En el Zócalo
Nietzsche, moribundo, soñó que se trasladaba a Oaxaca para recobrar la salud. Otros han soñado, yo mismo entre ellos, que mueren y luego se trasladan a Oaxaca. Pues en todo momento, aunque sea por un instante, donde quiero estar es en su Zócalo.
Es por algo más que por la comodidad de estar sentado en la terraza elevada del café como en las revistas de viajes, mirando sobre las calles empedradas sin coches, las florescencias anaranjadas en la copa de los framboyanes, los vendedores de globos empequeñecidos en una explosión cursi de mylar rosado y plateado, los chicos jugando de buen talante al escondite con el bobo del lugar, el extraño silencio que oprime la plaza, incluso cuando miles miran los grabados fantasiosos de los tableros vegetales en la Noche de los Rábanos. Y es por mucho más que por la sensación de estar envuelto en el clima salubre que soñaba Nietzsche; un clima que, en el norte, disfrutamos uno o dos días a finales de la primavera y recordamos. El Zócalo de Oaxaca es algo más que la más hermosa plaza mayor de México. Cumple mejor que otras las funciones de todos los zócalos: un lugar para el ocio, sentado en el centro del universo.
Una ciudad, por tradición, no sólo contiene un centro secular o sagrado. Es un centro rodeado de calles y casas, y de ese centro inmóvil, el «eje no oscilante» del confucianismo, emana el poder de la ciudad; alrededor giran los ires y venires del mundo. Hace dos mil años Han Ch’ang-an fue su manifestación más patente: trazada en forma de Osa Mayor y de Osa Menor y en el sitio fijo de la estrella Polar el Palacio Resplandeciente del Emperador.
En periodos de incertidumbre, como en la Europa medieval, el centro se encuentra en medio de un laberinto de sinuosas calles fáciles de defender, todas dentro de los límites de fosos y murallas. En periodos de confianza imperial la ciudad se traza en cuadrícula, emblema de un nuevo orden impuesto al caos precedente.
Mohenjo-daro fue la primera de muchas ciudades en cuadrícula, y luego de la deslumbrante Edad Oscura, el renacimiento italiano volvió a descubrir la cuadrícula, inspirada ―qué italiano― en el tablero de ajedrez: cuadritos ordenados como escenario de intrigas, estrategias y asesinatos. Los españoles la adoptaron de aquéllos y, antes de cuatro años del primer viaje de Colón, estaban ya erigiendo su primera ciudad en cuadrícula, Santo Domingo, en la isla La Española. En 1580 había doscientas setenta y tres ciudades semejantes en toda la Nueva España.
[A la conquista siguieron las réplicas de monumentos a la persona: es norma en Occidente, de los arcos de Roma a los de MacDonald’s. En contraste, considérese esta muestra de inteligencia china: cuando el legendario Emperador Fundador Shih Huang-ti derrotaba una ciudad, hacía construir una réplica exacta del palacio en su propia capital, a fin de albergar y retener las fuerzas vitales que alguna vez habían dado vigor a la ciudad tomada. Los romanos, en muchos sentidos conjunción de Oriente y Occidente, le dieron un giro protocapitalista a esta práctica asiática: la evocatio, en la cual las deidades de las ciudades asediadas eran invocadas y persuadidas de que se trasladaran a Roma donde habrían de gozar de un poder aún mayor.]
Pocas ciudades coloniales españolas ―con las importantes excepciones de México-Tenochtitlán y de Cuzco― se construyeron sobre las ciudades precolombinas: un Nuevo Mundo debe tener un nuevo orden mundial. La propia Oaxaca deambuló y cambió de nombre por varios años: primero fue Villa de Segura de la Frontera cerca del pueblo zapoteca de Tepeaca, en 1520; luego fue el fuerte azteca de Huaxyácac; luego se ubicó al sur de la costa, al reino mixteco de Tutultepec, donde el clima era demasiado tropical y los nativos hostiles; y luego de regreso otra vez a Huaxyácac en 1522 como la ciudad de Antequera y después ―no está claro cuándo― como Oaxaca, ya transformado el nombre original náhuatl a causa del balbuceo hispánico.
En 1529, el gran urbanista del Imperio, Alonso García Bravo, arquitecto de la ciudad de México y de Veracruz, fue enviado a erigir una cuadrícula sobre los edificios asolados del pequeño fuerte azteca. El Zócalo que trazó ―orientado con exactitud, como todos los centros, con los puntos cardinales― era un cuadrado exacto de cien por cien varas. Al norte, la dirección azteca de la muerte, correspondía a la catedral. Al sur, los edificios del cabildo. No hacían falta murallas para mantener alejados a los bárbaros: desde el Zócalo este equilibrio de poder secular y sagrado irradiaba sin obstáculos a través de todo el valle.
Estar sentado en silencio en el Zócalo de Oaxaca ―un silencio no causado por la ausencia de movimiento, sino como si el sonido hubiera sido borrado, extraído, de las actividades humanas― equivale a recobrar el estado de perfecto reposo que sólo ocurre en el centro, y que en la actualidad está palmariamente ausente de la mayoría de nuestras ciudades y de nuestras vidas. Soñar que se está sentado en el Zócalo de Oaxaca no es imaginar una huida del mundo, un naufragio en una isla tropical, sino más bien una existencia ―aunque ésta sólo puede durar unos instantes― en el corazón del mundo: en el mundo plenamente, pero sin distracciones.
Sin embargo, como siempre ocurre en México, el orden se subvierte, la simetría se distorsiona. El eje central de Teotihuacán no pasa por el templo de Quetzalcóatl; Monte Albán, Mida, Chichén Itzá, y tantos otros lugares están del mismo modo apenas dislocados intencionalmente. ¿Es acaso una imagen de la imperfección del mundo humano, el cual puede imitar pero nunca rivalizar con el cielo? ¿O es acaso el emblema del devenir, de las formas que casi se cumplen, pero nunca del todo? El tiempo, en el México precolombino, acaso haya sido círculos concéntricos perfectos, pero las formas dominantes de sus artes son la espiral y los escalones desiguales. La espiral: de un punto central originario gira hacia lo desconocido. Escalones desiguales: un medio indirecto de llegar de un punto a otro, un camino de estadios y descansos.
En el Zócalo de Oaxaca estamos situados en el centro pero nos atraen dos direcciones opuestas. Desde el punto de vista físico, al norte, a la pequeña plaza contigua y más elevada y a la Alameda frente a la catedral, otro centro de actividad, un recordatorio de que, si bien no justo en el centro, siempre hay otro centro. Y desde el punto de vista metafórico o histórico, al sur, a una manzana del Zócalo, donde se ubica en la actualidad el mercado municipal y donde se ubica el fantasma de otro centro, el del pueblo arrasado de Huaxyácac. En su día también fue una ciudad ordenada y dividida: seiscientos hombres y sus mujeres e hijos procedentes de cada una de las provincias aztecas, cada cual en su barrio: mexicanos, texcocanos, tepanecas, xochimilcas, además de otros grupos dispersos en los márgenes.
Hay dos cosas que se pueden hacer en el Zócalo. Primero, se puede circunambular, como los nuevos reyes de China, Egipto o Camboya, que tras ser coronados, debían girar en torno del centro sagrado. La circunambulación delimita el lugar en el mundo; en su modalidad democrática es un territorio para habitar, no para adueñarse de él o regirlo. Segundo, hemos de sentarnos en ese lugar y dejar que el mundo siga su curso. Es una acción natural en México, tan sagrada y natural como lavarse las manos en la India. Sin embargo, es inimaginable en otras culturas: por ejemplo, hace falta unirse a una agrupación religiosa alternativa para sentarse sin vergüenza.
Sentado en el Zócalo, la mirada se siente atraída invariablemente al centro del centro, al ornamentado y romántico quiosco. Es el último gran aporte europeo al concepto de espacio sagrado: en el centro absoluto no hay un árbol cósmico, una montaña sagrada o una columna de piedra ―escaleras entre el cielo y la tierra― sino más bien el recinto de un espacio vacío. La palabra en inglés, bandshell, lo registra con exactitud: band, la fuente de música; shell, un recinto hueco, una concha que se sostiene junto al oído.
En Oaxaca, la tarima elevada del quiosco es un espacio prohibido, inaccesible al público, si bien los niños, como en la antigua parábola, siempre encuentran el modo de entrar. Vacío de día y repleto de músicos por la noche. ¿A quién le importa si la música es menos que etérea? La imagen que soñamos es ésta: en el centro del universo hay un cuadrado perfecto y perfectamente alineado; en su centro un espacio vacío; y, al final del día, ese espacio se llena de música, una música que vuelve a representar el sonido que creó el universo, el sonido que inventará el día siguiente. El tiempo gira, el mundo gira, en torno a un eje. Allí es donde quiero estar.
[1993]