EN TIERRAS DE LA VENUS
I
“Cariay, Veragua. ¡Las minas de oro, la providencia donde hay oro infinito, donde lo llevan las gentes adornándoles los pies y los brazos, y en él se enforran y guarnecen las arcas y las mesas! Las mujeres traían collares colgados de la cabeza a las espaldas. A diez jornadas está el Ganges. De Cariay a Veragua es tan cerca como de Pisa a Venecia. Yo todo esto lo sabía: Por Tolomeo, por la Sacra Escritura. Es el sitio del paraíso terrenal…”, hubiera podido escribir Mateo Colón como su tocayo genovés había escrito a la reina. “Oh, mi América, mi dulce tierra hallada”, fueron las siete palabras que mejor describieron la epopeya de Mateo Colón.
El anatomista no iba a tardar en comprender que aquella extraña enfermedad, aquella monstruosa deformidad, era, en rigor, como las Indias Orientales. A su regreso a Padua examinó un total de ciento siete mujeres, entre vivas y muertas. Para su estupor, en todos los casos pudo comprobar que aquella “verga” que había descubierto en Inés de Torremolinos existía, “diminuta y oculta tras las carnes de los labios”, en todas la mujeres. Y pudo descubrir, eufórico, que el comportamiento que presentaba esta pequeña protuberancia no era en absoluto diferente de como se comportaba en el cuerpo y en la voluntad de Inés de Torremolinos. El anatomista, extraviado en su propia euforia, había encontrado la llave del amor y del placer. No se explicaba de qué modo aquel dulce tesoro había pasado inadvertido durante siglos, no comprendía cómo generaciones de sabios, de anatomistas de Oriente y Occidente, no habían visto jamás aquel diamante que se advierte a simple vista, sólo corriendo las carnes de la vulva.
“Oh, mi América, mi dulce tierra hallada”, apuntó el anatomista en el comienzo del capítulo XVI de su De re anatomica. Y lo que habría de seguir era una sinfonía épica.
Entre ayes y amor mío, el anatomista acariciaba las costas de las tierras nuevas; como aquellas indias de cobre que salían de la tripa de lo verde y se ofrecían a los dioses barbados mitad hombre, mitad bestia, así se le obsequiaban al nuevo Amo de la Patria de Venus. Así andaba, explorando el genital follaje, la espada en la diestra, las Escrituras en la siniestra y al cuello, la cruz. Avanzaba tierra adentro y un día Dios le dijo: “poned nombre a las cosas” y entonces, en su diario, al final de cada jornada, apuntaba: “Sí me es dado poner nombres a las cosas por mí descubiertas…” y entonces nombró a las cosas. Y así andaba, circunnavegando la creación de su propia costilla.
Entre ayes y amor mío, besaba la arena de las tierras nuevas y clavaba las banderas y no había palabras para nombrar tanta novedad. No había que combatir indios bravos ni enemigos. Bastaba señalar y decir “esto es mío” y entonces, con la yema de un dedo, de un dedito (mínimo dígito) —Sabio y Perito—, se abrían los follajes para que entrara Su Majestad.
Y así andaba, nombrando y haciendo para sí lo que era de sí, como de Adán era la costilla. ¡Cuánta dulce gentileza! Y así habría de presentar las cosas al mundo: “Esto, amabilísimo lector, es principalmente la sede del amor en las mujeres”, decía señalando hacia las costas de las tierras de la Venus.
Levaba anclas y entonces ponía proa hacia canales y archipiélagos donde hombre alguno había andado, y a su paso, con el índice en alto, decía: “Sí se toca vigorosamente con un dedito (mínimo dígito) el semen fluye de aquí para allá más rápido que el aire a causa del placer, incluso sin que ellas quieran”, y entonces era Amo y Señor de las femeninas mareas. Las aguas podían abrirse o cerrarse a su paso. Era Dueño, Patrón y Soberano de la voluntad de Venus, e incluso sin que ella lo quisiera, caía esclava del Supremo.
Y así andaba nombrando por San Juan y San José. Lo mismo da llamarlo matriz, útero o vulva, decía y seguía nominando.
El centro de su América tenía por cierto un nombre: Mona Sofía. No hacía falta recorrer el mundo buscando la hierba que cautivara un pérfido corazón. No tenía que invocar a dioses ni a demonios. No tenía, siquiera, que andarse con galanterías ni preocuparse por la seducción. Ahí, al alcance de su mano y sin más esfuerzo que el que significaba frotar con sabiduría y pericia, tenía la llave de las puertas del corazón de las mujeres. Había encontrado la razón anatómica del amor. Caminaba por donde ningún hombre había andado antes. Aquella que desde el comienzo de la humanidad habían buscado los hechiceros, las brujas, los gobernantes, los dramaturgos y, en fin, cualquier mortal enamorado, él, el anatomista, él, Mateo Renaldo Colón, lo había encontrado. Ahora sí, debajo de su índice, Sabio y Perito, tenía para sí la tierra que se había jurado: Mona Sofía.
Y habría de llegar más lejos. Si el alma de las mujeres era un reino que no podía sojuzgarse ni con todos los ejércitos del mundo, la razón era tan simple y evidente que, por su misma transparencia, nadie había visto: el Amor Veneris, el origen del amor femenino, era la prueba irrefutable de la inexistencia del alma en las mujeres. Y así lo habría de fundamentar en su De re anatómica.
Pero como aquel que se aventura en los valles interiores difícilmente encuentra el camino de regreso, el anatomista habría de perderse definitivamente en el corazón de la selva de su propia costilla.
II
El capítulo XVI de De re anatomica fue una epopeya, un canto épico. El 16 de marzo de 1558, Mateo Colón, tal como lo exigían los estatutos de la Universidad para que una obra pudiera ser dada a publicidad, presentó al decano su libro terminado, un cuaderno de ciento quince folios, acompañado de siete láminas anatómicas —una de las obras más bellas producidas en el Renacimiento— pintadas al óleo de su propia mano, en las cuales exponía los mapas de su nuevo continente: el Amor Veneris.
El 20 de marzo de ese mismo año, Alessandro de Legnano irrumpió en el claustro de Mateo Colón, acompañado por el párroco de la Universidad y dos guardias de corps. El decano le leyó la resolución del Superior Tribunal, en la cual se aceptaba el pedido de Alessandro de Legnano de que se formase una comisión de Doctores para examinar las actividades del catedrático y resolver sobre las acusaciones: herejía, blasfemia, brujería y satanismo. Todos sus manuscritos fueron incautados, igual que el sinnúmero de pinturas que yacían apiladas sobre la pared.
Que Mateo Colón se librara de ser confinado a una celda de la cárcel de San Antonio no ha de atribuirse a la benevolencia de las autoridades, sino al afán de que el proceso no se diera a publicidad antes del fallo de la comisión. El anatomista fue informado de que, según lo disponía la última bula de Paulo III sobre las comisiones doctorales que habían sido elevadas al rango de tribunal supremo en materia de fe, confiriéndoles facultades ambulantes, el proceso habría de tener lugar en la misma Universidad. El tribunal iba a estar presidido por el mismísimo cardenal Caraffa y un delegado del cardenal Alvarez de Toledo.