John Dawson era un hombre apuesto. Aun así, con la barba crecida de varios días, el pelo enmarañado, la camisa arrugada, había algo de elegante en él.

Debía de tener alrededor de cuarenta años y probablemente era oficial de carrera: mentón enérgico, ojos penetrantes, mirada cortante, frente alta de intelectual, boca delgada, manos finas.

Al empujar la puerta de su celda, lo encontré tendido en el catre estudiando el cielorraso.

Esa cama era el único mueble que adornaba la celda blanca y estrecha. Merced a un ingenioso sistema de ventilación que habíamos instalado en ella, hacía menos calor aquí, en la celda sin ventana, que arriba en el cuarto abierto al viento y al aire.

Cuando John Dawson descubrió mi presencia no manifestó sorpresa ni temor. Ni siquiera se levantó sino que se limitó a sentarse. Luego me observó largamente, sin pronunciar palabra, como si hubiera querido medir la fuerza y la densidad de mi silencio. Su mirada abarcaba todo mi ser y yo hubiera querido saber si veía que tenía ojos por todas partes.

—¿Qué hora es? —preguntó bruscamente.

Con voz débil, insegura, le respondí que eran las cuatro pasadas. Frunció las cejas como si hubiera querido captar el sentido profundo, el sentido oculto de mis palabras.

—¿A qué hora es de día?

—Dentro de media hora —respondí. Y sin saber por qué, agregué—: Aproximadamente.

Nos quedamos mirándonos un largo momento y de pronto me di cuenta de que el tiempo no transcurría según su ritmo adecuado, normal. Pensé: «Lo mataré dentro de una hora». Pero no lo creía. «La hora que me separaba de la ejecución durará más que mi vida», pensé. Pertenecerá para siempre a un futuro remoto y nunca se unirá al pasado.

Yo nos estudiaba. Había algo de antiguo en la situación. Estábamos solos, no solamente en la celda sino en el mundo. El sentado, yo de pie. La víctima y el exterminador. Éramos los primeros hombres de la creación. O los últimos. En todo caso, los únicos. ¿Y Dios? Sin duda estaba ahí, en alguna parte. ¡Tal vez era Él esa simpatía que John Dawson me inspiraba! Dios tal vez es la ausencia de odio por parte del verdugo hacia su víctima y de la víctima hacia su verdugo.

Estábamos solos en la celda blanca y estrecha. Él, sentado en la cama, yo, de pie ante él. Y nos mirábamos. Hubiera querido verme con sus ojos. Tal vez él quería mirarse con los míos.

No sentía hacia él ningún odio, ni cólera, ni piedad; sencillamente lo encontraba simpático. Me gustó la forma en que frunció el entrecejo pensando en algo preciso; me gustó también la forma en que examinó sus uñas formulando una idea incompleta. «En otras circunstancias, habría podido ser mi amigo», pensé:

—¿Es usted quién…? —preguntó bruscamente.

¿Cómo lo había adivinado? Tal vez lo había sentido. La muerte tiene un olor. Al entrar, lo había llevado conmigo. O también pudiera ser que, de pronto, había visto que yo no tenía manos, ni piernas, ni hombros, sino que estaba hecho de ojos.

—Soy yo —contesté.

Me sentía tranquilo. Siempre es el penúltimo paso lo que nos pone nerviosos y nos tortura; el último hace de nosotros seres lúcidos, reflexivos de sí mismos.

—¿Cómo se llama usted? —me preguntó.

Esa pregunta me turbó un poco. ¿Acaso todos los condenados a muerte la hacen? ¿Por qué quieren saber el nombre de su verdugo? ¿Para llevarlo consigo al más allá? ¿Para qué? Tal vez no debí decírselo, pero no se niega nada a un hombre que va a morir.

—Elisha —respondí.

—Es un nombre muy musical —observó.

—Es el nombre de un profeta —expliqué—. Elisha era el discípulo de Elias. Él fue quien devolvió la vida a un niñito muerto tendiendo su cuerpo sobre el suyo y trasmitiéndole su aliento y su vida.

—Usted hace lo contrario —observó sonriendo.

No estaba encolerizado contra mí; nada en él manifestaba odio. Probablemente, él también se sentía tranquilo, lúcido, seguro de sí mismo.

—¿Qué edad tiene? —me preguntó interesado.

Se lo dije: «Dieciocho años». Y no sé por qué agregué: «Cumplidos».

Entonces levantó la cabeza hacia mí y vi que una inmensa piedad se reflejaba en su cara que, de golpe, se hizo más flaca, de líneas más agudas. Durante un momento prolongado me tuvo bajo su mirada, después meneó la cabeza tristemente y agregó:

—Lo compadezco.

Sentí que su compasión penetraba en mí. Sabía que me invadiría por completo y que, más tarde, yo tendría piedad de mí mismo.

—Cuénteme algo —le pedí—. Una historia graciosa si es posible.

Sentía que mi cuerpo se volvía más pesado. «Mañana será más pesado aún, muchos más pesado», pensé. «Mañana cargará con mi vida y con su muerte».

—Soy el último hombre a quien podrá ver usted antes de morir. Hágalo reír.

De nuevo me envolvió con su mirada, con su compasión. Me pregunté si todos los condenados a muerte miraban así al último hombre que ven, si todas las víctimas experimentan compasión por sus verdugos.

—Lo compadezco —repitió John Dawson.

Hice un esfuerzo. Tenía que sonreír y sonreí:

—Lo que usted me dice no es una historia graciosa —le observé.

Él también sonrió al responderme. Hubiera querido saber cuál de las dos sonrisas era más triste.

—¿Está muy seguro de ello?

No estaba tan seguro de ello. No estaba tampoco seguro de nada. Después de todo, pudiera ser que la historia fuera graciosa. La víctima sentada, el ajusticiador de pie. Se sonríen y hasta se comprenden. Se comprenden mejor así que si hubieran sido amigos de infancia. Ese es el milagro que produce el tiempo. Todos los estratos de las actitudes convencionales desaparecen. Cada palabra, cada gesto, cada mirada, se convierten en la verdad y no en uno de sus reflejos. Se establece una armonía. Mi silencio comprende al suyo. Mi sonrisa recibe la suya; su piedad se hace mía. Nunca un ser humano me comprendería como él me comprendía en ese instante. Lo sabía. Y sabía también que ello era debido únicamente a los dos papeles que nos eran impuestos. Y eso hacía de toda esta historia una historia graciosa.

—Siéntese —me dijo John Dawson haciéndome sitio a su izquierda en el catre.

Me senté. Solo entonces me di cuenta de que era más alto que yo: me llevaba una cabeza. Sus piernas también eran más largas que las mías. Mis pies no alcanzaban a tocar el suelo.

—Tengo un hijo de su edad —comenzó él—. Tiene su edad pero no se le parece. Es rubio, sano, fuerte. Le gusta comer, beber, ir al cine, salir con muchachas, reír y cantar. No está tan inquieto, tan angustiado como usted… ni es tan desdichado.

Se puso a hablar de su hijo, «que estudia actualmente en Cambridge», y cada frase era una lengua de fuego que me quemaba el cuerpo. Con mi mano derecha rocé el revólver dentro de mi bolsillo. También este se volvió incandescente y me quemó los dedos.

«No debo escuchar su historia», pensé. «Es mi enemigo; el enemigo no tiene historia. Debo pensar en otra cosa. En el fondo es por eso que yo quería verlo: para pensar en otra cosa mientras él me contaba una historia. En otra cosa… pero ¿en qué? ¿En Ilana, en Gad? Sí, pensemos en Gad, que piensa en David. Pensemos en David ben Moshe, el héroe del Movimiento que… que… que…».

Cerré los ojos para verlo mejor pero, como nunca lo había visto, no pude imaginarlo provechosamente. «Un nombre no basta», pensé. «Hace falta un rostro, un cuerpo, una voz y pegarle encima el nombre David ben Moshe. Una cara, un cuerpo que yo conozca, una voz que me sea familiar. ¿Gad? No. Gad no. Es difícil imaginarlo como condenado a muerte. Condenado a muerte. ¿Por que no lo pensé antes? John Dawson es un condenado a muerte. Bauticémoslo David, David ben Moshe. En adelante —durante los cinco minutos que seguirán— usted es David ben Moshe… y está en San Juan de Acre. En la cárcel. En la celda blanca, bañada por la luz cruda, fría, de los que morirán al amanecer. En ese mismo momento, llaman a la puerta. Dejan entrar al rabino. Viene a reconfortarlo, a recitar con usted algunos capítulos de los Salmos, a decirle el Vidui, esa confesión terrible mediante la cual uno se declara responsable no solo de los crímenes y pecados que ha cometido sino también de aquellos que habría podido cometer, de aquellos que otros han cometido. El rabino le da la bendición tradicional: “Que Dios te bendiga y te proteja” y le exhorta a no tener miedo. Y uno le responde que no tiene miedo, que si tuviera que volver a comenzar, lo volvería a hacer. El rabino sonríe y le dice que los de afuera están orgullosos de uno. El rabino lucha para contener las lágrimas. Está conmovido. Quiere llorar. Llora. Y uno, David, uno no llora. Mira al rabino con ternura puesto que es el último hombre (el verdugo y los otros no cuentan), sí, el último hombre a quien verá antes de morir. Uno siente mucha ternura hacia el rabino a quien ve por primera vez. El llora y uno quisiera que cese de llorar. Entonces, uno trata de reconfortarlo, diciéndole: “No llore. No llore por mí. No tengo miedo. No debe compadecerme…”».

—Lo compadezco —dijo John Dawson—. No siento compasión por mi hijo sino por usted.

Se dejó caer sobre sus piernas. Era tan alto que su cabeza tocaba el cielorraso, de suerte que tenía que inclinarse ligeramente. Se metió las manos en los bolsillos de su pantalón caqui arrugado y comenzó a recorrer la celda: cinco pasos de ida, cinco pasos de vuelta.

—En efecto —repliqué—, es gracioso lo que usted dice.

Ni siquiera oyó mi observación. Con las manos siempre metidas en los bolsillos, continuó recorriendo la celda, yendo de una pared a otra: cinco pasos de ida, cinco pasos de vuelta. Miré el reloj: las cuatro y veinte.

De pronto, se detuvo ante mí y me pidió un cigarrillo. Yo tenía un paquete de Players en el bolsillo. Quise dárselo. Se negó a aceptarlo. No podría fumarlos todos, explicó. Su voz seguía tranquila, de circunstancias.

—¿Tendría un lápiz y papel? —preguntó de pronto con voz impaciente, ansiosa.

Saqué mi libreta, arranqué algunas hojas y se las tendí junto con mi lápiz.

—Es una esquela para mi hijo. ¿Sería tan amable de hacérsela llegar? —declaró—. Arriba le pondré la dirección.

Le ofrecí mi libreta para que pudiera escribir con más facilidad. Él permaneció de pie, la cama sirviéndole de mesa. Durante algunos minutos, en la celda se hizo un silencio total, silencio atravesado únicamente por el crujido del lápiz sobre el papel.

Miré sus manos; en una sostenía la libreta, con la otra escribía. Eran manos aristocráticas: largas, finas, delicadas. Tenían la piel transparente y lisa. Me sentía fascinado por ellas. «Con manos semejantes», pensé, «es fácil tener éxito en la vida; no es necesario hablar, discutir, sonreír, doblarse en dos, ofrecer flores y cumplidos; esas manos lo harán todo en nuestro lugar». «Rodin», seguí pensando, «hubiera querido esculpir manos semejantes».

El nombre de Rodin me hizo pensar en Esteban. Lo había conocido en el campo. Había sido escultor antes de la guerra. Cuando lo encontré en el campo, no tenía más que una mano: la izquierda.

Esteban era alemán y aquellos que le habían cortado la mano derecha también eran alemanes: nazis.

En Berlín, durante los primeros años que siguieron a la toma del poder por Hitler, Esteban y algunos de sus amigos intentaron organizar un embrión de resistencia, un pequeño grupo de antinazis que no creían en la santa misión que el pueblo asignaba al Führer. El grupo solo tuvo una existencia efímera: la Gestapo lo descubrió pocos meses después de su fundación.

El joven escultor fue detenido, interrogado, torturado. «Los nombres —le exigían—. Dame los nombres y quedarás en libertad».

Esteban callaba. Le golpeaban: guardaba silencio. No le daban de comer: pero no abría la boca. Durante días y noches, le impidieron cerrar los ojos: y él continuaba callando. Finalmente, fue conducido ante el jefe de la Gestapo, en Berlín, un hombre suave, tímido, enclenque. Con voz benévola, paternal, aconsejó a Esteban que dejara de hacer «tonterías» y que pusiera fin a su terquedad. El escultor lo escuchó cortésmente pero no dijo nada. «¿Y? —preguntó el hombre suave—. Comience. Deme un nombre, uno solo. Lo consideraré una prueba de buena voluntad de su parte». Esteban permaneció mudo. «Es una lástima —dijo el hombre suave—. Me obligará a hacerle sufrir».

A una señal de su jefe, dos guardias SS se llevaron al prisionero a una habitación adyacente que parecía una sala de operaciones. En ella estaba instalado, junto a la ventana, un sillón de dentista. Al lado del sillón, sobre una mesa cubierta de lienzo blanco, decenas de bisturíes, tijeras, pinzas, estaban colocadas en orden.

Los dos guardias SS cerraron la ventana, amarraron a Esteban al sillón y encendieron sus cigarrillos. Poco después, el oficial enclenque entró en la habitación. Ahora iba vestido con un guardapolvo blanco.

—No tema nada —dijo a Esteban—. Fui médico antes de vestir el uniforme SS.

El médico de rostro dulce y palabra tímida se puso a trabajar en la mesa de cirugía, eligió algunos instrumentos y luego fue a sentarse ante el joven.

—Deme su mano derecha —pidió. Esteban se la tendió…

—Me dicen que usted es escultor. ¿No responde? Bueno. Sé que lo es. Se ve en sus manos. Las manos de un hombre son muy locuaces, ¿sabe? Muy expresivas. Mire las mías; no se diría que son las de un médico. Es que yo no quería ser médico. Aspiraba a ser un artista: músico o pintor. No soy ni una cosa ni otra, pero he conservado mis manos de artista. Mírelas…

—Las miré y ellas me fascinaron —me contó Esteban más tarde—. Tenía las manos más finas, más puras, más angelicales que jamás haya visto en mi vida. Se hubiera dicho que estaban habitadas por un alma extraña, excepcionalmente delicada, exiliada.

—Siendo escultor —prosiguió el médico de manos puras—, usted tiene necesidad de sus manos. Desgraciadamente, nosotros no las necesitamos.

Y, al decir esto, le cortó el primer dedo.

Al día siguiente, fue el turno del segundo.

Al día subsiguiente, cayó el tercero.

Cinco días: cinco dedos. Los cinco dedos de la mano derecha.

—Tranquilícese —dijo el oficial de voz paternal—. La amputación es perfecta desde el punto de vista médico. No es de temer ninguna complicación.

—Me encontré cinco veces con él —me confió Esteban. (Por un milagro que no podía comprender, Esteban no fue ejecutado sino enviado a un campo de concentración)—. Cinco veces lo vi de cerca. Y, cada vez, no pudo apartar la vista de sus manos que eran las más bellas manos de hombre que haya visto en mi vida…

John Dawson terminó su carta y me la tendió, pero yo no veía el papel. Mi atención estaba concentrada en sus manos, frágiles y orgullosas, de piel transparente y lisa.

—Tiene manos muy hermosas —observé.

Un momento me miró perplejo, sin decir palabra.

—¿Acaso es usted artista? —le pregunté.

Movió la cabeza negativamente.

—No soy artista —respondió.

—¿Nunca tocó ningún instrumento de música? ¿Nunca se dedicó a la pintura? ¿Nunca sintió deseos de hacerlo?

Continuó mirándome en silencio, y luego respondió brevemente.

—No.

—Entonces, sin duda ha estudiado medicina —continué.

Me lanzó una mirada asombrada como si de pronto dudara del estado de mi razón.

—Nunca estudié medicina —dijo en tono ligeramente disgustado.

—¡Qué lástima!

—¿Lástima? ¿Por qué sería una lástima?

—Mírese las manos. Son manos de médico. Para cortar los dedos hay que tener manos como esas.

Con ademán lento, calculado, puso sobre la cama las pocas hojas de papel que hasta entonces había sostenido con la punta de los dedos.

—¿Es una historia graciosa? —preguntó.

—Sí, sí, ¡muy graciosa! El muchacho que me la contó, un tal Esteban, la consideraba terriblemente graciosa. Se reía hasta saltársele las lágrimas.

Meneó la cabeza repetidas veces, de derecha a izquierda, y con voz infinitamente triste, me preguntó:

—Usted me odia, ¿no es cierto?

Yo no lo odiaba. Hubiera querido odiarlo. Eso hubiera simplificado las cosas. El odio, como la guerra y el amor y la fe, lo justifica todo, lo explica todo.

—Elisha, ¿por qué mató a John Dawson?

—Era mi enemigo.

—¿Su enemigo, él, John Dawson? Explíqueme eso, Elisha.

—Bueno, me explico. John Dawson era inglés. En esa época, los ingleses eran enemigos de los judíos de Palestina. Yo soy judío. Luego, era mi enemigo.

—Pero, Elisha, no lo comprendo a usted: ¿por qué fue usted quien lo mató? ¿Era usted su único enemigo?

—No, pero las órdenes. Usted sabrá lo que son órdenes.

—¿Y esas órdenes hicieron de él su único enemigo? Vamos, Elisha, responda. ¿Por qué mató a John Dawson?

Al invocar el odio, todas esas preguntas me serían ahorradas. ¿Por qué maté a John Dawson? Es muy sencillo: lo odiaba. Punto y nada más. El odio, partiendo de lo absoluto, clarifica todo acto humano, aun al rodearlo de lo inhumano.

¡Cómo hubiera querido odiarlo! En el fondo, fue un poco por eso que decidí bajar para hablarle antes de matarlo. Era absurdo de mi parte, lo sé bien, pero, no obstante, esperaba encontrar en él, o al menos frente a él, motivos que dieran nacimiento a mi odio.

El hombre odia a su enemigo porque odia su propio odio. Piensa: «Es él, el enemigo, lo que hace de mí un ser capaz de odiar; lo odio, no porque sea mi enemigo sino porque él me odia, porque él engendra mi odio».

Yo pensaba: «John Dawson ha hecho de mí un asesino. Hace de mí el asesino de John Dawson. Merece mi odio. Sin él, tal vez sería asesino, pero no el asesino de John Dawson».

Por lo tanto descendí al sótano para odiarlo mejor. Pensé que no sería difícil. Hay una técnica conocida por todos los ejércitos del mundo, todos los gobiernos de la historia se han servido de ella para provocar el odio. He aquí dicha técnica: a fuerza de propaganda, de discursos, de películas, se crea una imagen del enemigo como una encarnación del mal, el símbolo de todo sufrimiento humano, la causa y el origen de toda injusticia, de toda crueldad, desde el primer día de la creación del Universo. «Esa técnica es infalible», me repetía. «La utilizaré contra mi víctima».

Intenté emplearla. Pensé que todos los enemigos son iguales, que todos son equivalentes. Uno es responsable de los crímenes cometidos por el otro. Tienen caras diferentes pero, en común, poseen manos, esas manos que cortan lenguas, dedos, de mis amigos. Al bajar la escalera, estaba seguro de encontrarme cara a cara con el hombre que había condenado a muerte a David ben Moshe, el hombre que había matado a mis padres, el hombre que se había interpuesto entre mi yo y el que quería ser, el hombre que se disponía a matar al hombre que había en mí.

Estaba seguro de poder odiarlo.

Luego vi su uniforme y pensé: «¡Magnífico! Nada estimula tanto el odio como un uniforme».

Vi sus hermosas manos, finas y delicadas y pensé: «¡Qué suerte! Esteban esculpirá mi odio en ellas».

Cuando inclinó la cabeza para escribir la última carta a su hijo —«que estudia en Cambridge, que ama el amor y ama la vida»—. mi mirada se fijó en su nuca y pensé: «También David está escribiendo su última carta, dirigida al Viejo probablemente, antes de ofrecer su nuca al verdugo».

Cuando él me hablaba, era también hacia David que iban mis pensamientos. A David que no tenía con quien hablar. ¿El rabino? No se habla con un rabino. Está demasiado apurado por trasmitir nuestras palabras al buen Dios. Uno se confiesa ante él, uno recita los salmos con él, las oraciones de los muertos, uno lo consuela o se deja consolar por él, pero uno no le habla verdaderamente.

Pensaba en David, a quien no conocía, a quien no conocería nunca. No siendo el primer combatiente judío que iba a ser colgado, nosotros sabíamos exactamente, en todos sus detalles, cómo y cuándo moriría. Alrededor de las cinco de la mañana, la puerta de su celda se abriría y el director de la prisión le diría: «Prepárate, David ben Moshe. Ha llegado la hora». Siempre se dice eso: la hora ha llegado. Como si lo único que contara fuese esa hora. David dirige una mirada circular a la celda. «Ven, hijo mío», le dice el rabino. Y salen. La puerta de la celda queda abierta; olvidan —siempre— cerrarla. El pequeño grupo entra en el largo corredor gris, lúgubre, que conduce a la cámara de ejecución. Personaje importante, David camina en el centro, consciente del hecho de que los demás solo están allí a causa de él. Camina con la cabeza alta —todos nuestros camaradas iban a la muerte con la cabeza alta— y una sonrisa extraña en la mirada. A ambos lados del corredor, un centenar de ojos, de oídos, acechan su paso. El primer prisionero que percibe sus pasos entona el Hatikva, el canto de esperanza. A medida que el grupo avanza, el canto se vuelve más fuerte, más humano, más potente; y entonces una lucha se entabla entre ese canto y los pasos: entre quién cubrirá a quién.

Cuando John Dawson me hablaba de su hijo, yo oía los pasos de David, los pasos que iba a dar, el canto que iba a nacer.

Escuchaba pues los pasos del condenado a muerte que las palabras de John Dawson trataban de cubrir y pensaba: «Habla para que no vea a David en medio del grupo, en el corredor, para que no vea la sonrisa de su mirada, para que no oiga el canto desesperado del Hatikva, que es el canto de la esperanza».

Hubiera querido odiarlo. El odio hubiera simplificado las cosas. ¿Por qué mató usted a John Dawson, pues?

—Lo maté porque lo odiaba. Lo odiaba porque David ben Moshe lo odiaba; y David ben Moshe lo odiaba porque él estaba hablando cuando David recorría el corredor gris y lúgubre al final del cual lo esperaba la muerte.

—Elisha, usted me odia, ¿verdad? —volvió a preguntar John Dawson. Sus ojos estaban impregnados de una ternura que resplandecía en su cara.

—Yo no le odio —respondí—. Trato de odiarlo.

—¿Por qué trata de odiarme, Elisha? —replicó.

Su voz era suave, cálida, ligeramente triste. Se distinguía por su ausencia de curiosidad.

«¿Por qué?», pensé. «¡Qué pregunta, John Dawson! Sin odio, todo lo que hacemos, mis camaradas y yo, no tendría sentido. Sin odio, nuestra lucha no tendría ninguna posibilidad de procurarnos la victoria. ¿Por qué trato de odiarlo, John Dawson? Porque mi pueblo nunca supo odiar. Su tragedia, en el transcurso de los siglos, se explica por la falta de odio de que dio pruebas contra los que intentaron exterminarlo, contra aquellos que, a menudo, consiguieron humillarlo. Nuestra única oportunidad, ahora, John Dawson, es saber odiar, es aprender el arte y la necesidad del odio. De otro modo, de otro modo John Dawson, nuestro porvenir será solo la prolongación del pasado y el Mesías seguirá esperando su liberación».

—¿Por qué trata usted de odiarme? —preguntó de nuevo.

—Para dar a mi acto próximo un sentido que lo supere —respondí.

Volvió a menear la cabeza de derecha a izquierda.

—Lo compadezco —dijo de nuevo.

Miré el reloj: las cinco menos diez. Todavía diez minutos. Dentro de diez minutos, cometeré el acto más importante, el más total de mi existencia.

Salté de la cama al suelo.

—Prepárese, John Dawson —dije.

—¿Ya es hora? —preguntó.

—Está cerca —respondí.

Se levantó y fue a apoyar su cabeza contra la pared, no sé para qué, para meditar y decir sus oraciones.

Todavía ocho minutos. Las cinco menos ocho minutos.

Saqué el revólver del bolsillo. Pensé: «¿Qué haré si logra arrebatármelo? No podría huir. La casa está bien vigilada. El sótano no tiene más salida que por la cocina. Gad, Gidon, Yoav e Ilana estarán arriba. Y John Dawson lo sabe».

Todavía seis minutos.

De pronto me sentía lúcido. Una claridad asombrosa se hizo en la celda. Repentinamente, los papeles se definieron, las fronteras quedaron trazadas. El tiempo de pensar, de las dudas, de las preguntas, de los tanteos, había pasado. Yo me convertía en la mano que sostenía el revólver. Yo me convertía en el revólver que sostenía mi mano.

Cinco menos cinco. Todavía cinco minutos.

—No temas nada, hijo mío —decía el rabino a David—. Dios está contigo.

—No temas nada. Soy médico —decía el oficial de cara suave a Esteban.

—La carta —dijo John Dawson volviéndose—. Envíesela a mi hijo.

Ahora estaba contra la pared, ahora era una pared. Cinco menos tres minutos. Todavía tres minutos.

—Dios está contigo —decía el rabino a David. El rabino llora, pero David no lo ve, no lo ve ya más.

—Se la enviará, ¿verdad? —insistió John Dawson.

—Se la enviaré —prometí y no sé por qué, agregué—: Se la enviaré hoy mismo.

—Gracias —contestó John Dawson.

David entra en la cámara de la cual no saldrá vivo. El verdugo lo espera. Tiene ojos por todas partes. David sube al cadalso. El verdugo le pregunta, muy quedo, si desea que le venden los ojos. David responde con voz clara: «No». Un combatiente judío muere con los ojos abiertos. Quiere recibir la muerte de frente.

Cinco horas menos dos minutos.

Saqué un pañuelo del bolsillo. John Dawson me ordenó que lo volviera a poner en su lugar. No tenía miedo a la muerte, dijo. Un oficial británico sabe morir con los ojos abiertos, mirar a la muerte de frente.

Todavía un minuto: cinco horas menos sesenta segundos.

La puerta de la celda se abrió sin ruido y los muertos, al llegar, la llenaron con su silencio. Ahora, en la celda estrecha, hacía un calor insoportable.

El mendigo me tocó el hombro y me dijo:

—Despunta el día.

El niñito que se parecía al que yo había sido, con cara inquieta, me dijo:

—Es la primera vez…

Luego recordó que su frase había quedado incompleta y agregó:

—Es la primera vez que asisto a una ejecución.

Papá estaba ahí. Mamá estaba ahí. Y también el viejo maestro de barba amarillenta. Y Yerashmiel. Todos me miraban. Su silencio me contemplaba.

David se irguió y se puso a cantar el Hatikva.

John Dawson empezó a sonreír. Apoyando la cabeza contra la pared, el cuerpo erguido como si saludara a un general, John Dawson sonrió.

—¿Por qué sonríe usted? —le pregunté.

—Nunca hay que preguntar a un hombre que te mira por qué sonríe —me aconsejó el mendigo.

—Sonrío —respondió John Dawson—, sonrío pues me doy cuenta, de pronto, que ni siquiera sé por qué muero. —Calló un instante y agregó—: «¿Lo sabe usted?».

—¿Lo ves? —observó el mendigo—. Te lo había dicho. No hay que hacer nunca semejante pregunta a un hombre en la hora de su muerte.

Veinte segundos. Este minuto tenía más de sesenta segundos.

—No sonría —dije a John Dawson. Hubiera querido decirle: «No sonría, no puedo disparar contra un hombre que sonríe».

Diez segundos.

—Quisiera contarle una historia. Una historia graciosa. Levanté mi brazo derecho.

Cinco segundos.

—Elisha…

Dos segundos. Él seguía sonriendo.

—Qué lástima —dijo el niñito—. Hubiera querido escuchar su historia. Me gustan las historias.

Todavía un segundo.

—Elisha… —dijo el rehén.

Disparé. Cuando pronunció mi nombre, ya estaba muerto. La bala le había atravesado el corazón. Era un muerto que, con los labios todavía calientes, había pronunciado mi nombre: Elisha…

Cayó suavemente, muy suavemente. Se hubiera dicho que se deslizaba desde lo alto de la pared. Luego quedó en posición sentada, en el suelo, al pie de la pared, con la cabeza entre las piernas, como si estuviera esperando que se produjera la ejecución.

Permanecí algunos instantes junto a él. La cabeza me empezó a doler. La sentía pesada. El disparo me había vuelto sordo y mudo. «Ya está», pensé. «Lo hice. Lo maté. He matado a Elisha».

Los muertos comenzaron a abandonar la celda llevándose a John Dawson con ellos. El niñito estaba a su lado y parecía guiarlo. Creí oír a mi madre que murmuraba: «¡Pobre pequeño, pobre pequeño!».

Luego, con paso lento y pesado, subí la escalera que conducía a la cocina.

Entré en la habitación. Ya no era la misma. Los muertos la habían desalojado. Yoav ya no bostezaba. Gidon se miraba las uñas y rezaba por la paz de las almas. Ilana me ofreció su cara dolorosa. Gad encendió un cigarrillo.

Callaban pero su silencio era diferente de aquel que había pesado sobre mí toda la noche.

En los confines del horizonte despuntaba el día.

Me acerqué a la ventana. La ciudad seguía durmiendo. En alguna parte, un niño despertó y se puso a llorar. Hubiera querido que un perro se pusiera a ladrar, pero no había perros en las cercanías.

La noche se disipó dejando tras de sí una luz gris, sucia, color de agua estancada. Pronto no quedó de la noche sino un trozo, un pequeño trozo. Estaba suspendido del otro lado de la ventana.

Miré ese trozo de noche y el miedo me apretó la garganta. El trozo de noche, hecho de jirones de sombras, tenía un rostro. Lo miré y comprendí mi terror. Ese rostro era el mío.