19

En contra de lo que suponía, no tardó en dormirse, pero su sueño estuvo poblado de escenas llenas de soledad. Rodeada de amor y a pesar de ello incapaz de sentirlo en toda su plenitud.

También sabía cierto que, en poco menos de tres días, Craig desaparecería de su vida para siempre y no había nada que pudiera hacerse para lograr retenerlo a su lado. Si recordaba bien las palabras pronunciadas en el despacho, Emma lo había acusado de confundirla. Quizás pudiera haberle parecido que lo culpaba de utilizarla según sus necesidades y después la alejaba, pero si era sincera consigo misma, las cosas no habían sido así. Era cierto que Craig la deseaba y que todos los besos que se habían dado fueron propiciados por él, si bien ella había podido rechazarlos en todas las ocasiones.

Pero nunca quiso. Y ahí estaba su gran verdad. Necesitaba demasiado a Craig para conformarse con esos momentos. Sabía que su corazón no podría ni querría pertenecer a ningún otro, pero no podía vivir solo de eso. Necesitaba más y se iba a permitir obtenerlo. Él la deseaba. No era todo lo que quería, aunque debería ser suficiente. Tendría que bastar. Iba a ser egoísta por una vez en la vida y a no dejar que nadie, ni siquiera él, la apartase de su objetivo. Lo amaba y quería ser su mujer. Si no podía ser de nombre, que fuese al menos de hecho.

Armada con esa determinación matutina esbozó un plan que le permitiera salirse con la suya. Iba a seducirle y debía hacerlo con una correcta puesta en escena. No sabía mucho sobre insinuarse a un hombre y conseguir despertar su deseo, así que se guiaría por los indicios que Craig le había dejado.

No costaría tanto.

Lo primero fue la fiesta, puesto que aquel momento de celebración le permitiría pasar más desapercibida que si lo hiciese estando los dos solos. Por supuesto, debía inventar un motivo, así que, cuando fue a sugerirlo a Josephine, fue la propia mujer quién se lo sirvió en bandeja.

—¿Una fiesta? —preguntó mientras dejaba la masa madre del pan en un recipiente y lo tapaba con un trapo seco.

—Sí, en el comedor. Será una buena excusa para estrenarlo conmigo aquí. Creo que a mi tía le gustaría.

—¡Es una excelente idea! Nada será tan apropiado como celebrar que se queda. —La tomó de las manos y se las apretó con efusividad. Por un momento se puso seria—. Estaría bien que sirviera también como despedida del capitán Becket, ¿verdad?

Ni aun pretendiéndolo, Josephine no hubiera podido hacerle más daño. El recordatoria constante de su partida parecía como una herida infectada que no terminaba de curarse. Además, que ella fuera consciente de su marcha le decía que era una decisión que Craig ya había compartido con todos, lo que la definía como inamovible.

—Sí, sería muy apropiado.

En cierto sentido, así sería.

Emma no se preocupó de comunicárselo. Sabía que Josephine lo haría por ella. Esa noche, en la mesa, todos hablaban de ello. Esquivó como pudo su mirada y se excusó tan pronto terminó de ayudar a retirarlo todo. Cuanto menos estuvieran juntos, mejor.

Craig, por su parte, sentía un vacío enorme que nada tenía que ver con el hambre o el cansancio. Se lo había dicho Aaron poco antes y se había quedado sin palabras, aunque logró —o al menos, lo intentó—, disimular su conmoción. ¿Una fiesta de despedida? Por supuesto, el mayor de los Herring le dijo que no era el único motivo.

¿De quién había sido la idea?, se preguntó entonces. Porque él no estaba muy dispuesto a celebrar que nunca volvería a ver a Emma. ¿Acaso era demasiado pedir poder marcharse de una forma rápida y con pocas palabras? Ya que un abrazo o un beso quedaban descartados por completo. Si lo hacía, no sabía si sería capaz de seguir sin mirar atrás. Y debía hacerlo; por su paz mental.

En realidad iba a ser una cena más y, a pesar de ello, Josephine se esmeró con los platos que se iban a servir. Emma dispuso la elegante mesa con un magnífico mantel bordado que había en un cajón y sacó la vajilla y cristalería del aparador. Era un derroche que bien merecía la pena y así debió de pensarlo Evelyn Raven cuando lo adquirió. Josephine le dijo que la última vez que se utilizaron fue en el último Acción de Gracias que compartieron con ella.

Emma no quiso arreglarse mucho porque sospechaba que los demás no harían más que acudir limpios y aseados. Sin embargo, en un último acceso de vanidad, se hizo un recogido que dejara el cuello y sus orejas a la vista. Si tenía en cuenta cómo había ido la última vez, no era descabellado pensar que así podría tentarlo.

Cuando hicieron acto de presencia, Emma recibió sonrisas tímidas y cierto embarazo. Fueron los tres jóvenes los que, con sus muestras de asombros y alegría particular, rompieron el hielo. Emma abrazó a Moth, que parecía no saber muy bien dónde ponerse, ajeno por completo a tanta suntuosidad, pero cuando apareció Craig —con sus rizos bien peinados y afeitado por completo —, ya no tuvo ojos para nadie más.

Craig no pudo apartar la vista de Emma tampoco. De nuevo se había recogido el cabello en un moño alto que dejaba a la vista una porción de piel que él siempre deseaba besar con desespero. Sus ojos brillantes y su misteriosa sonrisa aceleraban los latidos de su corazón a un ritmo vertiginoso. Casi se diría que contemplarla le provocaba vértigo; uno del bueno. Y deseó, por primera vez, que las cosas fueran distintas. No en sentido literal, sino que él no llevara tan adentro la formación, su trabajo, su rango. En esos instantes en los que ella se acercaba hubiera preferido ser solo un simple soldado incapaz de alejarse de una mujer.

¿Qué debía hacer un hombre cuando lo que era y lo que más deseaba te dividía en dos?, pensó con desolación.

Emma se dio cuenta de la disyuntiva de Craig. Su postura desafiante y, en cierto modo, vulnerable, le hablaba de una lucha de voluntades. A ella le parecía bien. Deseaba que viera lo que perdía al marcharse. Oh, no se hacía ilusiones, desde luego. Había llegado a conocerlo demasiado bien para saberlo. Sin embargo, le venía bien para sus planes de esa noche. Era su última oportunidad para tenerlo y, mientras le ofrecía su mano desnuda, supo que él no la rechazaría.

Cuando la fresca y blanca mano de Emma se entrelazó con la suya no tuvo duda alguna sobre que no la desasiría si ella no lo hacía primero. Si no le importaba que los demás vieran la unión de sus manos, a él tampoco. Lo único válido era la promesa que bailaba en los ojos femeninos. Eso sí que no quería compartirlo.

Por supuesto, la cena fue un éxito. Todos hablaban por los codos mientras probaban las exquisiteces de Josephine y lo regaban con buena bebida. Quizás él era el que menos hablaba, pero estaba más pendiente de Emma que, aunque participaba en las conversaciones de forma alegre, no dejaba de lanzarle miradas.

Y si Craig se preguntaba cómo sobrevivir a la tensión que crecía entre ambos, Emma hacía otro tanto. Por un lado se sentía feliz. La fiesta y la actitud de los habitantes de la Double R le decían que la estaban aceptando. Para lo que había por venir, eso solo eran buenas noticias. Lo que había entre Craig y ella era harina de otro costal. Su corazón bregaba entre el amor y la desesperación. Por mucho que tuviera claras las cosas, sentir que él se le escurría de entre las manos le provocaba un dolor casi físico que se incrementaba conforme el tiempo pasaba y que ella aprovechaba para rozarle.

A Craig estuvo a punto de darle un ataque ante las aproximaciones de Emma.

¿Qué le estaba haciendo esa mujer a su cordura?, le preguntó una voz con insistencia. Algunos de los habitantes de la granja se habían levantado de la mesa en busca de una forma inocente de entretenerse, pero ella nunca se alejaba demasiado. Se acercaba con cualquier excusa —alguna de lo más obvia— y dejaba que sus hombros se rozaran, que él pudiera olerla o incluso que se fijara en sus labios.

No, no se estaba volviendo loco. Emma quería una sola cosa: que la besara de nuevo. Pero no sabía lo que le estaba pidiendo. No sabía que todo su cuerpo estaba pendiente del suyo, en tensión. La misma que sentía cuando estaba a punto de saltar sobre su presa. Ya no confiaba tanto en sí mismo si sabía que ella aceptaría de buen grado sus atenciones. ¿Pensaba que era de piedra? ¿Acaso creía que porque sus convicciones eran fuertes no podía siquiera sucumbir a su dulce rostro o a la suavidad de sus labios?

Y maldita fuera, ahora solo le faltaba la música.

Había sido un golpe maestro dejar caer delante de January, como al descuido, que era una pena que no hubiera música para poder bailar. La joven, con el entusiasmo propio de los de su edad, se había lanzado a los pies de Aaron suplicándole que tocase con su armónica unas cuantas canciones.

Pasaron al salón entre risas y Emma lamentó que nadie supiera tocar el piano arrinconado, por lo que se propuso que tanto ella como January aprendieran.

Esta vez, la melodía escogida por el mayor de los Herring era alegre y vibrante.

Los primeros en salir a mover los pies fueron January y un nada convencido Moth, que se dejaba arrastrar por el entusiasmo de su pareja de baile. Ella escogió a Derek, no tanto como para darle celos a Craig —aunque sí, quizás hubiera algo de eso—, sino porque sospechaba que el tímido granjero no bailaría si ella no lo obligaba. Se sumaron Josephine y Samuel mientras el pequeño Corey movía sus piececitos y lanzaba palmas al lado de su hermano mayor.

Apoyado en la pared, Craig no podía evitar fijarse en la amplia sonrisa de Emma, en cómo la falda del vestido iba de un lado al otro, ni cómo su cuerpo se movía al son de la festiva música. De tanto en tanto, mientras intercambiaba pareja, ella miraba en su dirección y sentía lo mismo que si le dieran un puñetazo en el mismo centro de su estómago. Se sentía seducido, de eso no cabía la menor duda. Todo en ella lo llamaba. Ni tan siquiera le importó que sacara a Herring a bailar. Sabía que solo él era el único con quien de verdad deseaba estar. ¿No lo había dicho ella? Lo amaba. Y esa vez, lejos de resultarle un doloroso recordatorio, le sirvió para sentirse seguro.

Emma se desconcertó cuando Craig aceptó ser la pareja de January. Hubiera apostado el salario de un mes a que permanecería apoyado mientras la miraba a ella. Mientras pasaba de Moth a Samuel y más tarde a Tyler, lo vio bailar también con Josephine, hasta que ninguno de los dos tuvo otra excusa para no permitirse un baile.

—¿Qué hay entre los dos? —le preguntó January a Moth en voz baja.

Ambos estaban apoyados en el piano y veían cómo Emma y Craig bailaban. La forma que tenían de moverse y mirarse, a pesar de ser una danza vivaz, hacía pensar en promesas y otras cosas que January no estaba segura de saber interpretar.

El joven se encogió de hombros, incapaz de apartar la vista. Nunca los había visto así. No había sabido ver, hasta ahora, lo que sus pasos de baile revelaban. Quizás demasiado.

—No lo sé —respondió. No era necesario airear algunas cosas. Era joven, pero ciertamente había vivido demasiado como para explicarle a esa chica lo que motivaba a sus mayores—. Además, no deberías ser tan curiosa. Ya sabes qué mató al gato.

Mientras la joven Morgan le sacaba la lengua con jovialidad, el pequeño de la familia decidió que ya se había hecho demasiado tarde.

Emma vio desaparecer a Craig junto con el resto de los hombres después de desearles buenas noches. Samuel y Tyler se llevaban al pequeño mientras entre ella, Josephine y su hija limpiaban la mesa de los restos y lo dejaban como estaba antes.

—Id a descansar, yo terminaré —las conminó. Solo quedaba barrer.

A pesar de la reticencia de la mayor, las Morgan se retiraron y dejaron a Emma en un estado de desconcierto y decepción. Pensaba que Craig buscaría una excusa para quedarse. Sí, quizás sería demasiado obvia dada la forma en que ambos se habían comportado, pero era su casa y su vida, por lo que no iba a permitir que nadie le dijera cómo debía vivirla.

Al tiempo que barría se esforzaba por aplacar el tumulto de excitación que la invadía; uno que se había ido acrecentando conforme la celebración avanzaba y que ahora formaba un nudo que no la dejaba respirar. ¿Acaso había hecho algo mal? ¿No le había dejado claro que lo deseaba?

Bailar con él había sido lo más excitante —aparte de los besos que se habían dado— que había hecho nunca. Jamás habría sospechado que una simple danza pudiera unir a dos personas y arrastrarlas en una marea que los llenara de un estado de ansia a la que no era capaz de poner nombre.

Pero bueno, no había nada que hacer. Él había decidido y estaba sola. Quizás sus intenciones no eran tan transparentes como ella había pensado, pero después de pensarlo un instante supo que sí. Ser más clara habría supuesto decirle que deseaba ser su mujer en el sentido carnal de la expresión.

Cogió la lámpara de queroseno y salió con ella a la cocina. Guardó la escoba y fue a cerrar la puerta de la parte de atrás cuando una sombra se acercó.

No tuvo miedo. Ni tan siquiera se sobresaltó. Cuando el alivio la inundó supo que no se equivocaba.

Craig no estaba seguro. Quedaban pocas horas para que hiciera su petate y cabalgara hacia el sur sin mirar atrás. Lo que menos le convenía era volver sobre sus pasos y tenerla delante. Con nadie había sentido esa tensión y ese estremecimiento que lo invadía. Ella lo había puesto al límite de su resistencia con sus movimientos y sus miradas. Dios, ¿cómo podía llegar a su estado actual solo con eso?

Ella le esperaba oculta detrás de la mosquitera de la puerta. La lámpara que había detrás reflejaba su silueta en penumbra y algo borrosa.

¿Se podía llegar a desear algo con tanta intensidad? El miedo lo paralizaba.

Se quedaron uno y otro en cada lado de la puerta. Se miraban en silencio mientras la tensión crecía. Craig hubiera jurado que la oía crepitar, incluso.

—¿Puedo pasar? —preguntó. Si seguían así estallaría.

Ella se lo permitió haciéndose a un lado.

Craig cerró con cuidado sin apartar la mirada ni un segundo. Cuando quiso darse cuenta, ya estaba encima de ella.

Emma contuvo el grito de felicidad que amenazó con salir de sus labios cuando Craig la aprisionó contra la pared y la devoró con la boca. El beso fue igual que el anterior —todo anhelo y calor—, pero con una desesperación que nunca antes había existido.

Lo sabía porque ella sentía lo mismo.

No hubo tiempo para sutilezas. Emma deseaba sentir, pero también dar. No podía estarse quieta y sus manos recorrían los brazos, la espalda; incluso los glúteos. Craig, por su parte, lanzaba besos profundos y caricias errantes que no lograban detenerse mucho tiempo en un mismo lugar. Se dejó besar en la boca, en el rostro, mandíbula, orejas y cuello mientras lanzaba pequeños suspiros mezclados con gemidos que no tardaron en subir de volumen. Cuando notó sus manos tocando y presionando sus pechos por encima de la ropa sintió que las piernas no la sostenían.

Si no fuera por Craig, que la sujetaba como si no quisiera soltarla jamás, estaría en el suelo. Además, la presión que sentía muy cerca de su centro íntimo —y que parecía lava líquida—, le indicaba que Craig la deseaba tanto como ella a él.

Solo debía conseguir hacerlo subir arriba, a la habitación.

Craig se dio cuenta de que toda su experiencia se evaporaba, teniéndola tan cerca y dispuesta. Deseaba verla desnuda y beber de ella. Por eso, en cuanto esos pensamientos se colaron en su mente y le advirtieron lo cerca que estaba de claudicar, detuvo sus movimientos y apartó las manos, apoyándolas en la pared, a cada lado de su cuerpo.

Rezó en silencio cuando ella apoyó su frente en la suya y cerró los ojos tratando de normalizar su respiración.

Muy consciente de que él luchaba contra lo que deseaba, Emma lo arriesgó todo por el todo. Lo apartó un poco y esperó a que abriera los ojos. Necesitaba que viera en los suyos. Cuando estuvo segura que contaba con toda su atención, le dio un beso en los labios y pasó por debajo de su brazo derecho. Prefería no decir nada, que sus acciones hablaran por sí mismas. Dándole la espalda cogió la lámpara de encima de la mesa y se alejó de él. Cuando ya estaba cruzando el umbral de la cocina se dio la vuelta durante un instante y permitió que sus miradas que cruzasen.

Se marchó con la esperanza de que él tomara la decisión acertada, la que quería con toda desesperación que tomara.

A solas en la cocina, Craig seguía sin creer lo que acababa de suceder. Ella lo había dejado sin tan siquiera despedirse. Pero esa mirada, esa última mirada sugería una elección. Estaba loco, loco de deseo y temía haberlo interpretado mal. Era Emma, por Dios Santo. Una mujer que había aparecido en su vida sin esperarlo y que permanecería clavada en lo más profundo de su alma mientras viviese. ¿Cómo se renunciaba a una mujer así? Él iba a hacerlo, pero ¿debía avanzar más? Lo noble sería dejarla ir, intacta, para que otro mejor que él pudiera recoger y disfrutar del simple don que suponía. Que pensarlo le provocara arcadas no era motivo suficiente. Él se debía a su país, se recordó.

¿Desde cuándo tenía que recordárselo tantas veces?

Abrió la puerta de un tirón y salió al exterior inhalando grandes bocanadas de aire, como si ir en sentido contrario al de ella le quitara toda respiración. Sus botas se detuvieron en un furioso taconeo en el porche de madera y reverberaron en la noche silenciosa.

Pensó que lo mejor quizás sería marcharse ya. Sin despedidas y sin ese lacerante dolor que lo acompañaba como un sudario cuando estaba con ella sabiendo con certeza que la perdería. Veía ante él los largos años de vida que se le antojaban eternos y se estremecía por la oportunidad que suponía tenerla un instante. Sabía que eso supondría que las comparaciones fuesen odiosas, pero también dudaba que se acercase a otra mujer de ese modo, anhelándola con cada poro de su piel.

Emma, en el piso de arriba, escudriñaba la noche a través de la ventana abierta y trataba de discernir algún sonido.

Con el corazón en un puño asumía su fracaso. Había oído la puerta y deducía que el viento no soplaba a su favor. Ni siquiera era capaz de tentarlo con su cuerpo. Quizás, después de todo, no lo conocía tan bien como creía.

El casi imperceptible chasquido a sus espaldas la hizo darse la vuelta con rapidez. Ahí, en el marco de la puerta de su habitación, Craig la miraba con fuego en los ojos, calentándola a pesar de notar el aire fresco de la noche a su espalda.

Había subido.

Facilitándole el trabajo, esta vez fue ella la que se acercó, cruzando la habitación en diagonal. No iba a perderle de vista, por lo que uno a uno fue sacándose las horquillas del pelo, que cayó poco después desordenado.

—No, deja que lo haga yo —susurró Craig cuando vio que su mano ascendía para ahuecarlo.

Le quitó las horquillas de la mano y las dejó con descuido encima de una mesita. Con las manos libres pasó los dedos por las hebras, desenredando, acariciando. Se acercó más a ella y lo olió, grabándolo a fuego en su memoria. Esta vez los besos fueron suaves, incluso tiernos. Entretanto, iba desabrochándole el vestido sin permitir que lo tocara. Quiso tener paciencia, que las horas se eternizaran, pero la prenda cayó al suelo y al ver sus brazos desnudos, así como el escote, su voluntad se disolvió.

Tiró el fardo de ropa de una patada junto a un rincón y la tomó en brazos.

—¿Estás segura? —preguntó de igual modo antes de moverse siquiera.

El firme asentimiento era lo máximo que se permitía Emma. La delicadeza con la que la depositó en la cama estuvo a punto de arrancarle unas pocas lágrimas, pero aguantó el escrutinio mientras Craig se desvestía.

Era un hombre hermoso más allá de las palabras. Intentó retener el momento para visualizarlo tiempo después, cuando la soledad se hiciera demasiado pesada. Sabía que recordaría los lánguidos movimientos con los que se movía, la forma que tenía de ponerse junto a ella y acariciarla por encima de la camisola, el modo en que sus labios jugaban con los suyos como si tuvieran todo el tiempo del mundo. Nunca olvidaría la reverencia que veía en sus ojos, como si ella fuera algo sagrado y único que valiera la pena mimar.

A su vez le enseñó qué le daba placer y ella se ofreció gustosa a proporcionárselo. Desaparecieron todas las barreras físicas y ambos descubrieron más secretos en el cuerpo del otro. Gimieron cuando los cuerpos resbaladizos se hicieron uno y Craig se mostró todavía más sensible cuando la consoló después del pequeño momento de dolor. Los rítmicos movimientos se intensificaron y cuando la llevó a la culminación, Emma sintió que nada podía comparársele.

Habían valido la espera y la elección.

Cuando Craig los cubrió con la colcha sentía una bendita pesadez en los miembros que supo no debía rechazar. A saber cuánto volvería a sentirlo. Con toda probabilidad, nunca. Con una sonrisa lánguida en los labios, Emma lo miró y se giró de espaldas a él, acurrucada, confiada. Con un instinto de protección que no podía ocultar la abrazó y la pegó más a él. Quería sentir el latido de su corazón en las manos, disfrutar de su suavidad, el olor de su pelo, las hebras cosquilleándole. Mientras caía en un sueño profundo se dijo que no debía acostumbrarse, que solo había sido una vez. No había hecho nada malo, nada irreparable…

Y en cuanto lo pensó mejor, se tensó y abrió los ojos espantado. No debería haberla tocado.

***

Quiso darse la vuelta para poder liberar el brazo derecho. Estaba muy a gusto, pero creía que se le había dormido. Cuando abrió los ojos percibió que la oscuridad ya no era absoluta. Deducía, a juzgar por el tenue resplandor que entraba por la ventana, que el nuevo día no tardaría en llegar. Estaba amaneciendo y Craig se marchaba.

Fue entonces cuando supo dónde estaba y con quién. Con cuidado de no despertarlo intentó volverse para poder contemplarlo dormir, pero cuando vio sus ojos abiertos se sobresaltó y tuvo que fingir una sonrisa.

—Buenos días. —Él no contestó. Lo más probable era que considerara ese momento como una despedida y no supiera cómo expresarlo. Menudo momento agridulce.

Craig le apartó un mechón con tanta infinita dulzura que, por un instante, Emma sintió tal ramalazo de dolor que pensó la partiría por dos. ¿Cómo iba a recuperarse de eso?

Y así, de golpe, dejó de tocarla y se incorporó.

—Debemos vestirnos. —Se sentó en la cama dándole la espalda a propósito. No era necesario ser tan frío y lo sabía. No pretendía infringirle un daño deliberado, pero no podía evitarlo. No era el mejor momento de su vida.

Emma se incorporó también y se ruborizó al ver su espalda y nalgas desnudas. Recordaba sin género de dudas la textura de su piel entre sus dedos y el placer infinito que le había proporcionado. Demasiado efímero para su gusto.

Fue entonces cuando vio que ella misma permanecía desnuda. Sus pechos al aire le provocaron una nueva oleada de vergüenza y se apresuró a rebuscar bajo su almohada el modesto camisón que esa noche no había llevado encima.

«¿Cuántas veces voy a ruborizarme en tan poco tiempo?»

Obedeciendo a un impulso del que quizás más tarde se arrepintiera, Emma se acercó a Craig y se apoyó en su espalda. Aferró las manos por delante, justo en medio de su vientre y cerró los ojos intentando disfrutar de unos segundos más junto a él. Iba a hacerle una pregunta y le parecía mejor no tener su mirada fija en ella.

A propósito ignoró la tensión repentina que notaba en él.

—Dime una cosa, Craig. ¿Sientes algo?

La tensión aumentó varios grados, si cabe. No había otra forma de explicar la rigidez de sus músculos.

Craig sabía que no había sido buena idea permanecer más tiempo del necesario en la cama, mirándola. ¡Mirándola, por Dios! ¿Pero qué hombre en su sano juicio no hubiera hecho lo mismo? No disfrutar de la visión de una Emma dormida era ir en contra de la propia naturaleza. No obstante, por esa razón, ahora se encontraba en esa situación.

Cerró los ojos con fuerza, desesperado. ¿Qué le podía decir?

—Siento, Emma. —Hizo una pausa—. Cómo no sentirlo.

El tirón en el pecho le indicó que seguía viva. No eran las palabras que anhelaba, pero le bastaba.

«¡No, no me basta!»

¿Cómo podía dejarla sabiendo que estaban ahí, agazapadas y esperando a ser liberadas?

—Craig…

—Pero no te confundas, Emma. Decir las cosas, incluso mostrarlas, a veces no es suficiente.

—¿Cómo puedes decir eso? —explotó ella—. ¡Sí lo es! ¡Debe serlo! ¿Qué necesitas, que lo suplique? Porque déjame decirte que nunca me has parecido de esos hombres que necesitan que les supliquen, pero si es necesario, lo haré.

—¡Emma, no! —Craig se levantó de un saltó y quiso desafiarla, pero su visión le quitó el aliento como tantas otras veces desde que la conocía. El pelo revuelto, los ojos brillantes, el puritano camisón que pedía a gritos desaparecer… Era una mujer hermosa. Era su mujer. O iba a serlo, al menos—. Lo que quiero decir es que no hace falta que digas nada. Vamos a casarnos.

Boqueaba como un pez, lo sabía, pero nada la había preparado para una aseveración como la suya.

—¿Ca-casarnos?

La alegría inundó cada poro de su piel. Notaba cómo una sonrisa de dicha se abría paso. Sin embargo, en toda esa situación había un componente que no acababa de encajar, aunque él le hubiera dicho las palabras que había deseado oír.

—En cuanto nos vistamos iremos a Albany a hablar con el párroco. —Por fin una sonrisa auténtica. Era increíble cómo brillaba esa mujer. Quizás se sintiera obligado, pero valía la pena verla feliz.

«No», pensó ella. Acababa de descubrir qué andaba mal. Lo que ella deseaba no era que Craig le pidiese matrimonio, sino que le dijese cuánto la amaba.

—¿Por qué? —preguntó. Todavía seguía arrodillada en medio de la cama, pero ya no se sentía dichosa. Eso era mucho peor.

Craig la miró con sorpresa. La luz de la alegría había desaparecido tan rápido como había llegado. ¿Y qué quería decir con «por qué»?

—Es lo que corresponde, Emma, lo que debo hacer. Quizás no pensé demasiado cuando acepté tu invitación de subir, pero no he hecho otra cosa el resto de la noche.

—¿Y eso es lo que has estado pensado? ¿Qué debemos casarnos? —No lo comprendía—. Te marchas.

—Ya no. —Eso era lo más difícil de digerir, pero había que asumir las consecuencias—. Mi forma de actuar es contraria al honor que me define. No me detuve a pensar que podrías quedar embarazada; ni tan siquiera un segundo. No podría vivir sabiendo que te he dejado con un bebé al que criar.

Una oleada de tristeza inundó a Emma. Honor, deber. Otra vez la misma historia.

—Tú no quieres hacerlo. —No era una pregunta.

—No importa lo que quiero. Ahora cuenta lo que debe hacerse. —Sin atreverse a seguir mirándola, Craig se agachó y tomó la camisa para ponérsela. Cuando volvió la vista, ella miraba a lo lejos. Suponía que por la ventana; al amanecer. Sabía que no le ofrecía lo que ella deseaba de verdad (no era tan idiota como para no verlo), pero solo podía ofrecerle aquello—. Deja que sea tu héroe —dijo en un intento de convencerla.

Emma le devolvió la mirada con una pena tan grande que supo que nunca la olvidaría.

—No quiero un héroe; no así; no si eso supone que renuncies a lo que deseas. Yo tampoco quiero renunciar a lo que deseo, aunque prefiero hacerlo en lugar de tener que cargar con tus culpas.

—Yo no…

—No quiero ser una debilidad para ti, Craig —lo cortó, decidida— y mucho menos la segunda en ocupar tu corazón. Dentro de unos años me odiarías por esto.

—Eso no es cierto.

—Quizás sí, quizás no. —Suspiró cansada—. Pero quizás a la que odiaría sería a mí misma por haberte obligado.

—Emma, no me obligas a nada. Vamos a casarnos y punto.

—No, Craig, no vamos a hacerlo. Sigue tu plan inicial. Te aseguro que no voy a quedarme embarazada. Márchate.

—¿Me echas? —incrédulo, vio la firmeza de su semblante. Parecía hablar muy en serio.

—En absoluto. Dejo que te vayas, que es muy distinto. Un día descubrirás que estás equivocado y que las cosas no se hacen así. Y no, no creas que mantengo esperanzas. Asumo que cuando lo descubras bien puede ser que tengas ochenta años o que estés en una batalla a las puertas de la muerte. Lo único que deseo es que seas feliz con tu elección. —Bajó de la cama y se acercó a él para darle un beso en la mejilla—. Lo espero de todo corazón.

***

Poco después del desayuno, bajo un opresivo silencio, Craig cargaba sus pertenencias bajo la atenta mirada de Emma y Moth. Poco antes se había despedido de todos los demás. A pesar de lo que pensaba, no había sido fácil.

—Todavía estás a tiempo de cambiar de idea —dijo él tras un segundo de duda. Se caló el sombrero y levantó la cabeza, obligándose a mirarla. Dudaba que Moth supiera de qué estaban hablando. Además, sabía que no preguntaría, por mucha curiosidad que tuviera. Era discreto.

La sonrisa triste que esbozó le supo más amarga que cualquier réplica negativa o hiriente que se le hubiera ocurrido pronunciar. Permanecía bajo el porche delantero de la casa con el sencillo vestido que solía verle utilizar a diario desde que había puesto los pies en la granja. En cierta forma le parecía que transmitía un mensaje muy claro: no ocurre nada excepcional. Es un día más.

Y le dolía.

¿Por qué le costaba tanto de entender su postura? Se preguntó en un acceso de rabia mientras revisaba las alforjas. Que se marchara la hacía infeliz, pero cuando decidía hacer justo lo contrario, entonces se mostraba vehemente en cuanto a que no lo quería junto a ella.

Mujeres.

A su vez trataba de no recordar ningún momento de la noche anterior. Emma desnuda, anhelante y amorosa, no era una imagen que quisiera llevarse como único recuerdo, no fuera a ser que no pudiera soportar alejarse siquiera unas millas. Lo mejor para todos sería que se esforzara en no pensar hasta que la distancia entre ambos supusiera una barrera suficientemente eficaz.

Podía superarlo y lo haría.

Carraspeó.

—Creo que ya está todo.

Acarició el cuello del equino para evitar hacer un movimiento del que se arrepintiera más tarde.

Ella asintió, como si no tuviera palabras para expresar la desolación que sus ojos reflejaban.

Como no le dejaba alternativa reunió un poco de coraje y se acercó. Solo un cobarde se iría despidiéndose a lomos de un caballo.

Como si Moth intuyera que necesitaba unos segundo a solas con Emma bajó los dos escalones del porche de un salto.

—Te echaré de menos.

El chico lo rodeó con sus delgados brazos y Craig sintió que solo le faltaba eso. Con un nudo en la garganta le correspondió el abrazo.

—Yo también. —La voz sonó rota—. Cuídala —pidió en voz baja.

Este asintió en un único gesto seco. Parecía que también luchaba contra la emoción.

Desapareció por una esquina de la casa y quedaron los dos. Craig subió un escalón hasta permanecer a su mismo nivel. Quería memorizar su rostro por última vez.

Acarició una mejilla y Emma cerró los ojos, pero puso su mano derecha encima donde latía su corazón, ahora desbocado.

—Emma…

—Shhhhh. —Puso sus dedos encima de su boca—. Dejémonos de palabras. No creo que sirvan de mucho.

Y tenía razón, pero él nunca se cansaría de escucharla. Jamás. Y aunque parecía mantenerse entera, Craig sabía que por dentro se sentiría rota. ¿Acaso no lo estaba él? Admiraba su temple incluso ahora. El viaje había sido largo, pero ella salía más fortalecida que nunca.

Y mientras juntaba sus frentes en señal de mutuo consuelo, estuvo a punto de decirle las dos palabras. Aparecidas de súbito en su mente le quemaban en la punta de la lengua. No obstante, ¿de qué serviría si él tenía la certeza de cuál era su futuro? ¿No era ella la que había dicho que las palabras no servirían? Era cierto. El resultado seguía siendo el mismo. Mejor no infligir más daño. No era más que una flecha venenosa cargada con buenas intenciones.

Cuando Craig se apartó y dio un paso atrás, Emma se sintió más huérfana que cuando murió su madre. Se mantenía firme a fuerza de voluntad y rezaba para que todo terminara lo más rápido posible. Su corazón, hecho pedazos, sobrevivía a duras penas. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para no correr tras él cuando Craig subió al caballo. Aferrarse a su pierna y suplicarle que no se marchara no era lo mejor que podía hacer. Su cuerpo vibraba de emoción, aunque se tratara de puro dolor. Sentía que quedaba poco de ella y que no tardaría en romperse.

Así que cuando lo oyó maldecir y saltar del animal alcanzándola en cuatro largas zancadas, Emma se mantuvo quieta y acusó el impacto del cuerpo masculino cuando la agarró de los brazos y estampó un beso desesperado. Sin pensar siquiera le correspondió y se aferró a los suyos, devolviéndoselo con la misma intensidad y vehemencia. Fue brusco, pasional y estaba cargado de un sufrimiento que ambos conocían bien.

Terminó de forma tan repentina como había comenzado y Craig volvió a montar, galopando como si lo persiguieran todos los demonios del infierno.

Y en cierta forma así era.

Derek salió de la casa justo en el mismo instante en que la figura desaparecía más allá de la avenida de robles blancos. No dijo nada. Solo puso su mano en el hombro en señal de consuelo.

Y Emma se rompió.