LAS HIERBAS DE LOS DIOSES

I

En el collar de islas que se ciernen sobre la península como perlas, Mateo Colón recogió las plantas con cuya savia habría de preparar las infusiones. En Tesalia recolectó el beleño bajo cuyo ensueño las antiguas sacerdotisas de Delfos hacían sus profecías; en Beoda, las frescas hojas de la atropa; en Argos, exhumó la raíz de la mandrágora —cuyo siniestro antropomorfismo describiera Pitágoras—, tomando la precaución de taparse los oídos, porque, como lo sabían los recolectores, si se exhumaba sin pericia ni cuidado, los chillidos agónicos de la planta podían conducir a la locura; en Creta recogió las semillas de la dutura metel, mencionada en los antiguos manuscritos sánscritos y chinos y cuyas propiedades fueran descritas por Avicena en el siglo XI; en Quío, la temida dutura ferox, un afrodisíaco tan poderoso que, según contaban las crónicas, podía hacer estallar la verga, sobreviniendo la muerte por pérdida de sangre. Y comprobó que todas y cada una de las hierbas, raíces y semillas fueran buenas.

II

En Atenas, sobre la ladera del Monte de la Acrópolis, Mateo Colón supo qué era lo “Bueno, lo Bello y lo Verdadero”. Ebrio de helénica “Antigüedad” —además de cierta cannabis que describiera Galeno, mezclada con belladona—, y de un paganismo inédito, descubrió, de pie como estaba sobre el Monte de la Acrópolis, las miserias de la Rinascitá. Se hallaba ahora en la cuna dorada de la genuina “Antigüedad”. Allí, en la ladera del Monte de la Acrópolis, abrió la saca que contenía todas las hierbas de los dioses y comprobó que fueran buenas. Primero comió del hongo de la amarita muscaria; entonces pudo ver el Principio de Todas las Cosas: vio a Eurínome alzarse desde las tinieblas del Caos; la vio bailando la danza de la Creación mientras separaba los mares del firmamento y daba comienzo a todos los Vientos. Entonces, él, el anatomista, fue Pelasgo, el primero de todos los hombres. Y Eurínome le enseñó a alimentarse: la Diosa de Todas las Cosas le extendió la palma de su mano que estaba llena de semillas carmesí de cláviceps purpúrea. Y entonces comió de aquella simiente y fue el primero de los hijos de Cronos. Tendido de espaldas sobre la ladera del Monte de Todos los Montes, se dijo que aquella sí era la vida; la muerte no era sino un horrible sueño. Sintió una pena infinita por los pobres mortales. Entonces encendió un pequeña hoguera e hizo arder las hojas de la belladona, de cuyo humo respiró largamente: junto a él, podía ver a las ménades de las orgías dionisíacas; podía tocarlas y sentir aquellas miradas de ojos de fuego; podía ver cómo le extendían sus brazos. Se encontraba en la tripa de la Antigüedad, a las puertas de Eleusis celebrando y agradeciendo a los dioses el regalo de la semilla de la tierra.

No hacía falta revolver el barro milenario, no había que rebuscar en archivos ni en bibliotecas; allí, frente a sus ojos, estaba la pura Antigüedad helénica; dentro de sus pulmones tenía el aire que habían respirado Solón y Pisístrato. Todo estaba en la superficie, a la luz del sol; no había que traducir manuscritos ni descifrar las ruinas. Cualesquiera de aquellos campesinos que caminaban sobre la línea del horizonte estaban tallados por la mano de Fidias, los ojos de cualquier simple tenían el mismo brillo que irradiaba la mirada de los Siete Sabios de Grecia. ¿Qué era Venecia, qué Florencia, sino burdos y pretenciosos remedos? ¿Qué era la Primavera de Botticelli comparada con aquel paisaje que se le ofrecía al pie del Monte de la Acrópolis? ¿Qué eran los Visconti de Milán o los Bentivoglio de Bolonia; qué eran los Gonzaga de Mantua o los Baglioni de Perusa; qué eran los Sforza de Pesaro o los mismísimos Médici, comparados con el más pobre de los campesinos de Atenas? Todos aquellos nuevos señores no tenían más genealogía ni nobleza que la adventicia heráldica que les conferían sus prepotentes condottieri. Si el más indigente mendigo del puerto del Pireo llevaba la noble sangre de Clístenes. ¿Qué era el gran Lorenzo de Médici comparado con Pericles? Todo esto se preguntaba cuando, en la ladera del Monte de la Acrópolis, se quedó profunda y plácidamente dormido.

III

Empapado de un rocío helado, Mateo Colón se despertó al día siguiente. Junto a él pudo ver los restos de la pequeña hoguera. Intentó incorporarse, pero su equilibrio era tan frágil que rodó por la ladera hasta el pie del monte. Tenía un dolor de cabeza horroroso. Sin embargo, recordaba perfectamente los hechos del día anterior. En rigor, aquellos recuerdos eran más claros que el paisaje que ahora, borroso y confuso, se ofrecía ante sus ojos: nada más que un campo yermo salpicado de peñascos inhóspitos: aquella era su anhelada “Antigüedad”. Sintió una profunda vergüenza de sí mismo; no le alcanzaban las manos para santiguarse, ni el alma para pedir perdón a Dios —Único y Todopoderoso— por su inexplicable arrebato de paganismo. Vomitó.

Pero no olvidaba el motivo que lo había conducido a Grecia. En el puerto del Pireo anduvo recogiendo cuanta cosa presentara alguna forma vegetal entre los ladrillos de las paredes de los prostíbulos y de las tabernas donde, entre trago y trago, comerciaban los traficantes de mujeres.

Estaba por mezclar en exactas proporciones las hierbas, raíces, semillas y hongos, cuando pudo enterarse, de labios del mismo comprador, que Mona Sofía había nacido en Córcega. De modo que, siguiendo el apotegma de Paracelso, viajó a la isla de los piratas.

IV

Mateo Colón peregrinaba con la misma devoción con que un penitente marcha a Tierra Santa. Seguía los pasos de Mona Sofía con la mística adoración de aquel que camina la Vía Crucis y, conforme avanzaba, en la misma proporción, crecían su veneración y su martirio. Esperaba encontrar la clave de la Revelación del Misterio que, a cada paso, parecía estar más lejano. Y mientras erraba hacia los tenebrosos mares de Gorgar El Negro, hubiera escrito como su tocayo de Génova a la reina: “En muchas jornadas de espantable tormenta no vide el sol, ni las estrellas del mar: los navíos tenían abiertos, rotas las velas, perdidas anclas y jarcias y bastimentos. La gente, enferma. Todos contritos, muchos con promesa de religión, se confesaban los unos a los otros. El dolor me arrancaba el ánima. La lástima me arranca el corazón. Bien fatigado estoy. Se me refresca del mal la llaga. Ando sin esperanza de vida. Ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma. Aquella mar hecha de sangre, herviendo como caldera por gran fuego. El cielo jamás fue visto tan espantoso”.

Y con la misma desesperada desazón erraba Mateo Colón a bordo de una goleta frágil como la cáscara de una nuez, que a punto estuvo de destrozarse contra las rocas. Ni siquiera pudo el anatomista tocar las costas de Córcega, porque los piratas de Gorgar el Negro asaltaron la goleta y robaron y mataron a toda la tripulación y a buena parte del pasaje. De milagro salvó su vida: Gorgar el Negro, en el abordaje, había sido herido en un pulmón y Mateo Colón lo curó y le salvó la vida. En gratitud le dio la libertad.

Con el ánimo todavía turbado por las hierbas de los dioses del Olimpo, con el cuerpo enfermo por el frío y la humedad, con el alma rota, Mateo Colón regresó a Padua.

El azar habría de revelarle que navegando hacia el Occidente podía llegarse al Oriente. Como un buscador de especias que tropezara accidentalmente con el yacimiento de oro más esplendoroso, así, como su tocayo genovés, Mateo Colón habría de descubrir su “América”. El destino iba a demostrarle que para llegar exitoso a Venecia habría de andar antes por Florencia; que para gobernar el corazón de una mujer, habría de conquistar, primero, el de otra mujer. Y así fue.