Perros VI y VII Ingo e Ivo

Aquellos cachorros se llamaban Ingo e Ivo. Pertenecían a la misma clase «I» que Ingulf e Ingraban, y tenían tan solo seis meses cuando irrumpieron en mi vida de forma tan violenta.

Tengo varias fotografías de ellos tomadas durante el tiempo que pasaron a mi lado, que fueron tres años. La primera que vemos pertenece a uno de los raros momentos en que, al principio, estaban en reposo. La mujer, mal que me pese admitirlo, soy yo. Creo que entonces era menos agraciada de lo que haya podido serlo años después, si bien no me atrevería a asegurarlo.

Aquí aparece otra, con mis dos hijos pequeños en segundo plano. Del joven que sostiene la rama no me hago responsable; me refiero a que no era hijo mío, aunque pudiera haberlo sido, puesto que en lo relativo a progenie yo parecía capaz de cualquier cosa. Sin embargo, era el muchacho encargado de la alacena. En esta aparece Ingo, años más tarde, con mi hijo pequeño.

Y en la página siguiente está Ivo, también años más tarde, con la hija del pastor, que celebró con nosotros su cumpleaños, de ahí la corona.

Ambos se convirtieron en hermosos perros, como se puede apreciar, y en una fuente de satisfacción para mí cuando por fin aprendieron a comportarse.

Les llevó su tiempo. Hasta entonces tuve que armarme de paciencia, pues cuando los compré ya había adquirido el hábito de encerrarme a escribir, una vez atendida la casa, atendido mi marido, atendidos mis hijos, y atendidas mis tareas con frau Direktor, frau Inspektor y frau Vieharzt.

Solía encerrarme en el invernadero en desuso que había en el jardín, y como los cachorros estaban siempre conmigo, también tenían que entrar. Aquello en nada contribuía a la paz.

Antes de su llegada, el invernadero, en la página siguiente, había sido un remanso de paz. Húmedo pero silencioso, como podría serlo una tumba espaciosa, con aquel olor a pasado —igualmente propio de una tumba—, había sido el lugar donde jardineros que llevaban muchos años muertos solían guardar macetas, rotas hacía ya tiempo, con plantas destinadas a hacer las delicias de señoras de la casa hochgeborene que habían partido hacía ya muchos años.

En aquellos días tranquilos anteriores a la llegada de los cachorros solo se oía el ruido de mi escritura, pues Ingulf, echado sobre una estera, era el último perro al que se le pasaría por la cabeza emitir el más mínimo sonido y, agradecido por no tener que pasear ni comer, permanecía inmóvil como una estatua. Así pues, reinaba la paz. Podía escribir sin ser molestada. Desde el exterior no me veía nadie, ya que las ventanas estaban empañadas por el polvo de los años, y si algún sirviente poseído por la necesidad perentoria de recibir una orden decidía salir a buscarme, era imposible que descubriera que me encontraba allí, pues no cabía duda de que Ingulf, perro prudente, reacio al menor esfuerzo, no gruñiría por más que llamaran a la puerta. De modo que lo único que tenía que hacer era quedarme sentada, no moverme y fingir que estaba en cualquier otro lugar.

Unas condiciones admirables para el trabajo, a las que Ingo e Ivo pusieron fin. Dondequiera que fuese durante la primera o la segunda semana de su llegada, me escondiera donde me escondiese, todo el mundo sabía exactamente dónde me encontraba. Iba a todas partes acompañada de un enjambre de patas y rabos delatores, de modo que ni ellos ni yo lográbamos escondernos. El rincón ocupado por el invernadero pasó de ser el más tranquilo del jardín al más ruidoso. De él procedían continuos gritos de couche y pfui. En su interior, el tumulto formado por ladridos desatados y los estragos causados en los muebles impedían cualquier posibilidad de trabajar.

Con el tiempo todos nos calmamos, pero la primera visita de los cachorros al invernadero resultó desastrosa. Las antiguas macetas apiladas en un rincón, que Ingulf ni siquiera se había dignado mirar, sufrieron la embestida de los enormes cachorros, que arrancaron las raíces de las plantas y esparcieron al aire su contenido, ebrios del placer de la destrucción. La estera en la que Ingulf —¿no fue un perro admirable, después de todo?— se había tumbado con una dignidad calmada, fue agarrada por ambos extremos y sometida a tirones con tal júbilo que terminó partida por la mitad. Tampoco se quedaron cortos con un cojín que tuvo la mala fortuna de caerse de mi silla, y como colofón, en un paroxismo de buen humor, Ivo dio un brinco para lamer mi cara distraída y volcó la mesa, de modo que el suelo quedó cubierto por una espantosa mezcla de Fraülein Schmidt y Mr. Anstruther —la novela que en aquel momento estaba intentando escribir—, tinta y cristales. ¿Acaso habrían podido Shakespeare o Kipling trabajar en esas condiciones?

Recuerdo que me arrodillé para rescatar lo que todavía podía aprovecharse de Fraülein Schmidt y que allí en el suelo, mirándome junto a un enorme borrón de tinta, estaban las observaciones que ella había ido haciendo y que yo estaba escribiendo cuando Ivo volcó la mesa.

«Un pecador —dijo ella, y yo escribí— debería siempre pecar alegremente.»

Y también:

«Desgraciado aquel —dijo ella, y yo escribí— que mientras peca siente remordimientos».

Cabría suponer que yo estaba de acuerdo con ella. Al fin y al cabo, ¿no hablaba ella por mi boca? ¿Acaso no era la trompeta que yo, mañana tras mañana, hacía sonar con tanto afán? Con todo, tenía frente a mí a los pecadores más alegres del mundo, saltando alrededor de sus pecados con una dicha carente de remordimientos, y, lejos de admirarlos, me sentía tan enojada que apenas daba abasto para soltar pfuis a la velocidad suficiente.

Tal vez fraülein Schmidt no tuviera tanta razón como ella creía. Se precipitaba un poco, quizá, a la hora de sentar las normas.

En cierto modo, durante un tiempo perdí la fe en ella e interrumpimos nuestra comunicación.

§

Se podría asentar la otra premisa indiscutible, valga para ampliar la mencionada en la página treinta y nueve, de que nadie que aspire a trabajar debería tener cachorros de gran tamaño. Probablemente esa persona no debiera tener cachorros de ninguna clase, pero mucho menos de los grandes, y mucho menos aún si esa persona es de tamaño pequeño.

Yo era menuda y lo sigo siendo, de modo que cuando Ingo e Ivo se alzaban sobre sus patas traseras y apoyaban las delanteras en mis hombros —un comportamiento de lo más molesto que me esforcé en erradicar—, sus caras quedaban a la misma altura que la mía, y por rápido que intentara volver la cabeza no siempre lo hacía con la rapidez suficiente para evitar un lametón. Además, sus rabos, en perpetua agitación, quedaban a la altura de los tableros de las mesas y barrían cuanto encontraban a su paso.

Solo esas dos costumbres ya hacían imposible que entraran en casa. Aunque había otras, comunes a todos los cachorros, que únicamente el paso del tiempo podría corregir. Mis esfuerzos eran en balde, ya que cada vez que me acercaba para agarrarlos por el collar, ellos, sabedores de lo que pretendía, reculaban con violencia. Y en lo tocante a su costumbre de enterrar el hocico en lo que fuera, jamás conseguí ni siquiera que ladearan la cabeza.

Por consiguiente, mientras yo atendía a las tareas de la casa ellos se quedaban a solas en el invernadero, comiendo o durmiendo, y tenía que prepararme a conciencia para, al regresar junto a ellos tras ese intervalo, afrontar su calurosa bienvenida sin caerme al suelo. Con el tiempo, sin embargo, las cosas se fueron apaciguando. Descubrí que el secreto para vivir en paz con los cachorros —hasta entonces solo había tenido perros adultos (exceptuando a Bijou, que no cuenta) y no sabía nada acerca de ellos— consiste en darles largos paseos y grandes cantidades de comida. Hay que atiborrarlos con regularidad. Solo entonces duermen durante horas, las suficientes, en el caso de Ingo e Ivo, para que yo pudiera ocuparme de Mr. Anstruther, hacia el que comenzaba a sentir cierta animadversión.

Aquella fue, pues, la táctica que seguí y que de hecho permitió que una nueva estera fuera colocada en el invernadero, sobre la que yacían, aturdidos por el bienestar, alejados de este mundo, un relajado montón de patas, orejas y rabos, y dos panzas llenas a reventar que confirmaban mi teoría, mientras yo volvía a la carga con fraülein Schmidt.