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ME habían asignado una celda en la galería de la muerte. Me rodeaban unos gruesos muros. Me llegaba, a través de los barrotes, una luz fría que apenas me permitía ver algo más que el colchón en el que tenía que dormir. Mi corazón palpitaba casi dolorosamente, mientras pensaba en la gente que había esperado en esta celda el ruido de unos pasos que se aproximaban. De los pies de unas personas que los iban a acompañar hasta el patíbulo.

Incapaz de soportar por más tiempo ese tétrico pensamiento, me senté en el colchón desnudo y miré mi maleta. Añoré profundamente mi casa. ¿Qué harían en estos momentos Tom y mis padres? Probablemente estarían tomando chocolate caliente y pensando en lo mucho que se estaría divirtiendo en Ottawa Liz, su hija mayor.

No sabían que había sido confinada en una celda de la galería de la muerte.

—¿Te sientes sola? —me dijo una voz.

Levanté la vista y vi a una chica, más o menos de mi edad, que me miraba a través de los barrotes de mi celda. Tenía unos ojos muy grandes, una boca perfecta y una abundante cabellera rizada que le caía en cascada por los hombros. Al mismo tiempo que me sonreía calurosamente, abrió la puerta de mi celda.

—¿Te gustaría dar una vuelta por la cárcel?

—Naturalmente.

Cualquier cosa era mejor que estar sentada y sola en aquella celda. Antes de que la chica pudiera cambiar de idea, salí deprisa al pasillo de cemento. Unas luces azules y verdes brillaban débilmente, colgadas allá, en lo alto del techo. Nuestros pasos produjeron un eco inquietante en la galería. Este edificio, hoy albergue de la juventud en la calle Nicolás, había sido antes prisión. Supongo que para algunas personas sería una auténtica aventura dormir en la galería de la muerte. No sé si yo se lo recomendaría a alguien.

Mirar a las celdas mientras recorría el pasillo me ponía carne de gallina. Por eso me volví hacia la chica.

—Me llamo Liz Austen. Soy de Winnipeg.

—¿Eso está en Alberta?

—No —le contesté, con un tono de cierto enfado. He oído que la gente del este de Canadá no conoce demasiado del oeste. Pero su pregunta me pareció ridícula por lo elemental—. Winnipeg es la capital de Manitoba. Es una zona próspera en todos los sentidos. ¡Las carreteras están asfaltadas y algunas casas hasta tienen luz eléctrica!

—Perdona mi ignorancia —la chica parecía molesta—. Soy casi una recién llegada a Canadá. Este país ha sido mi hogar solamente desde hace unos meses, pero quiero aprender lo más posible y rápidamente sobre él.

Ahora fui yo quien se sintió un poco avergonzada.

—Lo siento —balbuceé—. No me he dado cuenta… ¿De dónde eres?

—De Rumanía. Me llamo Orli Yurko.

—¡No te creo! ¿De veras que eres de Rumanía? —cuando ella me hizo un gesto afirmativo, sonreí—. Es el país donde está Transilvania.

—Así es. Significa «el país más allá del bosque».

—Y es la tierra de Drácula, ¿verdad?

—Sí, pero…

—¡Guau! Orli, eso es sensacional. Estoy en Ottawa para representar a Manitoba en el Concurso Nacional de Oratoria, y mi tema es LOS VAMPIROS. ¿Existen? Puedes enriquecer mi información sobre el tema.

Orli me miró con sus grandes ojos de color avellana.

—No hay demasiadas personas de mi edad que crean en esas supersticiones, ni siquiera en Rumanía. Lo siento, Liz, pero el tema de los vampiros no es precisamente mi favorito.

—O sea que no te interesan —añadí—. La idea de los vampiros estuvo de moda en algunos momentos.

Orli empujó una puerta pesada que se abría a una caja de escalera. Empezamos a bajar por ella. Nuestros pies golpeaban los peldaños metálicos que se retorcían hacia abajo entre las sombras.

—¿Ves esas pesadas pantallas? —preguntó Orli, señalando a una especie de redes metálicas tendidas en los vanos de la escalera—. Eran para evitar que los presos saltaran al hueco de la escalera, o que empujaran a los guardias hacia el vacío.

—¿Por qué querían arrojarse al vacío?

—Preferían morir a verse confinados en la soledad en la zona del subterráneo al que conducen estas escaleras.

—¿Me llevas allí?

—El sótano es el lugar que más me asusta cuando doy una vuelta por la cárcel con alguien —hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Trabajas en este albergue?

—Sí. Soy una empleada de noche, para pagarme los estudios de la universidad.

—¿Qué vas a estudiar?

—Medicina —hizo una pausa y me señaló algunas ventanas pequeñas—. Una vez a la semana, las familias se reunían al otro lado de esas ventanas. Se obligaba a los prisioneros a estar de pie aquí, en las escaleras, y a hablar a gritos con sus familiares. A eso se le llamaba visita.

—Terrible.

—El confinamiento en absoluta soledad era todavía peor —me condujo por la galería hacia una fila de celdas con puertas metálicas—. ¿Ves esas ventanillas en la base de las puertas? Se abrían desde fuera una vez al día para servir a los presos pan y agua. Los condenados a esas celdas de castigo especial vivían en una oscuridad total. En el invierno no había calefacción. No les daban una sola manta, y a veces hasta los tenían ahí completamente desnudos.

—¡Qué manera tan horrible de tratar a seres humanos! ¿Cuánto tiempo duraba ese tipo de confinamiento?

—Para algunos, hasta un mes. ¿Y sabes por qué? A menudo porque habían sido sorprendidos hablando con otro prisionero, algo que estaba prohibido. Pero ¿quieres saber lo peor? —no quería, pero sentía demasiada curiosidad para decir que no—. Algunos castigados a ese tipo de confinamiento eran encadenados al suelo. Se les rociaba el cuerpo con melaza.

—¿Para qué?

—La melaza atraía a las ratas. ¿Necesitas que siga explicándote más?

—No. Es absolutamente horrible, Orli. Gracias a Dios, ahora la gente está civilizada.

—Hay más —Orli me llevó a una gran habitación llena de mesas—. Ahora en esta habitación desayunan los que se albergan aquí. Mañana mismo estarás tú en esta sala en la que te servirán tus cereales. Después saldrás a la luz del día y a visitar la ciudad. Pero no hace mucho tiempo, familias enteras vivían en esta habitación, y a menudo no salían de ella durante cinco años.

—¿Por qué?

—Aquel castigo recibía el nombre de «prisión de los deudores insolventes». Si una persona debía dinero y no podía pagarlo, lo encerraban en la prisión. Y la misma suerte corría toda su familia. Traían consigo los muebles. ¡El padre, la madre, los hijos, encerrados en esta habitación porque el padre debía dos dólares y no podía pagarlos! Liz, este país tenía unas leyes salvajes.

Sacudí la cabeza, incapaz de hacer un solo comentario.

Orli avanzó hacia una puerta y señaló un patio rodeado por altos muros.

—Liz, ¿te asustan los cementerios? Porque hay uno hacia donde yo señalo —cuando miré, llena de extrañeza, Orli se me acercó más—. Muertes extrañas en la cárcel. Desapariciones misteriosas. Durante la noche, un prisionero dormía tranquilamente en su celda. Quizá durante el día había causado algún pequeño problema a los guardias. Por la mañana, ni rastro de él.

—¿A dónde se iba?

—Puesto que quieres saberlo, te lo diré, Liz. En ese cementerio están enterrados los cuerpos de doscientos hombres o más. Es posible que algunos murieran por causas naturales, pero otros no. ¿Quieres que te enseñe las quemaduras de la cuerda?

Dudé un momento. ¿Por qué me contaba Orli todo esto? ¿Por qué se había ofrecido de repente a acompañarme en una vuelta tan extraña por la cárcel? Era tarde y tenía que dormir algo. También había oído bastante para alimentar mis pesadillas de una semana. Pero había algo en Orli que me obligaba a conocer más. Así pues, sin pensarlo demasiado, hice un gesto afirmativo.

—De acuerdo, vamos a ver las quemaduras de la cuerda. Puedo aguantarlo. Los del oeste somos muy duros.

Con una cara muy seria, Orli me guio a través de la cárcel hacia más escaleras. Las subimos en silencio. Confieso que mi corazón iba a un ritmo loco. ¿Me llevaba hacia una especie de trampa? Estaba claro que Orli tenía predilección por los temas más espantosos. Era posible que me estuviera preparando para ser el cuerpo número doscientos uno en el cementerio. Evidentemente, yo sabía que esta ocurrencia mía era absurda. Pero eso no hizo que me sintiera mejor cuando vi la soga de los ahorcados.

—¡El patíbulo! —me susurró Orli con un tono dramático—. Ahora, escúchame, Liz. Tu celda está justamente debajo de este corredor, en la galería de la muerte. ¿Sabes por qué se la llama así?

—A los prisioneros condenados a muerte se los custodiaba en las celdas de la galería de la muerte.

—Una respuesta perfecta. En mil ochocientos sesenta y ocho un gran líder de esta nación, Thomas McGee, fue asesinado a tiros en la calle Sparks, en Ottawa. El convicto del asesinato fue un sastre llamado Whelan. Vivió dos años en la galería de la muerte. De hecho, Liz, en la celda que tú ocupas ahora.

Hizo una pausa, y me di cuenta de que me recorría la piel una especie de hormigueo. Sin duda alguna, Orli era una buena contadora de historias. Se me acercó más, con aquellos ojos suyos tan grandes.

—Liz, ¡dos años en esa celda! ¡Esperando, esperando, esperando, siempre esperando! Al final, se escuchó una voz: ¡James Patrick Whelan, tu tiempo ha llegado! La puerta de la celda chirrió al abrirse, y Whelan dio el último paseo de su vida por el corredor, hasta llegar al patíbulo. Cubrieron su cabeza con una caperuza. Y alrededor de su cuello, la cuerda. Liz, ese es un momento terrible. Se oyó una oración —Orli se volvió y señaló dramáticamente hacia un pedal en el suelo—. Despacio, el verdugo adelantó su pie, y luego hizo con él una fuerte presión hacia abajo. Con un chirrido horrible, que pudieron oír todos los demás presos en el pasillo de la muerte, las puertas metálicas, situadas debajo de Whelan, se abrieron. Un grito de agonía, el prisionero cayó al vacío, y luego… silencio.

Yo la miraba horrorizada.

—Liz, ¿ves esas quemaduras de la cuerda en los carriles de madera? —Orli se dirigió a mí, y señaló hacia las escaleras por donde habíamos descendido—. Después de la ejecución, se bajaba con cuerdas un ataúd. En aquella ocasión, dentro estaba el cuerpo de Whelan, todavía caliente.

—¡Puufff!

—En cuanto el ataúd llegó al suelo, fue llevado al patio. Allí se le enterró. Whelan desapareció para siempre.

—¿Y qué pasó con los ciento noventa y nueve restantes? ¿Fueron también ejecutados todos?

—Liz, en esta prisión sólo se dieron seis ejecuciones oficiales. Como la de Whelan.

—Bueno, ¿y cómo murieron los otros?

—¿Quién lo sabe con seguridad? —me respondió Orli con una mirada dura, fija en mí.

—Bueno —dije, y respiré profundamente—, ha sido una visita nocturna interesante. No sé si dormiré el resto de la noche, pero qué infierno…

—Todo el tiempo del mundo para dormir una vez que estás en la tumba —dijo Orli con un tono grave—. Esas son las famosas palabras de Benjamin Franklin.

—¡Tuvo que ser un hombre divertido!

—Liz, para mí ha sido un excelente comienzo de la noche, pero ahora tengo que despedirme de ti —Orli me miró atentamente—. ¿Eres dormilona?

—Normalmente sí, pero creo que esta noche será una excepción después de la visita que hemos hecho.

—Buenas noches, Liz. Y no dejes que los gritos te molesten.

—¿Qué gritos? —exclamé.

Pero Orli me saludó con la mano y desapareció escaleras abajo. Estaba claro que intentaba hacer que perdiera la serenidad, que me entrara un sudor frío y tenerme así toda la noche sin dormir, con la vista fija en los barrotes de mi celda, esperando que se levantaran los doscientos fantasmas del patio de la prisión y flotaran sobre mi cabeza diciendo frases espantosas como «¡Elisabeth Kean Austen, ha llegado tu hora!» Bueno, ¡yo me empeñaría en que las cosas no sucedieran así!

Me puse a silbar alegremente y me fui galería de la muerte adelante. En la oscuridad de una celda, algo se movió. Luego vi la sombra pálida de una cara.

—¿Vas a dejar de silbar? —murmuró la sombra—. Quiero dormir.

En otra celda alguien leía en la cama. Una luz procedente de una lámpara desnuda arrojaba largas sombras a través de la galería cuando me acerqué a mi celda, abrí la puerta de barrotes y me moví de un lado para otro para preparar mi saco de dormir. Mientras tanto pensaba que James Patrick Whelan había vivido dos años en esta misma celda, esperando, esperando, esperando.

Cuando me metí en el saco de dormir, me sentía de un humor auténticamente lúgubre. Estaba echada con las manos en la nuca, miraba al techo, y me imaginaba el sonido de los pies del verdugo al acercarse a lo largo del corredor.

Me dormí al cabo de mucho mucho tiempo. Después, a medida que las imágenes de las cuerdas, las tumbas y las ratas se agitaban en mi mente, oí el ruido más horrible de mi vida.

¡¡Crac!!

¡Estaba absolutamente segura de que las puertas metálicas del patíbulo se habían abierto! Me senté, aterrorizada, cuando el terrible estampido de las puertas fue seguido por un grito que en oleadas asfixiantes se apoderó de mí, hasta de la última célula de mi cuerpo. Salté de la cama, cogí mi bata de noche y corrí hacia la galería. Había otras personas también fuera de sus celdas, y miraban hacia la puerta que daba al patíbulo.

—¡No vayas ahí abajó! —me previno una chica cuando vio que me dirigía hacia la puerta—. Suena como si alguien hubiera sido ejecutado.

—No seas tonta —dije, aunque mi corazón palpitaba a un ritmo enloquecido por el miedo—. Ese patíbulo no se usa ya.

—Entonces, ¿por qué está la cuerda todavía ahí? Y escucha, ¿no oyes el ruido del balanceo de las puertas de la trampilla bajo los pies del ejecutado?

«¡Estás loca! No vayas» —me dije a mí misma.

No hice caso a nada ni a nadie. Cogí la manija de la puerta y la abrí despacio. Durante un momento sólo me fijé en las potentes luces que llenaban el patíbulo de una luminosidad rojiza. Luego mi corazón sufrió un horrible sobresalto.

Un cuerpo se balanceaba de la cuerda.