Capítulo 2
Martes 7 de abril de 1998.
Matilde se dijo que siempre guardaría esa fecha en la memoria, su primer día de trabajo en el África. Durante años se había preparado para encontrarse en ese sitio, haciendo lo que le daba sentido a su vida: curar a los niños pobres, olvidados y marginados.
La jornada había sido larga y agotadora, iniciada a las seis de la mañana en Kinshasa, cuando partieron hacia un aeródromo donde abordaron un pequeño avión a hélice de aspecto envejecido que los condujo a Goma, capital de la provincia de Kivu Norte. Desde la ventanilla divisaban la espesura que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.
—Estamos sobrevolando la zona selvática —explicó Fournier—, aunque también hay sabana y otros climas.
—Es una región llena de parques nacionales —aportó Vanderhoeven, y Juana percibió lo mismo que el día anterior, que Auguste competía por la atención de Matilde—. El Virunga, el de los Volcanes, el Maiko, el Kahuzi-Biega. Son santuarios del gorila, del chimpancé, del okapi…
—¿Okapi? —se interesó Matilde, y Fournier le describió al exótico animal similar a una jirafa enana cuyos flancos delanteros y traseros, con rayas, semejaban a los de una cebra.
—Es un animal en peligro de extinción —completó Vanderhoeven—, lo mismo que el gorila y el pavo real del Congo.
—Muchos mueren durante las escaramuzas que se libran en sus hábitats naturales —dijo Fournier—. También sirven de alimento a los rebeldes, aun a la población civil. Como ven, el caos de guerra, hambre y desidia de este país afecta no sólo a los seres humanos sino también a los animales.
—La guerra —pronunció Matilde— no deja nada en pie.
El avión no aterrizó en la pista de Masisi porque el día anterior los rebeldes de Nkunda habían sostenido una batalla con los mai-mai hasta apoderarse de la región. Por suerte, un informante que la compañía de taxis aéreos mantenía en la zona les había avisado; de lo contrario, habrían aterrizado entre balas y misiles, porque los rebeldes, tanto de uno como de otro bando, estaban bien armados, con tecnología de punta.
En tanto sobrevolaban los alrededores de Goma, Fournier y Vanderhoeven les señalaban el volcán Nyiragongo, dentro del Parque Nacional Virunga, y el lago Kivu, uno de los pocos lagos explosivos de la Tierra; en sus profundidades se acumulan más de cincuenta mil metros cúbicos de gas metano, suficientes para abastecer de energía a Ruanda durante cuatrocientos años. La cercanía de un volcán activo como el Nyiragongo convierte a esa región en altamente peligrosa e inestable. En caso de erupción, si la lava llegase al lago, éste explotaría, arrasando parte del este del Congo y toda Ruanda.
—Ya ven —se lamentó Fournier—, hasta la naturaleza se ha ensañado con esta parte del planeta. Además, este lago es tristemente célebre porque allí se arrojó la mayoría de los cadáveres después de la masacre de Ruanda.
—Dios bendito —susurró Matilde.
—A causa de esto, sus aguas están contaminadas. Igualmente, la gente lo usa para bañarse y pescar. En una oportunidad, un pescador me dijo que hacía cincuenta años que navegaba en ese lago, pero que jamás había confiado en él. “Hay algo malo en el lago Kivu”, me aseguró.
—Lo más sensato —comentó Vanderhoeven— sería extraer el metano del lago y usarlo como energía. Varias compañías europeas estarán afilándose los colmillos para ver quién se queda con el premio mayor.
—¿Tiene ganas de entrar en erupción el Nyira… lo que sea?
Fournier y Vanderhoeven rieron ante la pregunta de Juana.
—Esperemos que no —fue la respuesta de Fournier.
—Cada vez me arrepiento más de estar acá —expresó en castellano y en voz baja—. Podría estar en Tel Aviv con Shiloah andando en una Testarrosa. Pero no, estoy acá, en un lugar a punto de explotar, ya sea por un lago loco o por un grupo de rebeldes maniáticos.
—Lo pasaremos bien y nada malo va a suceder —la animó Matilde, y le apretó la mano.
—Sí, sí, lo pasaremos genial. Esto será pura joda.
El avión aterrizó a las once de la mañana en una pista a las afueras de Goma. Una camioneta Land Rover blanca, con el símbolo de MQC pintado en rojo (las manos en forma de paloma), los aguardaba para trasladarlos a Masisi. Apenas puso pie fuera del avión, Matilde frunció la nariz. Un olor penetrante, denso y húmedo inundó sus fosas nasales y la obligó a contener la respiración, hasta que necesitó inspirar de nuevo y el aroma tan peculiar, que no acertaba a definir como agradable o nauseabundo, la invadió otra vez. Concentró su atención en el olor y se olvidó del calor y de cómo su frente se cubría de gotas de transpiración, lo mismo sobre el labio superior.
—¿A qué huele? —preguntó Juana, con una mueca de asco.
—¡Ah! —dijo Fournier—. Es el olor de la selva. Pronto te acostumbrarás. Y lo llevarás pegado hasta en la piel y en la ropa.
Auguste Vanderhoeven cerró los ojos e infló el pecho al tomar una inspiración profunda.
—¡Deseaba tanto oler la selva de nuevo! Extrañaba este aroma.
Juana lo miró con ojos agrandados y a continuación sacó de la cartera su frasquito de perfume de imitación Sercet.
—Disculpame, Auguste, pero yo prefiero el Organza de Givenchy. —Se perfumó con generosidad, no sólo en el cuello y detrás de las orejas, sino que se roció la punta del índice y se lo pasó por las fosas nasales.
El chofer de la Land Rover, un africano que no superaría los veinticinco años, saludó a Fournier y a Vanderhoeven con un abrazo, y se volvió tímido ante Juana y Matilde. Se llamaba Ajabu, y les estrechó la mano con un apretón débil, sin levantar la vista. Se ocupó de bajar el equipaje del avión y de cargarlo en la camioneta.
—No pudimos volar directamente a Masisi porque los del CNDP —Fournier se refería al Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo, los rebeldes tutsis al mando del general Laurent Nkunda— atacaron la región de Masisi y quitaron del poder a los mai-mai.
—Sí, me enteré esta mañana —dijo Ajabu, y los instó a subir a la Land Rover—. Tampoco será fácil acceder por tierra. —Se expresaba en un francés fluido y de dura pronunciación, y Matilde se preguntó cuál sería su lengua madre y cuál su grupo étnico. ¿Sería hutu, tutsi o munyamulengue, es decir, tutsi congoleño?
—Tú, querido Ajabu —habló Fournier—, te conoces todos los atajos de esta parte del Congo, así que nos conducirás a Masisi sin problemas, ¿verdad?
El muchacho se limitó a asentir y puso en marcha la camioneta.
—¿Tienen sus delantales de MQC a mano? —preguntó Fournier—. Quiero que se los pongan. Para nosotros, nuestro delantal es como un escudo protector, aunque en ocasiones no sirve de nada.
Matilde extrajo de su mochila el delantal blanco con el símbolo de Manos Que Curan impreso en la parte trasera y en la delantera y se lo puso en medio de una gran emoción. Se pegó a la ventanilla y observó el paisaje. Sus grandes ojos plateados se movían sin cesar, como si no dieran abasto para acaparar los escenarios. El camino de tierra roja formaba un hermoso contraste con el verde intenso de la vegetación que se extendía desde la planicie hasta las sierras. También contrastaba la belleza del entorno con los horrores de una región que, desde el genocidio de Ruanda en el 94, vivía en guerra. La hilera de personas que orlaba el camino, en dirección a Goma o a Masisi, era interminable y variopinta. Las mujeres, ataviadas con vestidos de colores estridentes, cargaban a sus bebés en la espalda dentro de piezas de tela atadas por delante, y llevaban en las manos bolsas con los trastos que salvaban al huir; algunas acarreaban bidones con veinte litros de agua. Una modelo europea habría envidiado el porte y la gracia con que se desplazaban esas mujeres altas y delgadas con un sobrepeso que habría abrumado a un hombre fuerte. Los varones también acarreaban pertenencias y colchones. Había niños por doquier, lo mismo que perros, cabras, gallinas, todos mezclados en una anarquía de colores vivos, sonidos fuertes y aromas intensos. Matilde los estudiaba a través del vidrio y, cuando algún niño la encontraba con la mirada y ella le sonreía y lo saludaba, siempre obtenía a cambio un saludo y una sonrisa de dientes que refulgían en la piel oscura. “A pesar de todo, aún tienen ganas de sonreír”, pensó. Iban mal vestidos, sucios, la mayoría sin calzado, con las pancitas fuera de sus remeras, hinchadas a causa de los parásitos y de la malnutrición. Tenía ganas de saltar de la camioneta y ponerse a trabajar ahí mismo, a la orilla del camino.
—¿Quiénes son todas estas personas?
—Los desplazados —contestó Fournier—, que pronto se convertirán en refugiados cuando se sumen a algún campo administrado por la ONU. Huyen de sus aldeas cuando una facción la invade para saquear, violar y secuestrar niños.
—¿Para qué secuestran a los niños? —quiso saber Juana.
—Para esclavizarlos en las minas o para engrosar los ejércitos. Lo más triste de esta situación es que a los niños congoleños les roban la infancia.
En un sector del camino especialmente atestado, Ajabu disminuyó la velocidad. Matilde bajó la ventanilla, sin preocuparse por el aire acondicionado del vehículo, y extendió la mano para rozar la cabeza de un bebé que asomaba, como la de un marsupial, del envoltorio en la espalda de su madre. Los rulos eran tan cerrados y duros que parecían piedritas negras. La belleza del bebé la sorprendió, y se alegró al ver sus carrillos regordetes y sus ojos grandes y vivarachos, síntomas de buena salud. Al volverse hacia el interior del vehículo, se topó con la mirada de Vanderhoeven, que la incomodó.
La aglomeración de gente se debía a que se hallaban a las puertas del campo de refugiados de Mugunga, que ocupaba, al pie de una sierra, una enorme planicie cubierta de chozas similares a iglúes, construidas con estructuras de caña cubiertas por hojas de banano; algunas familias afortunadas se hacían de lonas de plástico para proteger la vivienda durante las lluvias.
Las camionetas Nissan blancas de la ONU, con la sigla UN (United Nations) pintada en sus puertas, entraban y salían del campo, algunas con fardos de alimentos, otras con soldados cuyas cabezas estaban coronadas por cascos azules. Los niños las recibían y las despedían con alborozo, riendo y saltando como si estuviesen de fiesta.
—Son miles los que habitan en Mugunga —explicó Fournier— y miles más terminarán hoy aquí después de la escaramuza de ayer. Las epidemias constituyen el problema más grave en estos lugares sin servicios básicos.
—¿MQC visita estos campos? —preguntó Matilde, incapaz de ocultar su ansiedad.
—Creo que Matilde se pondría a trabajar ahora mismo —bromeó Auguste.
—Parte de nuestro trabajo —siguió diciendo Fournier— es visitar los campos de refugiados. Lo hacemos con nuestro programa de clínicas móviles.
—¿Nosotras podremos participar en las clínicas móviles?
—No creo que haya problema, aunque tendrán que acordarlo con su coordinador de terreno. En Masisi es la doctora Halsey.
—En París nos habían dicho que estaríamos destinadas al hospital de Bukavu —expresó Juana, y aludía a la capital de la provincia de Kivu Sur.
—Hubo un cambio de planes cuando explotó la epidemia de meningitis. Por ahora permanecerán en Masisi. Tal vez después pasen una temporada en Rutshuru. Así es en MQC. Vamos cambiando los planes a medida que las urgencias aparecen.
Cruzaron por el corazón de Sake, un pueblo a veinticinco kilómetros al noroeste de Goma, ubicado en el filo de los dos volcanes más activos de las montañas Virunga, el Nyamuragira y el Nyiragongo.
—Juana —dijo Vanderhoeven, con talante risueño—, te presento al Nyiragongo y a su amigo el Nyamuragira.
—Gracias, pero prefiero amistades menos explosivas.
Aun el callado Ajabu se rió. Entraron en Sake poco después, cuya única avenida comercial, sin asfaltar y con socavones profundos, presentaba un desfile de mujeres, hombres, niños de todas las edades, perros, cabras y hasta monos. Matilde enseguida se percató de que la mayoría de los locales correspondían a empresas de alquiler de taxis aéreos; no vio bancos ni casas de cambio, tampoco negocios de ropa ni de calzado ni de comestibles, menos aún farmacias; la vestimenta y los víveres se hallaban bajo la órbita de los vendedores ambulantes, que se agrupaban en una feria al final del recorrido.
—¿Por qué tantas compañías de taxis aéreos?
—Abundan —confirmó Fournier—, y no sólo en Sake sino en todos los pueblos cercanos a las minas de coltán. Las avionetas se alquilan para sacar el mineral de forma ilegal hacia Kigali, la capital de Ruanda. Desde allí, se exporta a Europa y a los Estados Unidos.
A la salida de Sake, los detuvo una partida de soldados del Ejército congoleño. Antes de bajar la ventanilla, Ajabu pronunció las primeras palabras del viaje.
—Les temo más que a los rebeldes.
Cuatro soldados, con sus fusiles de asalto en bandolera, rodearon la Land Rover. Matilde y Juana evitaron el contacto visual, tal como habían hecho en el aeropuerto de Kinshasa.
—¡Jambo! —saludó Ajabu.
—¡Jambo! —replicó el soldado.
—¿En qué hablan? —susurró Matilde.
—En swahili —contestó Vanderhoeven—. Es la lengua más extendida en la parte oriental del Congo, aunque no es la única ni mucho menos.
El soldado les advirtió que, si seguían hacia Masisi, los rebeldes podrían atacarlos. Vanderhoeven tradujo, y Matilde, de manera instintiva, buscó su Medalla Milagrosa para apretarla; enseguida se acordó de que se la había regalado a Eliah. Nunca se arrepentiría de haberlo hecho, más ahora que sabía cuál era su oficio. Tal vez, se dijo, la Mercure se ocupaba de armar y de entrenar a hombres como los del Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo o a las guerrillas mai-mai o a los interahamwes. Ese pensamiento le provocó una honda tristeza.
Les costó dos paquetes de cigarrillos atravesar el retén. En opinión de Ajabu, no les habían exigido dinero ni se habían mostrado insolentes porque respetaban al personal de Manos Que Curan, que administraba y sostenía el único hospital de Masisi, famoso en la zona por curar heridas de guerra tanto de soldados regulares como de guerrilleros.
La camioneta reinició su camino, y Matilde se acercó a la luneta para observar a los soldados que quedaban atrás. Habían detenido a otra camioneta negra con las letras T y V impresas en rojo sobre el capó, la sigla mundialmente conocida que distingue a los medios de comunicación en un contexto bélico. Habían obligado a bajar a sus ocupantes, estaban palpándolos de armas, mientras otros dos curioseaban sus cámaras y reían.
Llegaron a la casa de Manos Que Curan en Masisi alrededor de las dos de la tarde sin haberse topado con los rebeldes de Nkunda. Se trataba de un chalet de techo a dos aguas con tejas españolas, elevado sobre el terreno por unos pilotes de madera y circundado por una galería con sillones y plantas. Los recibió la encargada de la casa, Claudine, una nativa con mechones blancos en la crespa cabellera y una sonrisa que habría conquistado al enemigo.
Abandonaron los bolsos en las habitaciones antes de higienizarse y engullir un almuerzo exótico: carne de cebú envuelta en tres hojas de banano y cocinada sobre rescoldos, acompañada de frutas tropicales fritas y verduras al vapor. Matilde, inapetente a causa del calor y de la ansiedad, se mostraba inquieta por acabar con la comida y empezar a trabajar.
Ajabu los condujo por las calles del pueblo en dirección al hospital. Había grupos de jóvenes con uniforme militar estampado en distintas tonalidades de verde y de marrón para mimetizarse con la selva; llevaban borceguíes altos y fusiles colgados de los hombros; algunos se cubrían con quepis, del mismo estampado del uniforme; otros, con boinas verdes engalanadas con un escudo dorado en la parte frontal. Lucían saludables y se desplazaban por las calles con aire suficiente.
—Son los soldados de Nkunda —explicó Ajabu—, mucho mejor entrenados y alimentados que los del ejército. A ellos, el dinero para las armas y todo lo que necesitan les llega desde Ruanda a punta de pala.
—Hay muy poca gente —advirtió Fournier—. Esta calle suele estar atestada de vendedores ambulantes.
—Huyeron cuando supieron que los del CNDP se aproximaban. Algunos se atreverán a volver a sus casas para encontrar que han sido saqueadas y quemadas. Otros, permanecerán en los campos, hacinados como ganado.
El hospital de Masisi, una construcción de mala calidad de una planta, con techo de bovedilla y paredes con pintura descascarada que reflejaba capas de varios colores, cuyo deslucido cartel en el frente rezaba Salle d’Urgences, ocupaba una superficie de más de mil metros cuadrados al pie de un cerro cubierto por el bosque tropical. La galería y la recepción se encontraban atestadas de gente, la mayoría echada sobre colchones.
—¡Gracias a Dios que han llegado! —exclamó una mujer en inglés, y les salió al encuentro. Se trataba de la doctora Anne Halsey, la coordinadora de terreno.
Apenas tuvieron tiempo para saludarse, porque la médica se lanzó a detallar el listado de las calamidades que la asolaban. La epidemia de meningitis no la sorprendía: se hallaban en “el cinturón de la meningitis”, el área del África subsahariana cuya población es muy proclive a contraer la forma bacteriana; además, transcurría la estación seca, la preferida de la enfermedad, que va de diciembre a junio; aunque sí la desconcertaba la cantidad de casos; no daban abasto. A eso se sumaba que el día anterior cientos de civiles habían llegado para refugiarse de los rebeldes, con heridas de bala y de machete. En un contexto de esa índole, en el cual la gente se aglomeraba en torno al hospital, sin agua ni servicios sanitarios, la posibilidad de frenar el incremento del número de casos se volvía remota.
—Ya mandé traer de Goma los baños químicos que usaron el año pasado durante la epidemia de cólera —anunció Anne Halsey—. Auguste, tú ya conoces todo a la perfección. No necesitas que te indique nada. Procede con los heridos que están en la sala tres. Tendrás para entretenerte, tienes de todo un poco.
—Tú vendrás conmigo, Juana —indicó Fournier.
—¿Quién es la cirujana? —quiso saber Halsey.
—Yo —contestó Matilde.
—Vamos. Tienes varias balas que extraer.
—Soy cirujana pediátrica —se atajó.
—Doctora, aquí necesitamos cirujanos generales que sepan algo de cirugía ortopédica, obstétrica y visceral. Si no lo sabe, lamento decirle que tendrá que improvisar. Por si no lo ha notado, ésta es una emergencia.
La mujer la guió a través de pasillos y de habitaciones abarrotados de heridos y de enfermos; algunos descansaban en colchones sobre el suelo con sus extremidades o sus cabezas vendadas. El hedor de los cuerpos no se condecía con la norma esencial de un hospital: máxima asepsia y pulcritud. A medida que avanzaban esquivando personas, Anne Halsey se quejaba de que, con las nuevas técnicas endoscópicas y las especializaciones médicas cada vez más enfocadas en una parte del cuerpo humano, en diez años un cirujano no sabría cómo abrir un abdomen.
Matilde demostró a lo largo de la tarde que no sólo sabía cómo abrir un abdomen sino que era muy hábil al hacerlo. A pesar del cansancio por el viaje, de los nervios, y del quirófano, el personal y los instrumentos poco familiares, se desempeñó con una destreza que, hasta la doctora Halsey, cirujana también, debió encomiar. Fournier la rescató a las ocho de la noche. Juana no presentaba mejor aspecto que Matilde; las dos estaban ojerosas, con el cabello desordenado y los hombros caídos; no obstante, se sentían felices.
—No sé por qué —admitió Juana—, pero me gustó mucho mi primer día. Tengo ganas de llevarme a todos esos negritos a la Argentina.
En la casa, Matilde pasó de largo junto a la mesa del comedor, donde Claudine se disponía a servir la cena. Contó con fuerza para desvestirse, apartar el mosquitero y meterse dentro de la cama. Como siempre, su último pensamiento fue para Eliah.
Cerca de las nueve de la noche del martes 7 de abril, Derek Byrne alquiló dos habitaciones intercomunicadas en un viejo convento reformado como albergue. Se avino a pagar la exorbitante suma de cien dólares por noche ya que el lugar les ofrecía comodidades extravagantes, como, por ejemplo, agua corriente. El dueño le explicó que, pese a los conflictos, la zona de los Grandes Lagos recibía gran afluencia de hombres de negocios por la cuestión minera, sin mencionar a periodistas y a funcionarios de organismos internacionales.
—¿A qué canal de televisión pertenecen? —se interesó, porque había divisado la camioneta negra con la sigla TV en las puertas y en el capó antes de que Ferro se la llevase.
—Del canal cinco, de Italia —mintió Byrne—. Necesito alquilar un auto, una camioneta sería mejor. ¿Sabe dónde puedo hacerlo?
—¿Por cuánto tiempo?
—Al menos dos semanas.
—Puedo alquilarle la mía. Es una Nissan y está en buen estado.
El congoleño lo guió hasta una especie de granero en la parte posterior del hotel y se la mostró. Acordaron que Byrne pagaría setenta dólares por semana y que la devolvería con el tanque lleno. La nafta también se la proveería el dueño del hotel.
Después de verificar que la habitación se encontrase limpia de micrófonos y de cámaras ocultas, Byrne cerró los postigos antes de sacar del estuche la computadora portátil donde Alamán Al-Saud había instalado el programa para realizar el seguimiento de los dos microtransmisores instalados en la bolsa del objetivo, Matilde Martínez, y en el celular de su amiga, Juana Folicuré. Se trataba de una tecnología de última generación, en la cual se combinaba la del GPS (Global Positioning System, Sistema de Posicionamiento Global) con la de un rastreador electrónico. El resultado era de una precisión pasmosa.
Desplegó un pequeño trípode cerca de la ventana, donde empotró una antena en forma de plato, la cual, después de consultar su brújula electrónica, apuntó en dirección al satélite de Inmarsat. La conexión le permitiría no sólo utilizar el GPS para el seguimiento de Matilde, sino comunicarse telefónicamente con cualquier parte del mundo. Encendió el transmisor, que funcionaba con una batería de cadmio y de níquel, y lo conectó a la computadora. Tecleó hasta que, en la pantalla, apareció el mapa de Masisi con dos destellos verdes que indicaban la ubicación de los objetivos. A esa hora no se hallaban en el hospital sino en la casa de Manos Que Curan, donde Amburgo Ferro se ocuparía de la custodia.
Comprobado el correcto funcionamiento de la conexión satelital y del software, extrajo el teléfono Motorola encriptado del maletín a prueba de agua y de polvo y resistente a golpes. Intentaría una comunicación, el único medio de telefonear en una región que, desde el punto de vista tecnológico, tenía décadas de retraso.
Eliah permanecía repantigado en el sillón contemplando el retrato de Matilde. El timbre del celular lo sobresaltó y tardó en contestar. Carraspeó antes de decir allô. Era Derek Byrne. Oír su voz, su pesado acento irlandés, lo reanimó porque ese experto en seguimientos y escuchas debía de encontrarse cerca de Matilde. Habían volado a Kinshasa el domingo, en el Learjet 45 de la Mercure, con órdenes de seguirla adonde fuera que Manos Que Curan la destinase. Tanto Byrne como Ferro conocían el peligro que la acechaba.
La comunicación era mala y entrecortada. Al-Saud se incorporó en el sillón y caminó hacia la ventana, buscando mejorar la señal de captación. Levantó el tono de voz para preguntar.
—Dime, Derek, ¿cuáles son las novedades?
—No tuvimos problemas para entrar en Kinshasa. Un funcionario del Ministerio de Defensa vino a buscarnos al aeropuerto y nos evitó cualquier tipo de control o interrogatorio.
—Bien —se complació Al-Saud, e hizo una anotación mental, llamar a su amigo Joseph Kabila, con quien había hablado días atrás para pedirle ese favor, puesto que habría resultado incómodo explicar a las autoridades de la aduana congoleña no sólo la presencia de varios artilugios tecnológicos en el equipaje del irlandés y del italiano, sino la de las armas de fuego —ambos portaban la Browning High Power, más conocida como HP 35, el arma oficial de la Mercure, además de una Magnum Desert Eagle, la preferida de Byrne—. Probablemente, habrían terminado presos.
—¿Dónde están ahora?
—En Masisi, un pueblucho a ochenta kilómetros al noroeste de Al-Saud, que había estado analizando el mapa de la región de los Grandes Lagos para la misión que desarrollaría en poco tiempo, conocía la posición de Masisi; se hallaba en la zona de las minas y, por ende, del conflicto más despiadado.
—¿Matilde está allí?
—Sí.
—¿Cómo es la situación en la zona?
—Complicada —admitió Byrne—. Ayer los rebeldes de Nkunda desplazaron a las milicias mai-mai y se apropiaron de Masisi y de los alrededores. Hoy la cosa está más calmada, aunque hemos oído algunos disparos.
—Háblame de ella.
Byrne le detalló los movimientos de Matilde desde su llegada a Kinshasa el día anterior hasta su trabajo en el hospital de Masisi esa tarde. “Ni siquiera le han permitido descansar hasta mañana. Ya la han puesto a trabajar”, masculló Al-Saud. Quería preguntarle a Byrne cómo la había visto, si lucía decaída y triste o, por el contrario, exultante en medio de sus pacientes. No lo hizo.
—¿Dónde se alojan?
—En una casa, a unos quince minutos en automóvil del hospital.
—¿Vanderhoeven se aloja en la misma casa?
—Aparentemente, sí. Bajó su equipaje al igual que las muchachas.
Los párpados de Al-Saud cayeron lentamente. Se apretó los ojos con el pulgar y el índice.
—Ferro vigilará la casa donde está Matilde esta noche, presumo.
—Así es —confirmó Byrne—. Me dejó en el hotel y volvió a la casa de MQC.
—¿Cómo funciona el programa de rastreo que instaló Alamán?
—Perfectamente.
A la mañana siguiente, antes de emprender el viaje a París, Al-Saud se encerró en su despacho y habló con Joseph Kabila.
—Gracias por el funcionario que enviaste al aeropuerto. Mis hombres me dijeron que fue de suma utilidad. No tuvieron ningún problema para entrar en tu país.
—Estoy a tu servicio, Eliah, ya lo sabes. Además me interesa que Shaul Zeevi pueda extraer su coltán. Haré cualquier cosa para ayudarte en este sentido.
Al-Saud había evitado mencionar que Byrne y Ferro no sólo se adelantarían para recabar información sino para proteger a una mujer. A su mujer.
—Cuéntame cuál es la situación del gobierno de tu padre.
—En extremo delicada. A pesar de que le hemos solicitado a los ejércitos ruandés y ugandés que abandonen nuestro territorio, no lo han hecho aún, y mi padre está que trina.
—El apoyo de Ruanda y Uganda se vuelve indeseado —comentó Al-Saud.
—Siempre supimos de sus intenciones. Quieren quedarse con la parte oriental de nuestro país. Y eso no lo permitiremos.
—En cierta forma, ya lo controlan con las guerrillas del CNDP.
—Es verdad, Eliah. Nkunda está haciendo un buen trabajo para los de Kigali. Por eso nos interesa que tú te ocupes de ellos para que Zeevi pueda extraer coltán a nombre del gobierno congoleño. Será una forma de resquebrajar el poder de Nkunda en la zona y atraer la inversión extranjera. La deuda externa está comiéndonos y la falta de trabajo hace que nuestro pueblo se muera de hambre. ¡Imperdonable en un país rico como éste! ¿Cuándo crees que tu equipo estará listo para actuar?
—Estamos ultimando detalles. Esperamos poder actuar pronto.
—Ya sabes, amigo. Lo que necesites, sólo llámame. Muy pocas personas tienen este número de celular.
—Gracias, Joseph. Aprecio tu ayuda. Lo mismo te digo a ti. Cualquier cosa, llámame.
El domingo, el primer día de descanso después de una semana vertiginosa, Matilde se despertó a las once de la mañana. Había dormido doce horas seguidas. No recordaba haber dormido tanto ni siquiera a su llegada a París, bajo el efecto del síndrome de los husos horarios. Se quedó en la cama, con los brazos bajo la cabeza, la mirada fija en el punto donde el mosquitero colgaba del techo. El leve ronquido de Juana se mezclaba con el zumbido del ventilador, y la aletargaban. La penumbra de la habitación, apenas herida por los rayos de sol que se deslizaban entre las maderas del postigo, la invitaba a seguir durmiendo. No se oían voces ni sonidos, a excepción del trinar de las aves y del chirrido de los insectos, incesantes en esa zona de bosque selvático.
Sacó la muñeca izquierda de debajo de su cabeza y consultó la hora: las once y diez, la misma que en París debido al adelanto de una hora en Europa para aprovechar la luz del sol. “¿Qué estás haciendo, amor mío?”. Se lo imaginó ejercitando en el gimnasio o nadando en la piscina. ¿Habría viajado a Ruán? ¿Habría vuelto a ver a Celia? Se ovilló con un lamento y hundió la cara en la almohada, de donde extrajo el guante de lana, cuyo elástico conservaba rastros del perfume de Eliah, el A Men, de Thierry Mugler. Lo pegó a su nariz e inspiró con los ojos cerrados. Apenas quedaban unas notas, las más intensas, que terminarían por desaparecer. El tiempo resultaba implacable y lo borraría por completo, como haría con el amor que ella le había inspirado. Eliah Al-Saud superaría la desilusión y continuaría; lo sabía fuerte y capaz de sobreponerse; no le faltaría una mujer que lo ayudase a olvidarla. Ella, en cambio, jamás lo olvidaría y siempre acarrearía el dolor, aunque guardaba la esperanza de que, poco a poco, su intensidad disminuyera porque, en ocasiones, se volvía pesado continuar. No quería rememorar la última mirada que habían compartido en el Aeropuerto Charles de Gaulle, cuando lo descubrió con lágrimas en los ojos. Ahogó un quejido y, antes de que se convirtiera en llanto abierto, se obligó a repasar los sucesos de la primera semana en Masisi.
Amaba el trabajo intenso, dispar y, por momentos, caótico que realizaba en el hospital de Masisi. La mantenía ocupada, la hacía sentir útil y, sobre todo, le impedía pensar. El miércoles, en su segundo día de trabajo, después de despedir a Jean-Marie Fournier, que continuaba su gira de inspección hacia Rutshuru, llegaron a las ocho para relevar a los médicos del turno de la noche. La doctora Halsey las presentó con Juan Miguel Robles, un cirujano peruano, Axel Larsson, un clínico sueco, y Abir Nahalí, un ginecólogo y obstetra egipcio, que las saludaron con simpatía, aunque con rostros demacrados. Pasaron el reporte de lo acontecido durante la guardia nocturna y se despidieron; sólo tenían cabeza para imaginar el desayuno que Claudine les habría preparado y la cama donde se echarían a dormir hasta las cinco de la tarde, momento en que comenzarían a prepararse para llegar al hospital a las seis y reemplazar a Matilde, a Juana, a Vanderhoeven y a Anne Halsey.
Ese segundo día, el miércoles, Matilde y Juana contaron con más tiempo para conocer el hospital, a los enfermeros y entender algunas rutinas y reglamentos. Fuera del edificio y debido a la epidemia de meningitis, se habían levantado cinco hospitales de campaña inflables de cuarenta y cinco metros cuadrados cada uno, que ocupaban el predio delantero y trasero del hospital. En cuatro de ellos se aislaban los casos más graves, mientras que en el quinto se había improvisado un quirófano donde se extraían balas y se procedía a punzar a los sospechosos de haber contraído meningitis. La doctora Halsey pidió a Matilde que se ocupase de esa tarea, de la punción, por lo que pasó mayormente la jornada dentro de la tienda, equipada con aire acondicionado que no funcionaba porque los rebeldes impedían el ingreso de los camiones con combustible a la zona y, por ende, había que racionarlo para que el grupo electrógeno siguiese proveyéndolos de electricidad para otros usos básicos. Habían dispuesto varios ventiladores para la comodidad de los enfermos, que poco ayudaban en ese calor. Matilde, que hubiese preferido trabajar con pantalones cortos y una remera sin mangas, se cubría hasta el cuello por el peligro de contraer la malaria y otras enfermedades transmitidas por insectos, como la tripanosomiasis humana africana, o enfermedad del sueño, causada por la picadura de la mosca tse-tse, cuyos síntomas semejaban a los del mal de Chagas. Había recogido su larga cabellera en un rodete y la llevaba siempre cubierta con la gorra de cirujano.
Kapuki, la enfermera congoleña que la asistía en la punción para extraer líquido cefalorraquídeo, era una muchacha seria, más bien callada, eficiente, a quien no necesitaba indicarle nada; sabía preparar el instrumental, anestesiar la zona lumbar con una crema llamada EMLA, cómo colocar al paciente —sentado, con las piernas fuera de la camilla y la columna ligeramente arqueada para abrir los espacios entre las vértebras— y cómo sujetarlos y mantenerlos inmóviles, algo esencial para evitar tocar los nervios al final de la columna y provocar la parálisis del paciente. A Matilde le gustaba Kapuki porque, tanto a los pequeños como a los adultos, les susurraba en su lengua madre —manejaba a la perfección el swahili, el lingala y el kituba, los principales idiomas del Congo después del francés— y los serenaba, pues si bien la punción se llevaba a cabo con anestesia local y, por tanto, era indolora, el trocar, la aguja de punción, impresionaba.
Matilde preparaba la zona con alcohol yodado y se tomaba su tiempo palpando las crestas ilíacas y los espacios intervertebrales para determinar el sitio donde insertar el trocar. Aunque había realizado ese procedimiento muchas veces en el Hospital Garrahan, en Buenos Aires, nunca se sentía segura; le daba la impresión de que metía la mano en un nido de víboras para recuperar algo diminuto y que cualquier movimiento brusco las despertaría. Hincaba la aguja y la introducía con una lenta y suave presión de suerte que identificase los planos atravesados hasta alcanzar la duramadre. Se volvía muy aprensiva con los bebés recién nacidos a los que resultaba fácil perforarle la duramadre y arruinar la muestra. El líquido no se aspiraba sino que brotaba gota a gota para ser recogido en los frascos estériles transparentes, que se enviaban al laboratorio, ubicado en el interior del hospital y que se ocupaba de determinar si el paciente padecía de meningitis y de qué tipo. La bacteriana, la más preocupante, era la que asolaba a la región por esos días. Enseguida, el laboratorio emitía un primer veredicto, que, en caso de corroborar la presencia de la bacteria Neisseria meningitidis, habilitaba a Matilde para prescribir la inyección intramuscular con cloranfenicol oleoso o ceftriaxona.
Le gustaba visitar las tiendas inflables y pasear la mirada por los pacientes acostados en los catres, con sus brazos canalizados. Experimentaba un cariño infinito por esos congoleños mal alimentados, de ojos tristes y actitud sumisa y silenciosa, que se espantaban las moscas de la cara y fijaban la vista en el techo de lona. Los contemplaba a sabiendas de que algunos, por mucho que les suministraran el antibiótico, morirían; otros, pese a sobrevivir, quedarían con secuelas, como sordera o discapacidades para el aprendizaje. No precisó demasiado tiempo para advertir que los pacientes jóvenes y adultos jamás se quejaban, aunque padecieran un dolor insoportable. Por eso se sentaba junto a sus camas y les daba conversación para descubrir cómo se sentían. Se maravillaba de la manera fluida en que el francés brotaba de sus labios gracias al anhelo por comunicarse, a la vez que la satisfacía comprenderlo, porque los congoleños lo hablaban de modo pausado, aunque con una dura pronunciación. Kapuki, de pie junto a ella con aire de estatua, se movía con presteza en caso de que le indicara suministrar un analgésico a través del suero u otras drogas para aliviar el padecimiento.
Desde el miércoles por la mañana hasta el sábado por la tarde, Matilde realizó veintitrés punciones, de las cuales veinte arrojaron un resultado positivo: la bacteria había atacado las meninges. Ese número daba la pauta de que se trataba de un brote incontrolado. Hacia el final de la semana, comenzó a preocuparla la disminución de las existencias de la crema EMLA, de los trocares y otros materiales descartables como también del antibiótico y del suero fisiológico; estaban desesperados por más botellas de oxígeno. Se comunicaron por radio con el hospital de Rutshuru, donde se encontraba Fournier, para solicitarle reabastecimiento; sin embargo, los camiones de Manos Que Curan no lograban superar las barricadas levantadas por los rebeldes del Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo.
—Si serán necios —se quejaba Auguste Vanderhoeven—. Varios de ellos están internados acá. Ni siquiera por los suyos permiten el paso de los camiones.
El jueves, apenas pasado el mediodía, Vanderhoeven, que ostentaba el puesto de jefe de cirugía, le solicitó que lo asistiera en la amputación de la pierna de un niño afectado por la úlcera de Buruli, “prima hermana de la lepra y de la tuberculosis”, en las palabras de Auguste. La infección había provocado una osteomielitis severa, es decir, había comido el hueso, y sólo quedaba extirpar el miembro izquierdo justo debajo de la rodilla. Como se trataba de una enfermedad casi exclusiva de los países tropicales africanos, Matilde no la conocía. La sorprendió la virulencia con que actuaba la bacteria.
—Sus padres lo han traído demasiado tarde —le explicó Auguste, mientras se aprestaban para higienizarse las manos y los antebrazos en el cuarto de lavado prequirúrgico—. Suele ocurrir en estos países. Tienen miedo de moverse, de trasladarse, de dejar sus casas, sin mencionar que viven a varios kilómetros del hospital y que necesitan cruzar selvas y eludir enjambres de rebeldes para llegar a un centro de salud. No, no uses la povidona yodada. Usa clorhexidina.
—¿Por qué? —se extrañó Matilde.
—Porque tienes una piel muy blanca y sensible, y la povidona es irritante. Podría hacerte daño.
Matilde lo contempló en silencio. Era verdad, la povidona le irritaba la piel; no obstante, había decidido usarla porque no veía clorhexidina por ninguna parte y no contaba entre sus planes volverse quisquillosa en el Congo.
—No hay clorhexidina —argumentó.
Vanderhoeven sonrió. No era un hombre a quien pudiera definirse como hermoso; sin embargo, esa sonrisa la tomó por sorpresa, y se quedó mirándolo porque sus ojos azules, al iluminarse, y sus labios, al revelar una dentadura pareja y blanca, le resultaron atractivos. Había notado la simpatía que el médico belga suscitaba entre los empleados, hombres y mujeres por igual, y la manera humana con que trataba a sus pacientes, en especial a los niños. Había atestiguado la dulzura con que animó y tranquilizó al que pronto le quitaría la pierna.
—Sí, hay clorhexidina. Aquí está. —La extrajo de un armario—. La aparté para ti, para que no usaras la povidona. Sólo queda este frasco, así que lo guardaremos en este mueble, que todos saben que es mío, para que nadie la use.
Matilde susurró un “gracias” y apartó la mirada, porque de pronto la fijeza con que el belga la observaba la incomodó. Se colocó el barbijo y se dedicó a higienizarse. Vanderhoeven siguió hablándole con la soltura y la seguridad previas a ese intercambio con visos intimistas.
El talante jovial de Auguste Vanderhoeven mutaba en uno austero y profesional al ingresar en el quirófano con las manos en alto y los antebrazos alejados del cuerpo. Las enfermeras parecían familiarizadas con la predisposición del belga ante la inminencia de una cirugía porque, a pesar de haber bromeado y reído con él minutos antes, en la sala de operaciones lo llamaban docteur y se limitaban a seguir sus órdenes.
Era la primera vez que Matilde compartía el quirófano con Vanderhoeven, y se admiró de la agilidad y de la precisión que desplegaron sus manos al ligar la arteria, cortar los músculos y serrar el hueso, evitando calentarlo. Casi parecía el trabajo de un cirujano plástico el que realizó para armar el muñón, preocupándose por alejar los nervios y por suturar fuera de la zona de carga.
Ese mismo jueves, después de un día agotador, se disponían a cenar en la casa cuando Abir Nahalí los llamó por radio desde el hospital para que fueran a asistirlos. Acababa de presentarse un camión con una decena de heridos. Aunque Anne Halsey era la encargada de terreno, Vanderhoeven, como jefe de cirujanos, se hizo cargo de la urgencia e hizo el triage, es decir, la clasificación de los heridos sobre la base de las prioridades de atención y privilegiando las posibilidades de supervivencia. Mostraba una sangre fría y un dominio similares a los que adoptaba al trasponer las puertas de la sala de operaciones.
Esa noche, se trabajó para extraer balas en los cuatro quirófanos al mismo tiempo, los tres del hospital y el improvisado en la tienda inflable. Los rebeldes de Nkunda habían descargado sus fusiles contra un camión de la ONU lleno de refugiados del campo de Mugunga. Dos murieron, un niño de cinco años y una anciana; los demás pasaron la cirugía; restaba afrontar los días de la recuperación, en los cuales el estado de salud del paciente se presentaba como la clave. En general, al tratarse de personas malnutridas, muchas con VIH y tuberculosis, las probabilidades de sobrevivir eran escasas.
La emergencia del jueves por la noche mermó las existencias de medicamentos, anestésicos, botellas de oxígeno y material descartable a cifras alarmantes. Reunidos en la sala de enfermeras, mientras sorbían café después de horas de actividad frenética, los seis médicos de Manos Que Curan y el personal nativo debatían acerca de la mejor forma para hacerse del material que el hospital de Rutshuru quería enviarles pero que no podía hacerles llegar a causa de los hombres de Nkunda.
Juana, de mal humor a causa del sueño y de haber visto tanto sufrimiento, se inclinó sobre el oído de Matilde y le susurró:
—¡Qué bien nos vendría Eliah en este momento! Él y sus chicos sacarían cagando de la ruta a esos hijos de puta como si fueran cucarachas, y escoltarían el camión con los medicamentos hasta aquí. —Matilde apartó el rostro para fijar la mirada, entre contrariada y desconcertada, en la desafiante de su amiga—. No me mires así, Mat. Tengo razón. Para eso están los soldados profesionales, aunque vos no quieras entenderlo.
—Sí, seguramente. Y después tendríamos que ocuparnos de los hombres de Nkunda que Eliah y sus chicos dejarían regados por el camino.
—Al menos tendríamos con qué asistirlos, no como ahora, que ni cinta adhesiva nos queda.
No regresaron a la casa, y el viernes, a pesar de ser Viernes Santo, trabajaron duramente y afrontaron la jornada sin una hora de sueño. El trabajo se había triplicado, y no daban abasto. Matilde comenzó a ponerse nerviosa al comprobar que las heridas no se higienizaban ni las gasas se cambiaban, que los tubos de suero se vaciaban, que las canalizaciones se infiltraban, los brazos se hinchaban y nadie se ocupaba de cambiar la vía intravenosa, que las enfermeras, desbordadas, no cumplían con los horarios de los medicamentos, y que nada se hacía como correspondía. Vanderhoeven la tomó por el brazo, justo arriba del codo, y le pidió que lo acompañase afuera.
—Necesitas un descanso.
La guió hasta la “cocina”, un sitio abierto, aunque techado, donde varias mujeres preparaban los alimentos para los enfermos. Matilde observó durante algunos segundos a las mujeres robustas y laboriosas que atizaban las hogueras, trituraban raíces en los morteros, pelaban verduras y trozaban carne, para luego volverse hacia Vanderhoeven y cuestionarlo con una mueca de horror.
—¿Ésta es la cocina? Aquí no hay medidas mínimas de higiene.
—Matilde, en lugares como éstos, trabajamos en las peores condiciones. Y, aunque intentamos respetar los protocolos de asepsia y demás, no siempre es posible. En Afganistán, me tocó operar a una niña que sufría una apendicitis bajo un toldo. Y sin embargo, la niña sobrevivió. Por supuesto, la cociné a antibióticos y estuve muy pendiente de ella. Esto —dijo, y se volvió para señalar el edificio— no es un hospital sino una sala de urgencias y, por ende, carece de cocina. Por eso, cuando MQC se hizo cargo de esta sala de urgencias y la convertimos en hospital, improvisamos una cocina aquí. Estas mujeres están entrenadas por nosotros para cuidar al máximo y, dentro de lo que se pueda, las medidas higiénicas. —Le sonrió con dulzura antes de añadir—: Vas a tener que relajarte un poco y aprender a trabajar en condiciones adversas, de lo contrario querrás volver a tu país en dos semanas.
—No, te aseguro que no querré volver a mi país en dos semanas. Siento que ésta es mi vida, que para esto vine al mundo, para curar a los más débiles y olvidados.
Matilde no le conocía esa mirada tan penetrante y perturbadora al belga, aunque tal vez había recibido un atisbo cuando lo descubrió observándola en la camioneta, de camino a Masisi, después de que ella le acarició la mota a un bebé. Auguste se volvió hacia las cocineras y las saludó con su habitual simpatía, a pesar de la falta de sueño y de las condiciones adversas de trabajo. Las mujeres lo recibieron con algarabía y se rieron de él cuando intentó hablarles en kituba. De regreso al hospital, Matilde le echaba vistazos de reojo.
—¿Hace cuánto que trabajas para MQC?
—Hace doce años, desde los veintisiete.
“Tiene treinta y nueve años”, calculó Matilde, “ocho años mayor que Eliah”. De igual modo, Eliah Al-Saud parecía mayor que el belga.
Al día siguiente, el sábado, llegó el camión con provisiones. Ajabu, quien lo había conducido desde Rutshuru, se convirtió en un héroe porque, usando caminos alternativos igualmente peligrosos y sorteando retenes del Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo, sacó del grave escollo al hospital de Masisi. Matilde se desovilló en la cama con una sonrisa al recordar la pequeña fiesta que Claudine había preparado la noche anterior para agasajar al chofer.
Se dio cuenta de que la casa ya no estaba tan silenciosa como un rato atrás, incluso alguien había puesto música. Ese tema le sonaba familiar. “Love of my life, de Queen”, acertó. Amaba esa canción y hacía tiempo que no la escuchaba. Se quedó quieta, prestando atención a la letra. “Love of my life, you hurt me. You’ve broken my heart and now you leave me. Love of my life, can’t you see? Bring it back, bring it back. Don’t take it away from me, because you don’t know what it means to me”. En tanto la voz de Freddie Mercury avanzaba con lentitud por las estrofas y Matilde las traducía, se le formaba una pelota en la garganta. “Amor de mi vida, me heriste. Me rompiste el corazón y ahora me dejas. Amor de mi vida, ¿no te das cuenta? Devuélvemelo, devuélvemelo. No me lo quites porque tú no sabes lo que significa para mí”. Mordió la almohada, la apretó con los puños y hundió la cara mientras el cuerpo se le convulsionaba con la potencia del llanto atascado dentro de ella.
Juana, que también escuchaba la canción, chasqueó la lengua, se bajó de su cama, levantó el mosquitero de Matilde y se deslizó junto a ella. La abrazó y le susurró:
—Sí, ya sé. Parece como si la hubiese escrito el papurri para vos.
Matilde se aferró a su amiga y le empapó la pechera del camisón con lágrimas y saliva. Juana se limitaba a acariciarle la cabeza, incapaz de pronunciar palabras de consuelo porque le temblaba el mentón. Varios minutos después, aún seguían abrazadas.
—Me parece —pronunció Juana con voz rasposa— que Auguste anda babeando por vos. Sería estupendo que entrase ahora y nos viera así. Pensaría que somos tortilleras y te dejaría en paz. ¡El papurri, feliz! —A su pesar, Matilde rió—. O tal vez no —conjeturó Juana—, y resulta ser un pervertido al que le gustan los tríos y las lesbianas.
A Matilde, la idea de un Auguste con gustos tortuosos en materia sexual le sonó descabellada. Sospechaba que en él habitaba un alma noble que la impulsaba a confiar.
—Tengo muchas ganas de hablar con Shiloah —comentó Juana—. Desde que llegamos no he podido comunicarme. Con esto de que no existen los celulares ni Internet… Debe de estar muy preocupado. Al final no me sirvió de nada abrir una casilla de correo en Yahoo.
—Mi prima Amélie sí tiene Internet en su misión. Aunque funciona cuando tiene ganas, según me dijo, porque aquí los teléfonos funcionan cuando tienen ganas. —Pasado un momento, Matilde le propuso—: Juani, ¿por qué no le escribís una carta a la vieja usanza, de tu puño y letra? Le va a encantar. Podés pedirle a Jean-Marie que la despache desde alguna ciudad donde funcione el correo oficial.
—Y vos, Matita, ¿le vas a escribir al papurri?
—No, amiga —replicó, con serenidad—. Lo que hubo entre Eliah y yo se acabó.