7

LOBOS me miró inquisitivamente con sus ojos vidriosos. Su voz tembló, como si se transmitiera a través del agua. Cuando le estreché la mano, se diría que sentí la necesidad de echar a correr en busca de una botella de desinfectante. Sé que todo esto que digo es muy desagradable, pero es que aquel individuo me ponía carne de gallina. Aunque, poco a poco, la visita a Aguanegra ya empezaba a no parecerme una idea tan terrorífica, ni siquiera con su tétrica capilla y su cementerio, sí que me preguntaba si realmente era una coincidencia el que prácticamente todos aquellos con los que me había encontrado hasta el momento en Ottawa estuvieran interesados en los vampiros.

Jayne vino del dormitorio con cara de preocupación, y se colocó junto a la silla de ruedas.

—Barón, ¿no debería volver al dormitorio? Me preocupa mucho su salud.

—Quizá tengas razón —el barón Zaba echó una mirada alrededor de la habitación, como si estuviera buscando vampiros en los rincones oscuros, y luego se santiguó. La luz de la chimenea se reflejó en el crucifijo que llevaba colgado al cuello—. Querida joven, ¿harás el favor de acompañarme en la cena?

—Me encantaría, señor.

—Bien —con aspecto de hombre fatigado, el barón se volvió hacia Lobos—. Ahora me iré a descansar.

—Lo que usted mande, barón.

Desaparecieron en el interior del dormitorio, y yo dejé la suite con Jayne. En el corredor me volví hacia ella con una sonrisa.

—El barón Zaba es un hombre estupendo, y muy elegante. Y hablando de todo un poco, ¿cuándo me encontraré con tu marido?

—Acabas de hacerlo. Estoy casada con Lobos.

Fue tal mi asombro que me quedé con la boca abierta. En seguida me di cuenta de que me había portado de una forma muy poco cortés y la cerré. Pero es que no podía imaginarme que alguien estuviera casada con Lobos.

—Oh —tartamudeé—, hummm, has tenido, hummm, un gran sentido del humor.

Me sentía como una perfecta idiota, pero Jayne pareció no darse cuenta de ello. Sus ojos estaban como perdidos en el vacío, y suspiró profundamente mientras iba corredor adelante. Desde alguna parte encima de nuestras cabezas pude escuchar un sonido bronco que se debió probablemente a un trueno, aunque yo me pregunté si se trataría de un monstruo encadenado a una de las paredes del desván. Así me sentía de nerviosa.

Mi estado de ánimo mejoró cuando llegamos a la cocina y vi a Orli. Nos abrazamos y luego ella me presentó a su madre. El rostro de la señora Yurko emanaba dulzura. Tenía unos ojos del color del cielo, y un cuerpo algo rechoncho, una prueba de que le gustaba cocinar. Cuando fuimos presentadas, me di cuenta de que no hablaba demasiado bien el inglés.

Uscatele —dijo ella, al mismo tiempo que me ofrecía un pastel—. Cómelo, es bueno.

—Liz, se les llama orejas de conejo —comentó Orli con una sonrisa—. Es el postre favorito en Rumanía.

Mientras comía un poco de pastel, vi cómo la señora Yurko agitaba una olla en el horno.

—Orli, voy a cenar con el barón esta noche. ¿Nos servirán comida rumana?

—Evidentemente. Para eso vino mi madre a Canadá. El barón quiere comer sólo los alimentos que tomaba en su juventud. Así espera mejorar su pobre salud. Su corazón no está demasiado bien.

Aunque Jayne había dejado la cocina, casi me pegué a Orli para hablar con ella.

—Ese mayordomo, Lobos, me ha llamado mucho la atención —murmuré—. ¿No te parecen algo extraños sus ojos rojos y su nariz siempre con moquita?

—Creo que tiene alergia a los animales domésticos.

—Todavía no he visto ninguno por aquí.

—Por ejemplo, a mí me dijeron que no podía tener ningún gato —aclaró Orli encogiéndose de hombros—. Lo cual fue una pena, porque en Chuj tenía muchos. ¡Unos gatos tan preciosos, y tuve que dejarlos todos en Rumanía!

En ese momento la señora Yurko miró a Orli. En su cara asomó un gesto de miedo. Luego interiormente dio un salto atrás, a la Rumanía de su niñez y juventud, hablando en rumano de una forma increíblemente rápida y gesticulando con una cuchara de madera que llevaba en la mano. Cuando terminó, la pobre mujer empezó a llorar, y Orli se acercó a ella para consolarla.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Es por algo que he dicho?

Orli hizo un signo negativo con la cabeza.

—Mi madre está preocupada desde hace una semana, quizá dos. Te diré cuál es el motivo de su preocupación en este momento. Se acaba de fijar en un tic nervioso de mi ojo izquierdo y asegura que eso significa que va a recibir malas noticias. Le he dicho una y mil veces que no sea supersticiosa, pero es una rumana de las chapadas a la antigua, y cree que cosas como esta traen mal de ojo.

—¿Qué es lo que piensa de Drácula?

La señora Yurko me miró fijamente con sus brillantes ojos azules. Después empezó a hablar de nuevo rápidamente en rumano. La única palabra que significaba algo para mí era Dracul, pero podía leer claramente el miedo en sus ojos.

—¿Pasa algo malo, Orli? ¿Qué es lo que he dicho?

—Un tío mío que está en Rumanía sufre una grave enfermedad. La gente del pueblo se ríe de él diciendo que es Drácula por la cara que tiene. Eso hace que mi madre esté triste.

—Orli, lo siento —me adelanté y di un abrazo a la señora Yurko—. Por favor, dile a tu madre que lo siento.

Mientras las dos hablaban en rumano, yo seguía abrazada a la mujer. Cuando me dispuse a salir, todavía la cara de la señora Yurko era el vivo retrato del miedo y la desesperación.

¡En qué cosa tan terrible se estaba convirtiendo para mí Aguanegra! Nadie parecía feliz, ni siquiera Orli, que tenía una mirada perdida cuando me acompañó a la habitación carmesí en la que me habían instalado. Intenté averiguar lo que le preocupaba, pero sin suerte. Por eso me sentía triste cuando me dirigí a las habitaciones del barón para cenar con él.

De nuevo noté que me asfixiaba el olor de los ajos que colgaban en ristras alrededor de las ventanas. El barón me esperaba en su silla de ruedas, vestido con una bata de seda. Lobos merodeaba alrededor. Jayne estaba sentada en un rincón de la habitación, con un vestido rojo que hacía un conjunto perfecto con su pelo y sus ojos negros. Pero se le notaba una clara tensión en la boca, y sus ojos parecían preocupados.

—¡Buenas noches a todos! —saludé, en un intento de parecer alegre—. ¡Sería capaz de comerme un caballo!

Lobos se secó la nariz con su pañuelo.

—Tendrás que conformarte con unas patas de cerdo.

El barón me había estado observando en el espejo. Se dio la vuelta en la silla de ruedas con una sonrisa.

—Lobos se refiere a los racituri, uno de mis platos favoritos. Pero en tu honor he pedido a la señora Yurko que prepare sarmale cirosti.

—Me parece estupendo —dije, aunque no tenía ni idea de lo que significaban aquellas palabras—. ¿Cómo se siente esta noche, barón Zaba?

—No demasiado bien, querida mía.

—Con su permiso, señor —Lobos se dirigió hacia la puerta—, iré a la cocina a buscar la comida.

—¿Por qué no la trae la señora Yurko?

—No se encuentra bien. Pensé que sería bueno ayudarla.

—Eres muy amable, Lobos.

La comida, que fue de carne envuelta en hojas de berza en forma de pequeños rollos, y una pasta con queso, estaba buena, pero demasiado salada para mi gusto. El barón no comió mucho. Respondió cortésmente a mis preguntas sobre Rumanía, pero con pocas palabras. Con mucha frecuencia llevaba sus manos al crucifijo que pendía de su cuello. También se santiguaba a menudo. Durante la comida, que tomamos en una larga mesa de roble, a Jayne se la veía perdida en sus propios pensamientos, de tal forma que solamente hablamos Lobos y yo. Me pareció simpático aquel hombre porque me preguntó muchas cosas sobre Winnipeg, y me hizo algunas precisiones muy divertidas. La apreciación de Jayne había sido exacta. Realmente tenía un extraordinario sentido del humor.

Cuando terminamos de comer unos pequeños bocados de orejas de conejo como postre, el barón me entregó un crucifijo.

—Guárdalo contigo esta noche, querida joven, y no te olvides de cerrar las ventanas y la puerta.

—En eso no estoy de acuerdo con usted, barón Zaba —Jayne hizo signos negativos con la cabeza—. Sé lo que siente sobre los vampiros, pero…

—Ella es mi huésped. Sería terrible que sufriera algún daño.

—Barón, tiene que creer en mí. Los vampiros no amenazan Aguanegra.

El barón miró fijamente a Jayne con sus ojos de gato siamés, y me di cuenta inmediatamente de que no la creía. Luego me miró a mí.

—De acuerdo con lo que ha dicho Lobos, compartes mis sentimientos sobre el hombre siempre vivo de Transilvania. Mañana discutiremos sobre esas cosas —antes de que pudiera decir que estaba de acuerdo con él, añadió—: Si llega el día de mañana.

Me levanté de la mesa apretando el crucifijo. De repente me sentí totalmente helada.

—Me voy ahora mismo a mi habitación. Gracias por su hospitalidad, barón Zaba.

—Si rezas algo por la noche, querida joven, no te olvides de hacerlo también por mi alma —me dijo con una sonrisa que me pareció llena de tristeza.

—Acompañaré a Liz a su habitación —dijo Jayne echando hacia atrás su silla.

—Jayne, sé ir sola.

—Lo creo, pero a pesar de todo insisto en acompañarte.

Jayne me cogió por el brazo y prácticamente me sacó de la habitación. Una vez en el corredor, se volvió a mí.

—Liz, ¿por qué no me das ese crucifijo? No lo vas a necesitar.

—Quizá tengas razón —intenté sonreír, pero no lo conseguí—. Todo lo que sé es que dormiré algo mejor con él debajo de mi almohada.

—Espero que no contribuyas a exacerbar los sentimientos del barón sobre los vampiros. Está tan obsesionado con ellos que temo por su corazón. Cuando mañana te pregunte sobre el tema, por favor, sosláyalo.

Para llegar a la habitación teníamos que subir unas escaleras por la parte posterior de la casa. Estaban muy oscuras. Contribuía a ello el color de los paneles de madera de que estaban recubiertas. Tropecé cuando subíamos y me caí. Cuando Jayne me ayudó a levantarme, miré mi mano.

—Me he hecho un corte.

Mientras Jayne se fijaba atentamente en la sangre que brotaba de mi mano, me sentí poseída de un extraño sentimiento. «He estado aquí en otra ocasión», pensé. «Esto ha sucedido anteriormente». En un segundo supe lo que Jayne me iba a decir.

—Lámete la herida —me aconsejó—. Eso la limpiará.

La sangre tenía un sabor salado. Me recordó la sed que tenía desde la cena. Cuando continuamos subiendo las escaleras, pude escuchar el rugido del viento que parecía zarandear la casa, y el horrísono ruido de un trueno.

—Es una tormenta mucho más espectacular que las de las praderas —comenté. Intentaba olvidarme de lo nerviosa que estaba—. Las nuestras no duran tanto tiempo.

—Jamás he conocido un tiempo tan horrible. Es realmente aterrador.

Cuando vi mi habitación de día, me pareció realmente bonita. Tenía una chimenea, un escritorio forrado de cuero, con un conjunto de piezas de plata para cepillarme el cabello, algunas sillas tapizadas de seda con una preciosa cenefa; había una cama fantástica de cuatro columnas, cubierta por un comodísimo edredón de plumas y unas gruesas almohadas.

Pero ahora la veía de forma muy diferente.

En vez de parecerme alegre, tuve la sensación de que era muy sombría. El papel de las paredes, de un color rojo oscuro, estaba manchado donde las personas se habían apoyado al sentarse en las sillas. Encima de la cama había un cuadro de un faisán cuyos ojos —sólo ahora me di cuenta— se le salían de las órbitas por el miedo. Algunas ramas de los árboles próximos golpeaban contra las ventanas, y el viento hacía que temblaran los cristales en sus marcos.

Pero lo peor de todo fueron las rosas. No estaban en la habitación cuando entré en ella por primera vez, de eso tenía una seguridad total. Adelanté la mano para tocar los pétalos. Quería comprobar si eran reales. Luego me volví hacia Jayne.

—¡Qué color tan raro tienen estas rosas! Son moradas. Es como si alguien les hubiera chupado la sangre. Jayne, ¿quién las ha puesto aquí?

—Probablemente son un regalo de Crouch.

—¿El jardinero?

—Sí.

Temblaba al recordar sus ojos, la miniatura de su pipa, en la que fumaba cuando se cruzó con nosotros en la escalera, y sus palabras: «Descansa en paz».

—Jayne, no quiero estas rosas en mi habitación. Por favor, ¿puedes retirarlas?

—En seguida —las cogió—. ¿Por qué no me llevo también el crucifijo?

—De ninguna manera —le contesté, con un gesto negativo de mi cabeza—. ¡Jamás! No, no, no.

—Eres una chica un poco testaruda —me besó en la mejilla con sus labios fríos—. Hasta mañana.

—Gracias, hasta mañana —le respondí.

Después me acordé de las palabras del barón: «Si llega el día de mañana».

Cuando Jayne salió de la habitación, cerré con mucho cuidado la puerta y me guardé la llave. Luego miré por todos los rincones, preguntándome por qué Jayne había elegido aquella habitación para que yo durmiera en ella. Alguien había puesto una jarra de agua y un vaso en el escritorio. Me pareció una idea maravillosa, porque me sentía absolutamente sedienta después de haber comido sarmale y cirosti. Bebí de un trago un vaso lleno casi hasta los bordes. Y un segundo, después de ponerme el pijama. Sabía que era un mal augurio dormir en una cama orientada hacia el norte. Pero no tenía ni idea de dónde se encontraba el norte en aquella casa. Por eso no moví la cama. Me metí bajo las mantas y apagué la luz.

Nunca había experimentado lo que era dormir en una cama con sábanas de seda. Me sentí extraordinariamente bien. Pero el colchón era demasiado blando. Creía ahogarme con la ventana cerrada. Mi cabeza estaba hecha un lío. Era incapaz de concentrarme en nada. Di mil vueltas, y luego me levanté para tomar más agua. Mientras la bebía, mis ojos se fijaron en la lluvia que formaba una cortina en los cristales.

Justo antes de volver a la cama, miré al faisán. Parecía que clavaba sus ojos en mí. Casi en un arrebato de locura descolgué el cuadro y lo puse de cara a la pared. A continuación, de nuevo me hice un ovillo en la cama y traté de dormir.

Vi las tumbas en el viejo cementerio. Los cuerpos se levantaban de ellas, y yo estaba segura que se trataba de las personas que habían vivido en Aguanegra cuando fue sanatorio psiquiátrico. Me senté en la cama con un susto enorme. ¿Había soñado todo aquello? No, más bien había sido como una visión. Sacudí la cabeza, tratando de aclararla de aquella especie de niebla que la inundaba, y me acosté de nuevo.

Empecé a ver hermosas figuras y dibujos jugando dentro de mi cabeza. Sonreí, sintiéndome feliz y escuchando la música de El lago de los cisnes. ¡Qué forma tan sensacional de quedarse uno dormido! La música se iba, volvía y danzaba en mi cabeza. Luego desapareció y escuché un toc, toc, toc.

Miré hacia la puerta, de donde venía el sonido, y vi que se abría lentamente. Me costaba mucho enfocar el centro de mi visión, pero fui capaz de ver cómo una mano se agarraba al canto de la puerta. Cuando un relámpago llenó la habitación con un estallido de luz blanca, no me cupo duda alguna de que las uñas de aquella mano eran afiladas, y que el revés de aquella mano estaba recubierto de pelo.

A continuación se me apareció la cara. No era la de un hombre, sino más bien la de una extraña criatura con figura de hombre. Tenía una espesa cabellera, y sus dientes eran afilados y puntiagudos, aunque no me fijé demasiado en esos detalles. En vez de eso me llamó tremendamente la atención el brillo que desprendía su piel.

La criatura entró en la habitación. Sin poderlo evitar, mis ojos se quedaron clavados en aquella figura monstruosa. Se apoderó de mí un terror indecible. Sentí una tremenda pesadez en mis miembros. Se diría que el colchón de plumas me apretaba como si se tratara de una camisa de fuerza. La luz de los relámpagos era casi constante. Aquel ser monstruoso empezó a avanzar hacia mi cama. La habitación se llenó con su aliento asqueroso.

Abrí la boca para gritar, pero no me salió sonido alguno. ¡El crucifijo! Quise alcanzarlo, pero mi mano no me obedeció. Intenté desesperadamente moverme para escapar de aquella criatura, pero me sentí como petrificada. Era incapaz de moverme cuando se acercó a mi cama y casi se colocó sobre mí, con sus ojos brillantes fijos en los míos y la blancura de sus terribles dientes resaltada por los relámpagos de la tormenta que seguía fuera. Intenté una y otra vez gritar, mientras olía el aliento apestoso de aquella criatura y esperaba que sus dientes se hundieran en mi garganta.

Pero no llegó a suceder eso. De repente se oyó un gran ruido en el pasillo. La criatura se dio la vuelta como un rayo, y desapareció de la habitación como por ensalmo. Lloré durante unos minutos e intenté salir de la cama, pero fui incapaz de hacerlo. Luego, mi cabeza se llenó con las visiones de El lago de los cisnes. La música era dulce y me dormí en seguida.