LA NOCHE

A la memoria de mis padres

y de mi hermanita Tzipora.

Lo llamaban Moshé-Shames[1], como si en la vida no hubiera tenido apellido. Era el hombre para todo quehacer de una sinagoga jasídica. Los judíos de Sighet —esa pequeña ciudad de Transilvania donde pasé mi infancia— le tenían mucho cariño. Era muy pobre y vivía miserablemente. En general los habitantes de mi ciudad, aunque ayudaran a los pobres, no les tenían ningún cariño. Moshé-Shames era la excepción. No molestaba a nadie. Su presencia no estorbaba a nadie. Era un maestro en el arte de hacerse insignificante, de volverse invisible.

Físicamente, era torpe como un payaso. Su timidez de huérfano provocaba risa. Me gustaban sus grandes ojos soñadores, perdidos en la lejanía. Hablaba poco. Cantaba o, más bien, canturreaba. Lo poquito que se podía captar se refería al sufrimiento de la divinidad, al exilio de la Providencia que, según la Cábala, obtendría su liberación con la del hombre.

Lo conocí a fines de 1941. Tenía yo doce años y era profundamente creyente. De día, estudiaba el Talmud, y de noche, corría a la sinagoga para llorar la destrucción del Templo.

Un día le pedí a mi padre que me buscara un maestro que pudiera orientarme en el estudio de la Cábala.

—Eres demasiado joven para eso. Ha dicho Maimónides que hasta los treinta años uno no tiene derecho de aventurarse en el mundo peligroso del misticismo. Primero debes estudiar las materias básicas que estás en condiciones de comprender.

Mi padre era un hombre culto, poco sentimental. Ninguna efusión, ni siquiera en familia. Más ocupado de los demás que de los suyos. La comunidad judía de Sighet sentía por él la mayor consideración; a menudo se le consultaba sobre los asuntos públicos y hasta sobre cuestiones privadas. Eramos cuatro hermanos. Hilda, la mayor; luego, Bea; yo era el tercero y el único hijo varón; la menor, Judith.

Mis padres tenían un comercio. Hilda y Bea les ayudaban en su trabajo. En cuanto a mí, decían que mi lugar era la casa de estudios.

—No hay cabalistas en Sighet —repetía mi padre.

Quería desterrar esa idea de mi espíritu. Pero en vano. Yo mismo me encontré un maestro en la persona de Moshé-Shames.

Me había estado observando un día que yo oraba a la hora del crepúsculo.

—¿Por qué lloras cuando rezas? —me preguntó como si me conociera desde hacía mucho tiempo.

—No lo sé —respondí muy turbado.

Esa pregunta nunca había surgido en mi espíritu. Lloraba porque… porque algo en mí experimentaba la necesidad de llorar. Y nada más.

—¿Por qué rezas? —me preguntó al cabo de un momento.

¿Por qué rezaba? Extraña pregunta. ¿Por qué vivía? ¿Por qué respiraba?

—No lo sé —contesté, más turbado aún e incómodo—. No lo sé.

Desde ese día lo vi a menudo. Él me explicaba con mucha insistencia que cada pregunta posee una fuerza que la respuesta no contiene ya…

—El hombre se eleva hacia Dios por las preguntas que le formula —gustaba repetir—. Ese es el verdadero diálogo. El hombre interroga y Dios responde. Pero no se comprenden sus respuestas. No es posible comprenderlas. Porque ellas vienen del fondo del alma y permanecen allí hasta la muerte. Las verdaderas respuestas, Eliézer, solo las encontrarás en ti mismo.

—¿Y por qué rezas tú, Moshé? —le pregunté.

—Le pido al Dios que está en mí que me dé fuerzas para poder hacerle verdaderas preguntas.

Así conversábamos casi todas las noches. Permanecíamos en la sinagoga después que los fieles la habían abandonado, sentados en la oscuridad donde vacilaba todavía la claridad de algunas velas consumidas a medias.

Una noche le comuniqué lo desdichado que era al no encontrar en Sighet un maestro que me enseñara el Zohar, los libros cabalísticos, los secretos de la mística judía. Esbozó una sonrisa indulgente. Después de un prolongado silencio, me dijo:

—Hay mil y una puertas para penetrar en el huerto de la verdad mística. Cada ser humano tiene su puerta. Pero no debe equivocarse y querer penetrar en el huerto por otra puerta que no sea la suya. Es peligroso para aquel que entra y también para aquellos que ya se encuentran en él.

Y Moshé-Shames, el pobre desarrapado de Sighet, me habló durante largas horas de las iluminaciones y de los misterios de la Cábala. Con él comencé mi iniciación. Decenas de veces releímos juntos una página del Zohar. No para aprenderla de memoria sino para captar la esencia misma de la divinidad.

Y a lo largo de esas reuniones nocturnas tuve la convicción de que Moshé-Shames me llevaría con él hacia la eternidad, hacia ese tiempo en que pregunta y respuesta volverían a ser UNO.

Después, un día se expulsó a los judíos extranjeros de Sighet. Y Moshé-Shames era extranjero.

Apiñados por los gendarmes húngaros en vagones para ganado, lloraban sordamente. También nosotros llorábamos en el andén su partida. El tren desapareció en el horizonte: detrás de él solo quedó una humareda espesa y sucia.

Detrás de mí oí a un judío que suspiraba y decía:

—Qué quieren, es la guerra…

Los deportados fueron olvidados rápidamente. Algunos días después de su partida se decía que estaban en Galitzia trabajando y hasta que estaban satisfechos de su suerte.

Pasaron los días. Las semanas, los meses. La vida había vuelto a ser normal. Un aire suave y tranquilizador soplaba en todas las casas. Los comerciantes hacían buenos negocios, los estudiantes vivían en medio de sus libros y los niños jugaban en la calle.

Un día, cuando iba a entrar en la sinagoga, divisé, sentado en un banco, próximo a la puerta, a Moshé-Shames.

Relató su historia y la de sus compañeros. El tren de los deportados había atravesado la frontera húngara y, en territorio polaco, la Gestapo se había hecho cargo de él. Detenido allí, los judíos tuvieron que descender y subir a unos camiones. Los camiones se dirigieron a un bosque. Se les hizo bajar. Se les hizo cavar amplias fosas. Cuando terminaron su tarea, los hombres de la Gestapo comenzaron la suya. Sin pasión, sin apresurarse, abatieron a sus prisioneros. Cada uno de ellos debía acercarse al foso y presentar la nuca. Los bebés eran lanzados al aire y las ametralladoras los tomaban como blanco. Fue en el bosque de Galitzia, cerca de Kolomaie. ¿Cómo había logrado salvarse él, Moshé-Shames? Por milagro. Herido en una pierna, lo creyeron muerto…

Durante muchos días y noches, iba de una casa judía a otra y relataba la historia de Malka, la joven que agonizó durante tres días, y la de Tobías, el sastre, que imploraba que lo mataran antes que a sus hijos…

Moshé había cambiado. Sus ojos ya no reflejaban alegría. Ya no cantaba. Tampoco hablaba ya de Dios o de la Cábala sino solo de lo que había visto. La gente no solo se negaba a dar crédito a sus historias sino aun a escucharlo.

—Trata de que nos compadezcamos de su suerte. Qué imaginación…

O bien:

—El pobre se ha vuelto loco.

Y él lloraba:

—Judíos, escúchenme. Es lo único que les pido. Ni dinero ni compasión. Pero escúchenme —gritaba en la sinagoga, entre la oración del crepúsculo y la de la noche.

Yo mismo tampoco le creía. A menudo me sentaba en su compañía, después del oficio de la noche y escuchaba sus historias, tratando de comprender su tristeza. Solo sentía compasión por él.

—Me toman por loco —murmuraba, y las lágrimas, como gotas de cera, resbalaban de sus ojos.

Una vez le hice la pregunta:

—¿Por qué estás tan empeñado en que crean lo que dices? En tu lugar, me seria indiferente que me crean o no…

Cerró los ojos como para huir del tiempo:

—No comprendes —contestó con desesperación—. No puedes comprender. Me he salvado por milagro. Logré volver hasta aquí. ¿De dónde provino esta fuerza? Quise volver a Sighet para relatarles mi muerte. Para que ustedes puedan prepararse mientras aún es tiempo. ¿Vivir? Ya no tengo apego a la vida. Estoy solo. Pero quise volver a advertirles. Y nadie me escucha…

Era a fines de 1942.

La vida, luego, volvió a ser normal. La radio de Londres, que escuchábamos todas las noches, anunciaba noticias estimulantes: bombardeos diarios a Alemania, Stalingrado, preparación del segundo frente, y nosotros, judíos de Sighet, esperábamos días mejores que ahora no tardarían en llegar.

Yo continuaba dedicándome a mis estudios. De día, el Talmud, y de noche, la Cábala. Mi padre se ocupaba de su comercio y de la comunidad. Mi abuelo había venido a pasar la fiesta de Año Nuevo con nosotros para poder asistir a los oficios del célebre rabino de Borsche. Mi madre comenzaba a pensar que ya era tiempo de encontrar un muchacho conveniente para Hilda.

Así transcurrió el año 1943.

Primavera de 1944. Noticias resplandecientes del frente ruso. Ya no subsistía ninguna duda acerca de la derrota de Alemania. Era únicamente cuestión de tiempo: meses o semanas tal vez.

Los árboles estaban en flor. Era un año como tantos otros, con su primavera, con sus noviazgos, sus matrimonios y sus nacimientos.

La gente decía:

—El Ejército Rojo avanza a pasos de gigante… Hitler no podrá hacernos nada malo aunque quisiera…

Sí, hasta dudábamos de su deseo de exterminarnos.

¿Llegaría a aniquilar a todo un pueblo? ¿Exterminar a una población dispersa a través de tantos países? ¡Tantos millones de personas! ¿Con qué medios? ¡Y en pleno siglo XX!

Así la gente prestaba atención a todo —la estrategia, la diplomacia, la política, el sionismo—, pero no a su propia suerte.

Hasta el mismo Moshé-Shames había callado. Estaba cansado de hablar. Vagaba por la sinagoga y por las calles, con la cabeza gacha, la espalda encorvada, evitando a la gente.

En esa época todavía se podía comprar certificados de emigración para Palestina. Yo le pedí a mi padre que vendiera todo, que liquidara todo y que nos fuéramos.

—Soy demasiado viejo, hijo —me respondió—. Demasiado viejo para comenzar una vida nueva. Demasiado viejo para volver a partir de cero en un país lejano…

La radio de Budapest anunció la toma del poder por el Partido Fascista. Horty Miklos tuvo que pedir a un jefe del Partido Nylas que formara el nuevo gobierno.

No era suficiente eso para inquietarnos. Es cierto que habíamos oído hablar de los fascistas, pero ello seguía siendo una abstracción. Era solo un cambio de ministerio.

Al día siguiente, otra noticia inquietante: con el consentimiento del Gobierno, las tropas alemanas habían penetrado en territorio húngaro.

Aquí y allá, la inquietud comenzaba a brotar. Uno de nuestros amigos, Berkovitz, al volver de la capital, relató:

—Los judíos de Budapest viven en una atmósfera de miedo y de terror. Todos los días, en las calles, en los trenes, se producen incidentes antisemitas. Los fascistas atacan las tiendas de los judíos, las sinagogas. La situación comienza a ponerse muy seria…

Esas noticias se extendieron por Sighet como un reguero de pólvora. Se hablaba de ello en todas partes. Pero no por mucho tiempo. Enseguida renacía el optimismo:

—Los alemanes no vendrán hasta aquí. Se quedarán en Budapest. Por razones estratégicas, políticas…

No habían transcurrido aún tres días cuando los coches del ejército alemán hicieron su aparición en nuestras calles.

Angustia. Los soldados alemanes, con sus cascos de acero y su emblema: una calavera.

Sin embargo, la primera impresión que tuvimos de los alemanes fue sumamente tranquilizadora. Los oficiales se instalaron en casas particulares y hasta en casas de judíos. Su actitud con respecto a sus huéspedes era distante pero cortés. Nunca pedían lo imposible, no hacían observaciones impertinentes y, a veces, hasta sonreían a la dueña de casa. Un oficial alemán se alojaba en una casa frente a la nuestra. Tenía una habitación en casa de los Kahn. Se decía que era un hombre encantador: tranquilo, simpático y atento. Tres días después de instalarse, le había llevado a la señora Kahn una caja de chocolates. Los optimistas mostraban su júbilo:

—¡Y bien! ¿Qué habíamos dicho? Ustedes no querían creerlo. Ahí los tienen a sus alemanes, ¿qué les parece? ¿Dónde está su famosa crueldad?

Los alemanes estaban ya en la ciudad, los fascistas estaban ya en el poder, el veredicto estaba ya pronunciado y los judíos de Sighet seguían sonriendo.

Los ocho días de Pascua.

Hacía un tiempo maravilloso. Mi madre andaba atareada en la cocina. Ya no había sinagogas abiertas. La gente se reunía en casas particulares: no había que provocar a los alemanes. Prácticamente, cada vivienda de rabino se convirtió en un lugar de oración.

Se bebía, se comía, se cantaba. La Biblia nos ordenaba regocijarnos durante los ocho días de fiesta, ser dichosos. Pero el corazón no lo estaba. El corazón latía más fuerte desde hacía algunos días. Deseábamos que las festividades terminaran para no vernos obligados a representar esa comedia.

Al séptimo día de Pascua, se alzó el telón: los alemanes detuvieron a los jefes de la comunidad judía.

A partir de ese momento, todo se desarrolló con mucha rapidez. La carrera hacia la muerte había comenzado.

Primera medida: los judíos no tendrían derecho a abandonar su domicilio durante tres días, bajo pena de muerte.

Moshé-Shames llegó corriendo a nuestra casa y gritó a mi padre:

—Yo les advertí… —Y, sin esperar respuesta, desapareció.

El mismo día, la policía húngara hizo irrupción en todas las casas judías de la ciudad; un judío no tenía derecho a poseer oro, joyas, objetos de valor; todo debía ser entregado a las autoridades bajo pena de muerte. Mi padre bajó al sótano y enterró nuestras economías.

En casa, mi madre continuaba dedicada a sus ocupaciones. A veces se detenía y nos miraba en silencio.

Transcurridos los tres días, un nuevo decreto: cada judío debía llevar la estrella amarilla.

Los notables de la comunidad vinieron a ver a mi padre —que tenía relaciones en las altas esferas de la policía húngara— para preguntarle qué pensaba de la situación. Mi padre no la veía demasiado negra, o tal vez no quería desalentar a los otros y echar sal en sus heridas:

—¿La estrella amarilla? De eso no se muere…

(¡Pobre padre! ¿De qué has muerto entonces?) Pero ya se proclamaban nuevos edictos. Ya no teníamos derecho a entrar en los restaurantes, en los cafés, a viajar en tren, a ir a la sinagoga, a salir a la calle después de las dieciocho horas.

Después fue el ghetto.

Dos ghettos fueron creados en Sighet. Uno grande, en medio de la ciudad, ocupaba cuatro calles; y otro, más pequeño, se extendía por muchas callejuelas del arrabal. La calle en que habitábamos, la calle de las Serpientes, se hallaba en el recinto del primero. Por lo tanto seguíamos en nuestra casa. Pero, como estaba en la esquina, las ventanas que daban hacia la calle exterior tuvieron que ser clausuradas. Cedimos algunas de nuestras habitaciones a parientes que habían sido expulsados de sus domicilios.

Poco a poco, la vida volvió a ser normal. Las alambradas que, como una muralla, nos cercaban, no nos inspiraban reales temores. Hasta nos sentíamos bastante bien: estábamos todos juntos. Una pequeña república judía… Se creó un Consejo judío, una policía judía, una oficina de ayuda social, un comité de trabajo, un departamento de higiene, todo un aparato de gobierno.

Todos estaban maravillados. Ya no íbamos a tener ante nuestros ojos miradas hostiles, miradas cargadas de odio. No más temor, no más angustias. Vivíamos entre judíos, entre hermanos…

Es cierto que había todavía momentos desagradables. Todos los días, los alemanes venían a buscar hombres para cargar carbón en los trenes militares. Para ese tipo de trabajos había muy pocos voluntarios. Pero, fuera de ello, la atmósfera era apacible y tranquilizadora.

Según la opinión general íbamos a quedar en el ghetto hasta el fin de la guerra, hasta la llegada del Ejército Rojo. Luego, todo volvería a ser como antes. En el ghetto no reinaba ni el alemán ni el judío: reinaba la ilusión.

El sábado anterior a Pentecostés, bajo un sol primaveral, la gente se paseaba despreocupada por las calles rebosantes de transeúntes. Charlaban alegremente. En las aceras, los niños jugaban con avellanas. En el jardín de Ezra Malik, yo estudiaba un tratado del Talmud con algunos camaradas.

Llegó la noche. Una veintena de personas se había reunido en el patio de nuestra casa. Mi padre les relataba anécdotas y exponía su opinión sobre la situación. Era un buen narrador.

De pronto la puerta del patio se entreabrió y Stern —un excomerciante convertido en policía— entró y llamó aparte a mi padre. A pesar de la oscuridad que comenzaba a caer sobre nosotros, lo vi palidecer.

—¿Qué ocurre? —le preguntaron.

—No sé nada. Me citan a una sesión extraordinaria del Consejo. Debe de haber ocurrido algo.

La buena historia que nos estaba contando quedaría inconclusa.

—Voy enseguida —prosiguió mi padre—. Volveré lo más pronto posible. Ya les contaré todo. Espérenme.

Todos estaban dispuestos a esperar horas. El patio se convirtió en una especie de antecámara de una sala de operaciones. Solo se esperaba ver reabrirse la puerta, ver abrirse el firmamento. Prevenidos por el rumor, otros vecinos se habían unido a nosotros. Miraban su reloj. El tiempo pasaba muy lentamente. ¿Qué podía significar una sesión tan prolongada?

—Presiento algo malo —dijo mi madre—. Esta tarde he visto caras nuevas en el ghetto. Dos oficiales alemanes, creo que de la Gestapo. Desde que estamos aquí, todavía no se presentó ni un solo oficial…

Era casi medianoche. Nadie tenía ganas de ir a acostarse. Algunos corrían hasta su casa para ver si todo estaba en orden. Otros retornaban a ellas, pero pedían que se les avisara en cuanto llegara mi padre.

Por fin la puerta se abrió y este apareció, muy pálido. Enseguida lo rodearon:

—¡Cuenta! ¿Qué ocurre? Dinos algo…

En ese momento se estaba tan ansioso de oír una palabra tranquilizadora, una frase diciendo que no había nada que temer, que había sido una reunión vulgar y corriente, que se habían tratado problemas sociales, sanitarios… Pero bastaba mirar la cara descompuesta de mi padre para rendirse a la evidencia:

—Una noticia terrible —anunció al fin—. La deportación.

El ghetto debía ser totalmente evacuado. El traslado se haría calle por calle, a partir del día siguiente.

La gente quería saberlo todo, conocer todos los detalles. La noticia los había aturdido, pero insistían en beber ese vino amargo hasta las heces.

—¿Adonde nos llevan?

Era un secreto. Un secreto para todos, salvo para uno solo: el presidente del Consejo judío. Pero él no quería decirlo, no podía decirlo. La Gestapo había amenazado con fusilarlo si hablaba.

Mi padre agregó con voz entrecortada:

—Circulan rumores de que nos deportarán a algún lugar de Hungría para trabajar en las fábricas de ladrillos. La razón, según parece, es que el frente está demasiado cerca de aquí…

Y, después de un silencio, prosiguió:

—Cada uno solo puede llevar consigo sus efectos personales. Una mochila, alimentos y alguna ropa. Nada más.

Y otra vez un pesado silencio.

—Vayan a despertar a los vecinos —dijo mi padre—. Que se preparen…

Junto a mí, las sombras despertaron de un largo sueño. Y se alejaron silenciosamente en todas direcciones.

Quedamos solos un momento. De pronto, Batía Reich, una parienta que vivía en nuestra casa, entró en el cuarto:

—¡Alguien golpea en la ventana cerrada, la que da hacia afuera!

Hasta que terminó la guerra no supe quién había golpeado. Era un inspector de policía húngaro, un amigo de mi padre. Antes de que ingresáramos al ghetto nos había dicho: «Estén tranquilos. Si algún peligro les amenaza, les avisaré». Si esa noche hubiera podido hablar con nosotros, todavía hubiéramos podido huir… Pero, cuando logramos abrir la ventana, era demasiado tarde. No había nadie afuera.

El ghetto despertó. Detrás de las ventanas las luces se encendieron una tras otra.

Entré en la casa de un amigo de mi padre. Desperté a su dueño, un anciano de barba gris, ojos soñadores, encorvado por largas noches de estudio.

—Levántese, señor. ¡Levántense! Prepárense para marchar. Serán expulsados mañana, usted y los suyos, usted y todos los judíos. ¿Adónde? No me lo pregunte, señor, no me haga preguntas. Solo Dios podría responderle. Por el amor del cielo, levántese…

No comprendió nada de lo que le decía. Sin duda pensaba que yo había perdido la razón.

—¿Qué dices? ¿Prepararse para partir? ¿Adónde? ¿Por qué? ¿Qué ocurre? ¿Te has vuelto loco?

Medio dormido todavía, me observó con la mirada llena de terror, como si esperara que yo estallara en una carcajada para declararle, finalmente:

—Vuelva a acostarse; duerma. Sueñe. No ha ocurrido nada en absoluto. Es una broma…

En mi garganta seca se ahogaban las palabras, paralizando mis labios. No pude decirle nada más.

Entonces comprendió. Bajó de la cama y con gestos automáticos comenzó a vestirse. Luego se acercó a la cama donde dormía su mujer y le tocó la frente con infinita ternura: ella abrió los ojos y me pareció que una sonrisa se esbozó en sus labios. Enseguida él fue hasta las camas de sus dos hijos y los despertó bruscamente, arrancándolos de sus sueños. Yo me escapé.

El tiempo transcurría con mucha rapidez. Ya eran las cuatro de la mañana. Mi padre corría a diestra y siniestra, extenuado, consolando a los amigos, corriendo hasta el Consejo judío para ver si entretanto no se había retirado el edicto: hasta el último instante alentaba en los corazones un germen de confianza.

Las mujeres cocinaban huevos, asaban carne, preparaban pasteles, confeccionaban mochilas; los niños vagaban un poco por todas partes, con la cabeza gacha, no sabiendo dónde meterse, dónde encontrar un sitio en que no molestaran a las personas mayores.

Nuestro patio se había convertido en una verdadera feria. Objetos de valor, tapices preciosos, candelabros de plata, libros de oraciones, biblias y otros objetos de culto, sembraban el suelo polvoriento, bajo un cielo maravillosamente azul, pobres cosas que parecían no haber pertenecido nunca a nadie.

A las ocho de la mañana, el cansancio, como plomo derretido, se había coagulado en las venas, en los miembros, en el cerebro. Yo me disponía a rezar cuando, repentinamente, se escucharon gritos en la calle. Me quité rápidamente mis filacterias y corrí hasta la ventana. Los gendarmes húngaros habían penetrado en el ghetto y rugían en la calle vecina:

—¡Todos los judíos afuera! ¡Rápido!

Los policías judíos entraban en las casas y decían con voz quebrada:

—Ha llegado el momento… Hay que abandonar todo esto…

Los gendarmes húngaros golpeaban con la culata de sus fusiles, con cachiporras, a cualquiera, sin motivo, a diestra y siniestra, ancianos y mujeres, niños y enfermos.

Una tras otra, las casas se vaciaban y la calle se llenaba de gente y de paquetes. A las diez, todos los condenados estaban afuera. Los gendarmes llamaban una, dos, veinte veces. El calor era intenso. El sudor inundaba los rostros y los cuerpos.

Los niños lloraban pidiendo agua.

¡Agua! La había muy cerca, en las casas, en los patios, pero estaba prohibido abandonar las filas.

—¡Agua, mamá, agua!

A escondidas, los policías del ghetto pudieron ir a llenar algunos cántaros. Mis hermanas y yo, que todavía podíamos movernos porque estábamos destinados al último convoy, ayudamos cuanto pudimos.

Por fin, a la una de la tarde, se dio la señal de partida. Fue la alegría, sí, la alegría. Pensaban, sin duda, que no había sufrimiento más grande en el infierno de Dios que estar sentados allí, en la calle, entre los bultos, bajo un sol incandescente, que cualquier cosa era mejor que aquello. Se pusieron en marcha, sin una mirada a las calles abandonadas, a las casas vacías y oscuras, a los jardines, a las losas sepulcrales… En la espalda de cada uno, una mochila. En los ojos de cada uno, un sufrimiento anegado de lágrimas. Lentamente, pesadamente, la procesión avanzaba hacia la puerta del ghetto.

Y yo estaba en la acera viéndolos pasar, incapaz de hacer un movimiento. Ahí estaba el rabino, la espalda encorvada, la cara rasurada, el hatillo al hombro. Su sola presencia entre los expulsados bastaba para volver irreal la escena. Me parecía ver una página arrancada de algún libro de cuentos, de alguna novela histórica sobre la cautividad de Babilonia o sobre la inquisición en España.

Pasaban delante de mí, uno tras otro, maestros, amigos, otros muchos, aquellos que me producían miedo, aquellos de los que me había reído un día, aquellos con quienes había vivido durante años. Se iban alicaídos, arrastrando su bolso, arrastrando su vida, abandonando sus hogares y sus años de infancia, encorvados como perros apaleados.

Pasaban sin mirarme. Debían envidiarme.

La procesión desapareció en la esquina de la calle. Unos pasos todavía y atravesarían los muros del ghetto.

La calle parecía un mercado abandonado apresuradamente. Allí se podía encontrar de todo: valijas, toallas, carteras de útiles, cuchillos, platos, dinero, papeles, retratos amarillentos. Cosas que por un momento habían pensado llevarse y que finalmente habían dejado allí. Habían perdido todo su valor.

Cuartos abiertos por todas partes. Puertas y ventanas abiertas hacia el vacío. Todas las cosas eran de todos, ya no pertenecían a nadie. Solo había que tomarlas. Una tumba abierta.

Un sol de estío.

Habíamos pasado el día en ayunas. Pero no teníamos hambre. Estábamos extenuados.

Mi padre acompañó a los deportados hasta la puerta del ghetto. Primero los hicieron pasar por la sinagoga grande donde se los registró minuciosamente para ver si llevaban oro, plata u otros objetos de valor. Hubo crisis de nervios y cachiporrazos.

—¿Cuándo es nuestro turno? —pregunté a mi padre.

—Pasado mañana. A menos que… a menos que las cosas se arreglen. Un milagro, tal vez…

¿A dónde llevaban a la gente? ¿No se sabía todavía? No, el secreto estaba bien guardado.

Cayó la noche. Nos acostamos temprano esa vez. Mi padre había dicho:

—Duerman tranquilos, hijos míos. No será hasta pasado mañana, martes.

El lunes pasó como una pequeña nube de verano, como el sueño en las primeras horas del alba.

Ocupados en preparar nuestras mochilas, en cocer panes y galletas, no pensamos ya en nada más. El veredicto había sido pronunciado.

Por la noche, nuestra madre nos hizo acostar muy temprano para ahorrar fuerzas, según dijo. La última noche que pasábamos en casa.

A la madrugada ya estaba levantado. Quería tener tiempo de rezar antes de que me expulsaran.

Mi padre se había levantado antes que nosotros para buscar informaciones. Volvió alrededor de las ocho. Una buena noticia: hoy no dejábamos la ciudad. Solo nos trasladaríamos al ghetto pequeño. Esperaríamos allí el último transporte. Seríamos los últimos en partir.

A las nueve recomenzaron las escenas del domingo. Gendarmes con cachiporras que aullaban: «¡Todos los judíos afuera!».

Estábamos preparados. Yo salí el primero. No quería mirar la cara de mis padres. No quería estallar en lágrimas. Nos quedamos sentados en medio de la calle, como los otros la antevíspera. El mismo sol infernal. La misma sed. Pero no había va nadie que nos alcanzara agua.

Contemplé nuestra casa donde había pasado años buscando a mi Dios, ayunando para apresurar la llegada del Mesías, imaginando cómo sería mi vida. No estaba triste en absoluto. No pensaba en nada.

—¡De pie! ¡Sus nombres!

De pie. Contados. Sentados. Otra vez de pie. De nuevo en el suelo. Sin fin. Esperábamos con impaciencia que nos sacaran de allí. ¿Qué ocurría? Por fin llegó la orden: «¡Adelante!».

Mi padre lloraba. Era la primera vez que lo veía llorar. Nunca había imaginado que pudiera hacerlo. Mi madre caminaba con la cara inmutable, sin una palabra, pensativa. Miré a mí hermanita, Tzipora, con sus cabellos rubios bien peinados y un abrigo rojo en el brazo: una niñita de siete años, al hombro una mochila demasiado grande para ella. Apretaba los dientes: sabía ya que de nada servía quejarse. Aquí y allá, los gendarmes distribuían cachiporrazos: «¡Más rápido!». Las fuerzas me faltaban. La marcha apenas comenzaba y ya me sentía tan débil…

—¡Más rápido! ¡Más rápido! ¡Avancen, holgazanes! —aullaban los gendarmes húngaros.

En ese instante comencé a odiarlos y mi odio es lo único que me liga a ellos aún hoy. Fueron nuestros primeros opresores. Eran el primer rostro del infierno y de la muerte.

Nos ordenaron que corriéramos. Empezamos a correr. ¿Quién hubiera dicho que éramos tan fuertes? Detrás de las ventanas, detrás de los postigos, nuestros compatriotas nos miraban pasar.

Llegamos por fin a destino. Arrojando las mochilas al suelo, nos dejamos caer:

—Dios mío, Señor del Universo, compadécete de nosotros en Tu gran misericordia…

El pequeño ghetto. Hace tres días aún vivía gente aquí. Gente a la cual pertenecían los objetos que nosotros utilizábamos. Habían sido expulsados. Y nosotros ya los habíamos olvidado por completo.

El desorden era aún mayor que en el ghetto grande. Sus habitantes debieron de ser expulsados de improviso. Recorrí las habitaciones donde vivía la familia de mi tío. Sobre la mesa, un plato de sopa que no habían terminado de tomar. Una masa esperaba para ser puesta en el horno. Libros dispersos sobre el piso. ¿Mi tío habría pensado llevárselos?

Nos instalamos. (¡Qué palabra!) Fui a buscar leña, mis hermanas encendieron el fuego. A pesar del cansancio, mi madre se puso a preparar la cena.

—Hay que resistir, hay que resistir —repetía.

La moral de la gente no era demasiado mala: comenzaban a habituarse a la situación. En la calle sostenían pláticas optimistas. Los nazis no van a tener tiempo de expulsarnos, decían…

En cuanto a los que habían sido expulsados, bueno, ya no había nada que hacer. Pero a nosotros, probablemente nos dejarían vivir aquí nuestra miserable vida hasta el fin de la guerra.

El ghetto no estaba vigilado. Cada cual podía entrar y salir libremente. Nuestra antigua criada, María, vino a vernos. Nos imploró con ardientes lágrimas que fuéramos a su aldea donde había preparado un escondite seguro para nosotros. Pero mi padre no quiso oír hablar de ello. Dijo a mis hermanas mayores y a mí:

—Si ustedes quieren, vayan. Yo me quedaré aquí con mamá y la pequeña…

Por supuesto, nos negamos a separarnos.

Noche. Nadie deseaba que la noche pasara rápidamente. Las estrellas no eran sino chispas del gran fuego que nos devoraba. Si ese fuego se apagara un día, no habría ya nada en el cielo, solo estrellas extinguidas, ojos muertos.

Lo único que había que hacer era acostarse en la cama de los ausentes. Descansar, acumular fuerzas.

A la madrugada, nada quedaba de esa melancolía. Se hubiera creído que estábamos de vacaciones. La gente decía:

—Quién sabe, tal vez nos deportan por nuestro bien. El frente no está muy lejos, pronto se oirán los cañones. Así pues, evacúan a la población civil…

—Sin duda temen que nos convirtamos en guerrilleros…

—Me parece que todo este asunto de la deportación es solo una gran farsa. Sí, no se rían, por favor. Los nazis quieren simplemente apoderarse de nuestras joyas. Pero saben que todo está enterrado y que habrá que realizar registros; es más fácil cuando los propietarios están de vacaciones…

¡De vacaciones!

Esas conversaciones optimistas, a las que nadie daba crédito, hacían pasar el tiempo. Los pocos días que vivimos allí transcurrieron bastante agradablemente, en calma. Las relaciones entre la gente eran muy cordiales. Ya no había ricos, ni notables, ni «personalidades»; solo condenados a la misma pena, todavía ignorada.

Sábado, día de reposo, era el día elegido para nuestra expulsión.

La víspera habíamos celebrado la cena tradicional del viernes por la noche. Habíamos pronunciado las bendiciones habituales sobre el pan y el vino e ingerido la comida sin pronunciar palabra. Sentíamos que estábamos por última vez alrededor de la mesa familiar. Pasé la noche evocando recuerdos, pensamientos, sin poder conciliar el sueño.

A la madrugada, estábamos ya en la calle listos para partir. Esta vez sin gendarmes húngaros. Se había hecho un acuerdo con el Consejo judío que iba a organizarlo todo.

Nuestro convoy tomó la dirección de la sinagoga grande. La ciudad parecía desierta. Pero, detrás de los postigos, nuestros amigos de ayer esperaban sin duda el momento de poder saquear nuestras casas.

La sinagoga parecía una gran estación: equipajes y lágrimas. El altar destrozado, las tapicerías arrancadas, las paredes desnudas. Eramos tantos que apenas podíamos respirar. Espantosas veinticuatro horas pasadas allí. Los hombres estaban abajo. Las mujeres en el primer piso. Era sábado: se hubiera dicho que habíamos ido para asistir al oficio. Como no podían salir, las gentes hacían sus necesidades en un rincón cualquiera de la sinagoga.

A la mañana siguiente, caminamos hacia la estación donde nos esperaba un convoy de vagones para ganado. Los gendarmes húngaros nos hicieron subir a razón de ochenta personas por vagón. Nos dejaron algunas hogazas de pan, algunos baldes de agua. Controlaron los barrotes de las ventanillas para verificar si eran fuertes. Los vagones fueron sellados. En cada uno se había designado un responsable: sería fusilado si alguien escapaba.

En el andén se paseaban dos oficiales de la Gestapo, muy sonrientes; en resumidas cuentas, todo había salido bien.

Un silbido prolongado atravesó el aire. Las ruedas comenzaron a chirriar. Estábamos en camino.