahogada y reconfortada a un tiempo por el peso de él—. ¿Por qué no le diste una respuesta a Taylor en el instante en que te propuso matrimonio?

—Porque, en realidad, no me lo propuso. Dijo… —dudó; no deseaba iniciar una discusión, y percibía que el ánimo de Al-Saud se mantenía proceloso—. Dijo otra cosa.

—¿Qué? —se impacientó Eliah, y le mordisqueó el trapecio, mientras acomodaba el pene entre las nalgas de Matilde.

—Que me quería para siempre con él.

—¿Y eso no merecía un “no”? —Matilde percibía el esfuerzo en el que Al-Saud se empeñaba para no explotar.

—Me pidió que lo pensara. Ya te dije que no quise decirle que no en ese momento porque tenía miedo de lastimarlo.

—A mí me lastimás. Me lastimás muchísimo.

Matilde giró el cuello para mirarlo, sin éxito, y retornó a la posición inicial.

—Perdoname, mi amor. No quiero lastimar a nadie. Especialmente no quiero lastimarte a vos.

—¿Por qué no querés lastimarme a mí especialmente?

—¡Qué pregunta!

—Quiero una respuesta, Matilde. —Lo exigió en voz baja, aunque el sustrato amenazante saltó a la vista.

—Porque… Porque vos…

—¿Tanto te cuesta decirlo? —Matilde chilló cuando Al-Saud, con brutalidad, la obligó a darse vuelta, le sujetó los hombros y la aplastó en el colchón—. ¿Por qué te cuesta tanto decirlo? —La pena de él alcanzó a Matilde y le oprimió el pecho—. ¿Por qué? —insistió, de mal modo, y la sacudió.

—¡Porque nada ha cambiado! ¡Por eso! ¡Nada ha cambiado! ¿No te das cuenta?

—¡Dímelo! —la exhortó en francés, para nada conmovido con el sollozo de Matilde—. Pour l’amour du ciel! ¡Dímelo!

—¡Porque te amo! ¡Porque te amo más que a mi vida! ¡Porque te amo como nunca amé a nadie! ¡Porque nunca voy a dejar de amarte! ¡Y no quiero! ¡No quiero! No quiero… —El llanto la ahogó.

Pasados unos segundos de desconcierto, Al-Saud la envolvió en su abrazo y le acunó la cabeza. Le siseó para calmarla, le arrastró los labios por las sienes, las orejas, la frente.

—Amor mío —le susurró muchas veces, embargado de felicidad—. Te amo, Matilde. Te amo tanto. Yo no sabía…

—¿Qué? —lo instó, entre sorbidas de mocos e hipos.

—Yo no sabía que un ser humano pudiese sentir así por otro. Es tan grande lo que siento por vos… —Le habría confiado que lo asustaba porque lo dominaba y porque era más poderoso que él. Calló y volvió a besarla.

Se calmaron. Matilde se había acurrucado en la concavidad que formaba el cuerpo de Al-Saud. Él, apoyado sobre un codo, le estudiaba la pelusa rubia que le cubría las sienes y las venas azules que se transparentaban; nunca había reparado en ellas. Quería conocerla como nadie.

—¿Qué pensás de mí, Matilde?

La tomó por sorpresa. En realidad, cuando la idea de Eliah Al-Saud ocupaba su mente, lo que acontecía la mayor parte del día, ella no pensaba; se limitaba a sentir. Al cabo, contestó:

—Pienso en vos todo el día, ésa es la verdad, aunque no debería decírtelo porque sos lo suficientemente vanidoso para que yo venga a aumentarte los niveles. —Al-Saud ahogó una carcajada en el hombro de Matilde—. Y cuando pienso en vos, te extraño, te deseo, te necesito. Siempre te necesito. Sufro también.

—Sí, pero ¿qué pensás de mí como persona? —A causa del silencio de ella, él tentó—: ¿Pensás que soy un mercenario y que por eso soy una mala persona?

—No, no —se apresuró a asegurar, y le pasó el índice por el ceño, para borrárselo, y descendió por su nariz perfecta hasta terminar entre sus labios—. Creo… Bueno, creo que sos orgulloso, posesivo, vanidoso, egocéntrico, ambicioso… —La interrumpió una carcajada de Eliah—. ¿Querés la verdad? —Él asintió, todavía risueño—. Creo que sos mandón…

—¿Mandón?

—Significa que querés comandar a todos. Supongo que eso te viene por tu índole militar. También creo que sos impaciente y desconfiado. Sí, sos todo eso, pero también creo que sos generoso, responsable, constante, aunque detestes la rutina. Sos un excelente amigo y hermano, un buen hijo, un hombre brillante; tu inteligencia me pasma. Sos honesto y honrado. Trabajás duro para obtener lo que tenés, y eso me encanta de vos. No tomás alcohol y, para mí, eso es muy importante. Tratás con respeto a los que te sirven, lo que me lleva a pensar que, en realidad, sos muy compasivo, aun cuando vos sostengas lo contrario. Tu corazón es enorme, pero está muy cerrado, o quizás, al estar expuesto a un mundo hipócrita y peligroso, prefiere volverse de piedra para no sufrir, para no experimentar remordimientos. —Sonrió antes de proseguir—: Pero sobre todo, Eliah, sos mi ángel de la guarda, mi sanador, mi príncipe azul, mi roca.

—¿Y un excelente y maravilloso amante?

—No lo sé. Sos el único que he tenido. No tengo referente. Aunque puedo asegurarte que he besado a otros hombres y no hay nada que se compare con tus besos.

—¿Me admirás, Matilde? Yo te admiro profundamente, mi amor. Admiro tu capacidad para salvar vidas. Cuando salvaste a Siki, cuando te vi tan serena mientras le abrías la tráquea… —A Matilde la emocionó que recordara el nombre de la niña; lo sintió muy cerca y humano—. No creo que alguien haya amado tanto a una persona como yo te amé en ese instante. Admiro tu compasión, porque en verdad yo no soy compasivo.

—Te compadeciste de mí y me salvaste. Creo que no sos consciente del bien que me hiciste. Me ayudaste a descubrir la mujer que había en mí.

—No me compadecí de vos, Matilde. Te amaba, te deseaba, quería que te convirtieras en mi mujer. Quería que fueras feliz.

—Fuiste paciente, cuando sé que te cuesta serlo. Me trataste con dulzura infinita.

—¿Me admirás? —insistió, con la ansiedad de un niño.

—Sí, te admiro.

—Yo sé que no. Me admirarías si fuese un médico de Manos Que Curan o el presidente de una fundación benéfica. Pero no admirás a un mercenario.

—Lo que no admiro es que me lo hayas ocultado. De todos modos, creo que me lo ocultaste por mi culpa. —Al-Saud frunció el entrecejo—. Creíste que era una moralista implacable, de ésas que pontifican creyéndose superiores al resto, y por esa razón, te protegiste. Odio pensar que te inspiré eso.

—Te lo oculté porque te consideraba muy por encima de mí. Porque me avergonzaba. Y porque tenía miedo de perderte.

—No, amor mío, que nada te avergüence ante mí. Yo te amo, Eliah. Sos perfecto para mí.

Se le calentaron los ojos y, aunque quería decir algo, aguardó unos segundos. Carraspeó antes de hablar.

—Matilde, San Agustín decía: “Si quieres conocer a una persona, no le preguntes lo que piensa sino lo que ama”. Y yo te amo a vos, con todas las fuerzas de mi ser. Y por eso soy mejor persona, por amarte, por amar a alguien tan bueno y puro como vos.

Matilde le encerró la cara entre las manos y se mordió el labio para refrenar la emoción.

—Matilde, ¿por qué me dejaste? —La vio apretar los párpados y agitar la cabeza para negarse; resultaba claro que no abordaría el tema—. Mi amor, es necesario que hablemos de las cosas que nos separaron en París.

—No todavía —le rogó, con voz quebrada—. No estoy preparada.

—Está bien, está bien. Vos no hables. Lo haré yo. Necesito explicarte lo del artículo en la Paris Match. Quiero que sepas qué hay de verdad y qué de mentira.

Se trató de una larga noche en la que Al-Saud le mostró su corazón como no lo había hecho con nadie, ni siquiera con Takumi Kaito, y le relató desde su época de niño, en la que, gracias a Gérard Moses, había aprendido a amar la aviación, hasta sus vivencias en la Guerra del Golfo, cuando, por un error de los servicios de inteligencia, bombardeó un búnker con cuatrocientos civiles, mayormente niños y mujeres. Le contó que, al pedir la baja en L’Armée de l’Air, se había sentido solo y miserable, como si le hubiesen extirpado un miembro. Por un tiempo fingió conformarse con la cría de frisones. Sin embargo, cuando el general Raemmers se presentó en la hacienda de Ruán y le ofreció un puesto en su grupo militar selecto, él aceptó sin dudar porque la perspectiva lo colmaba de energía. Le confesó que había matado a mucha gente, no sólo como piloto, arrojando misiles y bombas, sino con sus propias manos, pero que siempre lo había hecho creyendo que de ese modo convertiría al mundo en un lugar más seguro y mejor. Le contó acerca del genocidio de Srebrenica y la historia de los hermanos Huseinovic, de cómo le había quitado de encima a Leila un soldado serbio y de cómo, infringiendo la orden de Raemmers, volvió a Srebrenica para rescatar a Sándor. Le explicó que, cuando abandonó el grupo militar secreto, se encontró con que no sabía hacer nada excepto ser un soldado. Por eso, junto con tres compañeros de L’Agence, Tony, Michael y Peter, fundó Mercure S.A.

—Matilde, demandé a Paris Match por difamación, por injurias. Mucho de lo que escribieron en ese artículo es mentira o está distorsionado. Voy a limpiar mi nombre y mi reputación porque el día en que me aceptes y lleves mi apellido, quiero que te sientas orgullosa.

Matilde se limitó a asentir, incapaz de articular. Le sonrió, con labios trémulos, mientras sus manos le acariciaban el cuerpo desnudo para comunicarle la inmensidad de su amor. Como temía que abordase el otro tema espinoso, el de su hermana Celia, se aclaró la garganta y le pidió que le contara acerca de la mina que habían arrebatado a los rebeldes de Nkunda. Por supuesto, Al-Saud no mencionó el tendal de muertos, ni los cientos de balas y cohetes disparados, ni el misil que él había lanzado y con el cual había pulverizado el Kamov, ni la fosa común que mandó cavar para los cuerpos. Le detalló, en cambio, la situación de los mineros, que de un régimen de esclavitud habían pasado a otro remunerado y justo. Le dijo que habían contratado a un médico de Kinshasa para que los revisara y determinara su estado de salud. Le contó que, entre los mineros, había niños y adolescentes y que los habían devuelto a sus aldeas o a campos de refugiados. Le dijo, por fin, que estaba orgulloso de su trabajo.

—¿Y Nkunda? ¿No querrá quitártela de nuevo?

—Lo intentará. ¡No te pongas así! Éste es mi trabajo, mi amor. Estoy preparado, como vos lo estás cada día cuando enfrentás a un paciente en un quirófano.

—Tengo miedo de que algo malo te pase. No puedo expresar con palabras lo que sentí cuando me enteré de que te habían pegado un tiro en Viena. Casi me muero, Eliah. Quise morirme.

—¡No digas eso! Nunca vuelvas a decir eso. Sé muy bien lo que sentiste porque Jérô me lo contó, y fue muy elocuente.

—¿En serio? ¿Qué te dijo?

—Que llorabas muchísimo porque creías que yo estaba muriendo.

Matilde se estremeció con el recuerdo, y Al-Saud notó cómo la piel de las piernas se le erizaba. Para alejarla de las malas memorias, le pidió:

—Contame de Jérô, hablame de él.

—Como suponía, se desilusionó mucho porque no fuiste a la misión. Lo abrazaba y lo besaba después de una semana de no verlo, y él se limitaba a estirar el cuello para buscarte, a ver si bajabas del auto. Me preguntaba: “¿Dónde está Eliah? ¿No vino Eliah? ¿Y Eliah?”. A mí, que me partiese un rayo. —Al-Saud rió, conmovido—. Estaba tan ansioso por verte. Uno de los señores acogidos en la misión, que es muy hábil con la madera, está enseñándole a trabajarla, y él te había hecho un avioncito. ¡Me sorprendió! Porque es hermoso, muy prolijo y con detalles.

—Estoy ansioso por ver a Jérô. Intentaré ir el fin de semana. Pero no puedo asegurarlo. Yo también tengo un regalo para él. Para él y para todos los niños —aclaró.

La sonrisa de Matilde lo afectó, como de costumbre.

Alrededor de las cinco de la mañana, N’Yanda se deslizó dentro del dormitorio de Matilde y, como había sospechado, los halló dormidos.

—¡Señor! —masculló en un susurro—. ¡Despierte! —Se atrevió a tocarle el empeine cubierto por el mosquitero, y Al-Saud se incorporó de súbito, con la HP 35 en la mano. Reconoció la silueta de la mujer a través del tul. Bajó el arma y se aseguró de que su entrepierna estuviese cubierta por la sábana.

N’Yanda. ¿Qué sucede? —preguntó, con voz enronquecida.

—Son más de las cinco de la mañana, señor. Tiene que irse. En un rato, empezarán a levantarse los demás. No pueden encontrarlo.

—Gracias, N’Yanda. Ya me voy.

—¿Volverá esta noche?

—Sí.

—Dejaré el portón abierto, entonces.

—Gracias.

La ruandesa cerró tras de sí, y Al-Saud se desenlazó del abrazo de Matilde con cuidado, para no despertarla. Apenas habían dormido un par de horas, y ella tenía que trabajar todo el día. Se permitió observarla durante unos minutos antes de besarla en la sien y abandonar la cama. Se vistió deprisa y salió por la ventana.

A partir de ese día, la rutina de las visitas nocturnas de Al-Saud se convirtió en la alegría de Matilde. La noche siguiente, la entrada de Al-Saud fue la misma, por la ventana, como un ladrón, sin embargo, su humor había cambiado, era afable y relajado, a pesar de la dura jornada de trabajo, con un intento chapucero de Nkunda por recuperar la mina, al que habían neutralizado rápidamente, aunque con dos soldados congoleños heridos. En verdad, los soldados del Ejército del Congo, indisciplinados y mal adiestrados, estaban convirtiéndose en un problema.

Trepó al alféizar sosteniendo una bolsita de las Galerías Lafayette en la boca, y se la entregó a Matilde en silencio y con gesto esperanzado. Matilde metió la mano sin apartar la vista de Al-Saud. Sacó una caja de perfume Anaïs-Anaïs.

—Gracias, mi amor. Me encanta este perfume.

—Me encanta como huele en tu piel.

Matilde trató de abrazarlo, y él se mostró reacio.

—Estoy sucio, no tuve tiempo de ducharme.

—No me importa —aseguró ella, y amoldó su cuerpo, apenas velado por un babydoll de Juana, al de él, que notó tenso—. Besame, Eliah. Por favor.

Sus labios entraron en contacto, y los dos inspiraron en un arrebato, seguido por la impaciencia con que sus brazos se cerraron en torno al otro. La magia se repetía, y Al-Saud se admiraba de que nunca desapareciera, siempre lo sorprendía la punzada de emoción propia de lo novedoso, no de lo que se repetía una y otra vez. Entonces, caía en un trance en el que las preocupaciones se esfumaban y los resquemores no existían, y la felicidad lo desbordaba.

Hundió los dedos en el pelo de Matilde y profundizó la intrusión en su boca. Ladeaba la cabeza hacia uno y otro lado, insaciable, codicioso, voraz. El silbido áspero de sus respiraciones, el sonido húmedo de sus bocas entrelazadas y los débiles gemidos de Matilde lo enardecían. La empujó contra la pared, donde siguió besándola con fervor redoblado. Enredó la lengua con la de ella, se la succionó, le mordió los labios, le saboreó las encías y le lamió los dientes. Se estremeció cuando Matilde, con una brusquedad que se contraponía a su índole de seda, le aferró el trasero y lo atrajo hacia su monte de Venus para refregarse en su erección. Después de un instante en el que su boca permaneció estática sobre la de Matilde, esperando a que su falo cesara de pulsar dentro de los boxers, tomó una inspiración profunda y volvió a engullirla. Matilde, indefensa, percibía una sensación extraña que se anidaba en la base de su garganta, allí donde la lengua de Eliah la tocaba. Bajo sus párpados, la sensación adquiría corporeidad y se materializaba en un círculo de luz que giraba, incitada por el estímulo de él. La velocidad aumentaba segundo a segundo, y la luz del círculo se tornaba incandescente. De modo reflejo, Matilde sujetaba la respiración. Intuía que aquello acabaría explotando. El círculo se rompió para transformarse en una corriente que se lanzó en picado, le atravesó el torso, jugueteó alrededor del ombligo y terminó enrollándose en su clítoris, como un hilo en torno al carrete, antes de acabar en un estampido fosforescente, caliente y mudo. Matilde profirió tres gritos cortos y quedó laxa en los brazos de Al-Saud.

—Matilde, ¿qué pasa, mi amor? ¿Qué fue eso?

Estaba pálida, aun los labios, y los vasos que se transparentaban en sus párpados habían adquirido un tono azul intenso.

—Eliah, Dios mío… —Se inclinó para escucharla balbucear—. Tuve un orgasmo.

Él prorrumpió en risas, y la abrazó, y se perdió en su cuello, donde siguió riéndose, besándola, oliéndola.

—Tu beso me provocó un orgasmo —susurró—. ¿Es común sentir así?

—No, mi amor, no. En absoluto.

—Tus besos son mágicos. Te lo dije.

—Son mágicos si son para vos.

—Sí.

Se quedaron unidos frente con frente, las manos de él firmes en la cintura de ella; las de ella, en los antebrazos de él. Sus respiraciones se mezclaban y les cosquilleaban en la cara. Sonreían de modo inconsciente; mantenían los ojos cerrados. La paz los acogía en un ambiente cálido y voluptuoso, volviéndolos livianos; el cansancio había desaparecido.

—¿Comiste?

—No —admitió él.

—Voy a buscarte algo a la cocina.

—¡No! Quedémonos así, por favor.

—Tendrás hambre —conjeturó Matilde—. N’Yanda preparó un pescado que estaba exquisito. Estoy segura de que sobró.

—No quiero que salgas así. No quiero que el ganso te vea.

—¿El ganso?

—El belga.

—No voy a salir así sino en bata. Además, todos están durmiendo. ¿Te gusta este babydoll? Se lo pedí a Juani para ponérmelo para vos.

Como respuesta, Al-Saud le clavó los dedos en la parte más delgada de la cintura e inspiró de modo brusco. Matilde se apartó, se cubrió con la bata y, mientras caminaba hacia la cocina, percibía la viscosidad entre las piernas y los ecos del orgasmo como suaves ondas que se propagaban hasta su ombligo. Encendió la luz y descubrió la bandeja sobre la mesa. Levantó la tapa que cubría el plato: el pescado y el arroz soltaron un aroma que le hizo agua la boca. Había un hibisco al costado del vaso con jugo de papaya. “N’Yanda”, pensó.

Al-Saud devoró la comida sentado en la cama, mientras Matilde le detallaba los pormenores de la jornada. Él no pronunciaba palabra; se limitaba a asentir, a negar, a levantar las cejas, a reír sin utilizar la boca. La observaba con atención, y permitía que el entusiasmo de Matilde, la facilidad con la que se abría y se comunicaba y la pasión que destilaba por la medicina y por el género humano atravesaran sus murallas y lo recubriesen. Pocas veces se había sentido tan feliz como esa noche. Y él, que conocía las perversidades del mundo, se dijo que no existía sitio más maravilloso. Dependía de que Matilde se hallase en él.

Matilde devolvió la bandeja a la cocina, lavó los platos, los secó y los guardó. Al regresar al dormitorio, Al-Saud dormía en la cama, completamente desnudo. Matilde acomodó el tul mosquitero en torno a ellos y se acostó.

Al principio, creyó que la acariciaban en un sueño erótico, hasta que la insistencia de Al-Saud la arrancó del estado de ensoñación y la guió a la realidad de la urgencia de su deseo. A diferencia de la noche anterior, la amó con delicadeza e, incapaz de retener los pensamientos, se los susurró en francés, sobre los labios, mientras se impulsaba dentro de ella. “Conduje como un loco hasta aquí para estar contigo. Te tuve en la cabeza todo el día. No podía dejar de pensar en lo que vivimos anoche. Me imaginaba este momento, cuando estuviera dentro de ti, cuando tu vagina me recibiera, y me ponía duro. Eres el amor de mi vida, Matilde”.

Al-Saud supo que el alivio se apoderaba de ella cuando percibió que sus dedos se le clavaban en los hombros en un arrebato inconsciente. La siguió momentos después y de nuevo hundió la cara en la almohada para morigerar el fragor que brotaba de su interior con la misma violencia con que eyaculaba dentro de Matilde. Abandonó el cuerpo de ella después de unos minutos de agitación. El silencio se prolongó durante un rato.

—¿Matilde?

—¿Qué?

—Necesito que hablemos de Céline. —Transcurrieron segundos sin respuesta—. Mi amor, por favor, date vuelta. Quiero verte.

—Está oscuro. No me vas a ver.

—Tus ojos brillan en la oscuridad. Sí, te voy a ver. Por favor —insistió. Al cabo, Matilde se giró de mala gana y mantuvo los párpados cerrados—. Mirame. Amo el color de tus ojos. Me acuerdo cómo me impactaron aquel día, en el avión.

—¿Sí?

—Yo te ayudé a ajustarte el cinturón de seguridad y vos te dignaste a mirarme para darme las gracias. Y me mostraste tus ojos. Me acuerdo de que pensé: “¿Existe el color plateado en la raza humana?”.

La risita de Matilde lo hizo reír a él también. El sonido se suspendió por un momento hasta desvanecerse. El silencio reinó entre ellos como algo pesado y ominoso.

—Matilde…

—No, Eliah. No estoy preparada. Te lo dije anoche.

—¿Por qué no estás preparada?

Sabía por qué no estaba preparada; en realidad, nunca lo estaría. Le temía a las escenas que su mente conjuraría, la de su hermana y Eliah gozando. A veces le resultaba imposible imaginar a dos personas haciendo el amor; le había pasado con sus abuelos, Celia y Esteban, y con sus padres; sin embargo, hasta le parecía lógico que Eliah y su hermana hubiesen sido amantes. De algún modo, Celia estaba a la altura de él, pertenecía a su mundo; el glamur que la circundaba la volvía interesante, atractiva e intensa; él nunca se cansaría de entretenerse con sus facetas. Sobre todo, Celia tenía ovarios, trompas y útero.

—¿Qué querés hablar de ella? —dijo para obviar la pregunta de Al-Saud.

—De lo que hubo entre nosotros.

—Ni siquiera soporto que digas “entre nosotros” —manifestó—. ¿Cómo pretendés que soporte lo demás?

Aunque Al-Saud guardó silencio, Matilde percibía su tristeza y su aflicción. También se dio cuenta de que quería tocarla y de que no se atrevía.

—Eliah —expresó al cabo, y su tono conciliador lo alcanzó como una caricia—, no necesito hablar de ella. Lo que pasó, pasó. No quiero volver sobre eso.

—Está bien.

Matilde supo que Al-Saud quería seguir adelante con la conversación, quería agotar las cuestiones que los habían alejado en París. Ella, en cambio, tenía terror de enfrentar la más penosa.

—Mi amor, ¿puedo preguntarte algo? —En su nerviosismo, a Matilde casi le daba risa la prudencia con que él avanzaba, y se limitó a asentir—. Si no hubiese sucedido esa escena en mis oficinas del George V, cuando nos topamos con Céline, ¿habrías terminado igualmente con lo nuestro antes de viajar al Congo?

—Sí —musitó, y colocó las manos bajo la barbilla y adoptó la posición fetal.

—¿Por qué? ¿Porque desconfiabas de mí? ¿Porque pensabas que te sería infiel?

—No sólo por eso —admitió, y, tras una pausa, añadió—: Es verdad, me sentía poco para vos, me sentía menos que vos, y eso me hacía tener muchos celos, algo que nunca había sentido, te lo juro. No me gustaba —dijo, en un hilo de voz—. Todavía hoy no me gusta sentir celos por tu culpa.

—Yo me siento menos que vos —se pasmó Al-Saud—. Yo soy menos que vos, Matilde. ¿Cómo puede ser que hayas sentido así? ¿Por qué sentiste así? ¿Hice algo para que sintieras así?

—¿Ser un hombre tan espléndido y maravilloso? —tentó ella, con humor fingido, y en la risa de él, Matilde advirtió su cansancio.

—Mi amor —expresó Al-Saud, y se detuvo, y, como Matilde adivinó a qué se referiría, se cerró aún más en un capullo—. Matilde, ¿ibas a dejarme porque no podés darme hijos?

“¿Qué siento?”, se preguntó ella, mientras apretaba los dientes y los párpados para sofrenar los temblores de sus extremidades. “Siento pánico. ¿Por qué? Porque me aterroriza y me avergüenza mirarlo a los ojos en este momento. Nada ha cambiado. Yo lo sabía, pero de nuevo me dejé arrastrar por el poder que él tiene sobre mí. Dios mío, ayudame a pasar este trago amargo”. Contener los sollozos se tornó imposible porque se ahogaba. Aflojó el plexo solar y expulsó el aire con un gemido. Se cerró por completo pegando las rodillas en el pecho, y rompió a llorar.

Experimentó el dolor de Matilde como un zarpazo en el corazón, y la sensación de desgarro le aceleró las pulsaciones. Se mordió el labio e intentó en vano controlar las sacudidas en el mentón, que se extendieron por su cuerpo. Aprisionó la bolita en la que Matilde se había convertido y lloró con ella.

El llanto al tiempo que los debilitaba, los limpiaba, y, al cabo de unos minutos, Matilde se desovilló y se sujetó a él con frenesí. Al-Saud la aprisionó con el vigor que habría empleado si un ser maligno hubiese querido arrebatársela. Sus torsos se entrechocaban, sus alientos cargados de humedad empañaban las pieles de sus rostros, sus dedos se entrelazaban, sus piernas se enredaban.

—Lo siento, amor mío —balbuceó Al-Saud, en francés—. Lo siento, lo siento tanto. Daría mi vida…

—Shhh —siseó ella, con un sonido inestable, y le colocó la mano temblorosa sobre la boca—. Tu vida… Tu vida… es mi vida. No… No quiero nada más.

Si bien para pasar las noches con él le robaba horas al sueño, Matilde se sentía vital, y todos lo notaban; sus ojeras se esfumaban y las mejillas se le llenaban porque comía con ganas. N’Yanda preparaba una bandeja con entremeses y la depositaba en la mesa de la cocina, que Matilde buscaba para compartir con Eliah después del amor, lo mismo que las largas charlas. Aunque habían convivido en París, Matilde sostenía que nunca habían conversado con ese nivel de intimidad, profundidad y sinceridad. Al-Saud le contó acerca de su infancia, de la relación conflictiva con su padre, del intento de secuestro por parte de la banda Baader-Meinhof, aunque no le mencionó la participación de Udo Jürkens; también le refirió acerca de su amistad con Takumi sensei y de la influencia que el japonés había ejercido en él, en su visión de la vida y de la muerte. Por fin, habló acerca de Samara, y le confesó que el dolor por su muerte nunca lo abandonaría debido a la culpa, no sólo por haber estado con otra mujer la tarde en que sufrió el accidente, sino porque la evidencia apuntaba a que se había tratado de un atentado. Matilde, por su parte, le contó acerca de su familia, del matrimonio tormentoso de sus padres, de los mecanismos de su madre para retener a su padre, de los vicios e infidelidades de Aldo, de la educación implacable impartida por la abuela Celia, que de algún modo había sido la única en ocuparse de ella y de sus hermanas, del encarcelamiento de su padre, del cáncer, de la quimioterapia y de la pérdida del cabello.

—Cuando la quimio acabó y comenzó a salirme una pelusa en la cabeza, me juré que nunca más volvería a cortarme el pelo. Hace años que lo dejo crecer y crecer. A veces Juana me convence para cortarme un poco las puntas, para darle fuerza, pero nada más.

—Amo tu pelo —dijo Al-Saud, y tomó un puñado de rizos y los besó—. Gracias a tu pelo te descubrí en el aeropuerto. Y también amo a mi peladita, a ma petite tondue —aseguró, y le acarició el monte de Venus. Matilde apoyó la mano sobre la de él y lo guió hacia abajo.

Aunque el trabajo y la tensión en la mina “del arroyo viejo” no mermaban con el transcurso de los días, Al-Saud se las ingeniaba para visitar la misión los sábados o los domingos. La tarde del sábado en que Alamán y él se presentaron con las bolsas de regalos para los niños, el orfanato se convirtió en una fiesta. Las religiosas, ayudadas por Matilde, Juana y Joséphine, clasificaron y seleccionaron los juguetes y escribieron los nombres en los paquetes, mientras los niños aguardaban con expectación e impaciencia en el salón del refectorio, que se colmó de exclamaciones, risas, papeles y moños cuando la repartija por fin tuvo lugar. Los huérfanos se enseñaban los regalos, los estudiaban, preguntaban cómo funcionaban, abrían grandes los ojos, reían, hablaban todos al unísono.

Matilde, que paseaba la mirada por la escena con una sonrisa, buscó a Jérôme y a Kabú sin éxito. Eliah tampoco estaba en el refectorio. Medio preocupada e intrigada, salió del orfanato; no los halló en el predio tampoco. Corrió a la casa de las religiosas y los encontró en la cocina. Se quedó quieta y muda bajo el umbral. Los niños, arrodillados en la banqueta, con los codos apoyados en la mesa, observaban la pieza pequeña que Al-Saud manipulaba y escuchaban la explicación con atención reconcentrada. Los labios de Matilde se curvaron lentamente en una sonrisa cuando se percató del ceño de Jérôme, que ella le conocía y que le comprometía incluso la nariz y la boca; la seriedad del asunto debía de ameritarlo, se dijo.

—¡Mamá! —exclamó Jérôme al descubrirla, y Al-Saud giró la cabeza hasta dar con los ojos grandes de Matilde—. ¡Mira lo que Eliah nos ha regalado a Kabú y a mí! ¡Ven! ¡Mira!

Había dos cajas con fotos de aviones de guerra en las tapas, y enseguida se dio cuenta de que se trataba de aviones a escala para armar. Las piezas estaban prolijamente colocadas sobre la mesa, junto con un pomo de cola, una pistola para pegar con barras de pegamento transparente, autoadhesivos y herramientas pequeñas, indispensables para una tarea de precisión y delicadeza.

—¡Qué hermoso!

—¡Éste es el mío! —dijo Kabú, y levantó la tapa con un F-16.

—¡Y éste es el mío! —proclamó Jérôme, y le mostró la tapa con un Sukhoi.

De manera atropellada, peleándose para ver quién relataba qué, Kabú y Jérôme la pusieron al tanto de las funcionalidades de los cazas norteamericano y ruso. Al-Saud se asombraba de que hubiesen retenido tanta información.

—¡Eliah voló un Su-27! —se enorgulleció Jérôme—. ¿No es cierto, Eliah? —Al-Saud, sin levantar la vista de las partes que intentaba encastrar, asintió—. Eliah, ¿cómo se llama eso que hiciste? ¿Cuando pusiste al avión así? —trató de explicarse el niño, y colocó la manito hacia arriba y un poco inclinada hacia atrás.

—Esa maniobra —expresó Al-Saud— se llama la cobra de Pugachev, y se ejecuta para eludir al enemigo que te persigue muy de cerca.

A Matilde la recorrió un escalofrío, mezcla de orgullo, aprensión y excitación. Fijó la vista en Al-Saud; éste, sin embargo, permaneció con la mirada en los fragmentos que pegaba.

—¿Ya le entregaron a Eliah sus regalos? —preguntó, y Kabú y Jérôme corrieron al orfanato para buscarlos—. ¿Almorzaste? —quiso saber, una vez solos.

Al-Saud se puso de pie y, sin pronunciar palabra, la acorraló contra la mesada, le cubrió la parte posterior de la cabeza con la mano abierta y la pegó a él pasándole un brazo por la cintura. Matilde entrelazó los dedos en la cabellera de Al-Saud y separó los labios, deseosa de recibirlo en su boca.

—Anoche estuve a punto de ir al hospital para que hiciéramos el amor en el cuartito de la limpieza. —Matilde gimió ante la imagen que conjuró su mente—. No podía dormir por tu culpa.

—Anoche nos tocó una guardia bastante movida —dijo Matilde, sobre la boca de él—, pero te aseguro que habría encontrado el modo para ir con vos al cuartito de la limpieza. Yo también te extrañé muchísimo, mi amor. Quería que me hicieras el amor.

—No podré quedarme esta noche. Tengo que volver a la mina.

—¿Problemas?

Al-Saud agitó la cabeza para negar porque no tenía ganas de estropear el momento contándole que Nkunda los había atacado de nuevo, por la noche y con tres helicópteros artillados, el Kamov de la Spider International y dos Mil Mi-24, que, Al-Saud no dudaba, habían salido de la Fuerza Aérea Ruandesa. Por fortuna, al detectar la amenaza a tiempo, repelieron la agresión sin pérdidas humanas, aunque una de las camionetas explotó al recibir el impacto de un cohete del Kamov, y una de las carpas, la que almacenaba agua y provisiones, se había incendiado a causa de una granada lanzada con un RPG desde el Mil Mi-24. Temprano por la mañana, Peter y Michael habían viajado en helicóptero a Kisangani, la ciudad más grande después de Kinshasa, distante a menos de quinientos kilómetros al noroeste de Rutshuru, para comprar agua y alimentos.

Siguieron besándose y tocándose hasta que decidieron refrenarse.

—Basta —jadeó Al-Saud en francés— o terminaré echándote un polvo sobre la mesa.

—¿Te imaginas si nos viese sœur Edith? —se burló Matilde, y cayó naturalmente en la lengua de él.

—Nos envidiaría.

—Gracias —expresó Matilde, y le acarició la mejilla sin afeitar con el dorso de la mano, mientras él le apartaba el cabello del rostro—. Gracias por todo esto, Eliah. Por haber traído tanta felicidad al orfanato.

—¿Me querés un poquito más por esto?

—No sé cómo podría quererte más de lo que te quiero. Es imposible.

El correteo de Jérôme y de Kabú, que acababan de irrumpir dentro de la casa, los obligó a apartarse y a regresar a la banqueta. Las alabanzas que Al-Saud destinó al avión que Jérôme había realizado con madera no eran fingidas; estaba asombrado de la prolijidad y del esmero que se apreciaban en los detalles. En la parte superior de las alas, Matilde le había ayudado a escribir una leyenda en letra de imprenta mayúscula: “Para Eliah, con amor, de Jérôme Kashala”. Releyó la frase varias veces, emocionado. Matilde se ubicó detrás de él, se apoyó sobre la espalda de Al-Saud y le pasó los dedos por el pelo a ras de la nuca. Lo sintió estremecerse. Se inclinó para hablarle al oído.

—Kabú también tiene un regalo para vos.

Más tarde, cuando Jérôme los sorprendió besándose con un fervor que habría aturdido a un adulto, en un principio les dirigió un vistazo endurecido por el mismo ceño con que había observado las piezas del avión a escala. Después corrió hacia ellos, sonriente.

—Eliah, ¿mi mamá es tu novia?

Al-Saud se acuclilló, se ahuecó las manos en torno a la boca y le contestó al oído:

—No le digas nada a Matilde, pero le voy a pedir que se case conmigo. Jérôme lo imitó para responderle, y Matilde contuvo la risa.

—Entonces, ¿tú serás mi papá?

Oui.

Matilde no supo por qué Jérôme apretó los bracitos en torno al cuello de Al-Saud y lo besó varias veces en las mejillas.

Después del alboroto ocasionado por la llegada de los juguetes, no resultó fácil volver a la rutina del baño sabatino y de la cena. Sin embargo, las religiosas, con la asistencia de las mujeres acogidas y de Juana, Joséphine y Matilde, consiguieron cumplir con la disciplina del orfanato. Exhaustas, se recogieron en la casa principal para tomar un refrigerio y descansar antes del rezo del rosario. Allí las aguardaba una sorpresa.

Alamán colocó un maletín de plástico negro sobre la mesa del comedor y le pidió a Amélie que lo abriese. La mujer lo reconoció enseguida.

—¡Un teléfono satelital! —exclamó, y las voces de las demás mujeres se alzaron para celebrar el regalo—. ¡Gracias, primos! —Los abrazó y los besó antes de regresar al aparejo—. ¡Son tan generosos con nosotras! ¡Cuánto deseábamos tener uno así!

—¡Pero era carísimo! —comentó sœur Annonciation—. No podíamos pagarlo.

—El aparato es carísimo —acordó sœur Edith—, pero también lo es el servicio. No podremos usarlo.

—Eliah y yo ya hemos pagado la suscripción al satélite de Inmarsat. Y pagaremos los consumos que realicen todos los meses.

—¡Seremos muy moderadas! —prometió sœur Tabatha—. Jamás pagarán grandes cuentas.

—A menos que Juana decida usarlo para hablar con Shiloah —expresó Alamán.

—¡Cabshita! —fingió ofenderse Juana, y todos rompieron a reír, mientras Juana perseguía a Alamán para hacerle cosquillas.

Joséphine, apartada y seria, no compartía la alegría de los demás. Alamán apenas le había dirigido un saludo para cumplir con el protocolo. Le costaba creer que, después de lo que habían vivido en la laguna, él se mostrara tan frío y distante. Desde el sábado 30 de mayo, habían transcurrido trece días sin noticias de él. Para ella, ese tiempo se había convertido en un infierno. Esa tarde, al verlo nuevamente en la misión, sus esperanzas renacieron para morir casi de inmediato cuando él se limitó a decir: “Hola, Joséphine”, de lejos y sin besarla. Lo encontró muy entero y tranquilo; no había perdido el buen humor ni la simpatía ni la espontaneidad, y recibió su demostración con Juana como una bofetada. Sin que nadie lo notara, abandonó el comedor y salió de la casa de las religiosas.

Matilde, no obstante, advirtió que Joséphine se marchaba con su dolor a cuestas. Se aproximó a Alamán, que seguía jugueteando con Juana, le apretó el brazo ligeramente y le susurró:

—Alamán, por favor, andá con Joséphine. Se fue muy triste.

Alamán, que se había inclinado para escucharla, se incorporó de súbito con un gesto contrariado.

—No creo que desee estar conmigo. El otro día dejó muy en claro que no me quiere a su lado.

—Alamán, por favor, vos y yo sabemos que no creés en lo que estás diciendo. Joséphine te adora. Pero tiene un problema: su padre. Es manipulador, pero ella no sabe cómo lidiar con él. A vos te ha tocado en suerte una familia estupenda. Tus padres los quieren de verdad y siempre han hecho lo imposible para hacerlos felices. Pero yo puedo hablarte un poco de familias conflictivas, de padres egoístas y del modo en que eso te socava la moral y la seguridad. No quiero que sientas pena por mí ni por Joséphine. Simplemente quiero que trates de comprenderla. Su madre es una mujer fría y desapegada que abandonó a su esposo y a sus dos hijas, y sumió a la familia en una tristeza muy honda. Joséphine, que tiene el corazón grande como el Congo, no puede soportar que su padre vuelva a sufrir lo que sufrió cuando Gulemale lo abandonó, y se queda con él para cuidarlo y darle el amor que su esposa le negó. Claramente, los roles están trastocados, pero Joséphine no sabe cómo desembarazarse del sitio que ocupa. Balduino Boel acepta el amor de su hija y abusa de su buen corazón tal vez porque no soporta la idea de quedarse solo de nuevo, menos ahora que está tan enfermo.

—¡Guau! —se asombró Alamán.

—Horas de diván —admitió Matilde.

—¿Joséphine y vos estuvieron hablando de mí?

—Joséphine está muy angustiada y me buscó para desahogarse. Te ama y es una de las personas más íntegras que conozco. ¿Tu amor por ella no es suficiente para ayudarla a salir del problema en el que está metida?

Alamán abrazó a Matilde y la besó antes de decirle “gracias” con un fervor que la conmovió.

Joséphine caminó como ciega hacia el grupo de caobas que, en su opinión, componían el sitio más bonito de la misión. Amaba los árboles. A veces, muy cansada y deprimida, se abrazaba al tronco del iroko que su abuelo había plantado apenas llegado al Congo y percibía cómo el vigor equilibrado del árbol la invadía y le devolvía la paz. De niña, cuando Boel le recriminaba a Gulemale por echar mano de su dinero para financiar actividades ilícitas o por pavonearse con un amante nuevo, Joséphine, seguida por Aísha, corría al castaño de Indias, se trepaba con la agilidad de un leopardo y pasaba horas sobre las ramas, inventándose historias, contándose cuentos, olvidándose de los gritos y de los insultos que se propagaban por las habitaciones de la mansión familiar.

Apoyó las manos y la frente sobre una caoba hasta que la respiración, que se había agitado por el esfuerzo de contener el llanto, adquirió un ritmo regular. Se acordó de que a sus espaldas se encontraba la capilla, y decidió visitarla. Necesitaba pedirle perdón a Dios porque desde la separación de Alamán, la asolaban pensamientos malos y perversos, incluso había deseado liberarse de la carga que significaba su padre.

Alamán la vio recostar la frente sobre la caoba y se mantuvo apartado. Intuyó que se trataba de un momento íntimo y no se atrevió a interrumpirlo. Se escondió tras la camioneta cuando Joséphine giró y se encaminó hacia la capilla. Hasta allí la siguió y, en la penumbra del recinto, la divisó de rodillas en el primer banco, con la vista fija en el crucifijo colgado tras el altar.

Joséphine percibió que el juego de luces y sombras cambiaba y giró de súbito, atemorizada. Alamán se arrodilló a su lado y mantuvo la vista baja. Joséphine se quedó mirándolo, como si se tratara de una aparición sobrenatural, hasta que, poco a poco, el desconcierto cedió y la ilusión tomó su lugar. Extendió la mano y le acarició la oreja, y el pelo que le cubría la nuca, y el cuello, y el límite de la mandíbula. Alamán, con los ojos cerrados, movió la cara hasta apoyar los labios en la palma de la mano que lo tocaba y la besó. Le marcó un trazo con la punta de la lengua, y la vagina de Joséphine reaccionó de inmediato.

—Mi amor —susurró, y Alamán despegó los párpados con pereza—, ¿por qué no has ido a verme? No sabes cuánto te he echado de menos y te he necesitado.

—Creí que no me querías a tu lado, que mi presencia te complicaba la vida.

El dolor de Alamán resultaba palpable y se volvió intolerable para Joséphine. Las lágrimas desbordaron sus ojos y terminaron mojándole la tela del vestido. Alamán se inclinó y le besó los rastros húmedos que le cruzaban las mejillas, e inspiró el vapor de su piel con aroma a Anaïs-Anaïs. Un escalofrío lo recorrió cuando Joséphine ladeó la cara para salir al encuentro de sus labios. El contacto los tomó por sorpresa, como si se tratase del primer beso. Un instante después, Al-Saud se adentró en la boca de Joséphine, que le devolvió el beso con igual ímpetu.

—Ayúdame, Alamán —le suplicó un momento después, con la cara apoyada en el pectoral de él—. Me aterra la idea de perderte.

—Nunca me perderás. Soy tuyo, es un hecho, y, aunque quieras, nunca podrás desembarazarte de mí. —Joséphine rió entre sollozos—. Quiero que seas mía para siempre.

—¡Sí, para siempre! Qué hermoso suena eso. Perdóname por haberte echado de casa el otro día. Estaba tan feliz por lo que habíamos compartido en la laguna, pero…

—Sí, lo sé —la acalló Alamán—. Tu padre y sus ataques. Tendremos que enfrentarnos a eso, mi amor, pero si estamos unidos y presentamos un frente común, conseguiremos vencer el escollo. En cambio, si nuestro ejército se divide, nos vencerán de nuevo.

—No volveré a ponerme en tu contra. Sé que eres un hombre bueno y maravilloso y confío en ti como en nadie.

Frédéric se ajustó la banda elástica en el bíceps hasta que las venas del brazo sobresalieron. Se dio unos golpecitos con el dorso del índice y del mayor en el sitio donde se inyectaría, tomó la jeringa que sujetaba entre los dientes y hundió en su piel la punta filosa de la aguja. Apretó el émbolo, y observó cómo la heroína penetraba en el torrente sanguíneo. Hizo efecto de inmediato. Profirió un suspiro aliviado y se desmoronó en la butaca de su oficina. Le había costado obtener esa mercadería, un producto de primera calidad, de pureza extrema, y no habría podido comprarlo si Gulemale, a regañadientes, no le hubiese entregado una gran cantidad de dólares a cambio de las fotografías de Al-Saud y de ella en situaciones escandalosas. ¿Qué haría cuando se le acabase el dinero? Desde el episodio con Joséphine y Alamán Al-Saud en Rutshuru, Gulemale prácticamente no le dirigía la palabra y, por supuesto, no le daba un centavo. Había abusado del carácter liberal y desapegado de la congoleña. Descubrir que Frédéric seguía enamorado de su hija Joséphine, una joven cuya belleza superaba a la de la madre, había operado en Gulemale como en cualquier mujer: los celos la cegaban y la volvían intratable. Nada quedaba de la mujer a la que le gustaba compartir la cama con varios hombres.

De igual modo, Frédéric sabía que el mal humor de Gulemale no podía adjudicarse exclusivamente a los celos. Desde la noche en que Eliah Al-Saud se mandó a mudar con Mohamed Abú Yihad, arruinándole los planes con el Mossad, Gulemale no tenía paz. El ligero corte que Al-Saud le había impreso en el cuello había cicatrizado sin dejar marca; no obstante, la marca palpitaba en el corazón de la congoleña, y dolía y sangraba. Frédéric, que la conocía como nadie, no tenía duda de que tarde o temprano se vengaría. Por cierto, las fotografías servirían a ese fin. Agitó los hombros y arrugó la boca. Ése no era su problema y no tenía intenciones de prevenir al imbécil de Al-Saud.

De la penosa situación, lo que más le fastidiaba era que Gulemale estaba dejándolo fuera del negocio, no lo participaba de las reuniones de directorio ni le consultaba las decisiones. No lo despediría; él conocía demasiados secretos sucios para arriesgarse a enojarlo. No obstante, la marginación a la que lo sometía estaba tornándose intolerable. Las horas se eternizaban dentro de la oficina sin nada que hacer.

Había intentado una reconciliación, sin éxito, porque Gulemale no era tonta: sabía que, en realidad, él estaba asqueado de ella y que lamentaba haber roto con Joséphine.

Con un chasquido de lengua, abandonó la butaca. Las extremidades le pesaban y la vista se le enturbiaba. El diván, ubicado en el otro extremo de su oficina, flameaba como una bandera. Tenía deseos de descansar allí y de que las ondas se propagaran a lo largo de su cuerpo. Alcanzó el diván y se recostó boca arriba. En realidad, estaba en una piscina, y el leve movimiento del agua lo mecía. “Hola, Frédéric”. La voz suave y sensual lo arrancó del sueño. Sus párpados aletearon antes de focalizar la mirada en la figura de una mujer joven, bellísima, de piel oscura, con labios carnosos, nariz pequeña y delgada y ojos dorados, que se erguía sobre él como lo habría hecho un ángel protector. “Joséphine”, susurró, y la muchacha lo acalló con un siseo, y su aliento le alcanzó el rostro, y Frédéric inspiró para absorber el aroma. “Joséphine, te amo”. Ella no respondía y se limitaba a contemplarlo con ternura infinita y a acariciarle el cabello. Una paz como nunca había experimentado le aflojó el cuerpo y cayó en un sueño profundo.

Despertó horas más tarde, empapado en sudor pese al aire acondicionado, y con un revoltijo en el estómago que le provocó arcadas. Corrió al baño —por fortuna, era un baño privado dentro de su oficina— y vomitó hasta que no le quedó nada en el estómago, excepto bilis. Se enjuagó la boca con Listerine y se lavó varias veces la cara. Pidió a su secretaria un té con azúcar y unas galletas, y los ingirió lentamente, mientras evocaba retazos de la alucinación provocada por la heroína. Deseaba a Joséphine de nuevo con él. ¡Qué estúpido había sido al dejarse cautivar por una mujer como Gulemale! Si no hubiese sucumbido al sortilegio que significaban su cuerpo, su personalidad, su forma de encarar la vida y el poder que ostentaba, él estaría casado con Joséphine, sería amo y señor de Anga La Mwezi y habría convertido los campos y la cervecería en un negocio pujante. En eso era bueno, en administrar negocios y en convertirlos en rentables. Tal vez por eso Gulemale había puesto sus ojos en él, para que la ayudase a organizar Somigl, la empresa minera ruandesa que se ocupaba de comercializar el coltán cuando, en realidad, no había un gramo del mineral en Ruanda. No obstante, su gran pasión era la fotografía. “Mi amor, deberías dedicarte a la fotografía si es lo que te hace tan feliz”, le había sugerido Joséphine años atrás, con sensatez y generosidad.

Le indicó a su secretaria que ordenara aprontar el helicóptero Agusta A-109, propiedad de Somigl. Gulemale se pondría furiosa cuando se enterase; esos pájaros metálicos consumían una fortuna en gasolina. Le importaba un comino. Necesitaba salvar deprisa la distancia de ciento y pico de kilómetros que separaba Kigali, la capital ruandesa, de Rutshuru. Lo urgía hablar con Joséphine. Ansiaba verla, abrazarla, besarla. El estado de expectación le acentuó el vacío en el estómago.

El Agusta A-109 aterrizó en el parque de Anga La Mwezi. Frédéric corrió, agazapado, hasta salir del radio de influencia de las hélices. El escándalo del aparato había atraído a las domésticas a la puerta.

—Hola, muchachas —las saludó, con sincera alegría.

Ninguna le contestó. Lo contemplaban con desprecio formando un muro que le impedía franquear la entrada. Petra, la más vieja, dio un paso adelante.

—¿A qué ha venido? ¡Márchese!

—Petra querida, te he echado de menos. Nadie cocina como tú. Y no me iré sin ver a Joséphine.

—La señorita no está.

—¿Adónde puedo encontrarla?

—No sabemos.

—¡No se lo diríamos si lo supiésemos! —le lanzó Marie-Jean, la ayudante de Petra.

—¿Qué pasa, Petra? ¿Qué es todo este escándalo?

Frédéric reconoció la voz de Balduino Boel y frunció los labios. No tenía ganas de toparse con ese viejo malhumorado.

—Nada, mzee Balduino —habló Petra—. Una visita para la señorita José. Ya se marcha.

—¿Quién es? ¿Acaso ha venido en helicóptero?

Frédéric se abrió paso de manera brusca entre las domésticas y se introdujo en el vestíbulo. La sensación de familiaridad le hizo bien.

—Buenas tardes, señor Boel.

—¡Tú! —masculló el hombre, y agitó las ruedas de su silla para aproximarse con la intención de atropellar a Frédéric, que se retiró hacia atrás—. ¡Cómo te atreves a poner pie en esta casa! ¡Vete, malnacido! ¡Vete y no vuelvas nunca más!

—He venido para hablar con Joséphine. No me iré hasta que no haya podido hablar con ella.

—¡Te irás ahora mismo! ¡Godefroide! ¡Godefroide! ¡Ah! —chilló Boel cuando Frédéric se lanzó sobre él y lo acogotó.

—¡No me iré sin hablar con su hija! ¡Ella me pertenece! ¡Es mía! ¡Sé que no ha dejado de amarme! ¡Usted no se interpondrá entre ella y yo!

—No, mzee Balduino no se interpondrá —afirmó una voz gruesa y conocida.

“Wambale”, recordó Frédéric, y supo que la presión que le oprimía la parte posterior de la cabeza era el cañón del viejo Winchester del negro. Se incorporó con cuidado.

—Nos interpondremos mi rifle y yo —concluyó Godefroide—. Si no quieres que te llene la cara de perdigones, te aconsejo que levantes vuelo y que no regreses nunca más. ¿He sido claro? La próxima vez no tendré la paciencia para explicártelo. Simplemente, dispararé.

Wambale lo encañonó hasta que Frédéric se montó en el Agusta A-109.

—¡Vamos, despega! —ordenó de mal modo al piloto.

Se asomó por la ventanilla. En tanto el helicóptero se elevaba y la propiedad y la figura de Wambale se empequeñecían, Frédéric se juró volver. “La próxima vez lo haré bien preparado”.

Estaban torturándolo. Conocía el método. En los ochenta, mientras trabajaba para los servicios de inteligencia sirios, había visto cómo le sacaban información a un espía israelí aplicándole un torniquete en la cabeza. El dolor es agudo e intolerable, y termina enloqueciendo a la víctima.

—Por favor —gimió en alemán—, basta. Por favor, basta.

La enfermera se inclinó sobre Udo Jürkens para escucharlo. Ni siquiera reconoció la lengua en que farfullaba.

Monsieur Garabaín —lo llamó, mientras le tomaba el pulso radial.

La voz se coló en los entresijos de su mente ofuscada y adolorida, y se preguntó a quién llamarían. “Garabaín”, repitió. Se trataba de un apellido vasco. Él tenía muchos amigos en el País Vasco, todos etarras. Rememoró escenas acontecidas pocas semanas atrás en tanto huía del cerco que se cerraba en torno a él en Europa. Su amigo Jordi le había conseguido un pasaporte falso a nombre de Iñaki Garabaín, con el cual primero consiguió salir de Europa y entrar en Chipre, y que luego utilizó para llegar a Brazzaville.

—¿Dónde estoy? —preguntó con claridad, y el esfuerzo se convirtió en un ramalazo de dolor que se desplazó desde la nuca hasta el hueso sacro. Se quejó y arrugó la cara.

La enfermera se sobresaltó al oír el susurro metálico que se deslizó entre los labios resecos del paciente.

—Está en un hospital de Brazzaville —atinó a contestar—. Ha contraído meningitis. Descanse ahora —le pidió, e inyectó un sedante en el suero.

Jürkens separó apenas los párpados y, entre los resquicios, divisó a una mujer en delantal blanco.

—¿Doctora Martínez? —llamó varias veces con timbre angustiado hasta caer de nuevo en una inconsciencia plagada de sueños estrambóticos en los que intentaba alcanzar a Ágata y nunca lo lograba.

—Puedo sola —dijo La Diana, cortante, a Martin Guerin cuando el paramédico intentó quitarle el cabestrillo.

Notaba la tensión en la muchacha bosnia mientras le apartaba la venda y, sin querer, sus dedos le rozaban el brazo. Sabía que no la perturbaba la herida de bala sino la incomodidad porque estaba tocándola. Le habían asegurado que nadie, excepto Al-Saud y su hermano Sándor, podía ponerle una mano encima, ni siquiera de manera involuntaria, a menos que quisiera terminar como Markov, sin aire en los pulmones. “Una pena”, meditó Guerin, “porque la bosnia está para el infarto”.

La Diana salió de la tienda a la que llamaban “enfermería” y se detuvo a observar el campamento. Los mineros se afanaban en el río buscando coltán; los técnicos auditaban el trabajo e impartían indicaciones con el agua hasta las rodillas, igual que los nativos; los soldados congoleños se entrenaban en el claro destinado a los helicópteros; eran tan indisciplinados, tenían tan mala puntería y sabían tan poco del arte de la guerra, que Al-Saud en persona había asumido la responsabilidad de espabilarlos un poco; en cuanto a los hombres de la Mercure, la mayoría se ocupaba en tareas de vigilancia —después del ataque del viernes por la noche, el grupo se mantenía en alerta—; otros descansaban, como Markov, que había pasado la noche de ronda por la selva y en ese momento leía recostado en una hamaca tejida que un tal Yuvé le había regalado a Eliah por haberlo salvado de morir a causa del veneno de una mamba negra.

Caminó hacia el ruso preguntándose qué la impulsaba a acercarse a él cuando días atrás estuvo cerca de partirle el esternón. Tal vez, reflexionó, se debía a la reprimenda que le había endilgado su hermano Sándor. En realidad, la monserga no la había afectado sino la frase final que pronunció, no enojado, más bien triste. “Ellos”, había dicho, en referencia a los serbios, “han triunfado porque consiguieron robarte el alma. Te has convertido en un ser duro e implacable, Mariyana”.

Markov notó que alguien se aproximaba. Siguió leyendo a Albert Camus y deseó que, quien fuese, pasase de largo y no lo importunara. No tuvo suerte. La sombra se detuvo junto a él y lo privó de la luz. Apartó el libro con un gesto poco amigable que se transformó en uno pasmado cuando descubrió a La Diana. Se recompuso y la miró con expresión flemática.

—¿Qué lees?

Le contestó tras un silencio y una sonrisa burlona, que fastidió a la joven bosnia. Su fastidio lo divirtió.

Los justos, de Albert Camus. Es una obra de teatro.

—¿Es buena?

—Muy buena.

—No sabía que te gustara la literatura.

—En realidad, Diana, no sabes nada de mí.

—Sé que eres ruso y se murmura que pertenecías a la Spetsnaz GRU.

—Insisto, no sabes nada de mí —afirmó, y siguió leyendo; en realidad, fingió seguir leyendo porque la proximidad de La Diana lo aturdía.

—¿Markov?

—¿Mmm? —dijo, sin apartar el libro.

—Quiero pedirte disculpas por lo del otro día. Sé que estuve mal. No pude controlarlo. Además, quiero agradecerte por haberme salvado la vida la noche del asalto a la mina.

—No es nada —aseguró tras el libro—, ni el golpe que me diste, ni que te salvara la vida —aclaró, y, de un salto, abandonó la hamaca y cayó de pie.

La Diana, sorprendida, se echó hacia atrás. Markov pasó a su lado y se alejó hacia el campamento.

—¡Markov!

El ruso se detuvo y apenas giró la cabeza para mirarla. La Diana la juzgó una mirada indiferente. A ella, sin embargo, Markov no le resultó indiferente. Un escozor la recorrió mientras se contemplaban a los ojos. De repente, descubría a un nuevo Markov, uno de gran atractivo. En París, siempre lo había visto en traje y corbata, y, aunque se adivinaba un cuerpo ejercitado y macizo, con los pantalones militares y esa remera blanca ajustada, su figura de atleta se exacerbaba. A diferencia de Dingo, su cabello cortado al uso militar era negro, lo mismo que sus ojos, que la horadaban a través del espacio. La Diana pestañeó y se deshizo del embrujo.

—Dije que lo sentía —insistió.

—Dije que no era nada —repitió Markov; dio media vuelta y se alejó.

El ruso se encaminó hacia su tienda con el corazón enloquecido. Apretaba el libro de modo reflejo, lo mismo que las mandíbulas. “Ahora será a mi modo, Diana. Llevará tiempo, pero serás para mí”.

Aldo Martínez Olazábal disfrutaba de las oraciones en la tienda del jeque Aarut Al-Kassib. Según Faruq, el niño que lo había guiado hasta la tienda el primer día y que se había convertido en su sombra, compartir el azalá u oración con el jeque se juzgaba un privilegio que sólo se concedía a ciertos hombres.

—¿Por qué crees que el jeque Aarut me invita al azalá, Faruq? Yo no soy nadie para él.

—¡Cómo! —se azoró el niño—. Usted es el padre de la mujer de Aymán. Y Aymán es uno de los sobrinos favoritos del jeque Aarut.

—¿Aymán?

—Usted lo conoce por su primer nombre, Eliah, pero como es un nombre judío, aquí nadie lo pronuncia. Lo llamamos por su segundo nombre, Aymán. ¿Cómo es la mujer de Aymán, Mohamed? —se interesó el niño, y los ojos negros le brillaron con codicia—. ¡Háblame de tu hija! ¿Cómo se llama?

—Matilde.

—Matilde… —pronunció, emocionado.

—Es la menor de mis tres hijas.

—¿Es hermosa?

—Bellísima.

—¡Oh! —El niño lucía extasiado—. ¿Cómo es? ¡Dime cómo es!

—Tiene el cabello del color de la arena. Y brilla como el oro cuando le da el sol.

—¡Del color de la arena! ¡Brilla como el oro! ¡Nunca he visto algo así!

—Sus ojos son del color de la plata —aseguró, y señaló el mango del alfanje calzado en el cinto del niño, labrado en ese metal.

—¡Es un ángel de Alá!

—Sí, lo es. Su corazón es generoso y caritativo. Le resulta fácil querer a todos. Es un ángel —acordó.

—¡Y es la mujer de Aymán! ¡Sí, la mujer de Aymán!

—¿Quieres mucho a Aymán?

—¡Es el hombre más valiente e inteligente que conozco!

—¿Él viene seguido al desierto, a visitar al jeque Aarut?

—Al menos una vez por año. Suele pasar Ramadán con nosotros. Se lo pasa meditando. Dice que necesita volver al desierto para restablecer el equilibrio que pierde en Occidente. También viene con sus soldados para entrenar en el desierto.

—¿Para entrenar?

—Sí. Junto con un grupo de nuestra gente, parten al Rub al-Khali para aprender a subsistir en él. Mi hermano mayor los acompañó una vez y me contó que con ventiladores gigantescos simularon una tormenta de arena.

—¿Para qué?

—La tormenta de arena es de las peores cosas con las que uno puede toparse en el desierto. Sobrevivir no es fácil. Me dijo mi hermano que Aymán, en la tormenta simulada, aterrizó y despegó varias veces un helicóptero. También aprenden a reconocer el paisaje y a memorizar puntos que diferencian una duna de otra para no perderse. Aprenden a hacerse uno con el desierto para volverse invisibles. Me contó mi hermano que marchaban bajo el sol con mochilas muy pesadas y que algunos perdían el conocimiento. Aymán, nunca.

Aldo disfrutaba de las conversaciones con Faruq, lo mismo que de las oraciones en la tienda del jeque cinco veces por día, y las comidas con la familia de Faruq, aun con la del jeque, quien lo convidaba a menudo. Le destinaba un trato deferente, aunque circunspecto; resultaba obvio que no se fiaba de él. Con el tiempo descubrió que no se trataba de desconfianza sino de prudencia. Los beduinos no se apresuran a formar sus juicios.

En contra de los pronósticos agoreros, Aldo admitía que el contacto con el desierto, esa naturaleza tan descarnada, virgen y respetada por los beduinos, le hacía bien; lo sedaba, lo tranquilizaba, le daba paz; dormía siete horas seguidas sin necesidad de hipnóticos, algo que no experimentaba desde hacía muchos años. Con el paso de los días comenzó a comprender a qué se refería Al-Saud cuando manifestaba que en el desierto recuperaba el equilibrio perdido en Occidente. No obstante, existían cuestiones que no le permitían gozar de esa armonía. En especial, le preocupaba la suerte de su socio y amigo, Rauf Al-Abiyia, porque cuando el régimen de Bagdad notase su desaparición —Aldo no tenía duda de que lo sabían desde hacía semanas—, exigirían a Al-Abiyia que diera a conocer su paradero, información que el palestino desconocía. También lo conminarían a devolver el adelanto para la compra de combustible nuclear, y eso le resultaría imposible porque Aldo había transferido el dinero a una cuenta en las Bahamas a su nombre debido a que, en los últimos tiempos, había comenzado a desconfiar de Rauf.

Sin embargo, su cariño por Rauf seguía intacto y deseaba que su maestría para sortear los peligros lo salvase otra vez. Ese talento, que Aldo siempre intentaba imitar, lo había mantenido con vida durante más de sesenta años en un mundo donde los hombres rara vez alcanzaban los cuarenta. Siempre lo recordaba en sus oraciones. Sí, se reanimaba, Rauf estaría bien.

En el Oasis Liwa no todo era rezo y comidas; los hombres y las mujeres trabajaban duro. Y por más que Abú Yihad fuera el futuro suegro de Aymán Al-Saud y un invitado especial del jeque, no se lo dispensaba de la porción de tareas que le correspondían. Como Faruq le informó al jeque que Mohamed sabía de caballos, lo destinaron a la caballeriza del clan Al-Kassib. Aldo se quedó de una pieza al apreciar la estampa soberbia, la alzada y el pelaje de los purasangres.

—Los Al-Kassib son famosos en el mundo por sus caballos —le informó Faruq—. Hasta aquí vienen personas de todas partes para comprarlos. El jeque me dijo que, si llegasen compradores, usted no podría salir de la tienda mientras permaneciesen en el oasis.

El jefe de las caballerizas, Abdel-Kassam, un anciano que parecía comunicarse por telepatía con los animales, no sólo con los caballos sino con los camellos, aun con las cabras y los perros, le enseñó a tratar con los purasangres Al-Kassib. Probablemente, el viejo Abdel-Kassam no sabía leer ni escribir y, sin embargo, Aldo se habría atrevido a desafiar al mejor veterinario en una competencia con el jefe de las caballerizas, que, en un concurso de cómo curar las enfermedades más conocidas y las más extrañas de los caballos, habría eliminado al universitario en un abrir y cerrar de ojos. Terminaba agotado al final de la jornada, aunque con la satisfacción de haber realizado una tarea digna. Se sorprendió la tarde en que se dio cuenta de que nunca un trabajo lo había gratificado tanto como colaborar con Abdel-Kassam y sus hombres.

Había un momento en el día que esperaba con ansiedad, cuando Faruq y otros chiquillos lo invitaban a alejarse del campamento para ir de caza con sus azores y sus halcones. A veces, mientras admiraba la maestría de los jóvenes para dominar a las aves rapaces, meditaba que esa gente, a quienes habría juzgado salvajes y primitivos tiempo atrás, en verdad eran espíritus muy evolucionados y sabios; vivían en armonía con la Naturaleza, y esa cualidad les daba paz, tan codiciada en la civilización y rara vez alcanzada. Había notado que, entre los beduinos, los niños no lloraban y no había enfermos, no conocían el significado de la palabra insomnio, ni la expresión “ataque de pánico”. Eran simples, si bien en su simpleza radicaba el secreto de su sabiduría.

En tanto los muchachos disfrutaban de la caza de animales pequeños, él los observaba y reflexionaba acerca de las circunstancias que lo habían conducido a un sitio tan ajeno a sus orígenes, tan exótico, casi un sueño. “¿Qué hago acá? ¿Por qué estoy aquí?”.

Con el paso de los días, había terminado por convencerse de que Al-Saud le había salvado la vida al arrancarlo de las garras del Mossad en las cuales Gulemale había pretendido colocarlo. ¿Qué le habrían ofrecido a cambio? Ya no importaba. Nada importaba excepto proteger a Matilde. ¡Cuánto se arrepentía de no haberse sincerado con Al-Saud! Debería haberle contado acerca de Roy, de su centrifugadora revolucionaria y del robo de los planos por parte del doctor Orville Wright, que los había puesto en manos de Saddam Hussein. Al-Saud tenía razón: era un insensato, siempre lo había sido, pero había llegado la hora de enfrentar el destino como un hombre.

Le preguntó al jeque Aarut si existían medios para comunicarse con Aymán, a sabiendas de que en el campamento contaban con varios teléfonos satelitales, además de radios de alta frecuencia. Después de un ceño, el hombre, apoltronado sobre los almohadones, se colocó el narguile entre los labios, dio una pitada y soltó el humo aromático, que inundaba la tienda sin causar molestia. A continuación, negó con un movimiento lento y solemne.

—No, Mohamed. Mi querido Aymán fue muy claro: nada de comunicaciones.

—Es algo importante, jeque Aarut. Te lo pido en nombre de Alá. Es por el bien de mi hija, la mujer de Aymán.

—No. —El beduino se mostró implacable.

—Ella corre peligro. Su vida corre peligro.

—Aymán lo sabe. Él me lo dijo, que su mujer y que tú corren peligro. Entonces, si Aymán lo sabe, ¿por qué estás preocupado? Él la protegerá, con la ayuda de Alá, el misericordioso.

—Acabo de recordar información que podría ayudarlo a dar con los hombres que buscan a mi hija.

—Lo siento, Mohamed, pero la respuesta es no.

Aldo decidió no insistir y conformarse.