Los objetos que nos eran caros y que habíamos arrastrado hasta allí quedaron en el vagón y con ellos, al fin, nuestras ilusiones.

Cada dos metros, un SS, con la metralleta apuntando hacia nosotros. Tomados de las manos, seguimos a la masa.

Un suboficial SS vino a nuestro encuentro, cachiporra en mano, y ordenó:

—Los hombres a la izquierda. Las mujeres a la derecha.

Cuatro palabras dichas tranquilamente, indiferentemente, sin emoción. Cuatro palabras simples, breves. Sin embargo, era el momento en que me separaría de mi madre. No había tenido tiempo de pensar, cuando ya sentí la presión de la mano de mi padre: quedamos solos. En una fracción de segundo, pude ver a mi madre, a mis hermanas, ir hacia la derecha. Tzipora estrechaba la mano de mamá. Las vi alejarse; mi madre acariciaba los cabellos rubios de mi hermana como para protegerla, y yo continuaba andando con mi padre, con los hombres. Y no sabía que en ese lugar, en ese instante, me separaba de mi madre y de Tzipora para siempre. Continuaba caminando. Mi padre me tenía de la mano.

Detrás de mí, un anciano se desplomó. Junto a él un SS reenfundaba su revólver.

Mi mano se crispó sobre el brazo de mi padre. Un solo pensamiento: no perderlo. No quedarme solo.

Los oficiales SS nos ordenaron:

—En filas de cinco.

Un tumulto. Había que permanecer juntos a toda costa.

—¡Eh, chico! ¿Qué edad tienes?

Me lo preguntaba un detenido. No podía ver su cara, pero su voz era cálida y cansada.

—Todavía no cumplí quince.

—No. Dieciocho.

—Pero no —respondí—. Quince.

—Grandísimo idiota. Escucha lo que yo te digo.

Después preguntó a mi padre, quien respondió:

—Cincuenta años.

Más furioso aún, el otro siguió:

—No, cincuenta no. Cuarenta. ¿Oyen? Dieciocho y cuarenta.

Desapareció entre las sombras de la noche. Se acercó otro, con la boca llena de insultos:

—Hijos de perra, ¿por qué han venido? Eh, ¿por qué?

Alguien se atrevió a responderle:

—¿Qué se cree? ¿Qué es por nuestro gusto? ¿Qué nosotros pedimos que nos trajeran?

Poco faltó para que el otro lo matara.

—¡Cállate, cerdo, o te aplasto aquí mismo! Tendrían que haberse colgado allí donde estaban en lugar de venir aquí. ¿No sabían lo que se prepara aquí, en Auschwitz? ¿No lo sabían? ¿En 1944?

Sí, nosotros lo ignorábamos. Nadie nos lo había dicho. Él no podía dar crédito a sus oídos. Su voz se volvió más y más brutal:

—¿Ven aquella chimenea, allá? ¿La ven? ¿Ven las llamas? (Sí, veíamos las llamas). Allá, allá los llevarán. Esa es su tumba. ¿Todavía no han comprendido? ¡Perros! ¿Ustedes no comprenden nada entonces? ¡Los van a incinerar! ¡Los van a calcinar! ¡Los van a reducir a cenizas!

Su furor se volvió histérico. Nosotros nos quedamos inmóviles, petrificados. ¿Todo eso no era una pesadilla? ¿Una pesadilla inimaginable?

Aquí y allá oí murmurar:

—Hay que hacer algo. No tenemos que dejarnos matar, ir como ganado al matadero. Tenemos que rebelarnos.

Entre nosotros había algunos muchachos fuertes. Llevaban puñales consigo e incitaban a sus compañeros a arrojarse sobre los guardias armados. Un joven decía:

—Que el mundo conozca la existencia de Auschwitz. Que la conozcan todos los que todavía pueden salvarse de venir aquí.

Pero los más viejos imploraban a sus hijos que no hicieran tonterías:

—No hay que perder la confianza, aunque la espada esté suspendida sobre nuestras cabezas. Así hablaban nuestros Sabios.

El viento de rebelión se apaciguó. Continuamos marchando hasta una encrucijada. En el centro estaba el doctor Mengele, ese famoso doctor Mengele (oficial SS típico, rostro cruel, no desprovisto de inteligencia, monóculo), una varilla de director de orquesta en la mano, en medio de otros oficiales. La varilla se movía sin tregua, ya sea a la izquierda, ya sea a la derecha.

Me encontraba ya ante él:

—¿Tu edad? —preguntó en un tono que quería ser paternal.

—Dieciocho años. —Mi voz temblaba.

—¿Sano?

—Sí.

—¿Tu oficio?

¿Decir que era estudiante?

—Agricultor —me oí pronunciar.

La conversación no había durado sino algunos segundos.

Pero me había parecido una eternidad.

La varilla hacia la izquierda. Di un paso hacia adelante. Quería ver primero a dónde enviarían a mi padre. Si fuera a la derecha, me habría unido a él.

Una vez más, la varilla se inclinó hacia la izquierda. Se me quitó un peso del corazón.

Todavía no sabíamos qué dirección era la buena, si la de la izquierda o la de la derecha, qué camino conducía a presidio o al crematorio. Sin embargo, me sentía feliz: estaba con mi padre. Nuestra procesión continuaba avanzando lentamente.

Otro detenido se acercó a nosotros:

—¿Contentos?

—Sí —respondió alguien.

—Desdichado, van ustedes al crematorio.

Parecía decir la verdad. No lejos de nosotros, de un foso subían llamas, llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: eran niños. ¡Eran bebés! Sí, los vi, con mis propios ojos los vi… Niños entre las llamas. (¿Es asombroso si desde entonces el sueño huye de mis ojos?)

He ahí pues adonde íbamos. Un poco más lejos habría otro foso más grande para los adultos.

Me mordí los labios: ¿vivía aún? ¿Estaba despierto? No podía creerlo. ¿Cómo era posible que se quemara a hombres, a niños, y que el mundo callara? No, todo eso no podía ser verdad. Una pesadilla… Pronto despertaría sobresaltado, latiéndome el corazón y me encontraría en mi cuarto, entre mis libros…

La voz de mi padre me arrancó de mis pensamientos:

—Lástima… Lástima que no hayas ido con tu madre… He visto muchos niños de tu edad que se iban con su madre…

Su voz era terriblemente triste. Comprendí que no quería ver lo que iban a hacer conmigo. No quería ver quemar a su único hijo varón.

Un sudor frío cubría mi frente. Pero le dije que no creía que quemaran hombres en nuestra época, que la humanidad no lo habría tolerado…

—¿La humanidad? La humanidad no se interesa por nosotros. Actualmente todo está permitido. Todo es posible, hasta los hornos crematorios… —contestó con voz ahogada.

—Padre —continué—, si es así, no quiero esperar más. Iré hacia las alambradas electrificadas. Es mejor que agonizar durante horas entre las llamas.

No me respondió. Lloraba. Su cuerpo se sacudía en un temblor. A nuestro alrededor, todos lloraban. Alguien se puso a recitar el Kadish, la oración de los muertos. No sé si ya ha ocurrido, en la larga historia del pueblo judío, que los hombres reciten la oración de los muertos para sí mismos.

Yizgadal veyiskadasb shmé raba… Que Su Nombre sea alabado y santificado… —murmuró mi padre.-

Por primera vez, sentí crecer en mí la protesta. ¿Por qué debía santificar Su nombre? El Eterno, el Señor del Universo, el Eterno Todopoderoso y Terrible callaba, ¿por qué tenía que agradecerle?

Continuamos andando. Poco a poco nos acercábamos a la fosa de la que se desprendía un calor infernal. Veinte pasos aún. Si quería darme muerte, ese era el momento. A nuestra columna solo le faltaba dar unos quince pasos. Me mordí los labios para que mi padre no oyera cómo me temblaban las mandíbulas. Diez pasos todavía. Ocho. Siete. Andábamos lentamente, como si siguiéramos detrás de un coche fúnebre, siguiendo nuestro propio entierro. Solo cuatro pasos. Tres pasos. Ahora estaban muy cerca de nosotros el foso y las llamas. Reuní todas las fuerzas que me quedaban para saltar de las filas y arrojarme contra las alambradas. En el fondo de mi corazón, me despedí de mi padre, del Universo entero, y a mi pesar, se formaron y brotaron de mis labios, en un murmullo, las palabras «Yizgadal veyiskadasb sbmé raba… Que Su Nombre sea alabado y santificado…». Mi corazón iba a estallar. Eso era. Me encontraba ante al Ángel de la muerte…

No. A dos pasos del foso, nos ordenaron doblar hacia la izquierda, y nos hicieron entrar en una barraca.

Estreché fuertemente la mano de mi padre y él me dijo:

—¿Te acuerdas de la señora Scháchter, en el tren?

Jamás olvidaré esa noche, esa primera noche en el campo que hizo de mi vida una sola larga noche bajo siete vueltas de llave.

Jamás olvidaré esa humareda.

Jamás olvidaré las caritas de los chicos que vi convertirse en volutas bajo un mudo azur.

Jamás olvidaré esas llamas que consumieron para siempre mi Fe.

Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir.

Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y a mis sueños que adquirieron el rostro del desierto.

Jamás lo olvidaré, aunque me condenaran a vivir tanto como Dios. Jamás.

La barraca donde nos hicieron entrar era muy larga. En el techo, algunos tragaluces azulados. La antecámara del infierno debe de tener ese aspecto. Tantos hombres enloquecidos, tantos gritos, tanta brutal bestialidad.

Decenas de reclusos nos recibieron, bastón en mano, golpeando en cualquier parte, a cualquiera, sin razón alguna. Las órdenes: «¡Desnudarse! ¡Rápido! ¡Raus! Conserven solamente el cinturón y los zapatos en la mano…».

Había que arrojar la ropa al final de la barraca. Ya había allí una gran pila. Trajes nuevos, otros viejos, sobretodos desgarrados, harapos. ¡Para nosotros era la verdadera igualdad!, la de la desnudez. Temblando de frío.

Algunos oficiales SS recorrían el cuarto buscando hombres robustos. Si el vigor era tan buscado, tal vez había que mostrarse fuerte. Mi padre pensaba lo contrario. Era mejor no ponerse en evidencia. El destino de los otros sería el nuestro. (Más tarde nos enteramos de que habíamos tenido razón. Aquellos que fueron elegidos ese día fueron incorporados a la Sonder-Kommando, el comando que trabajaba en los crematorios. Bela Katz —hijo de un fuerte comerciante de mi ciudad— había llegado a Birkenau en el primer transporte una semana antes que nosotros. Cuando se enteró de nuestra llegada nos hizo pasar una nota en la que decía que, elegido por su robustez, había introducido él mismo el cuerpo de su padre en el horno crematorio).

Los golpes continuaban cayendo:

—¡Al peluquero!

Con el cinturón y los zapatos en la mano, me arrastre hasta los peluqueros. Sus navajas arrancaban el pelo, afeitaban todos los pelos del cuerpo. En mi cabeza zumbaba siempre el mismo pensamiento: no alejarme de mi padre.

Liberados de las manos de los peluqueros, nos pusimos a vagar en montón, encontrando amigos, conocidos. Esos encuentros nos llenaban de alegría —sí, de alegría—: «¡Dios sea alabado! ¡Vives todavía!».

Pero otros lloraban. Aprovechaban la fuerza que les quedaba para llorar. ¿Por qué se habían dejado conducir hasta allí? ¿Por qué no se habían dado muerte en su cama? Los sollozos entrecortaban su voz.

De pronto, alguien se arrojó a mi cuello y me besó: Yejíel, hermano del rabino de Sighet. Lloraba a lágrima viva. Creí que lloraba de alegría por estar aún vivo.

—No llores, Yejíel —le dije—. Lástima de lágrimas…

—¿No llorar? Estamos al borde de la muerte. Pronto estaremos dentro… ¿Comprendes? Dentro. ¿Cómo no llorar?

Por los tragaluces azulados del techo veía disiparse la noche poco a poco. Había dejado de tener miedo. Y después un cansancio sobrehumano me postró.

Los ausentes ni siquiera rozaban nuestra memoria. Todavía se hablaba de ellos —«quién sabe qué ha sido de ellos»—, pero poco se preocupaba uno de su destino. Incapaces de pensar en algo. Los sentidos estaban embotados, todo se desvanecía en una especie de neblina. Nada nos retenía ya. El instinto de conservación, la autodefensa, el amor propio, todo había desaparecido. En un último momento de lucidez, me pareció que éramos almas malditas errantes en el mundo-de-la-nada, almas condenadas a errar a través de los espacios hasta el fin de las generaciones en busca de su redención, en busca del olvido, sin esperanza de encontrarlo.

Alrededor de las cinco de la mañana, nos echaron de la barraca.

Los kapos nos golpeaban de nuevo, pero yo había dejado de sentir el dolor de los golpes. Una brisa helada nos envolvía. Estábamos desnudos, el cinturón y los zapatos en la mano. Una orden: «¡Correr!». Y nosotros corrimos. Al cabo de algunos minutos de correr, una nueva barraca.

Un barril de petróleo en la puerta. Desinfección. Lo sumergen a cada uno. Luego una ducha caliente. A todo correr. Al salir del agua, nos echan afuera. Correr de nuevo. Otra barraca: el almacén. Unos tablones muy largos. Montañas de trajes de presos. Nosotros corremos. Al pasar nos arrojan pantalón, blusa, camisa y calcetines.

En algunos segundos, habíamos cesado de ser hombres. Si la situación no hubiera sido trágica, habríamos podido estallar de risa. ¡Qué vestimentas! Meir Katz, un coloso, había recibido un pantalón de niño, y Stern, un hombrecito flaco, una blusa en la cual se perdía. Enseguida realizamos los intercambios necesarios.

Dirigí una mirada a mi padre. ¡Cómo había cambiado! Sus ojos se habían enturbiado. Hubiera querido decirle algo, pero no sabía qué.

La noche había pasado. La estrella de la mañana brillaba en el cielo. Yo también me había convertido por completo en otro ser. El estudiante talmudista, el niño que había sido, fue consumido por las llamas. Solo quedaba una forma que se me parecía. Una llama negra se había introducido en mi alma y la había devorado.

Tantos acontecimientos habían tenido lugar en pocas horas que había perdido por completo la noción del tiempo. ¿Cuándo habíamos abandonado nuestra casa? ¿Y el ghetto? ¿Y el tren? ¿Una semana solamente? ¿Una noche, una sola noche?

¿Cuánto tiempo hacía que nos manteníamos en medio del viento helado? ¿Una hora? ¿Una simple hora? ¿Sesenta minutos?

Seguramente era un sueño.

No lejos de nosotros, algunos reclusos trabajaban. Unos cavaban pozos, otros transportaban arena. Ninguno de ellos nos dirigía una mirada. Eramos árboles secos en el corazón de un desierto. Detrás de mí, alguna gente hablaba. No tenía ninguna gana de escuchar lo que decían, de saber quién hablaba y de qué hablaba. Nadie osaba levantar la voz aunque no hubiera guardias cerca de nosotros. Cuchicheaban. Tal vez fuera debido a la espesa humareda que emponzoñaba el aire y atacaba la garganta…

Nos hicieron entrar en una nueva barraca, en el campo de los gitanos. En filas de cinco.

—¡Y que nadie se mueva!

No había piso. Un techo y cuatro paredes. Los pies se hundían en el lodo.

Recomenzó la espera. Yo me dormí de pie. Soñé con una cama, con una caricia de mi madre. Y desperté: estaba parado, los pies en el barro. Algunos se desplomaban y permanecían acostados. Otros gritaban:

—¿Están locos? Han dicho que hay que quedarse de pie. ¿Quieren atraernos una desgracia?

Como si todas las desgracias del mundo no hubieran caído ya sobre nuestras cabezas. Poco a poco, todos nos sentamos en el barro. Pero había que levantarse a cada momento, cada vez que entraba un kapo para ver si alguien llevaba zapatos nuevos. Había que entregárselos. No servía de nada oponerse: los golpes llovían y, a fin de cuentas, los zapatos se perdían.

Yo mismo tenía zapatos nuevos. Pero, como estaban recubiertos por una espesa capa de barro, no lo habían notado. Agradecí a Dios, en una bendición de circunstancias, por haber creado el barro en Su Universo infinito y maravilloso.

De pronto el silencio se hizo más profundo. Había entrado un oficial SS y con él el olor del Ángel de la Muerte. Teníamos la mirada fija en sus labios carnosos. Nos arengó en medio de la barraca:

—Se encuentran en un campo de concentración. En Auschwitz…

Una pausa. Observaba el efecto que habían producido sus palabras. Su rostro ha quedado grabado en mi memoria hasta hoy. Un hombre alto, de unos treinta años, con el crimen inscrito en la frente y las pupilas. Nos observaba como a una banda de perros leprosos aferrándose a la vida.

—Recuerden —prosiguió—, recuerden siempre, grábenselo en la memoria. Ustedes están en Auschwitz. Y Auschwitz no es una casa de convalecencia. Es un campo de concentración. Aquí ustedes deben trabajar. Si no, irán directamente a la chimenea. Al crematorio. Trabajar o el crematorio, la elección está en sus manos.

Esa noche habíamos vivido demasiado y creíamos que ya nada podía atemorizarnos. Pero esas palabras secas nos hicieron estremecer. La palabra «chimenea» no era aquí una palabra vacía de sentido: flotaba en el aire, mezclada con el humo. Tal vez era la única palabra que aquí tenía un sentido real. Abandonó la barraca. Aparecieron los kapos y gritaron:

—Todos los especialistas, cerrajeros, carpinteros, electricistas, relojeros, ¡un paso adelante!

Se hizo pasar a los demás a otra barraca, esta vez de piedra. Con permiso de sentarse. Un deportado gitano nos vigilaba.

Repentinamente mi padre fue presa de cólicos. Se levantó y, dirigiéndose hacia el gitano, le pidió cortésmente en alemán:

—Perdóneme… ¿Puede decirme dónde se encuentran los servicios?

El gitano lo miró largamente de pies a cabeza. Como si hubiera querido convencerse de que el hombre que le dirigía la palabra era un auténtico ser de carne y hueso, un ser viviente con un cuerpo y un vientre. Luego, como despertando de un sueño letárgico, le propinó a mi padre un bofetón tal que este se desplomó y luego volvió a su sitio a cuatro patas.

Yo me quedé petrificado. ¿Qué me había ocurrido? Acababan de golpear a mi padre, ante mis ojos, y yo no había pestañeado. Había mirado y me había callado. Ayer, habría hundido mis uñas en la carne del criminal. ¿Había cambiado tanto? ¿Tan rápido? Ahora comenzaba a atormentarme el remordimiento. Solo pensé: «Nunca les perdonaré eso». Mi padre debió de adivinar y me susurró al oído: «Esto no duele». Su mejilla conservaba la marca roja de la mano.

—¡Todo el mundo afuera!

Una decena de gitanos habían venido a reunirse con nuestro guardián. Cachiporras y látigos restallaban a mi alrededor. Mis pies corrían sin que yo pensara en ello. Traté de protegerme de los golpes detrás de los demás. Un sol primaveral.

—¡En filas de cinco!

Los presos que había visto esa mañana trabajaban al lado. Ningún guardián junto a ellos, solo la sombra de la chimenea… Embriagado por los rayos del sol y por mis sueños, sentí que me tiraban de la manga. Era mi padre: «Avanza, hijito».

Caminamos. Puertas que se abrían y se cerraban. Continuábamos caminando entre las alambradas electrificadas. A cada paso, un cartel blanco con un cráneo negro que nos miraba. Una inscripción: ¡ATENCIÓN! PELIGRO DE MUERTE. Qué burla: ¿había aquí un solo sitio en que no se estuviera en peligro de muerte?

Los gitanos se habían detenido junto a una barraca. Fueron reemplazados por varios SS que nos rodearon. Revólveres, metralletas, perros policía.

La marcha había durado una media hora. Mirando a mi alrededor, observé que las alambradas estaban detrás de nosotros. Habíamos salido del campo.

Era un hermoso día de abril. Flotaban en el aire perfumes primaverales. El sol descendía hacia el oeste.

Pero, apenas caminamos unos instantes, percibimos las alambradas de otro campo. Una puerta de hierro y sobre ella esta inscripción: «¡El trabajo es la libertad!».

Auschwitz.

Primera impresión: era mejor que Birkenau. Construcciones de hormigón, de dos pisos, en lugar de barracas de madera. Jardincillos aquí y allá. Nos condujeron hacia uno de esos blocs. Sentados en el suelo, ante la puerta, volvimos a esperar. De vez en cuando hacían entrar a alguno. Eran las duchas, formalidad obligatoria al entrar en todos los campos. Aunque se fuera de uno a otro varias veces por día, cada vez había que pasar por los baños.

Al salir del agua caliente, nos quedamos tiritando en la oscuridad. Las ropas habían quedado en el bloc y nos habían prometido otras vestimentas.

Alrededor de medianoche nos dijeron que corriéramos.

—Más rápido —aullaban los guardias—. Cuanto más rápido corran, tanto más rápido irán a dormir.

Después de algunos minutos de carrera frenética, llegamos ante un nuevo bloc. El responsable nos esperaba allí. Era un joven polaco que nos sonreía. Empezó a hablarnos y, a pesar de nuestro cansancio, lo escuchamos pacientemente:

—Camaradas, ustedes se encuentran en el campo de concentración de Auschwitz. Un largo camino de sufrimientos les espera. Pero no pierdan el ánimo. Acaban de escapar al mayor peligro: la selección. Y bien, junten fuerzas y no pierdan la esperanza. Todos veremos el día de la liberación. Tengan confianza en la vida, mil veces confianza. Rechacen la desesperanza y alejarán a la muerte. Somos todos hermanos y sufrimos la misma suerte. Encima de nuestras cabezas flota el mismo humo. Ayúdense los unos a los otros. Es el único medio de sobrevivir. Basta de hablar, ustedes están cansados. Escuchen: ustedes están en el bloc 17; yo soy responsable del orden aquí; cada uno puede venir a verme si tiene queja de alguien. Es todo. Vayan a dormir. Dos personas por cama. Buenas noches.

Las primeras palabras humanas.

En cuanto trepamos a nuestros catres, nos embargó un pesado sueño.

Al día siguiente, los «antiguos» nos trataron sin brutalidad. Fuimos a los lavabos. Nos dieron trajes nuevos. Nos trajeron café negro.

Abandonamos el bloc alrededor de las diez para que lo limpiaran.

Afuera, el sol nos reanimó. Nuestra moral era mucho mejor. Sentíamos los efectos bienhechores del sueño de la noche. Al encontrarse, los amigos intercambiaban algunas frases. Se hablaba de todo, salvo de aquellos que habían desaparecido. La opinión general era que la guerra estaba a punto de terminar.

Hacia mediodía, nos trajeron la sopa, un plato de sopa espesa para cada uno. Aunque muerto de hambre, me negué a tocarla. Todavía era el niño mimado de antes. Mi padre se tragó mi ración.

Luego hicimos una pequeña siesta a la sombra del bloc. El oficial SS de la barraca fangosa debía de haber mentido: Auschwitz era una verdadera casa de reposo…

Por la tarde, nos pusieron en fila. Tres prisioneros trajeron una mesa e instrumentos médicos. Con la manga del brazo izquierdo levantada, cada uno debía pasar delante de la mesa. Los tres «antiguos», agujas en mano, nos grabaron un número en el brazo izquierdo. Yo me convertí en A-7713. En adelante no tendría otro nombre.

Al crepúsculo, pasaron lista. Los comandos de trabajadores habían vuelto a entrar. Junto a la puerta, la orquesta tocaba marchas militares. Decenas de millares de detenidos se mantenían en fila mientras los SS verificaban el nombre de cada uno de ellos.

Después de pasar lista, los prisioneros de todos los blocs se dispersaron en busca de amigos, de parientes, de vecinos llegados en el último convoy.

Pasaban los días. Por la mañana: café negro. A mediodía: sopa. (Al tercer día, comía con apetito cualquier sopa). A las seis de la tarde: pase de lista. Luego pan y cualquier cosa. A las nueve: a la cama.

Hacía ocho días ya que estábamos en Auschwitz. Fue después de pasar lista. Solo esperábamos el sonido de la campana que debía anunciar el fin de la formalidad. De pronto oí que alguien pasaba entre las filas y preguntaba:

—¿Quién de ustedes es Wiesel, de Sighet?

El que nos buscaba era un hombrecito de anteojos, con la cara arrugada y envejecida. Mi padre respondió:

—Yo soy Wiesel, de Sighet.

El hombrecito lo miró largamente, con los ojos entrecerrados:

—¿No me reconoce?… No me reconoce… Yo soy pariente suyo, Stein. ¿Ya me olvidó? ¡Stein! Stein de Amberes. El marido de Reizl. Su esposa era tía de Reizl… Nos escribía a menudo… ¡y qué cartas!

Mi padre no lo había reconocido. Debía de haberlo conocido apenas, pues había estado siempre enfrascado hasta el cuello en los asuntos de la comunidad y mucho menos enterado de los asuntos de familia. Por otra parte, siempre estaba perdido en sus pensamientos. (Una vez, una prima había venido a vernos a Sighet. Hacía quince días que vivía en nuestra casa y comía con nosotros, cuando mi padre notó su presencia por primera vez). No, no podía recordar a Stein. Yo sí lo reconocí muy bien. Había conocido a Reizl, su mujer, antes que ella partiera para Bélgica. Él prosiguió:

—Me deportaron en 1942. Oí decir que había llegado un convoy de la región de ustedes y vine a buscarlos. Pensé que tal vez tuviera noticias de Reizl y de mis hijitos que quedaron en Amberes…

Yo no sabía nada. Después de 1940, mi madre no había recibido una sola carta de ellos. Pero le mentí:

—Sí, mi madre recibió noticias de su casa. Reizl está muy bien. Los niños también…

Lloraba de alegría. Hubiera querido quedarse mucho tiempo, conocer más detalles, impregnarse de buenas noticias, pero un SS se acercaba y tuvo que alejarse, gritando que volvería al día siguiente.

La campana anunció que podíamos dispersarnos. Fuimos a buscar la cena de la noche: pan y margarina. Tenía un hambre terrible y enseguida tragué mi ración. Mi padre me dijo:

—No debes comer todo de golpe. Mañana es otro día…

Al ver que su consejo había llegado tarde y que no me quedaba nada de mí ración, no tocó siquiera la suya:

—Yo no tengo hambre —dijo.

Permanecimos en Auschwitz tres semanas. No teníamos nada que hacer. Dormíamos mucho. De tarde y de noche.

La única preocupación era evitar los traslados, y permanecer allí el mayor tiempo posible. No era difícil: bastaba con no inscribirse, jamás, como obrero calificado. A los peones se los conservaba hasta el final.

Al término de la tercera semana se destituyó a nuestro jefe de bloc, juzgado demasiado humano. Nuestro nuevo jefe era feroz y sus ayudantes verdaderos monstruos. Los buenos tiempos habían pasado. Comenzábamos a preguntarnos si no sería mejor dejarse designar para el próximo traslado.

Stein, nuestro pariente de Amberes, continuó visitándonos y, de vez en cuando, nos traía media ración de pan:

—Toma, es para ti, Eliézer.

Cada vez que venía, las lágrimas le corrían por las mejillas y allí se detenían heladas. A menudo decía a mi padre:

—Vigila a tu hijo. Está muy débil, deshidratado. Vigílalo bien para evitar la selección. ¡Coman! Cualquier cosa y en cualquier momento. Devoren todo lo que puedan. Los débiles no duran mucho aquí…

Y él mismo estaba tan flaco, tan seco, tan débil…

—Lo único que me conserva con vida —tenía costumbre de decir— es saber que Reizl y mis pequeños viven todavía. Si no fuera por ellos, no resistiría.

Una noche vino hacia nosotros con el rostro radiante.

—Acaba de llegar un transporte de Amberes. Mañana iré a verlos. Seguramente tendrán noticias…

Y se alejó.

No lo veríamos más. Había tenido noticias. Verdaderas noticias.

De noche, acostados en nuestras literas, tratábamos de cantar algunas melodías jasídicas y Akiba Drumer nos destrozaba el corazón con su voz grave y profunda.

Algunos hablaban de Dios, de sus voces misteriosas, de los pecados del pueblo judío y de la liberación futura. Pero, yo había dejado de rezar. ¡Estaba con Job! No había renegado de Su existencia pero dudaba de Su justicia absoluta.

Akiba Drumer decía:

—Dios nos pone a prueba. Quiere ver si somos capaces de dominar los malos instintos, de matar en nosotros a Satán. No tenemos derecho de desesperar. Y si nos castiga implacablemente es porque nos ama tanto más…

Hersch Genud, versado en la Cábala, hablaba del fin del mundo y de la venida del Mesías.

Solo de tanto en tanto, en medio de esas charlas, un pensamiento zumbaba en mi espíritu: «¿Dónde está mamá, en este momento… y Tzipora?…».

—Mamá es todavía una mujer joven —dijo una vez mi padre—. Debe de estar en algún campo de trabajo. Y Tzipora, ¿no es ya una chica mayor? Ella también debe de estar en un campo…

¡Cómo deseaba creerle! Se simulaba: ¿si el otro lo creía?

Todos los obreros calificados ya habían sido enviados hacia otros campos. Más de un centenar éramos simples peones.

—Hoy es el turno de ustedes —nos anunció el secretario del bloc—. Partirán con los transportes.

A las diez nos dieron la ración cotidiana de pan. Una decena de SS nos rodeó. En la puerta, el cartel: EL TRABAJO ES LA LIBERTAD. Nos contaron. Y ya estábamos en pleno campo, en el camino inundado de sol. En el cielo, algunas nubecillas blancas.

Caminábamos lentamente. Los guardias no tenían prisa. Nosotros nos alegramos. Al atravesar las aldeas, muchos alemanes nos miraban sin asombrarse. Probablemente habían visto no pocas de esas procesiones…

En el camino encontramos jóvenes alemanas. Los guardias empezaron a hacerles bromas. Las jóvenes reían dichosas. Se dejaban besar, toquetear y estallaban de risa. Todos reían, bromeaban, se decían palabras de amor durante un buen trecho del camino. Durante ese tiempo, al menos, no tuvimos que soportar los gritos y culatazos.

Al cabo de cuatro horas, llegamos al nuevo campo: Buna. La puerta de hierro se cerró detrás de nosotros.