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GRITÉ.

No podía cesar de hacerlo. Grité y grité mientras aquel cuerpo seguía balanceándose, bañado en la enloquecedora luz roja, que hacía todavía más aterradora la escena.

Después oí una risa incontenible.

Luché para mantener mis emociones bajo control. Me acerqué más al patíbulo y vi a Orli escondida cerca de la escalera. Al lado de ella había otra chica de mi edad. Las dos estaban muertas de risa. Lentamente, mi cerebro registró ese hecho. Miré de nuevo hacia el patíbulo, y me di cuenta de que me habían engañado.

El ajusticiado era un gran muñeco en forma de hombre colgado de la cuerda. Con gran habilidad, habían pintado en él una cara. Se habían servido de un tipo de fregona para imitar su pelo. La pantomima de la ejecución había sido preparada hasta el mínimo detalle. Yo había caído totalmente en la trampa.

Orli y su amiga se adelantaron. Seguían riéndose todavía.

—Liz, nadie ha querido hacerte mal alguno —quiso aclarar Orli, mientras se secaba las lágrimas—. Aquí la vida es a veces muy aburrida. ¿Nos perdonas?

—Fue una prueba demasiado dura para mis nervios.

—Te pido mil excusas.

—De acuerdo, Orli, estáis perdonadas.

—Liz —prometió, mirándome seriamente con aquellos grandes ojos—. Jamás volveré a causarte problema alguno en tu vida.

Había algo en su mirada que me hizo dudar de que pudiera fiarme completamente de ella. Me costó unas dos horas dormirme de nuevo. Por la mañana, mis ojos parecían dos diminutos mapas de carreteras, cruzados por infinitas líneas rojas. Apoyé mi cabeza en una mano mientras bebía el zumo de naranja en la sala de desayunos. Pero me espabilé totalmente cuando salí fuera. Me azotaron un viento fuerte y una lluvia fría.

Conmigo estaban los demás chicos y chicas de distintas partes de Canadá, que habían venido a Ottawa para el concurso de oratoria. Un par de ellos habían pasado también la noche última en la galería de la muerte. Parecían tan ojerosos como yo. Pero a todos los demás se los veía alegres como unas castañuelas cuando nuestra acompañante nos habló de la visita que íbamos a hacer a la ciudad.

—Hoy os enseñaré algunas de las vistas más famosas de Ottawa. Por ejemplo —dijo, al mismo tiempo que nos enseñaba una moneda—, ¿os gustaría saber cómo se hacen estas piezas? ¿O visitar una iglesia con un cuerpo encerrado en una urna bajo uno de los altares? Mañana por la tarde pronunciaréis vuestros discursos en el Rideau Hall, el palacio de la gobernadora general. Después de ese acto, disfrutaréis de unos días de turismo antes de volver a vuestras casas.

—¿Qué clase de cuerpo hay en esa urna? —un chico levantó la mano—. ¿Un cuerpo humano?

—Seguidme y lo averiguaréis —la responsable hizo un gesto afirmativo.

Cuando el grupo entró en la calle Nicolás, me pegué a una de las chicas que también había pasado la noche en la galería de la muerte.

—No me interesa para nada ver otro cuerpo —murmuré para que me oyera ella sola—. Me moriré de un ataque al corazón antes de salir de la iglesia.

—Realmente gritas bien —me sonrió—. Me pusiste los pelos de punta la noche pasada.

Después de recorrer unos pocos bloques de casas vimos la estatua en bronce de Terry Fox, que parecía desafiar la furia del viento. Le corría la lluvia por la cara como si fuera sudor. La estatua me interesó muchísimo, sobre todo cuando me fijé en las flores frescas que alguien había puesto en su mano.

—Este es un sitio perfecto para Terry Fox —comentó un chico, mientras giraba sobre sí mismo y nos señalaba la dirección de las distintas carreteras que nos rodeaban—. Todos los camiones y coches que pasan por aquí a gran velocidad son como un homenaje a ese hombre, que fue el primero que recorrió todos esos caminos.

Pocos minutos después vi otra estatua que me llamó la atención. Era el emotivo monumento al soldado desconocido, que tan a menudo aparece en televisión. Un grupo escultórico de soldados dejaba abandonado un cañón y se dirigía a sus casas. Casi sentí un nudo en la garganta porque de repente se apoderó de mí una enorme añoranza de mi casa. Pero lo que de veras me impresionó fue la visión de las caras de los soldados. Eran muy jóvenes, algunos de ellos verdaderos niños, aunque sus caras parecían las de hombres envejecidos, destrozados.

—Vamos a hacer un concurso —dijo nuestra guía cuando vio algunas caras excesivamente serias. Hizo un esfuerzo para animarnos—. ¿Quién puede divisar el mayor anillo de hielo del mundo?

Incluso antes de ponerme a pensar, algún cerebro privilegiado tenía su mano levantada.

—Es el Canal Rideau —dijo una chica, al mismo tiempo que señalaba la estrecha vía fluvial que estaba cerca—. Durante el invierno se hiela, y he oído que algunas personas se acercan a sus lugares de trabajo patinando, más de uno con su maletín de ejecutivo y todo.

—Exacto. Se pueden recorrer ocho kilómetros sin haber cerrado totalmente el anillo. En primavera las orillas están totalmente cubiertas por filas de tulipanes, regalo de los holandeses en agradecimiento por haber acogido en esta ciudad a la familia real durante la guerra.

Pocos minutos después vimos el edificio del Parlamento. Había visto infinidad de fotografías de él. Pero eso no tiene nada que ver con la sensación de tener el edificio delante, y ver cómo se eleva hacia el cielo la Torre de la Paz. En lo más alto de la torre había una bandera canadiense, según nuestra acompañante, la mayor del mundo. Se veía el edificio renegrido, con piedras en pésimo estado, heridas producidas por el tiempo y la polución. Pero tuvo que ser impresionante cuando fue construido, con sus muros blancos y sus tejados de cobre brillando al sol. El sonido de las campanas desde la Torre de la Paz era profundo. Llenaban con su grave melodía el edificio del Parlamento y las calles adyacentes. Hacían de todo aquel espacio un remanso de paz, mientras nos acercábamos al edificio del Parlamento.

—Fijaos en las gárgolas —dijo la guía, al mismo tiempo que señalaba a aquellas horribles criaturas alineadas en la altura, amenazantes en su fealdad y como en un claro intento de escaparse de los muros—. ¿No os parece como si estuvieran custodiando el Gobierno contra sus posibles agresores?

Dentro, los techos abovedados y con profusión de mármol se elevaban muy alto sobre nuestras cabezas. Los muros estaban decorados con retratos de primeros ministros. Se palpaba la emoción que todo aquello suscitaba entre los turistas, que esperaban la posibilidad de ver al Gobierno en acción.

—Fijaos en ese guardia de seguridad. Toman todas las precauciones posibles.

—Sobre todo después que un loco hiciera estallar una bomba dentro del edificio.

—¿Quién?

—Os lo diré dentro de un minuto —dijo ella, cuando la cola de espera que formábamos empezó a avanzar lentamente.

Subimos algunas escaleras de mármol. Después nos hicieron pasar por un detector de metales bajo la atenta vigilancia de los guardias de seguridad que examinaron con rayos X todos los paquetes. Nos miraron uno por uno con mucho detenimiento.

—Fijaos en ese cuarto de baño —dijo una chica—. En él un hombre preparó una bomba a base de dinamita para arrojarla luego contra los parlamentarios. Tuvo algún fallo y la bomba le explotó mientras la montaba. La puerta del cuarto de baño saltó por los aires, salió de él un humo azulado, y encontraron destrozado al hombre que manipulaba el arma mortífera. Dejó una nota en la que decía que quería destruir el Gobierno de la nación.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Es una parte de mi discurso —dijo con una sonrisa—. También voy a hablar del individuo que se fue a otro centro oficial del Gobierno de Quebec con un fusil automático y roció el recinto con sus balas.

—Un tema fenomenal. ¡Y yo que creía que el asunto de los vampiros era algo terrorífico!

Vigilados por más guardias de seguridad, llegamos a la balconada de invitados y nos sentamos. Era como una gran sala. Teníamos abajo a los parlamentarios, elegidos para decidir cómo debía ser gobernado Canadá. Se sentaban en sillones con respaldos verdes. En aquel momento escuchaban a un hombre que pronunciaba un discurso. Parecía muy elegante con su traje color crema. Al cabo de un momento, dejé que mi vista recorriera toda la sala en busca de caras famosas.

—Ahí hay una —dije, y señalé a una mujer joven de pelo largo—. La he visto en la televisión hablando sobre los pozos petrolíferos.

—¡Ahí viene el primer ministro! —me indicó la chica que estaba a mi lado—. Fíjate en el precioso color moreno de su cara.

Todos los que estábamos en la galería nos inclinamos hacia adelante cuando el primer ministro salió para ocupar la tribuna de oradores. Llevaba un traje oscuro y una corbata roja. Su cuerpo era delgado y su pelo, muy canoso, estaba peinado hacia atrás. Me sentía impresionada, sobre todo después que pronunció el discurso, saltando con toda facilidad del inglés al francés. Cuando terminó, algunos parlamentarios que estaban en distintas filas de asientos le escribieron algunas notas, entregadas por ujieres que no tendrían más edad que yo.

—¡Qué trabajo más importante! —murmuré, mientras me fijaba en los jóvenes ujieres con envidia—. ¿No es estupendo estar tan cerca de toda esa gente tan importante?

Al cabo de cierto tiempo dejamos el edificio del Parlamento y nos vimos sorprendidos por un sol maravilloso que se colaba por los claros que el fuerte viento había abierto en las nubes. Una luz tibia brillaba desde los tejados de cobre de las muchas torres y torrecillas que hacían parecer al vecino Hotel Castillo Laurier exactamente como una fortaleza medieval europea, mientras nos dirigíamos hacia la parte baja de la ciudad para comer colas de castor, pasteles crujientes cubiertos de azúcar y cinamomo. Todavía seguía relamiéndome cuando llegamos a la basílica de Notre-Dame, donde está encerrada en una urna, bajo el altar principal, santa Felicidad. Después fuimos a Mint para ver cómo se fabricaban las monedas.

¡Qué sitio aquel! Había unas máquinas, tan enormes como ruidosas, prensas gigantescas, que recortaban, en forma de círculos, grandes planchas lisas. Luego enviaban esos pequeños trozos metálicos circulares a otras máquinas, que los estampaban con sus dibujos correspondientes. Me impresionó una máquina, capaz de contar veinticinco mil monedas en un minuto. Pero lo que más me gustó fueron las cajas llenas de pequeños círculos metálicos, que parecían tan extraños al no tener todavía dibujo alguno. Cuando estábamos a punto de dejar la fábrica de moneda, se me ocurrió que tendría la suerte de hacerme gratuitamente con algunos ejemplares de dólares de plata, pero no tuve esa suerte.

Para cuando volví a casa, a la galería de la muerte, me sentía muy bien. Naturalmente, no tenía ni idea de lo que iba a pasar en el río al día siguiente. Si lo hubiera sabido, seguro que no habría estado de tan buen humor. De hecho, me habría puesto a temblar de pies a cabeza.