Perro I Bijou

Durante un breve período de tiempo, es decir, el tiempo que un joven rico invirtió en cortejar y casarse con mi hermana, dejaron que me quedara con un perro, pues en el fervor previo al matrimonio aquel joven se dedicó a colmar de regalos a los parientes cercanos de su amada, y a mí me tocó un can.

No hay nada que explique por qué aquel perro fue aceptado en el círculo familiar, salvo que el ambiente general en casa durante aquellos días era de excelente disposición y gran permisividad, pues el pretendiente era deseable, y mi hermana, feliz. Además, es probable que mi padre tan solo estuviera aguardando el momento oportuno, a sabiendas de que tras la boda y la partida del novio todos aquellos regalos podrían ser seleccionados y colocados en el lugar que se les asignase. De cualquier modo, no recuerdo que mi regalo durara mucho más allá del día de la boda, y como yo tenía tan solo cinco años —que no es precisamente la mejor edad para asumir el cuidado y las atenciones que un perro necesita— cabe suponer que nadie se opuso a que fuera regalado. Su estancia en casa fue breve y su aparición y desaparición tan repentinas, que si no fuera por la fotografía que nos hicieron juntos —aquí está—, tengo la impresión de que ni siquiera recordaría que existió.

Pero lo recuerdo. Sé que se llamaba Bijou y que fue el primer perro que tuve. También sé que en aquel momento era una chiquilla tan frívola, tan poco capacitada —si es que lo estaba en alguna medida— para valorar las cosas importantes, que, en realidad, el día de la fotografía estaba mucho más interesada en mis nuevas botas amarillas con borlas que en el animalito moteado que descansaba a mis pies con actitud obediente y solemne. Cuánto he aprendido desde entonces. Cuánto conocimiento he adquirido en lo que a perros se refiere.

Así pues, Bijou fue el primero: una presencia vaga y menuda, perdida ya en la noche de los tiempos. Entre él y el segundo perro hubo un abismo de nueve años durante el cual tuve que subsistir a base de gatos. Mi padre, por fortuna, era un amante de los gatos, de modo que en casa siempre hubo algún ser vivo al que no solo no le importaba que lo acariciaran y le hicieran suaves cosquillas, sino que disfrutaba con ello. Yo era la menor de mis hermanos y cuando me quedé sola en casa fui confiada a una mademoiselle cuya labor consistía en educarme y asegurarse de que me lavaba las orejas. No se le pueden hacer cosquillas a una mademoiselle. No se puede esperar que se tumbe de espaldas y se deje acariciar la panza. Además, tampoco me apetecía hacerlo. Por lo tanto, los gatos me resultaron útiles y decidí concentrarme en ellos.

No obstante, concentrarse en los gatos resulta bastante desalentador. Siempre se espera de ellos alguna respuesta y cuesta mucho obtenerla. Altaneros y distantes, sumidos a todas horas en una meditación lejana y misteriosa, se limitan a dejarse adorar sin ofrecer casi nada a cambio. Solo ronroneos. Debo admitir que los ronroneos son encantadores y que hubo un tiempo en el que me habría gustado ser capaz de ronronear como ellos, pero no bastan para saciar la necesidad que el corazón humano tiene de llenar su vacío. A efectos prácticos, siendo como era en aquel momento hija única, estando mis padres absortos en sus intereses particulares y mi mademoiselle al otro lado de la barrera levantada por el francés, la mayor parte del tiempo me sentía extraordinariamente vacía. Además, qué frialdad, qué desaire, eso de llamar a alguien y obtener tan solo una mirada a modo de respuesta. No había halagos que lograran incitar a aquellos gatos si no estaban de humor, y cuando llamamos a alguien, esperamos que ese alguien acuda. Y no solo eso, esperamos que acuda con entusiasmo, dispuesto a lo que sea. Lo que queremos, en definitiva, es una pareja de juegos, un compañero, un amigo. Lo que queremos, de hecho, es un perro.