Capítulo 8
Matilde… Matilde.
Francesca se inclinó sobre la frente de su tercer hijo y lo besó.
—Tranquilo, mi amor —le susurró, aliviada porque la tenía fresca—. Ha estado llamándola desde hace un buen rato —les comentó a Yasmín y a Sándor, que permanecían detrás de ella, con aspecto cansado y semblantes sombríos—, desde que lo trajeron a la habitación. Su amigo, Edmé de Florian, me dijo que también la llamaba mientras lo trasladaban en la ambulancia.
La familia Al-Saud había pasado la noche del viernes 1º de mayo en el Hospital General de Viena, conocido por su sigla AKH, el centro médico más grande de Europa, donde, por la mañana, más bien cerca del mediodía, habían ingresado a Eliah con una bala en el pecho, a la altura del corazón. La abundante pérdida de sangre, que se constituyó en el problema más apremiante en el quirófano, se había producido como consecuencia de la media hora en que Eliah permaneció tirado en la pista, junto a la escalerilla del Jumbo, hasta que el grupo comando del general Raemmers consiguió abatir a cuatro terroristas, apresar a dos con vida y liberar a los rehenes. El séptimo, que había disparado a Eliah en una conducta que no terminaban de discernir, había corrido de regreso al helicóptero, amenazado al piloto con su arma y logrado escapar. Horas después, cuando el piloto del Mil Mi-8 consiguió aflojar la cuerda con que el terrorista lo había maniatado, llamó por radio a la base aérea Brumowski, en Langenlebarn, e informó que se hallaba en algún punto al norte del país, en los confines con la República Checa, y que no tenía combustible para regresar.
El aturdimiento y la conmoción en los que cayeron los seis palestinos al ver a su séptimo integrante estallar en gritos y echar a correr en dirección al helicóptero después de abatir al piloto, fueron aprovechados por el comando a cargo de Raemmers para surgir de sus escondites, irrumpir en la cabina del avión y completar el rescate. La operación concluyó antes de lo planeado y sin contratiempos. La pista se llenó de automóviles policiales y de ambulancias. Edmé de Florian se ocupó de que la primera asistencia la destinaran a su amigo, quien fue conducido al Hospital General e intervenido quirúrgicamente con éxito. Se prescribió que pasase el resto del viernes en la Unidad de Cuidados Intensivos para monitorearlo de manera constante. Ese sábado 2 de mayo, por la mañana, ante los signos favorables de su evolución, lo llevaron, muy sedado aún, a una habitación privada.
—Me gustaría que Matilde estuviera acá —deseó Francesca—. Si ella le hablase, tu hermano se calmaría.
—A mí no me gustaría que Matilde estuviese acá —manifestó Yasmín—. Le rompió el corazón en mil pedazos cuando lo dejó.
—Yasmín, por favor —intercedió Sándor—. Conocemos a Matilde y sabemos que es una buena persona. Habrá tenido sus razones para hacer lo que hizo.
—¿Para destruirlo? ¿No te acuerdas de cómo estaba cuando regresó de Ruán? No ha vuelto a sonreír desde que ella lo despreció de ese modo que no logro comprender, ¡después de todo lo que él hizo por ella! ¡Ingrata!
—No nos apresuremos a juzgarla —insistió Sándor en voz baja, no porque lo hiciera forzado, sino porque era su modo habitual de expresarse, Francesca había reparado en ello. Cada día le gustaba más el muchacho bosnio, la complacía que aplacara el carácter airado de su hija, que no le consintiera los caprichos, que le enseñara a dominar la ira y a razonar.
—Yasmín, no deberías hablar mal de Matilde —terció Francesca—. Gracias a ella, tu hermano está vivo.
—¿A qué te refieres?
Francesca caminó hasta la silla donde había depositado su sobre de cuero. Lo recogió con actitud serena, levantó la tapa y extrajo una cadena de oro, con un dije. Francesca lo presentó ante su hija, que observó el conjunto con un ceño.
—¿Qué es esto? —preguntó, y apoyó en su palma el colgante—. Está retorcido.
—Es la Medalla Milagrosa que Matilde le regaló a tu hermano tiempo atrás. Nos la entregó, a tu padre y a mí, el cirujano cuando nos convocó apenas terminada la operación. Esta medalla desvió la bala, por eso quedó así, deformada, e impidió que diera de lleno en el corazón de tu hermano. Al final, la bala se alojó en el pectoral, sin provocar mayores daños.
Yasmín se cubrió la boca y percibió un calor en los ojos, que fue expandiéndose por sus mejillas hasta provocarle una comezón en los labios.
—Sí —pronunció Francesca—, Matilde, al regalarle esta medalla a tu hermano, lo salvó de una muerte segura.
Yasmín dio media vuelta y se refugió en el abrazo de Sándor. Lloró, aturdida por la revelación de su madre, por la angustia que le provocaba pensar qué cerca había estado de perder a su hermano, lloró también por el dolor de Eliah, que había perdido a la mujer que amaba, y por el pánico de perder a Sándor. Lloró como no se lo había permitido desde que la noticia del secuestro de su padre y de su tío Nando la alcanzó en el laboratorio, el jueves por la tarde.
—¿Por qué lloras? —La voz rasposa de Eliah se impuso al llanto de Yasmín y lo detuvo en seco—. No me he muerto aún.
—¡Eliah! —exclamó, y se recostó con cuidado sobre el pecho de su hermano, donde siguió sollozando, movida por sentimientos contradictorios y fuertes; por un lado, la alegría de verlo despierto y, por el otro, la pena de saber que, pese a todo, tenía el corazón roto.
Al-Saud intentó levantar el brazo derecho para acariciar la cabeza de su hermana y sólo consiguió despegar la mano de la sábana. Una debilidad como nunca había experimentado lo aplastaba contra el colchón; percibía un peso en la zona izquierda, cerca del hombro. Al ladear la cabeza para seguir la estela de perfume que le resultaba familiar, encontró la mirada y la sonrisa de su madre, y la ansiedad que lo embargaba por la falta de vigor se esfumó.
—¿Por qué te arriesgaste? —le reprochó Yasmín—. ¿Qué hacías ahí?
—Vamos, Yasmín —la apremió Francesca—, no aturdas a tu hermano. Estás ahogándolo.
Yasmín se incorporó y permaneció unos segundos suspendida sobre el rostro de Eliah. Sus ojos verdes la observaban con picardía, y una contracción en las comisuras, que no terminaba de transformarse en una sonrisa, la hizo reír.
—¡Tonto! —dijo, y se incorporó—. Nos diste un susto de muerte. —Le apartó el jopo de la frente—. ¿Cómo te sientes?
—Ahogado por tu perfume.
—¡Uf! Ya veo que te sientes muy bien porque tienes ganas de martirizarme.
Al-Saud rió sin fuerzas y enseguida contrajo el entrecejo al percibir una puntada en el hombro izquierdo.
—Vamos, Yasmín —insistió Francesca—, ve a la cafetería y diles a tu padre y a tus hermanos que Eliah ya despertó.
—Hola, Sanny.
—Hola, Eliah. —Sándor se aproximó al filo de la cama y le apoyó la mano en el hombro derecho—. Leila y La Diana me pidieron que te dijese que están rezando por ti.
—¿La Diana rezando? ¡Me gustaría verlo!
—Eso has logrado haciéndote el Rambo —lo riñó Yasmín—, que La Diana, toda una agnóstica, se ponga a rezar.
Sándor y Yasmín abandonaron la habitación, y Francesca se inclinó para besar a su hijo, en la frente, en los párpados, en la cabeza, en las mejillas, con suavidad, como lo habría hecho una mariposa al posarse sobre una flor, casi con miedo, porque le parecía increíble que Eliah no la apartase; siempre, desde niño, se había declarado reacio a las muestras de afecto.
—Tesoro mío, amor mío. Gracias a Dios y a la Virgen Santa que estás bien.
—Sé que papá también está bien. De lo contrario, no estarías tan tranquila.
—Sí, él está bien, gracias a Dios. Tuvieron que darle unas puntadas en la cabeza porque le cortaron un poco el cuero cabelludo de un culatazo.
—Fils de pute —insultó Al-Saud, y recordó las manchas de sangre seca en la thobe de su padre, y varias imágenes lo invadieron como una bandada de murciélagos.
—No quiero que te pongas tenso, Eliah. Es importante para tu recuperación que estés tranquilo. ¿Cómo te sentís?
—Muy débil. No tengo fuerzas para levantar el brazo.
—El cirujano nos advirtió que te sentirías extenuado. Es por la pérdida de sangre.
—Tengo sed.
Francesca sirvió agua Evian en un vaso de vidrio, colocó el brazo bajo la nuca de Eliah y lo ayudó a sorber.
—Despacio, hijo. Traguitos cortos y pequeños, si no se te revolverá el estómago.
—Gracias. ¿Qué sucedió? ¿Cómo pasó todo?
—No se sabe con exactitud. El último terrorista, a punto de subir al avión, empezó a gritar, te disparó, corrió hacia el helicóptero y logró escapar.
—Merde!
Francesca siseó al notar que las mandíbulas de su hijo se contraían, y le pasó el dorso de los dedos por la mejilla izquierda para aplacarlo.
—¿Están buscándolo?
—Por toda Europa.
—¿A mí qué me pasó? Me pegaron un tiro, eso lo sé. ¿Cuál es el daño?
—El mínimo teniendo en cuenta que te disparó con una pistola de grueso calibre. —Francesca, que conservaba la cadena en el puño, la hizo pender frente a su hijo—. Te salvó la Medalla Milagrosa de Matilde.
Los ojos verdes de Eliah seguían el movimiento pendular de un trozo de metal informe.
—¿Qué dices, mamá? —La pregunta surgió como un murmullo, la formuló casi sin aliento y en francés.
—Por alguna razón, seguramente por algún movimiento brusco que hiciste hacia la izquierda, la medalla se movió sobre tu pecho, recibió el impacto de la bala y la desvió. De lo contrario, el cirujano asegura que habría ido directo a tu corazón. Y… —La voz de Francesca se estranguló, y se cubrió la cara con la mano—. La Virgen María te salvó —lloriqueó— y también Matilde, por haberte regalado su medalla.
Al-Saud giró la cabeza para ocultar las lágrimas que, sin remedio, rodaban por sus sienes. Apretó los ojos y los labios para no romper en un llanto amargo. El esfuerzo, que se alojó en su pecho, le provocó una ráfaga de dolor. Soltó el aire, que salió como una exhalación ronca, e inspiró bruscamente. Francesca se inclinó sobre su hijo y le deslizó las manos por la cara para secarle las lágrimas.
—Tranquilo, no te alteres, por favor. No debí contarte esto. Vas a recuperarla, mi amor. Estoy segura.
—No sé, mamá —dudó—. Cometí demasiados errores.
—Nada que un amor como el de ustedes no pueda perdonar. Yo sé lo que digo, Eliah. Matilde te ama como a nadie en este mundo. Anoche, cuando llamé a Sofía, le comenté que su Medalla Milagrosa te había salvado. ¿Sabés qué me dijo? “¿Cómo? ¿Matilde le regaló su medalla a Eliah?”. Estaba muy sorprendida porque su hermana Enriqueta le había contado que Matilde jamás se separaba de ella, que la llevaba a todas partes. Fue un regalo de Rosalía, la mujer de su abuelo, el señor Esteban, cuando… Bueno, supongo que sabés que Matilde tuvo cáncer. —Eliah bajó los párpados en señal de asentimiento—. Rosalía se la quitó del cuello y se la entregó a Matilde para que la salvara del cáncer. Y la salvó. Por lo que Matilde le tenía muchísimo cariño a esa medalla y le adjudicaba poderes milagrosos. Enriqueta le explicó a Sofía que Matilde no se la quitaba nunca porque pensaba que si la medalla permanecía con ella, el cáncer no volvería.
La voz de Francesca se convirtió en un murmullo lejano e ininteligible, atenuada por la de Matilde, que ocupaba su cabeza y robaba su atención. “Ésta es mi posesión más preciada. Me ha protegido desde que tengo dieciséis años. Ahora quiero dártela como símbolo de mi amor y de mi admiración. Sos el mejor hombre que conocí en mi vida, Eliah. Te la doy también para que siempre te preserve de todo mal”. Si bien en aquella oportunidad había valorado el gesto de Matilde, en ese instante lo apreciaba en toda su magnitud; a la luz del relato de Francesca comprendía el significado de “posesión más preciada”. Matilde se había desprendido de lo que juzgaba como el arma más eficaz contra su enemigo mortal para entregársela a él, para que lo protegiera de todo mal.
—Mamá, poneme la medalla, por favor.
Al-Saud levantó apenas el cuello y Francesca le colocó la cadena de oro con el dije maltrecho.
—Ahora vale más, así deforme —pronunció él, y se recostó sobre la almohada, de pronto extenuado. Levantó los párpados. Su madre lo contemplaba con intensidad.
—¿Qué pasa, Eliah?
—Matilde no puede tener hijos. Le extirparon el aparato reproductor por culpa del cáncer.
Francesca sufrió un instante de desconcierto.
—No lo sabía —admitió—. Sofía no debe de saberlo; me lo habría dicho.
—Parece ser que es un secreto que pocos conocen.
Eliah dirigió la vista hacia la ventana, por donde asomaba un cielo plomizo.
—Hijo, ¿eso es muy grave para vos?
—En absoluto. Pero sí lo es para ella.
—La comprendo perfectamente.
—¿Sí? —Se volvió para mirarla a los ojos.
—Por supuesto. Si no hubiese podido darle hijos a tu padre, no habría aceptado casarme con él. Por mi causa perdía el reino de Arabia. No iba a condenarlo también a no tener descendencia.
Al-Saud fijó de nuevo la vista en el cielo grisáceo. Estaba cansado. Cerró los ojos, y la visión de Matilde en brazos del ganso, sus labios en contacto con los del doctorcito belga, arrasó con su ánimo sentimental. Le había permitido que la besara, que su lengua entrase en su boca, ¡en su boca, que sólo a él pertenecía! Arrugó la sábana en el puño para acallar el rugido de furia que le pulsaba en la herida. ¿Ya lo habría aceptado en su cama? Vivían bajo el mismo techo, no resultaba difícil acertar con la respuesta. La emoción experimentada minutos atrás, mientras la medalla deformada se mecía delante de él, mudó en un odio ciego.
Las risas refrenadas, los siseos y los murmullos, que se volvían más nítidos, le anunciaron que su familia avanzaba por el corredor y que invadiría la habitación en pocos segundos. Entraron con gestos iluminados y sonrisas, y lo ayudaron a diluir la ira y los celos que lo trastornaban desde que Amburgo Ferro le envió las fotografías.
—Salgo un momento —anunció Francesca— para llamar a Sofía. Estará angustiada sin noticias.
Sus hermanos rodearon la cama, incluso Edmé de Florian formaba parte del grupo, y lo importunaron y le gastaron bromas hasta que Kamal se abrió paso, se ubicó en el borde de la cama y aferró la mano derecha de su hijo. Eliah descubrió las huellas del cansancio y de la tensión en las bandas violetas bajo los ojos de su padre y en las líneas más pronunciadas a los costados de su boca.
—¿Cómo estás, hijo?
—Me siento débil como un bebé.
—Es normal después de la pérdida de sangre que sufriste. No te preocupes, en unos días volverás a ser el mismo. —Kamal fijó la mirada en la de su hijo, una mirada elocuente, cargada de cuestionamientos, con un tinte de reproche también—. ¿Qué hacías ahí, Eliah?
—Trataba de rescatarte de las manos de esos hijos de puta. ¿O qué pensabas?
—Eso lo entiendo. Lo que no comprendo es cómo llegaste a formar parte del grupo de rescate.
—Tengo contactos en las altas esferas —bromeó, y dirigió el mentón hacia Edmé de Florian.
—Por cierto, Eliah —intervino Edmé, para salvarlo del atolladero—, la operación fue todo un éxito. Los del servicio de inteligencia austriaco están interrogando a dos de los palestinos.
—¿Qué se sabe del que escapó?
—Están buscándolo por el norte, en el límite con la República Checa. Hasta allí fue con el Mil Mi-8.
Francesca regresó a la habitación y entrelazó su brazo con el de Kamal.
—Mi amor, tienes que descansar. Has estado en pie durante más de cuarenta y ocho horas. Es necesario que duermas y que te relajes.
—La verdad es que me duele un poco la cabeza —admitió Kamal, y se tocó la venda.
—Vamos al hotel —lo urgió Francesca—. Pediré unas aspirinas y te irás a dormir. Sofía te envía sus saludos —dijo a Eliah—. Ahora mismo llamará por radio a la misión porque Amélie no hace otra cosa que rezar desde que comenzó esta pesadilla. La pobre está muy angustiada.
Al final, se marcharon todos a excepción de Alamán y de Edmé de Florian, que acercaron sillas a la cama, se ubicaron con las piernas extendidas, cruzaron los brazos sobre el pecho y fijaron la mirada en Eliah.
—Ahora vas a explicarnos qué carajo sucedió —le exigió su hermano.
—¿Por qué el séptimo terrorista empezó a comportarse como un chiflado cuando todo se desarrollaba normalmente? —lo secundó De Florian.
—Porque me reconoció. Y yo a él una vez que se quitó la máscara antigás. Era Udo Jürkens.
—¿Qué? —Alamán se incorporó en la silla—. ¿Estás seguro?
—¿Quién es Udo Jürkens? —se impacientó De Florian.
—Udo Jürkens es el fantasma al que hemos estado dando caza en estos últimos meses: el asesino de Rani Dar Salem; el asesino del chico iraquí que fue encontrado en el Renault Laguna, en el Bois de Boulogne; el que gaseó a los otros iraquíes en Seine-Saint-Denis; el que envenenó a Blahetter… Y ahora, el que participó en el intento de secuestro de mi padre. —Ex profeso, había evitado mencionar el ataque a Matilde en la capilla porque en ese momento no tenía ganas de traer su nombre a colación.
—¿Cómo sabes que se llama Udo Jürkens?
—El dato me lo proveyó un contacto del Mossad. En realidad, su verdadero nombre es Ulrich Wendorff. Era miembro de la banda Baader-Meinhof.
—Su voz era desnaturalizada —recordó De Florian—. Debe de haber estado usando un distorsionador.
—Creemos que tiene un dispositivo instalado en las cuerdas vocales —explicó Alamán—, por esa razón habla con el timbre de un muñeco electrónico. Estoy investigando las compañías que fabrican esos artilugios, pero hasta ahora no he descubierto nada. Son más de las que imaginé en un principio —se justificó—. Este hijo de puta de Udo Jürkens está en todas partes, como el perejil. O es el sicario más efectivo y barato de Europa y por eso sus servicios son tan requeridos, o existe una conexión entre todos estos eventos.
—Me inclino por lo último —manifestó De Florian, y se puso de pie—. Me voy. Tengo un vuelo a París dentro de una hora y media. Apenas llegue, investigaré en el sistema de la DST —Edmé aludía a la Direction de la Surveillance du Territoire— a ver qué puedo averiguar sobre el tal Jürkens o Wendorff. Apenas sepa algo, me comunicaré contigo.
—Tengo una fotografía actualizada, Edmé, aunque ahora se tiñó el pelo de negro. Te la enviaré apenas vuelva a París. Es preciso detener a este hijo de puta antes de que se cambie los rasgos con una cirugía y la búsqueda se vuelva imposible.
De Florian aferró el hombro derecho de Al-Saud a modo de apretón de manos.
—Que te mejores, amigo.
—Gracias por todo, Edmé. Gracias, de verdad.
—Es lo menos que podía hacer después de que me salvaste la vida en Mogadiscio.
—Ayúdame a incorporarme —le pidió a Alamán, al quedar solos—. Dame un poco de agua, por favor. —La bebió con fruición; experimentaba una sed anormal; la lengua se le adhería al paladar, y tenía un feo sabor en la boca, como a medicamento—. ¿Dónde está mi celular?
—Edmé me lo dio ayer. Aquí está. ¿A quién vas a llamar?
—A Byrne. Hace dos días que no sé nada de Matilde.
—Una cosa es cierta: Matilde está en el Congo y Udo en la frontera con la República Checa. No creo que pueda llegar a ella en un largo tiempo.
—Es verdad, Udo por ahora no molestará a Matilde, pero Udo no es el único problema de Matilde. El domingo pasado, de regreso a la casa de Manos Que Curan, la atacaron unos rebeldes. Acribillaron la camioneta en que viajaba, sin importarles el símbolo de MQC.
—Merde!
—Salvó el pellejo gracias a Byrne y a Ferro, que iban detrás de ella. En caso contrario… Espero que Byrne o Ferro tengan el teléfono satelital a mano. Allô! Allô! ¿Derek? Soy Al-Saud. ¿Puedes oírme? —La conversación se extendió durante unos minutos; al cortar, Eliah se recostó sobre la almohada.
—¿Y? —se impacientó Alamán—. ¿Cómo está Matilde?
—Bien. En la misión, con Amélie.
—Entonces, ya se habrá enterado de todo. Debió de volverse loca de la angustia al saber que estabas herido.
—No te preocupes —expresó Eliah, con acento amargo—. Ya encontró un ganso que la consuela.
Amaba el Matilde; sin embargo, ya no se sentía seguro en él. Después de la muerte de su colega, el sudafricano Alan Bridger, a causa de la explosión de su barco frente a la costa de Gibraltar, temía que el suyo corriera igual suerte. Las voces oficiales especulaban con una falla eléctrica y una pérdida de gasolina; en otros ámbitos se hablaba de una bomba lapa con la marca registrada del Mossad.
La muerte de Bridger, acontecida veinte días atrás, como también la del alemán Kurt Tänveider poco tiempo antes de la de Bridger, habían impulsado una orden desde el palacio de Bagdad: “Detén las negociaciones para conseguir la torta amarilla. Ocúltate durante un tiempo. No muestres la cara. Espera que pase la tormenta”, y eso hacía Aldo, se ocultaba. Se sentía más seguro desde que su socio, Rauf Al-Abiyia, que permanecía en Bagdad, le había confesado que dos de los mejores hombres de la Amn al Khass, la Policía Presidencial iraquí, lo cuidaban. Debían de ser buenos agentes, meditó, porque, por mucho que lo intentase, nunca lograba individualizarlos. Se preguntó si en verdad Saddam estaría protegiéndolo o si se trataría de una argucia de Rauf para infundirle confianza, de modo que él siguiese arriesgando el pellejo tras la maldita torta amarilla. En la última conversación sostenida con Al-Abiyia el día anterior, desde la misma cabina telefónica frente al Hotel Bellavista, le había preguntado a bocajarro: “¿Estás seguro de que me protegen?”. “Por supuesto. Me lo dijo mi amigo Fauzi. Él no me mentiría, hermano. Eres el hombre clave en este momento. Sin ti, el sueño del presidente no será posible”. No obstante, Aldo albergaba dudas y tenía miedo.
Rauf Al-Abiyia le había reiterado que mantuviese un perfil bajo antes de reiniciar las negociaciones. Sin embargo, Aldo sabía que no contaba con demasiado tiempo. En Irak se trabajaba a contrarreloj para fabricar las centrifugadoras del profesor Orville Wright, por lo que Saddam exigiría el uranio pronto. Se pondría impaciente si Aldo no le daba respuestas y exigiría algo a cambio del dinero que estaba depositando en la cuenta del Bank Pasche de Liechtenstein.
Apuntó al televisor con el control remoto y levantó el volumen; estaba por comenzar el noticiero del mediodía. Desde el jueves por la noche, seguía con atención la toma de rehenes en la sede de la OPEP en Viena y con ansiedad desde la publicación de la lista con los nombres de las víctimas; Nando, su cuñado, estaba entre ellas. Se trataba de una ironía que el esposo de su hermana se hallase en manos de los miembros de las Brigadas Ezzedin al-Qassam, a quienes él había provisto de las pistolas, las municiones, las granadas y las Kaláshnikovs con que amenazaban a los rehenes. Pensó en Francesca, en su bellísimo rostro contraído por la angustia y el llanto.
—Francesca —susurró, porque necesitaba pronunciar su nombre. ¿Cómo podía ser que después de más de treinta años pensar en ella aún doliera tanto? Se cubrió la cara con las manos y apoyó los codos sobre las rodillas. “¿Qué hice con mi vida?”, se lamentó. “¿Cómo llegué a caer tan bajo? ¿Cómo llegué a convertirme en un traficante al que le dan caza como a un perro?”. Se miró las manos y vio sangre en ellas, la de las víctimas que caían a causa de las armas que vendía y por las cuales se llenaba los bolsillos de dinero. ¿Qué pensaría su dulce Matilde si le confesase la verdad? Ella, que amaba a la humanidad y que luchaba por curar a los miserables del planeta. ¿Cómo reaccionaría si le dijese que conocía al asesino de Roy y que no se atrevía a hacer nada para vengar su muerte?
Al menos, se dijo, le quedaba un resto de nobleza porque, al saber que el príncipe Kamal Al-Saud había salido con vida del asalto en la OPEP y pese a los sentimientos que le inspiraba, experimentó alegría por Francesca y por él mismo, por ese resto de bondad en su corazón lleno de sombras. Se puso de pie con un envión brusco. Por primera vez en mucho tiempo deseó tener un vaso de whisky en la mano. Quería abandonar la vida de traficante, quería desaparecer de las listas del Mossad, pero, sobre todo, quería mantener a salvo a su familia. No había resultado difícil entrar en aquel mundo de la mano de Al-Abiyia y guiado por su sed de riqueza; resultaría complejo y peligroso salir. No podría hacerlo antes de conseguir el uranio para el régimen de Irak. Una vez cumplido el encargo, desaparecería.
Extrajo su masbaha del bolsillo y, mientras subía a cubierta, desgranaba las cuentas y recitaba la shahada, la profesión de fe del Islam: “La ilaha illa-llahu, Muhámmad rasulu-llah”. (“No hay más dios que Dios, Mahoma es el mensajero de Dios”). Nada lo serenaba como la repetición de esas palabras, lograba que el desasosiego en que lo sumían las ansias por saborear un trago de alcohol remitiese.
Por esos días, no se exponía inútilmente en cubierta, por lo que recogió La Tribuna de Marbella y regresó a la sala, donde se apoltronó para hojearlo. Pasaba la sección de las crónicas policiales con apatía cuando volvió la página de pronto al vislumbrar un nombre: Paul Fricke. El artículo se titulaba “¿Asesinato, suicidio o accidente?”. En el copete, decía: “Murió en Ceuta, en extrañas circunstancias, Paul Fricke, el asistente privado del ministro de Defensa alemán”. Aldo se puso de pie movido por el pánico.
—¡Oh, Dios mío!
Siguió leyendo, aunque tuvo que esforzarse por sujetar el diario porque las manos le temblaban. Paul Fricke, con quien había hecho negocios en el pasado, era su última alternativa para conseguir la torta amarilla antes de acudir a Gulemale, y acababa de esfumarse. No cabía duda, estaban eliminándolos uno por uno. Soltó el periódico y caminó por la sala, sorteando los muebles, yendo de un extremo a otro, sobando las cuentas del masbaha, repitiendo la Bismallah, la primera aleya del Corán: “Bismallah ir-Rahman ir-Rahim”. (“En el nombre de Alá, Clemente, Misericordioso”).
Agotado, con los nervios destrozados, se dejó caer de nuevo en el diván. Necesitaba escuchar la voz de alguien amado. Anhelaba escuchar la voz de Matilde. “Hola, papi” habría bastado para devolverle la alegría. Pero su princesa se hallaba a miles de kilómetros, en un sitio inhóspito del Congo, aislada, sin redes de comunicación, mientras arriesgaba la vida por unos negros llenos de pestes. Se contentaría con escuchar la voz de Sofía. Lo atendió Ginette, y por un instante temió que su hermana no estuviese en casa. Sofía tomó el auricular segundos después.
—Allô?
—Sofi, soy Aldo.
—¡Aldo! —Sin pronunciar otra palabra, Sofía comenzó a sollozar. La tensión padecida desde el jueves se desbordó ante el sonido de la voz de su hermano. Aldo aguardó con paciencia a que Sofía recobrase la compostura. Hablaron largo y tendido.
—¿Qué sabés de Matilde?
—Hablé con ella hace una hora más o menos, por radio.
—¡No me digas! ¿Cómo está mi princesa?
—Destruida por lo de Eliah. Amélie me dijo que se puso muy mal cuando se enteró de que lo habían herido en la operación de rescate. —Aldo apretó el puño en torno al teléfono—. ¿Aldo? ¿Me escuchás?
—Sí, aquí estoy.
—¿Qué pasa?
—No soporto al tipo ése. Imaginarás que no me hace ninguna gracia que mi hija se enrede con el hijo de Al-Saud.
—Aldo, Aldo… —dijo Sofía—. ¿Todavía no has superado aquello?
—¡Por supuesto que sí! Eso no significa que me resigne a la idea de que mi hija se meta con un Al-Saud. Además, él no me gusta. Es un pedante, con pinta de matón.
—¡Eliah es el hijo de Francesca! Y como tal, es un chico noble, de los mejores que conozco. —Un silencio dominó la línea—. De igual modo, no tenés que preocuparte por ese asunto porque ellos rompieron antes de que Matilde viajase al Congo.
—¿Sí? ¿Por qué?
—No lo sé con exactitud, pero creo que fue por culpa de un artículo que se publicó en la Paris Match acerca de Eliah. Francesca me dijo que él los demandó por calumnias e injurias.
—¿Qué decía el artículo?
—Que Eliah es un mercenario. En realidad, que Eliah es el rey de los mercenarios. ¿Podés creer semejante estupidez?
El sábado por la noche, Matilde experimentó un cansancio similar al de la primera semana en Masisi, cuando su cuerpo aún no se habituaba al calor agobiante de la selva tropical ni a la intensidad del trabajo de un hospital en crisis. La noche en vela a causa de la guardia de los viernes combinada con el impacto que significó enterarse de que Eliah había resultado herido en el rescate de los rehenes operaron con un efecto demoledor en su cuerpo y en su mente. El alivio que siguió a la comunicación con Sofía la redujo de nuevo al llanto. Según su tía, Francesca acababa de llamarla por teléfono para comunicarle que Eliah había superado con éxito la cirugía y que se encontraba bien, aunque débil como consecuencia de la gran pérdida de sangre.
—Francesca me dijo que fue tu Medalla Milagrosa la que lo salvó porque recibió el impacto de la bala y la desvió. De lo contrario, habría terminado en su corazón.
Amélie sujetó el receptor y prosiguió con la conversación cuando Matilde fue incapaz de continuar. Se ovilló en la butaca y se echó a llorar con un desconsuelo que le tomó un rato dominar. Juana la abrazaba y le dirigía palabras de aliento.
—Mat, tu medalla lo salvó, amiga. ¡Dios mío! Es un milagro. Esa medalla es lo más. Eliah te debe la vida.
—No, no —sollozaba—, no me debe nada. ¡Nada!
Juana avistó a Jérôme, que se había escapado del refectorio y de nuevo contemplaba a Matilde medio escondido tras la puerta. Lo llamó con una sacudida de mano. El niño se aproximó y la imitó en sus caricias. Matilde percibió otras manos en su espalda y en su cabeza, más torpes, y supo a quién pertenecían. Se incorporó y, mientras se pasaba las mangas de la camisa con olor a permetrina por la cara, intentó sonreír.
—¿Se murió tu amigo?
Matilde emitió un sonido, una mezcla de llanto y risa, y atrajo a Jérôme hacia su pecho.
—No, tesoro mío, no. Mi amigo está bien. Ya está mejor.
—¿Por qué lloras, entonces?
“Porque lo amo, porque lo extraño, porque no puedo vivir sin él, pero debo aprender a hacerlo”.
—Tienes razón. Ya no hay motivos para llorar. Mi amigo está bien.
—¿Vamos a jugar?
Matilde, Juana y Joséphine pasaron la tarde con los niños, compartiendo sus actividades y juegos. Matilde se mezcló con los varones en un partido de fútbol, mientras Juana ayudaba a un grupo de niñas con sus deberes escolares, y Joséphine, que resultó ser una eximia modista, les enseñaba a las mayores a confeccionar ropa con retazos de tela que había llevado. Durante la merienda, en tanto ensopaban un pedazo de pan en una taza con té azucarado, Matilde les contó un cuento, e incluso los más grandes siguieron la historia con semblantes estáticos.
Jérôme no se apartaba de Matilde, y a ella le gustaba que la tomase de la mano o que la agarrase de la camisa. Se sentía amada y útil. Cada tanto, sin motivo, se detenía y, de cuclillas, lo abrazaba y lo colmaba de besos hasta hacerlo reír. Amaba a ese niño como a nadie; ni siquiera sus sobrinos, los hijos de su hermana Dolores, le inspiraban lo que Jérôme. Lo quería para siempre en su vida.
Como era sábado, día del baño de los huérfanos, antes de la caída del sol, ayudaron a las religiosas y a las maestras en esa tarea. El agua, que se preciaba como el oro, se racionaba entre los cincuenta y tres niños y se acarreaba desde una cisterna al refectorio convertido en sala de baño; la transportaban las mujeres acogidas, las violadas y las de la fístula que caminaban correctamente, en bidones de veinte litros, que acomodaban sobre sus cabezas. Los lavaban sobre una palangana con jabones que sœur Edith fabricaba con las mujeres.
Matilde se recogió el cabello en un rodete antes de ponerse manos a la obra. Se ocupó primero de Jérôme y lo lavó a conciencia, incluso utilizó un cepillo para refregar sus pies y sus rodillas. Antes de enjuagarlo, le entregó el jabón y le ordenó que se lavase las partes íntimas.
—Ahí —le indicó—, sólo tú puedes tocarte. ¿Está claro?
El niño asintió, con los ojos bien abiertos al percibir la severidad de Matilde. Aunque de la parte del secado se encargaban sœur Angelie y sœur Annonciation, no objetaron cuando Matilde les pidió una toalla para secar a su protegido. Lo hizo con pasadas enérgicas para que la sangre circulara. Lo embadurnó con su repelente de mosquitos y le puso una muda de ropa limpia, de la que ella le había comprado en el mercado de Rutshuru. Como Jérôme no aceptaba alejarse de ella, lo sentó a unos metros para evitar que se salpicase, y continuó bañando a otros niños. Cada tanto, se daba vuelta y lo descubría con la mirada seria, quieto, erguido contra el respaldo, con aspecto ceremonioso; parecía un adulto pequeño. Le sonreía para hacerlo sonreír y le guiñaba un ojo, algo que Jérôme imitaba sin éxito, lo que le arrancaba una carcajada. “Ah, Eliah, si pudieras ver lo que yo veo, lo amarías tanto como yo. Sus ojos enormes y oscuros, su cabecita perfecta, su nariz que parece un botoncito y su boquita que me recuerda a la tuya, pero sobre todo, su alma de niño bueno es lo más hermoso que tiene Jérôme. Ojalá estuvieras aquí para verlo”.
Después de la cena, un grupo de niños —cada noche le tocaba a uno distinto— levantó los platos y colaboró con Vumilia y las otras muchachas que se ocupaban de lavarlos. Compartieron un momento de oración dirigido por sœur Amélie antes de marchar a las habitaciones. Los más pequeños se habían quedado dormidos en brazos de las religiosas y de las huérfanas mayores. Jérôme, a quien se le habían cerrado los ojos varias veces durante el rezo, pugnaba por mantenerse despierto y caminaba de la mano de Matilde en silencio y con el mentón pegado al pecho. Debido a la epidemia de meningitis, el laboratorio del hospital había colapsado, y los análisis menos urgentes demoraban semanas, por lo que Matilde aún no conocía el resultado de los que le habían practicado a Jérôme; no obstante, se daba ánimos al convencerse de que lo veía saludable; de igual modo, enfermedades como el VIH o la tripanosomiasis humana africana eran larvadas. Sœur Tabatha, quien mostraba una inclinación especial por el recién llegado, había reforzado sus esperanzas al asegurarle que comía con apetito, “aunque tiene pesadillas de noche y se despierta llorando”, comentario que, si bien no sorprendió a Matilde —sólo Dios conocía los horrores que Jérôme había presenciado—, la había sumido en una gran tristeza e impotencia.
—¿Estás muy cansado, tesoro? —le preguntó Matilde, mientras le quitaba las zapatillas para ponerle el pijama que ella le había regalado.
—No —mintió Jérôme—. Quiero que me cuentes un cuento. Ese de los niños que se pierden en el bosque, el que me contaste en el hospital.
Matilde se recostó a su lado y acomodó el mosquitero en torno a ellos. Con voz baja, casi en susurros, le contó una versión modificada de Hänsel y Gretel. Se tapaba la boca y reprimía la risa que le provocaban los esfuerzos de Jérôme para no dormirse. Se despertaba con espasmos y levantaba los párpados hasta tocarse las cejas con las pestañas, aunque enseguida aquéllos comenzaban a caer de nuevo. Al término del cuento, Matilde abandonó la cama y se inclinó para apoyar los labios en la frente del niño.
—¿Ya no estás triste por tu amigo? —lo oyó murmurar.
—No, ya no. Estoy feliz por estar aquí contigo. Te extrañé mucho durante la semana.
—Yo también.
“Es cierto”, pensó Matilde, porque Tabatha le había confiado que, cada mañana, Jérôme le preguntaba: “¿Hoy es sábado? ¿Hoy viene Matilde?”.
—Vamos, duérmete que mañana quiero que juguemos de nuevo al fútbol.
La sonrisa de Jérôme, que se apoderaba de cada facción de su rostro y que le iluminaba los ojos, bastaba para darle sentido a la vida. Le acomodó la almohada y, al hacerlo, su mano chocó con algo duro.
—¿Qué es esto? ¿Qué escondes aquí? —Extrajo la cajita de clips donde ella había guardado su mechón de pelo—. Ah —exclamó, emocionada y sorprendida; se había olvidado de ese detalle.
—Lo puse debajo de la almohada —explicó Jérôme— para no tener sueños feos.
—¿Y funciona? —El niño sacudió la cabeza para afirmar—. Buenas noches, tesoro mío. Que tengas dulces sueños.
Jérôme sacó velozmente los brazos fuera de la sábana y los cerró en torno al cuello de Matilde para empujarla hacia la cama. Matilde aceptó el abrazo y permaneció quieta y muda, con el rostro contraído y una opresión a la altura del esternón que la ayudaba a reprimir el llanto, mientras cada sollozo de Jérôme se clavaba en su pecho y le rompía el corazón.
—Extrañas a tu familia, ¿verdad? —dijo, al ganar compostura.
—Sí —fue la respuesta del niño, mezcla de gimoteo y de suspiro.
—¿Quieres contarme qué pasó con ellos?
Una vez más, Jérôme se negó, lo que llevó a Matilde a trazar conjeturas que la espantaron.
—Querida Alizée —pronunció, con voz pausada—, tu hijo Jérô, a quien yo quiero con toda mi alma, está muy triste porque te fuiste. —Matilde percibió que el niño ajustaba el abrazo—. Yo sé que, en realidad, no te fuiste y que estás aquí con nosotros, por eso te pido que duermas junto a él para que no tenga pesadillas. Gracias, querida Alizée. Buenas noches.
Hacía más de media hora que el generador no funcionaba y que las penumbras reinaban en la misión. Los niños dormían o simulaban hacerlo. Matilde, aún abrazada a Jérôme, buscó infundirle paz. Bajó los párpados, practicó uno de los ejercicios respiratorios que Eliah le había enseñado y se concentró en los sonidos de la noche, los que se deslizaban desde el bosque tropical y se metían furtivamente por las ventanas abiertas, protegidas por mosquiteros. El concierto de chirridos, maullidos y rugidos se mezclaba con los ronquidos del interior, y componían una música incesante y armoniosa, que la relajaba. Minutos después notó, por la manera en que Jérôme respiraba, que estaba dormido. Se desprendió de su abrazo y lo besó en la frente.
—Que Dios te bendiga, amor mío —murmuró, y se puso de pie.
Acomodó el mosquitero, procurando ajustarlo en todas las esquinas. Deseó las buenas noches a sœur Angelie, quien dormía esa noche en el orfanato, y cruzó a la carrera el espacio que la separaba de la casa de las religiosas. Entró en puntas de pie por la cocina, echó llave y se encaminó hacia la sala, donde Vumilia había acomodado tres colchones para ellas. Al pasar frente a la habitación de Amélie, vio una línea de luz bajo la puerta. Llamó con un ligero golpeteo.
—Adelante.
Al ver la cara de Matilde que se asomaba con prudencia, Amélie depositó el libro sobre la mesa de luz y saltó de la cama. Sin el hábito ni el velo, su prima lucía diferente, más joven, más bonita, a pesar del cabello cortado como el de un hombre.
—Vení, pasá, pasá.
—No, no. Sólo quería agradecerte que me permitieras quedarme un rato más con Jérô.
—Debes de estar exhausta —conjeturó Amélie—. No me parece sensato que le exijas a tu cuerpo hasta el límite. —Matilde le contestó con una sonrisa cansada y entró—. Sentate.
—Gracias —dijo, al tiempo que descubría la fuente de luz, un velador halógeno que funcionaba a batería.
—¡Qué día el de hoy! ¿Verdad? —Matilde asintió—. ¡Qué intenso!
—Amélie, quería disculparme por el espectáculo que di esta mañana, cuando me enteré de que le habían pegado un tiro a Eliah, y el que di después, cuando tu mamá nos dijo que estaba bien.
—Ex abundantia cordis. —Ante el entrecejo fruncido de Matilde, tradujo—: De la abundancia del corazón. Tu espectáculo —dijo, e hizo la mímica de entrecomillar la palabra espectáculo— nació de la exuberancia de tu sentimiento por Eliah.
—Sí, supongo que sí.
—¿Lo amás mucho?
—Muchísimo —admitió, sin vehemencia y con la vista en el suelo.
—Lamento que rompieran, entonces.
—Lo nuestro no tenía futuro. Lo supe desde el comienzo, pero me atraía tanto que me dejé llevar. Sabía también que sufriría cuando lo dejase y, sin embargo, me permití vivir el sueño más hermoso de mi vida.
—¿Por qué no tenían futuro?
Matilde elevó el rostro antes de contestar:
—Porque no puedo tener hijos.
—¡Oh! No lo sabía. ¡Cuánto lo siento! —Las manos de Amélie cayeron sobre las de Matilde y las apretaron.
—El cáncer me arrebató el sueño de ser madre. Pocos lo saben. La abuela Celia le prohibió a la tía Enriqueta que se lo dijese a tu mamá. Supongo que para la abuela era vergonzante que yo no pudiera engendrar.
—Eso no tiene nada de vergonzante —se mosqueó Amélie—. Vergonzante es lo que ella hizo conmigo… —Se detuvo, sacudió la mano—. No hablemos de eso. Volviendo al otro tema, ¿Eliah rompió contigo cuando supo de tu problema?
Matilde notó que su prima formulaba la pregunta con incredulidad, como si no creyese a Eliah capaz de una acción tan baja.
—No, fui yo la que rompió.
—Ah. ¿No te parece excesivo haber roto con él, amándolo tanto, solamente porque no podés tener hijos?
—¡Solamente! —se pasmó Matilde—. ¿Te parece poco?
—La verdad es que sí.
—Hubo otras cosas que me impulsaron a decidirme, aunque, en realidad, sólo sirvieron para precipitar lo inminente. En el fondo, lo más importante es que soy estéril y no quiero condenar a Eliah a una vida sin hijos.
—Podrían adoptar.
Matilde sacudió la cabeza para negar.
—Conozco a Eliah. Es del tipo al que sólo le gustaría tener sus propios hijos. Además, es tan sano, está tan lleno de vida… No me parece justo atarlo a mi destino. No sé si sabés, Amélie, pero el cáncer es una enfermedad con alto riesgo de recidiva, es decir, puede reaparecer.
—Eso sólo Dios lo sabe.
—En fin —musitó Matilde—. También venía para contarte que estoy decidida a adoptar a Jérôme. Quiero hacerlo cuanto antes.
—¡Vaya! —Amélie se puso de pie—. ¿Lo has pensado bien? Un hijo no es cosa fácil. Hoy tuviste una muestra ayudándonos a cuidarlos. Insumen mucho tiempo, necesitan mucha atención, y vos estarías sola para todo. Y necesitarías trabajar.
—Lo sé. No será fácil, pero lo que siento por él no se explica con palabras. Es algo misterioso, mágico. Tengo la impresión de que lo conozco de toda la vida.
—Jérôme es un niño muy especial. Cuando Oscar, su padre, hacía trabajos de albañilería en la misión, a veces lo traía, y yo lo observaba. Era muy chico, cuatro o cinco años, y, sin embargo, aprendía rapidísimo lo que su padre le enseñaba, y se tomaba muy en serio los encargos que Oscar le daba. Los hacía muy bien, con una meticulosidad que no era común para esa edad.
—Tesoro mío…
—Aquí también nos ha cautivado a todas. Tabatha está deslumbrada con él.
—¿Cómo se lleva con los demás niños? Hoy no quería jugar al fútbol. Lo hizo porque yo lo hice.
—Y vos lo hiciste para que él lo hiciera. La verdad es que Jérô haría cualquier cosa para complacerte, eso se ve. Está costándole adaptarse e integrarse, pero no hay que olvidar que sufrió un… ¿cómo se dice? Traumatisme.
—Un trauma.
—Sí, un trauma terrible. No sabemos qué vivió, qué fue lo que presenció. Creo que deberíamos darle gracias a Dios porque, dentro de lo que cabe, está reaccionando bastante bien. Te diré lo que creo: él está bien gracias a vos, porque ha encontrado en vos el reemplazo de Alizée.
—Entonces, con más razón deberíamos comenzar con los trámites para la adopción.
—Uf —Amélie exhaló un bufido—. ¡Son tan burocráticos y corruptos!
—No me importa. No me importa nada. Quiero que Jérôme sea mi hijo. ¿Qué tengo que hacer? ¡Por favor, Amélie, ayudame!
—No dudes de que te voy a ayudar. El lunes les escribiré a mis amigos en la Asociación de Adopción Internacional del Congo.
—¡Gracias! ¡Gracias, Amélie!
—¿Por qué no vas a dormir? Tus ojeras son más grandes que las mías, y eso es mucho decir.
Después de caminar kilómetros hacia el este durante casi un día, Udo Jürkens halló una granja. Amenazó con su Beretta 92 a los propietarios, una pareja de ancianos, y los obligó a que lo condujesen hasta el poblado más cercano después de que lo alimentasen; desfallecía de hambre y de extenuación. El poblado resultó ser Gmünd, una ciudad al noreste de Austria, a escasos kilómetros del límite con la República Checa, un importante nudo de líneas ferroviarias que lo conducirían adonde se le antojase.
Si bien los ancianos habían escuchado en las noticias acerca de la fuga de uno de los terroristas que habían asaltado la sede de la OPEP, no lo asociaron con Udo, puesto que ese hombre tenía aspecto de teutón, no de palestino, sin mencionar que hablaba el alemán a la perfección. Le entregaron el dinero que llevaban encima y tomaron sus amenazas en serio. Nadie que tuviese una voz de tintes eléctricos y los contemplase con una mirada carente de humanidad hablaría en vano al afirmar que volvería por ellos y los degollaría si se atrevían a denunciarlo. Lo dejaron en la plaza principal de Gmünd y regresaron a su granja, donde bebieron unas copas de vodka antes de retornar a los establos para ocuparse de las vacas. Días más tarde, cuando vieron en las noticias la fotografía de un hombre con el pelo rubio, no dudaron de que fuese él. Los ancianos se contemplaron y siguieron comiendo.
El sábado por la noche, Jürkens se trasladaba en tren hacia Praga. Viajaba con el pasaporte falso provisto en Trípoli, cuya fotografía se correspondía con su nuevo aspecto, el pelo negro y las mejillas abultadas. De igual modo, de nada valdría su metamorfosis si Eliah Al-Saud, en caso de haber sobrevivido al balazo, le facilitaba a la policía las señas para confeccionar un identikit. Aunque, meditó, como se había quitado la máscara a último momento para alertar a sus compañeros y se había tratado de pocos segundos, albergaba la esperanza de que Al-Saud no hubiese memorizado las peculiaridades de su rostro. “Esto es”, se dijo, “si ese hijo de puta está vivo. En caso contrario…”. Pensó en su jefe, Gérard Moses, y sufrió una fuerte turbación. Lo llamaría desde Praga al teléfono con la característica de Irak. No lograba medir las consecuencias que caerían sobre él si había asesinado al amigo de la infancia de Moses. La obsesión de su jefe por Al-Saud no conocía límites, y, si bien Udo no comprendía adónde pretendía llegar, se encontraba en posición de afirmar que Moses, por Al-Saud, era capaz de cualquier cosa.
Más allá de cómo terminase la comunicación con su jefe, Jürkens era consciente de que tenía que desaparecer de la escena por un tiempo. Irak se presentaba como la elección más sensata; allí encontraría refugio, ya fuese bajo el ala de Gérard Moses o la de su amigo Fauzi Dahlan. No obstante, la decisión recayó en otro sitio: el Congo, si bien antes se contactaría con el hacker Charles Bonty, que ya habría averiguado en qué ciudad trabajaba Matilde.
El domingo 3 de mayo, temprano por la mañana, arribó a Hlavní Nadrazi, la estación central de trenes de Praga, y caminó hasta la Plaza Wenceslao, donde tomó un suculento desayuno y leyó un diario austriaco del día anterior, mayormente dedicado al asalto de la OPEP. Se enteró de que cuatro de sus compañeros habían muerto y de que dos habían sido atrapados con vida cuando las fuerzas ocultas en el Jumbo los sorprendieron en medio de la confusión que él mismo había propiciado al descubrir a Al-Saud disfrazado de piloto.
Avistó un teléfono público dentro del bar y cambió un billete de diez dólares para obtener monedas. Calculó la hora en Irak, y marcó el número telefónico que le había proporcionado Moses. Las llamadas se repitieron. A punto de devolver el auricular a su sitio, oyó la voz de su jefe.
—Allô?
—Jefe, soy yo —se anunció Jürkens, en francés.
—¿En qué mierda estabas pensando cuando hiciste lo que hiciste?
—Jefe, cálmese. Recuerde que no puede alterarse.
—¿Alterarme? ¡Por tu culpa tengo las pulsaciones a mil por hora! —Moses inspiró y se apretó los párpados con el pulgar y el índice—. ¿Qué pasó? —preguntó, sin abrir los ojos, casi en un bisbiseo.
—Él estaba ahí —expresó, mientras se las ingeniaba para explicar sin dar nombres. ECHELON, el sistema de escucha norteamericano, lo habría localizado en segundos si pronunciaba la palabra incorrecta.
—¿Él? ¿Quién es él?
—Su amigo, el de la Avenida Elisée Reclus. —Udo esperó a que su jefe digiriese la información—. Él era el piloto —añadió.
—¿Estás seguro?
—¡Por supuesto! —exclamó.
—Dicen que el piloto está gravemente herido.
—Lo siento, jefe —murmuró Jürkens, con timbre pesaroso—. Lo siento, pero él hizo ademán de desenfundar un arma.
Moses apretó el puño y los párpados para reprimir la ira que se transformó en temblores que lo surcaron como olas. Necesitaba calmarse para pensar con claridad.
—Usted sabe que no le habría disparado…
—¡Cállate! —Respiró de manera entrecortada hasta que consiguió recuperar el habla—. Tienes que dar la cara a quien ya sabes. Él no tolerará que desaparezcas sin explicar lo que sucedió.
—Pero…
—¡Tienes que hacerlo! Lo conozco desde que éramos niños. Si te escondes, te buscará, te cazará como a un animal, vivirás con su sombra sobre ti.
—Si vuelvo a aquel sitio —Jürkens aludía al campamento de Al-Muzara en los alrededores de Trípoli—, me encontraré con nada.
—Sí, sí. Después del fiasco, ya habrá abandonado ese refugio. Él es así, nunca pierde tiempo. Es obsesivo. Debemos ir a París. Tarde o temprano nos enviará un columbograma. Aunque… París es inconveniente para ti —recordó de pronto Moses.
Jürkens, que sólo pensaba en encontrar la ubicación de Matilde, vio la oportunidad de hacerle una visita al hacker Charles Bonty.
—No será problema, jefe. Tomaré los recaudos necesarios.
—Bien. Nos veremos en París en unos días, en la casa de la Quai de Béthune.
Por más que hubiese querido dormir hasta tarde, Matilde no lo habría conseguido. A las ocho de la mañana del domingo, la misión era un enjambre de sonidos, de olores y de luz. Se quedó en el colchón, con el antebrazo sobre la cara para protegerse del sol que entraba por las ventanas sin cortinas. La sedujo el aroma del café, y decidió levantarse. Joséphine se peinaba a unos pasos de distancia bajo el umbral de una contraventana, la mirada fija en el paisaje. Así, de perfil, con el gesto reconcentrado y su cuerpo delineado por el corte del vestido, presentaba la belleza de una reina africana exuberante y orgullosa.
Para su sorpresa, Juana ya se había levantado y, según le informó Joséphine, estaba en el baño. Matilde se quitó el camisón y se echó encima una remera de manga larga —aunque hiciera calor, nunca llevaba las extremidades descubiertas—, se enfundó los jeans y se ató el pelo, todo deprisa. Quería ver a Jérôme. Lo encontró esperándola en la cocina, en la actitud de quien se mantiene fuera del paso para no llamar la atención y propiciar que lo expulsen. Al descubrirla, Jérôme le concedió una sonrisa que le precipitó las pulsaciones. Se puso de rodillas y le abrió los brazos. Jérôme, esquivando con habilidad a Vumilia, corrió hacia ella. Matilde lo cobijó en su regazo y lo besó y lo meció, mientras le preguntaba cómo había dormido y si había tenido pesadillas.
—No me desperté ni una vez —aseguró el niño, reafirmando su declaración con el índice en alto.
—¡Qué alegría, Jérô, amor mío! Ya ves: tu mamá te cuidó toda la noche.
—Y tu mechón de pelo.
Cerca de las diez de la mañana, una camioneta Toyota, cuyo color blanco se adivinaba bajo las salpicaduras de lodo colorado, ingresó por el camino de la misión. Los niños abandonaron sus juegos y salieron a recibirla con gritos de entusiasmo. El padre Jean-Bosco Bahala descendió del vehículo con una sonrisa y sus mejillas brillantes, y destinó un buen rato para saludar y conversar con los niños, que lo ayudaron a bajar las provisiones que transportaba en la parte trasera de la Toyota.
Después de desayunar, el sacerdote se reunió con los mayores para proseguir con las clases de catecismo. Una hora más tarde, dio misa en la capilla, a la cual se unieron las mujeres que habitaban en el sector más alejado de la misión, incluso asistieron las de la fístula. Hacía años que Matilde y Juana no iban a misa; no obstante, al comentarlo al final de la jornada, ya de regreso en Rutshuru, coincidieron en que se había tratado de una ceremonia emotiva. Durante el sermón, el padre Jean-Bosco había hablado del amor, de la caridad y de la esperanza, en un sentido práctico y humano, sin definiciones teológicas; ni siquiera una vez pronunció la palabra pecado.
Matilde, con Jérôme al lado, cerraba los ojos y rezaba por Eliah con una devoción que no había empleado durante los meses de quimioterapia, once años atrás. A su vez, le agradecía a la Virgen, con igual fervor, por haberse interpuesto entre la bala y él. Al imaginar el instante en que el disparo lo había alcanzado, se le calentaban los ojos y la recorría un escalofrío.
Como no llovía, se dispusieron tablones largos frente a la casa de las religiosas y se compartió el almuerzo al aire libre. El padre Jean-Bosco bendijo los alimentos antes de que las acogidas se dispusieran a servir lo que para los congoleños se consideraba un manjar: tilapia, un pez de río, cocinado al rescoldo en hojas de marantacee, con tanto pimiento piri piri, que quemaba la boca; también había saka saka, una especie de puré de hojas de yuca con aceite de palma y pasta de maní, ensalada de repollo y mandioca horneada. Al final de la comida, sœur Edith les contó a Matilde y a Juana que el banquete era obsequio de Joséphine, quien le había ordenado a su chofer, Godefroide Wambale, que se presentase el domingo, temprano por la mañana, con los ingredientes. Había comprado toda la pesca de tilapias a unos pescadores que encontró a orillas del Rutshuru, en su camino hacia la misión.
Jérôme comía con ganas, se notaba que estaba familiarizado con los sabores, aunque no con los cubiertos. Dejó de masticar cuando el padre Jean-Bosco, sentado frente a él, lo elogió porque su maestra, ubicada junto al sacerdote, aseguraba que durante esa primera semana en la escuela había demostrado ser un alumno aplicado e inteligente. Matilde sonreía y le besaba la cabeza.
—Come, come —lo urgía, y le ponía el tenedor en la mano, que Jérôme hacía a un lado para seguir con las manos, al igual que la mayoría de los niños.
Al terminar el almuerzo, Matilde y Juana visitaron a las mujeres acogidas con sus maletines. Como muchas no hablaban francés, Amélie, diestra con el swahili y otras lenguas locales, hacía de traductora. Las que habían sido violadas, algunas mutiladas, se mostraban tímidas, no miraban a los ojos y prácticamente no articulaban palabra. Pocas, las que se habían presentado en un centro de salud antes de las setenta y dos horas de la vejación, tomaban antirretrovirales provistos por la Cruz Roja o por Manos Que Curan. Del resto, la mayoría estaba infectada con VIH, según Amélie, y vivían con los medicamentos que donaban las mismas instituciones.
—Dos quedaron embarazadas como consecuencia de la violación —les informó Amélie en castellano—, Lamale y Lesego —dijo, y apoyó las manos sobre las cabezas de las muchachas—. El hijo de Lamale falleció el año pasado, en la epidemia de cólera. No pudo sobreponerse con el cuadro de VIH que tenía desde su nacimiento. La de Lesego es Siki. —Amélie aludía a una de sus predilectas, una niña de tres años, muy despierta, que se lo había pasado, durante el almuerzo, tocando los bucles de Matilde e intentando ganarse el favor de Jérôme, sin éxito.
—Entonces —habló Juana—, Siki no es huérfana.
—Su madre no la quiere —explicó Amélie, y avanzó para proseguir con la ronda.
En el pabellón de las mujeres con fístula, Matilde se preguntó si en verdad no habría una solución para ellas; tal vez, el doctor Gustafsson, con su maestría en la cirugía de fístula, lograría cerrar el orificio que nadie había conseguido cerrar y que provocaba la pérdida de orina y, en algunos casos, de heces por la vagina. Se alejaban, como leprosas, conscientes de que olían mal. Más de una, con el nervio de la cadera afectado, arrastraba la pierna.
—La solución sería contar con pañales descartables, pero es un lujo que no podemos permitirnos. Pañales para ellas o comida para todos. Cuando tenemos, les damos algodón. El resto del tiempo usan trapos, así al menos no se les desliza por las piernas. Lo del olor… Bueno, es el gran problema para ellas, a pesar de que se lavan varias veces por día.
De regreso al orfanato, para seguir la ronda con los niños, Juana manifestó:
—Te admiro, Amélie. Lo que hacés por esta gente tendría que valerte el premio Nobel de la Paz.
—¡Qué bien me vendría para comprar tantas cosas que necesitamos!
—No sé cómo hacés para aguantar aquí, día tras día, con tanto trabajo —se sinceró Juana—. Parece inacabable.
—Y con tantos problemas —completó la religiosa—. A veces me siento muy cansada y con ganas de volver a vivir en la casa cómoda de mis padres en París. Pero veo a mis niños y me pregunto: “¿Qué será de ellos si los abandono?”. Entonces, todo vestigio de burguesa cómoda se borra de mi mente. En este momento me aterroriza que la epidemia de meningitis ataque la misión. Sería una catástrofe para nosotras. Me aterroriza también la guerra inminente. Nada debería aterrorizarme si tengo fe en Dios. “El Señor es mi pastor. Nada me puede faltar” —citó, y se calló de pronto al oír el sonido de un motor—. ¿A quién pertenece ese jeep?
El Jeep Rescue, pintado con el camuflaje militar, se detuvo a metros de la casa de las religiosas, en el sitio que había ocupado la camioneta del padre Jean-Bosco. Matilde se desconcertó al ver a su paciente, Nigel Taylor, descender del vehículo. El hombre se hizo sombra con la mano para contemplar los alrededores. Se detuvo al descubrirla a unos metros y caminó hacia ella con una sonrisa.
—Es un paciente del hospital —explicó Matilde.
—Un paciente muy buen mozo —comentó Amélie.
—Y que, por lo visto, está baboso por Mat.
—¿Baboso? —se extrañó Amélie.
—Que chorrea baba, saliva —explicó Juana—, por ella. Que Mat le gusta.
A unos pasos de las tres mujeres, Taylor se quitó los lentes para sol, y sus ojos azules destellaron en la luz del atardecer. Matilde apreció, por primera vez, sus pestañas y meditó que habrían sido la envidia de cualquier mujer.
—Señor Taylor, qué sorpresa —dijo Matilde en inglés y a modo de saludo, y extendió la mano para evitar la familiaridad del beso.
—Buenas tardes, doctora.
—¿Cómo se siente?
—Muy bien. Algo débil, debo admitir.
—Debería estar haciendo reposo. Han pasado sólo cuatro días desde la operación. ¿Tiene puesta la faja?
—Sí —contestó Taylor, con una sonrisa paciente.
—¿Cómo supo dónde encontrarme?
—Hoy volví al hospital para buscarla y la enfermera Udmila me contó que pasaría el fin de semana en la Misión San Carlos. Y mi colaborador —se giró apenas para señalar a Osbele, en el interior del jeep— me trajo hasta aquí. Es un sitio conocido en la zona. Supongo que usted vive en la misión, hermana —se dirigió a Amélie—. Mucho gusto. Mi nombre es Nigel Taylor, paciente de la doctora Martínez.
—Ella es mi prima, señor Taylor. Amélie Guzmán, religiosa de la orden Hermanas de la Misericordia Divina y a cargo de la misión.
—Encantado, hermana.
—Un gusto, señor Taylor —contestó Amélie, en inglés.
—Y ella es mi amiga, la doctora Juana Folicuré.
—Encantado de conocerla, doctora, aunque ya la había visto en el hospital. —Juana le apretó la mano y lo contempló con hostilidad, actitud que Taylor soslayó; en cambio, conservó la sonrisa mientras giraba sobre sí para estudiar el entorno—. Es un sitio encantador, aunque de difícil acceso. La selva es muy espesa aquí y no se podría aterrizar con un helicóptero en caso de ser necesario un rescate de urgencia.
—No pensábamos en eso, señor Taylor —apuntó Amélie—, mientras aceptábamos las únicas tierras que el gobierno congoleño se dignaba concedernos para fundar la misión. Hemos trabajado mucho para construir lo que usted ve, pero aún no está en nuestros planes desmontar para un helipuerto.
Taylor profirió una carcajada y se llevó la mano a la zona de la herida.
—Señor Taylor —dijo Amélie—, acompáñenos un momento a la casa. Allí podrá sentarse y tomar algo fresco.
—Debería estar en la cama —objetó Matilde.
—Necesito hablar con usted, doctora. Sólo será un momento.
Cerca de la galería, Jérôme salió a recibir a Matilde, seguido por Tabatha. Corrió hacia ella y se colgó de su cintura y apretó la cabeza en su vientre.
—Hola, tesoro mío.
—Veo que tengo competencia —expresó Taylor, con una desfachatez que arrancó una risa a Amélie y profundizó el ceño de Juana.
—Señor Taylor —habló la religiosa—, desde ya le aviso que ha perdido la guerra. Pase, por favor. ¡Vumilia! Prepáranos té.
Antes de que la figura de Taylor se perdiese en el interior de la casa, Derek Byrne, que custodiaba a Matilde con unos binoculares de doce por cincuenta, con miras camufladas para que, al reflejarse la luz en la lente, no denunciasen su posición en el bosque, los cambió por una máquina fotográfica con un objetivo catadióptrico, que le permitiría fotografiarla desde la gran distancia que lo separaba de la misión. En realidad, el interés de Byrne no se centraba en la mujer del jefe sino en el hombre europeo que acababa de bajarse de un Jeep Rescue.
Dentro, en el comedor, Taylor iniciaba una conversación banal con Amélie. Sœur Edith, cuya parte mundana le permitía evaluar que el inglés, con una chomba Christian Dior, anteojos para sol Prada y un reloj Omega de oro, encarnaba a un potencial benefactor de la misión, se mostró tan simpática como parca solía ser el resto del tiempo. Matilde se cubría la boca, en tanto Juana, después de poner los ojos en blanco, se levantó y se fue al escritorio de Amélie para ver si Internet funcionaba; quería escribirle un mensaje a Shiloah.
—No te demores, Mat —le dijo en castellano, antes de desaparecer—. Mirá que nos vamos en un rato.
Después de la segunda taza de té, Matilde, que guardaba un silencio deliberado, se puso de pie y atrajo la atención de Taylor.
—En verdad, señor Taylor, creo que es una imprudencia que no esté haciendo reposo. Como su cirujana, le ordeno que vaya a descansar. ¿Le dieron los antibióticos que prescribí?
Lo acompañó con Jérôme interponiéndose entre ellos. Caminaron en silencio, ajenos a la velocidad con la que Byrne apretaba el disparador de su máquina fotográfica. Al llegar junto al jeep, Taylor la miró a los ojos y, en una pose masculina, el pie en el filo del vehículo y un brazo sobre el borde superior de la puerta abierta, le sonrió con una desvergüenza que ya no la pasmaba.
—¿No va a preguntarme a qué he venido hasta aquí?
—Dígamelo, por favor.
—A agradecerle porque estoy vivo y no muriéndome de una septicemia.
—Sólo hice mi trabajo, señor Taylor.
—Para mí hizo mucho más que eso. Operarse de apendicitis en este condenado pozo ciego es casi tan peligroso como un trasplante de corazón. —Al advertir que Matilde le sostenía la mirada con visos de hastío, apuró el discurso—: En el hospital de Rutshuru no querían cobrarme nada, porque es del municipio. De igual manera, hice una donación generosa.
—Gracias, señor Taylor. Lo aprecio mucho, de verdad.
Las facciones de Taylor no se inmutaron a pesar del respingo que dio su corazón cuando vislumbró que comenzaba a traspasar la coraza de la doctora Martínez. Durante los días de internación, mientras sus ojos se paseaban con avidez por la crujía buscándola, se había preguntado cómo un hombre mundano y frío como Eliah Al-Saud había conquistado a una mujer sensible y profunda como la doctora Martínez, que prefería trabajar en ese sitio miserable en lugar de conseguir renombre en París.
—Soy un hombre muy rico, doctora.
—Su oficio es muy rentable, lo sé.
—¿Cómo lo sabe?
—Bueno, lo imagino —se corrigió.
—Sí, es rentable. El riesgo y la rentabilidad son directamente proporcionales —explicó Taylor—. Y yo arriesgo la vida en cada uno de mis trabajos.
—Le deseo que nunca le suceda nada malo. Ahora, me despido…
—No, espere.
Taylor la aferró del brazo y la atrajo hacia él. Lo impresionó la delgadez de Matilde; le parecía estar sujetando un palo de escoba. La médica se deshizo de su mano con un movimiento suave, aunque decidido.
—Dígame, señor Taylor, pero deprisa porque mis amigas me esperan para regresar a Rutshuru.
—Pídame lo que quiera. Necesito compensarla por lo que hizo por mí.
Matilde se quedó mirándolo, confundida en un primer momento. Segundos después, cuando pensó en la pierna ortopédica para Tanguy y en la cirugía reconstructiva para Kabú, el enfant sorcier, notó cómo la ambición ocupaba el lugar del desinterés.
—No debe compensarme por nada. Hice mi trabajo, y MQC me paga un sueldo por eso.
—En realidad, no quiero compensarla —admitió Taylor—, sino redimirme ante usted. No quiero que me desprecie por ser mercenario. Le demostraré que un soldado profesional también es una persona con sensibilidad.
—Compensándome no se redime. Por otra parte, usted no tiene por qué redimirse ante mí. Yo no lo desprecio, señor Taylor. Simplemente, no estoy de acuerdo con su modo de ganarse la vida.
—Quiero ganarme su respeto. Dígame cómo puedo hacerlo. ¿Colaborando con la misión de la hermana Amélie, tal vez?
Matilde lo observó con una mueca astuta, mientras aguzaba los ojos y se acariciaba la barbilla, a la que Taylor definió como adorable, por lo pequeña y respingona.
—Quizás acepte su ofrecimiento, señor Taylor. No para mí —aclaró deprisa—, sino para dos criaturas que han sufrido traumas muy severos y necesitan dinero para recuperarse, dinero que, por supuesto, no tienen.
—Yo se lo daré si eso la hace feliz a usted.
—Me haría muy feliz, señor Taylor.
—Dígame cuánto necesita y para qué es.
—Ahora no puedo decirle nada. Déjeme hacer averiguaciones. En unos días tendré la información necesaria.
—¿Cuándo puedo volver a verla?
—Trabajo en el hospital de lunes a viernes. Puede ir allí cuando guste.
No hizo a tiempo de extender la mano para evitar el beso. Taylor cayó sobre su mejilla con la agilidad de una cobra y apoyó los labios más tiempo del debido. No se quejaría; había iniciado un juego por el bien de Tanguy y de Kabú y tendría que jugar de acuerdo con las reglas. Acompañó con la mirada al jeep antes de que la selva lo engullese.
Jérôme le tironeó la manga de la camisa.
—¿Qué, tesoro?
—¿Ése es tu amigo, el que casi se muere?
—No. Te conté que mi amigo se llama Eliah. Este señor se llama Nigel.
—Nigel no me gusta.
Matilde no indagó si aludía al nombre o a la persona.