Primera parte

Para empezar, les diré que aun apreciando mucho a mis padres, mis maridos, mis hijos, mis amantes y mis amigos, ninguno de ellos es capaz de ofrecer el amor con que te obsequia un perro. Como yo también he sido madre, hija, esposa, amante y amiga, sé muy bien cuán tornadizos son los amores humanos. Los perros, en cambio, están libres de esos vaivenes del sentimiento. Cuando un perro te ama, eso es para siempre, hasta su último ladrido.

Así es como me gusta ser amada, y por eso hablaré de perros.

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Hasta la fecha he tenido catorce, aunque no estuvieron repartidos de manera regular a lo largo de mi vida, y hubo un período de bastantes años en que no tuve ninguno. Esto, cuando comencé a reflexionar sobre mis perros, me resultó sorprendente; es decir, que durante años y años no tuviera ninguno. ¿En qué estaría pensando —me pregunté—, para permitirme una vida sin perros? ¿Cómo es posible que hubiera períodos tan largos en los que no me dediqué a hacer feliz a ningún buen perro?

Así pues, a fin de responder a estas preguntas, en los últimos tiempos he mirado hacia atrás y he rescatado momentos del pasado que me han hecho descubrir que la razón fue mi padre. Hubo también razones más recientes que detallaré a continuación, pero él fue la primera. No le gustaban los perros. Hombre justo pero irritable, dotado de paciencia insuficiente, el ruido lo sacaba de sus casillas con facilidad, y los perros suelen ser ruidosos. En consecuencia, no los toleraba a menos que estuvieran en el jardín de atrás, encadenados, pobres animalitos, a la espera de disuadir al ladrón que nunca apareció. Y si, por azar, una visita se presentaba en casa con un perro y este hacía lo que tal vez no debería haber hecho, como roer la alfombra, saltar y ladrar o, lo peor de todo, mostrarse poco contenido, mi padre, decidido a no perder jamás la compostura, se quedaba allí de pie, celebrando su comportamiento con tal sarcasmo, aplaudiendo con tal lentitud y diciendo con afabilidad forzada cosas tales como «Perrito bueno», «Buen chico», o «Espléndido muchacho», que la visita no volvía a repetirse.

A mi madre también le traían sin cuidado, o como era una mujer encantadora y llevaba una vida demasiado feliz y satisfecha para que algo le trajera sin cuidado, más bien debería decirse que simplemente ignoraba su existencia. Parecía no darse cuenta de que estaban en el mundo, respirando el mismo aire que ella, correteando con sus patitas a su alrededor hasta el momento inevitable de la muerte, de modo que dudo mucho que alguna vez se inclinara para acariciarle la cabeza a un perro.

El hecho es que era demasiado hermosa y estaba demasiado ocupada con sus admiradores para disponer de tiempo libre que le permitiera reparar en sus compañeros de viaje de más de dos patas. Criatura adorable y feliz, se pasó la vida canturreando, siempre rodeada de amigos y admiradores, y nunca dio muestras de encontrarse a una distancia corta de esa soledad secreta, de esa necesidad de algo más que los humanos no alcanzan a proporcionar, de ese anhelo de profunda devoción y lealtad que halla en los perros su máxima expresión. Para ella no significaban nada. En lo concerniente a los canes, su mente, por lo demás bastante imaginativa, se quedaba en blanco. Y como los padres eran para mí, como hija, la máxima autoridad, tenían la última palabra. Yo veneraba y temía a mi padre y adoraba a mi madre, su actitud acerca de todas las cosas era la mía y lo que ellos pensaban no solo lo pensaba también yo, sino que lo defendía con pasión.

Por consiguiente los perros fueron descartados de la categoría de las pertenencias que, de otro modo, me habría gustado tener. Aunque, ahora que pienso en ello, recuerdo, sorprendida, que una vez, siendo yo muy pequeña, me regalaron un perro y dejaron que me quedara con él.