Capítulo 10

Lily pensó que Rule iba a saltar sobre ella. La furia que asomó en sus ojos parecía violencia a punto de materializarse.

Durante un momento largo él no se movió, no habló. Y finalmente preguntó, con una voz grave y sedosa:

—¿Cómo sabe que tengo un hijo?

La boca de Lily estaba seca. Y eso la enfadó.

—¿No quiere que la policía sepa que tiene un hijo?

—Había olvidado que estaba hablando con la policía. Qué tonto soy. No, no quiero que la policía sepa que tengo un hijo. No quiero que lo sepa nadie fuera del clan, pero no por las razones que usted cree. —Sus labios se curvaron—. Vaya opinión tiene usted de mí.

Ella le había herido. La idea la sorprendió y enseguida trató de quitársela de la cabeza.

En esos momentos ya no era el sospechoso principal. Demasiados testigos le habían visto en el Club Infierno a las nueve y media, y Therese y su teléfono móvil habían probado que Fuentes todavía estaba vivo a las nueve cincuenta. Así que quizá Lily se había relajado demasiado. Había dejado que la conversación fuera demasiado informal, demasiado amistosa. Quizá, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, ese hombre le gustaba. Se había sentido mal por él cuando había hablado de cuánto echaba de menos el cambio. ¿Qué le había arrancado la magia? ¿Podría recuperarla alguna vez? No podía preguntarlo.

Pero todavía no le conocía bien, no realmente, ni él la conocía a ella. Su opinión no tenía importancia. Y sin embargo

—Me he pasado de la raya —dijo en voz baja—. Lo siento.

—Mi hijo no es parte de su investigación. —Dejó la servilleta sobre la mesa, se levantó y sacó su cartera.

Lily se levantó también.

—No tiene por qué

—Yo la he invitado. Pago yo. —Arrojó un par de billetes sobre la mesa—. Bon appétit, detective. Si quiere visitar el Hogar del Clan esté en la comisaría a las diez y media mañana por la mañana. La recogeré allí.

Salió del local en medio del mismo silencio reprobador que lo había saludado al entrar.

Muy bien, pensó Lily cogiendo su hamburguesa y tratando de comérsela con un mínimo de interés. Creo que la has cagado. Estaba masticando un pedazo insípido cuando Crowder se acercó.

—¿Te has quedado sin cita? —Se sentó en la silla de enfrente, sin preguntar.

—Estoy intentado cenar.

—Por mí adelante —dijo y untó en kétchup una de las patatas del plato de Rule—. ¿Tienes mostaza?

—No. —Y deliberadamente le dio otro mordisco a la hamburguesa.

—Ah, aquí está. —Cogió el bote y lo estrujó hasta que roció todo el bollo—. Estaría mejor con un poco de cebolla —dijo mientras colocaba la tapa de la hamburguesa—, pero no soy muy exigente.

—La carne está poco hecha.

—Como ya he dicho, no soy muy exigente. —Y le dio un buen mordisco.

Lily suspiró y dejó la hamburguesa en el plato.

—No me vas a dejar en paz, ¿verdad?

—No. —Masticó y se limpió los labios con la mano—. Quería disculparme en nombre de Tucker. Es un novato como tú dijiste. El tema es bueno, creo que debes saberlo. La gente habla. Y Tucker está muy verde como para saber que no debe hacer caso a todo lo que oye.

—¿Habla? —Se le encogió el estómago—. ¿Sobre mí?

Crowder asintió y se tragó otro cuarto de hamburguesa de un solo mordisco, masticó y tragó.

—Nada grave, solo ya sabes. Hablan. Sobre ti y sobre Turner, del efecto que los de su especie tienen sobre las mujeres. Esa clase de cosas.

—¿Quién? —Quiso saber Lily. Maldita sea, solo llevaba dos días en el caso—. ¿Quién está hablando mal de mí?

Crowder negó con la cabeza.

—Se dice el pecado, pero no el pecador. Ya sabes cómo funciona esto.

Claro que lo sabía. Eras uno de ellos hasta que dejabas de serlo. Las charlas de vestuario seguían las rígidas normas de instituto: no contárselo a las chicas. Y la mayoría de las veces eso era bueno porque, si no, ninguna mujer en el cuerpo soportaría trabajar con algunos hombres.

Crowder había infringido esas reglas no escritas al hablar con ella.

—Gracias por el aviso.

—No pasa nada. —Se acabó la hamburguesa—. Habría estado mejor con cebolla —dijo, y se levantó—. Ten cuidado, ¿vale?

—Sí, tú también.

Crowder volvió lentamente a su mesa, dejando a Lily pensando furiosamente. Crowder trabajaba en el mismo turno que ella. ¿Quién estaba al tanto del caso y podría haber estado en el vestuario hablando mal de ella al final del turno?

Hizo una mueca. Demasiadas posibilidades. Pero no pudo evitar pensar en cómo Mech había intentado protegerla de quedarse a solas con Turner. No saques conclusiones precipitadas, se dijo a sí misma.

Pero el pensar en eso le había quitado el apetito. Cogió su bolso y se levantó.

—¿La comida no estaba buena? —La camarera obnubilada por Turner estaba de pie delante de Lily, sus ojos oscuros con ira y decepción.

No estaba preocupada por la comida, precisamente. Lily suspiró.

—La comida estaba bien, pero él ha tenido que marcharse. Y yo también.

Sharon sacudió la cabeza.

—Sigue mi consejo y no corras detrás de él. Haz que él venga a ti. Aunque no te culpo. —Suspiró—. Ese hombre irradia sexo. Como un horno. Me apuesto lo que sea a que ¡Ya va, ya va! —gritó a un cliente que requería su atención—. Ahora voy. —Sonrió amablemente a Lily—. Mi mamá siempre dice que si no puedes jugar para conseguir algo, simplemente juega. Pásalo bien. —Golpeó a Lily en el brazo, comprensiva, y se marchó apresurada.

Lily la vio marcharse. Definitivamente había juzgado mal a Sharon.

Forzó a su mente a volver a pensar en el caso.

 

El dolor era una presencia sorda, apagada, muy poco convincente. Pero algo más tiró de Cullen avisándole de que ya era hora. Era hora de despertar.

Se agitó. Algo duro debajo de él Duro, era tan duro despertar. No debería serlo. Había estado estaba

Por un momento, la memoria no estaba ahí. La oleada de pánico le empujó hasta la superficie. Abrió los ojos.

Madera áspera encima. Y también debajo. La cabaña. , pensó aliviado. Es verdad. Estaba en la cabaña. Había venido para el pensamiento escapó.

Le dolían las costillas. Se incorporó con cuidado, dejando caer hasta su regazo la manta que le cubría. Parpadeó. Había estado tirado en el suelo, completamente vestido. Y había un enorme agujero en la pared norte.

Oh, claro. La había atravesado cuando tuvo esa pequeña discusión con el amigo de Molly. Se tocó el costado e hizo una mueca. No había ganado esa discusión, ¿verdad?

Su memoria estaba borrosa. Debía de tener una pequeña conmoción, aunque no le dolía la cabeza. Supuso que había sanado mientras estaba desmayado. Se puso de pie. Había tenido tiempo para curarse. El rayo de luz que entraba por la pared dañada le dijo que era temprano por la mañana. Había llegado a la cabaña con Molly y su amigo hechicero el día anterior a mediodía. Charlaron un rato sobre intercambiarse hechizos, y entonces

¿Había sido ayer? Frunció el ceño. Decidió que no había otra explicación. Si hubiera estado inconsciente más de una noche, ya no deberían dolerle las costillas. Y tendría mucha más hambre.

No es que no estuviera hambriento. Pero lo primero era lo primero, pensó. Tocó mentalmente sus defensas, y vio que todo estaba en orden, después comprobó los daños de su destartalado pied-á-terre.

No era carpintero, pero creyó que las reparaciones que había que hacer entraban dentro de sus habilidades. Tendría que hacerlo rápido porque el tejado estaba cediendo. Alguien había colocado un par de vigas rotas a modo de cuña, reforzando temporalmente la parte superior de la cabaña, pero un viento fuerte podría echarlo abajo sin problemas.

Qué considerados, pensó, caminando a duras penas hasta la nevera portátil que había traído consigo. Le habían golpeado en la cabeza, le habían roto una costilla o dos, pero por lo menos habían evitado que le cayera el tejado encima mientras estaba inconsciente. Y antes de irse le habían cubierto con una manta.

Probablemente eso había sido idea de Molly. Era blanda. Pero no creía que tuviera la fuerza suficiente como para hacer los arreglos temporales a su tejado. Ese tenía que haber sido ¿Cómo se llamaba el hombre?

Frunciendo el ceño, sacó un cartón de huevos, y paró, intentando identificar el mecánico gup gup que sonaba en sus oídos. Decidió que podía ser un helicóptero. Lejos, al sur. No era un sonido muy común por esos lares. Estaba muy lejos. No había que alarmarse por ello.

Se dirigió hacia la pequeña cocina alimentada con propano. Tendría que llamar a Rule. Estaba pasando algo importante, energías extrañas moviéndose entre esferas de realidad que no podía comprender. Aunque podía hacerse una idea por algo que había dicho el otro hombre ¿Algo sobre que las esferas estaban cambiando?

Maldita sea, era necesario que recordara. Prendió el encendedor y echó aceite en la sartén de hierro, preocupado. ¿Qué era lo último que podía recordar?

El encuentro con esa bonita detective en el Club Infierno estaba muy claro. Cullen sonrió. Rule tenía un obvio interés en ella. ¿Debería decirle a su amigo que su enamorada más reciente era una empata?

Quizá, pero nada de eso importaba ahora. Ese recuerdo estaba muy claro. Al igual que la mañana siguiente cuando una llamada de Molly le había sacado de un profundo sueño demasiado pronto, y había espoleado seriamente su curiosidad. Unas horas después, Cullen fue al aeropuerto a recoger a Molly y a su actual amante, que era un hechicero como él.

Solo que no era como él exactamente. Cullen frunció el ceño. Ahí es donde las cosas empezaban a estar borrosas. No podía recordar la cara del hombre o nada de lo que ocurrió después de que Molly y como se llamara llegaran. El y el hechicero habían discutido. De eso se acordaba. Quería más que el otro hombre Michael. Sí, pensó aliviado de que pudiera recordar eso. El hombre se llamaba Michael.

Era el nombre que había usado, en cualquier caso. Los hechiceros eran muy reservados, así que cabía la posibilidad de que no fuera su nombre verdadero. En circunstancias normales, Cullen no habría invitado a su retiro a otro iniciado en la sorcéri. Había un pequeño nodo de magia sin explotar detrás de la cabaña que no tenía intención de compartir con nadie. Pero Molly había respondido por el hombre.

Y Cullen había terminado inconsciente veinticuatro horas. Bueno, dijo frotándose el costado distraídamente, quizá se lo mereciera. Michael y él habían intercambiando un par de hechizos básicos, buen material, pero nada nuevo. Sin embargo, cuando empezaron a hablar sobre la teoría, quedó claro que el hombre estaba mostrando menos de lo que sabía. Cullen no podía recordar lo que había ocurrido exactamente, pero tenía la noción de que había descubierto algo de forma poco limpia.

Y funcionó. Sonrió, eufórico, los huevos olvidados en su mano, cuando por fin pudo recordarlo todo, claro y preciso.

¿Qué era una costilla rota o una siesta espontánea en el suelo? Ahora tenía un nuevo hechizo, elegante y poderoso. Mucho más sofisticado que cualquier cosa que se hubiera encontrado o hubiera soñado nunca. La mera secuencia de arranque sugería un montón de posibilidades

El aceite salpicó su mano. Empezó a frotarse y se dio cuenta de que todavía sostenía los huevos. Los rompió y los echó a la sartén. Añadió un tercero. Primero, alimentarse, y despuésoh, entonces emprendería un estudio serio de su nueva adquisición.

Aunque tampoco era conveniente que se enfrascara demasiado u olvidaría llamar a Rule. Cullen suspiró. Una pena, pero no podía simplemente desaparecer y ponerse a trabajar en el hechizo, no era el momento.

¿Quién más podría revelar la verdad? En esta época ignorante, había tan poca gente que comprendía incluso los fundamentos de la magia No ardían por entender como él. No, eran como niños que, asustados por la oscuridad, se tapan la cabeza con la sábana. Eran felices en su ignorancia y expulsaban a aquellos que no querían vivir bajo sus sofocantes restricciones.

Al igual que lo habían expulsado del clan que debería haber sido el suyo.

Cullen suspiró débilmente. Suficiente. Rule nunca le había rechazado por hacer lo que tenía que hacer. Por eso, Cullen le debía su amistad. Y una llamada de teléfono.

Cuando los huevos estuvieron hechos, los puso en un plato que dejó sobre la mesa junto con una rebanada de pan. Sacó una lata de Coca Cola de la nevera y comió rápidamente, sin darse apenas cuenta de lo que masticaba, su mente perdida entre símbolos, estructuras y relaciones que no tenían ninguna analogía física directa.

Treinta minutos después, el plato con los restos de los huevos yacía olvidado en el suelo, donde Cullen lo había dejado al darse cuenta de que le molestaba. La mesa estaba cubierta de trozos de papel, y Cullen estaba concentrado en una hilera de símbolos brillantes que flotaban en el aire. Tras un instante, dos de esos símbolos se movieron hacia la derecha y otra secuencia ocupó su lugar.

Sí, eso era. Eso era lo que faltaba. Si la relación lógica entre el objeto y la ilusión era la de mantenerse, entonces él

Un jirón de energía roja cruzó su campo de visión. Cullen saltó. Alguien había abierto una brecha en sus defensas. No habían interferido con ella, no, no había nada de sutileza. Algo había pasado a través de ellas, como si no estuvieran allí.

Cosa que no era posible.

Cullen no tenía aversión a las armas como la mayoría de los lupi. Agitó su mano y los símbolos brillantes desaparecieron mientras corría al rincón donde le aguardaba su escopeta, cargada y lista. La cogió y se detuvo. Un segundo de concentración y los pedazos de papel ardieron. Y se dirigió rápidamente a la salida.

No a la puerta principal, ni a esa salida improvisada que había creado al atravesar la pared el día anterior, sino a una trampilla al fondo de la cabaña. Se abría hacia un túnel que conducía a una cueva que había explorado ampliamente años atrás. A Cullen no le gustaban los espacios cerrados y reducidos más que a cualquier otro lupus, pero le atraía menos conocer la cosa o el ser que había atravesado sus defensas con esa facilidad.

Podrían llamarle paranoico. Pero los visitantes amistosos llaman a la puerta, maldita sea.

Quitó la alfombra, agarró el borde de la trampilla y tiró de ella. Era más pesada de lo que parecía porque estaba construida en acero sólido.

Y entonces sintió un dolor agónico. Su espalda se arqueó a la vez que sus dedos soltaban la escopeta. Sus rodillas flaquearon. Cayó al suelo.

Cullen podía soportar mucho dolor. La mayoría de los lupi podían. Pero esto no era como nada que hubiera experimentado antes, era como si le estuvieran quemando vivo desde dentro. Se oyó a sí mismo gritar e intentó juntar sus mandíbulas, pero su cuerpo se agitaba y tenía espasmos y no estaba dispuesto a obedecer. Instintivamente trató de cambiar. Pero no pudo. El terror, primitivo y tan destructor como el propio dolor, lo atenazó.

Y acabó como quien aprieta un interruptor.

Así como las sensaciones provocadas por el sexo continúan una vez acabado, también lo hacen las provocadas por un dolor intenso. Cullen seguía en el suelo, retorciéndose, jadeando, su mente debilitada, y su cuerpo gritando de dolor como si fuera un diente podrido.

El arma.

Estaba en el suelo, a unos centímetros de su mano abierta. La alcanzó, o al menos lo intentó. Su brazo no se movió. Frenético, se concentró y lo intentó de nuevo. Sus músculos tuvieron un pequeño espasmo y enviaron una nueva oleada de dolor a través de todo su cuerpo.

Apretó los dientes para soportarlo. Así que el ataque ha sido físico, no psíquico. Tengo algunas heridas. Pero puedo curarlas. Dama, concédeme tiempo para…

Unas figuras cubiertas de negro entraron por la puerta. Tres cuatro y otras dos aparecieron por el agujero de la pared. Vestían algo parecido a gis negros con largos cinturones de tela roja bordados de motivos intrincados, grandes pañuelos les cubrían la cabeza y parte del rostro, al estilo beduino.

Y tenían rifles. Todos y cada uno de ellos.

¿Aspirantes a ninja con armas?

—Tú —gritó uno de ellos, bajito, de piel pálida y que olía a seru, excitado y agresivo—. ¿Dónde están los demás?

—No puede responder, Segundo. —Un susurro. La voz surgió de entre los cuerpos cubiertos de negro que habían aparecido por el agujero de la pared. Sonaba infantil Si fuera posible que una máquina tuviera una infancia, porque era una voz sin vida ni sentimiento—. Me sorprende que esté consciente. Pero no podrá hablar hasta dentro de unas horas.

Las formas cubiertas de negro se marcharon. Una mujer que vestía una túnica roja caminó cuidadosamente por entre los escombros.

Era menuda, no más de metro cincuenta, y no parecía ser más que una adolescente. Tenía el pelo largo y de color negro azabache. Lo llevaba suelto. Lucía una delgada diadema de plata en la frente, con un ópalo grande y negro que cubría el chakra del entrecejo. Caminaba apoyada en un báculo negro de madera decorado con fibras de plata y que era tan alto como ella. Emanaba magia.

Cullen deseaba encontrarla ridícula, como a una niña que se disfraza para imitar una película de serie B. En cambio, se le erizó el pelo de la nuca. Una oleada de odio, instintivo e irracional, curvó sus labios y le hizo mostrar los dientes.

Ese pequeño movimiento le dolió como si le atravesaran miles de cuchillas. Mierda, mierda, mierda. Sintió lágrimas en sus ojos cuando la mujer llegó lentamente hasta él.

—Buscadlos —dijo ella secamente, como una reina que da órdenes a sus súbditos.

¿Buscadlos? Michael y Molly, dedujo Cullen. Estos tipos que parecían salidos de una opereta buscaban al otro hechicero, no a él.

Después de sufrir todo esto, y ni siquiera me buscan a mí. Estupendo.

—Madona —titubeó el hombre que había hablado antes—. No te acerques a él. Déjanos protegerte.

—Imbécil —dijo ella con esa voz de máquina—. No puede moverse. Investigad adonde conduce eso —señaló el túnel bajo la trampilla con su báculo—. Quizás haya alguien escondido ahí.

El ninja bajito gritó unas órdenes. Tres hombres se apresuraron a obedecer, y bajaron uno a uno a la ruta de escape de Cullen. El bajito se acercó a Cullen, observándole con recelo.

La mujer no le prestó atención, su mirada fija en Cullen. Sus ojos eran asombrosamente negros, tan negros que no se podía distinguir la pupila del iris. Y había algo extraño en su olor, pero el hedor a magia de su báculo era tan fuerte que tapaba todos los demás aromas de la habitación.

Su báculo

—Me pregunto por qué sigues consciente —dijo la mujer.

El báculo. Ahí es donde se centraba el odio de Cullen. Le asaltó una necesidad imperiosa de destruirlo. Deseaba cambiar, atraparlo con sus dientes y convertirlo en astillas, pero un momento. Antes no había sido capaz de cambiar, pero ahora el ataque había terminado ya. Estaba herido, pero quizá

—Está bien —susurró la mujer—, veamos en qué estás pensando. ¿Dónde están?

Cullen miró a los ojos de la mujer, y los cerró al comprobar que el intento de invasión no tenía éxito. Le habría sacado la lengua burlonamente si sus mandíbulas hubieran cooperado.

—¡Tienes escudos mentales! —gritó la mujer sorprendida. Su rostro se arrugó y golpeó a Cullen en las costillas con el báculo.

No voy a permitir que me toque con esa abominación. La fuerza del odio le permitió a Cullen levantarse, consciente del dolor, pero consumido por la necesidad de destruir ese objeto sacrílego.

Pero ignorar el dolor no significa vencerlo. Fue torpe y lento. Alargó la mano, pero no pudo agarrar el báculo. Y cuando la culata del rifle descendió sobre él pudo verla por el rabillo del ojo, pero era demasiado tarde para evitar que le golpeara en la cabeza.

El Mundo de los Lupi 01 - Peligro tentador
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