6
El olor a comida se introdujo en sus sueños y el incómodo ruido de su estómago gruñendo la despertó, pero de haber preferido mantenerse acurrucada, le hubiera sido imposible debido al zarandeo de su cuerpo.
—¿Está despierta?
La voz de Craig, tan cerca que con desearlo hubiera podido sentir su aliento, la dejó sin respiración.
—¿Cómo no voy a estarlo? —preguntó a su vez, refunfuñando—. No me deja otra opción.
—Ya ha amanecido —sentenció.
Emma se negaba a abrir los ojos.
—Gracias por la información.
Lo oyó ponerse de pie y suspirar exasperado.
—Debemos prepararnos.
Eso era lo que temía. O al menos una de las cosas. Se movió debajo de las mantas y un dolor repentino la asaltó en forma de un millar de alfileres pinchando por todo su cuerpo.
—No creo que pueda. —Ni siquiera en un mes podría volver a mantenerse erguida y menos montar de nuevo un caballo.
—Puede y lo hará.
El tirón de la manta que la cubría la cogió por sorpresa, dejando su cuerpo a la intemperie. El repentino frío la hizo tiritar y abrir los ojos. Se incorporó quedando sentada.
—¡Eso no era necesario!
—Necesito que espabile, Emma. No podemos quedarnos aquí todo el día.
—¡Claro que podemos! —De hecho, a cada minuto que pasaba, acariciaba esa idea con mayor fervor.
—Sé cómo se siente, aunque se le irá pasando. Se lo aseguro —afirmó cuando vio dos cejas castañas elevarse hasta límites imposibles—. Además, si hiciéramos lo que está pensando tardaríamos más del doble en llegar a Albany —jugó la baza de la culpabilidad—; y yo no dispongo de ese tiempo. Me estoy desviando…
—¡Está, bien, está bien! —accedió arrepentida. No era justo lo que le pedía. Ya hacía suficiente con preocuparse por ella y escoltarla hasta su destino. No quería parecer una egoísta malcriada.
Se levantó evitando hacer muecas que evidenciaran sus molestias. Al menos, el dolor había disminuido.
Echó un vistazo alrededor y sintió que lo que veía no se acercaba a lo que había imaginado. Los caballos estaban atados a pocos pasos y las alforjas preparadas. Ni tan siquiera sabía dónde ni cómo había dormido Craig. El único rastro que veía como campamento era el sitio donde había dormido ella y el fuego en el que una jarra de hojalata se calentaba.
—Estoy haciendo café —anunció Craig—. En un momento calentaré las alubias enlatadas. Tome.
Emma aceptó el fardo que le ofrecía sin saber qué era.
—Gracias. —Al menos debía mostrarse educada—. ¿Qué es?
Que pareciera incómodo de repente le produjo más curiosidad. ¿Se había sonrojado?
—Imaginé que algo así podría pasar y le compré esto. —«Esto» eran unos pantalones de hombre en tono marrón oscuro y una chaqueta de un color parecido—. Cabalgará mejor con ellos y sus… —iba a decir muslos, pero se detuvo a tiempo— piernas no se resentirán tanto.
La ropa era más bien fea y tosca, pero Emma no pudo evitar emocionarse por su consideración. Se había gastado parte de su dinero en facilitarle las cosas y ella solo hacía que protestar.
—No sabe cuánto se lo agradezco. —Esbozó una sonrisa radiante—. Se ha tomado demasiadas molestias y cuando pueda le devolveré todo lo invertido en mí.
Ese pensamiento apagó un poco su sonrisa, pero lo justo era lo justo. Esperaba que, al menos, la venta de la granja le diera lo suficiente.
—No se preocupe por eso. —Craig lo había comprado en un impulso antes de partir. Sí, era práctico pero, como desde que la conocía, lo había hecho inducido por el pensamiento de facilitarle las cosas. Ni siquiera había considerado que le devolviera cada dólar gastado en ella—. El río está por aquí. —Señaló a su izquierda. No se veía, pero si se prestaba atención, se escuchaba el rumor del agua—. Mientras termino de preparar el desayuno, mejor le dejo espacio para usted. —Le era difícil imaginarla desnudándose o refrescándose, así que mejor no nombrarlo en voz alta. Le entregó una toalla, un peine y una pastilla de jabón—. No lo malgaste.
Y con brusquedad se alejó de ella y se puso de cuclillas ante el fuego, dándole la espalda.
La referencia velada al aseo personal hizo que enderezara la espalda. De repente, el servicio de los espejos —incluso los de mano— cobraba una nueva importancia. Se tocó el pelo y estuvo a punto de lanzar un gritito de consternación. Lo tenía áspero y enredado. El modesto recogido que había lucido el día anterior estaba deshecho, por lo que pechones de pelo colgaban sin apenas gracia. Debía ofrecer un aspecto poco menos que deplorable.
Con la vanidad por los suelos corrió en busca de la soledad tan necesaria, pero no antes de escuchar una última advertencia que llegó con un grito.
—¡Ande con cuidado cerca del agua y procure no resbalar!
Contuvo una respuesta mordaz porque pensó que solo se trataba de una lógica preocupación.
Con el fardo de ropa y los escasos enseres de aseo llegó al río. Más en el centro, el agua bajaba a mayor velocidad, pero en la orilla no parecía haber ningún peligro. Se alejó un poco en busca de un lugar que la resguardara de alguna posible mirada curiosa. Allí hizo sus necesidades y aprovechó para quitarse la camisa, la falda y el corsé. La ropa exterior necesitaba un buen lavado, pero tendría que esperar. Además, la camisa debía volver a ponérsela.
Se quedó con la camisola y los calzones, pero se quitó las botas y las medias. Entró despacio y dio un brinco al sentir el agua fría entre los dedos de los pies. Asearse iba a resultar una dura prueba.
«Aguanta, Emma; puedes hacerlo».
Con movimientos rápidos se restregó el jabón por la cara, cuello y escote. Dudó unos instantes sobre si lavarse el pelo y al final se decidió. Se arrodilló y bajó la cabeza, metiendo bajo el agua hasta el cuero cabelludo.
Después de dos aclarados tiritaba entera, pero al menos se sentía limpia, decente y presentable; lista para una agotadora jornada montada a caballo y tragando polvo. Enrolló el pelo para sacar el exceso de agua y lo sacudió a su espalda, empapando la camisola por la parte de atrás. Se moría por secar los pies y envolverlos de nuevo en las medias y el confortable calor de las botas.
«Ojalá no se hubieran llevado toda mi ropa interior», pensó con desánimo. Sería maravilloso poder lavar sus medias y ponerse unas limpias.
Sin embargo, se recordó que, en caso de tener sus pertenencias o parte de ellas significaría que hubiera podido coger el tren. A estas horas estaría muy lejos del estado de California, pisando ya Oregón.
«Y no viajaría con Craig».
Sí, quizás este viaje difería de su intención inicial, pero era de lejos mucho más emocionante. Sería algo que recordaría el resto de su vida. ¿Qué mal podría haber en ello?
Los dientes le castañeaban, pero una vez seca se imaginaba volviendo acicalada junto a Craig, al lado del fuego, exhibiendo un aspecto mucho más interesante del que debía lucir cuando se despertó y él la envió al río. Quizás entonces pudiera verla más como una mujer intrépida.
«¿Con aspecto de hombre?». Se le habían olvidado los pantalones. Hizo una mueca, pero al instante su lado pragmático salió en su defensa. Mejor cómoda que bonita. ¿O no?
Se acercó al montón de ropa y cogió la toalla. Y allí, entre sus ropas, contempló horrorizada el sinuoso movimiento de una serpiente.
Gritó.
Dio un salto hacia atrás, pero perdió el equilibrio y cayó de culo sobre la hierba. El movimiento atrajo la atención del reptil, que avanzó hacia ella sacando su lengua bífida.
Paralizada de miedo era incapaz de pensar con coherencia. No era muy grande, pero no sabía nada sobre ellas. ¿Tendría tiempo de levantarse? ¿Recibiría una mordedura y moriría allí mismo?
El sonido de una pistola la sorprendió. En cuestión de segundos, la cabeza del bicho explotó y Emma volvió a gritar, impactada.
—Tranquila. —Craig se acercó con total tranquilidad mientras enfundaba el revólver. Miró lo que quedaba de la serpiente con desapasionamiento—. Era inofensiva. Iba a pasar de largo.
Ella todavía temblaba; no sabía si por el frío, por el miedo de la serpiente o por la repentina aparición de Craig. También sabía que debería decir algo. Un «gracias» sería lo más adecuado, pero no podía; no cuando Craig permanecía ahí, de pie, mientras ella se encontraba todavía en el suelo con su ropa interior y el pelo mojado. No la miraba. De hecho, el reptil debía de resultarle mucho más fascinante que la propia Emma, aunque estuviera en paños menores. Quizás no era una imagen muy atractiva, pero ¿qué hombre con sangre en las venas ignoraba a una mujer a medio vestir a favor de un animalejo?
«Al parecer, Craig».
Y no es que estuviera desesperada porque la deseara, pero sería gratificante ver una chispa de interés.
Se aferró a la toalla intentando no sucumbir entonces a la vergüenza y acabar tapándose con ella en un gesto de pudor. Si él la consideraba falta de interés, ella no se iba a preocupar porque la viera de esa guisa.
—Me ha salvado. De nuevo. —Fingió que nada extraño sucedía, aunque, ¡maldita fuera! ¿Por qué no la miraba?—. Se lo agradezco.
Craig carraspeó y dirigió su mirada al río.
—No tiene importancia. La próxima vez no se aleje tanto.
Emma fue a replicar, pero se contuvo.
—Estaré lista en un momento —dijo, en cambio. También era un modo sutil de pedirle que la dejara sola de nuevo.
Y Craig, como buen soldado, entendió y la complació. Se alejó con paso rápido de Emma, de la tentación. Quizás si hubiera permanecido más tiempo junto a ella hubiera cometido una locura.
Casi había volado cuando oyó su inconfundible grito. En unas décimas de segundo había imaginado mil desgracias y había temido por ella como no lo había hecho por nadie en muchísimo tiempo.
Cuando la encontró y vio la serpiente tiró a matar. Sus reflejos nunca se habían oxidado incluso estando de permiso forzado. Antes de presionar el gatillo ya había identificado la amenaza, catalogándola de peligrosa. A Emma le había dicho lo contrario para no asustarla más, pero la mordedura de un reptil así podía darles muchos problemas.
«Aunque Emma es más peligrosa que cualquier serpiente con la que pueda toparme».
Sí. Ella, una dama, una modista, una inocente incauta que con solo un pestañeo involuntario lo confundía.
Ojalá pudiera quitar de su mente la imagen de ella en ropa interior, mojada y con el cabello suelto. Verla desnuda no le hubiera impresionado tanto. Esas piezas blancas de algodón con lacitos lo estaban torturando, así como la imagen de unos largos y elegantes brazos, que solo debería ver un amante; las de unas pantorrillas firmes, que solo debería acariciar un marido; la de un sugerente cuello y escote, que solo deseaba saborear él. Nunca un cabello le había parecido tan erótico. Nunca había querido pasar sus manos ente sus hebras y regodearse con su tacto. Se había visto en la obligación de ejercer todo su autocontrol para parecer indiferente cuando lo que en realidad quería era abalanzarse sobre ella y hacerle pasar el frío; abarcarla con sus manos y calentarla con sus besos y caricias. Demostrarle sin ningún género de dudas cuánto la deseaba.
Porque la deseaba. La rigidez de su miembro y la tensión de todo su cuerpo así lo atestiguaban. Pero no importaba. No iba a hacer nada salvo mostrarse cortés y cabalgar a su lado todo ese maldito viaje. Aunque ella lo tentara de mil maneras, no debía sucumbir.
«Pero es difícil. Señor, qué difícil».
***
Durante la primera parte del día ninguno de los dos trató de establecer una conversación. Antes de partir, Craig le había explicado de forma breve y concisa que cabalgarían hasta los pies de las Klamath Mountains. Su intención era pasar la noche allí antes de comenzar el siguiente día abandonando el Valle de Sacramento y ascender. Para llegar al estado de Oregón debían cruzar las montañas.
Para Emma eso no tenía importancia. Su única preocupación —bueno, una de ellas— fue si su cuerpo resistiría. Gracias al cielo no sintió dolor. Quizás alguna molestia provocada por la cabalgata del día anterior, pero nada que no pudiera resistir. El descanso le había sentado bien y el desayuno también. Las alubias y el café que Craig preparó no eran nada del otro mundo, pero ayudaban a resistir a la próxima parada.
Por suerte y para su completo asombro, Craig decidió detenerse unas horas después para «recuperar fuerzas y que los caballos descansen», dijo. Emma se esforzó en suprimir la sonrisa y los sentimientos de ternura hacia él cuando lo dijo. Sabía sin ningún género de duda que lo hacía por ella. Había captado varias miradas de reojo, como calibrando si su cuerpo aguantaba el ritmo que imponía, pero ella fingió sentirse ajena.
La comida que tomaron entonces consistió en un poco de cerdo curado, pan y ese dichoso café. Como mucho fue media hora, pero suficiente para que pudiera estirar las piernas, refrescarse y hacer sus necesidades. En esto último, los pantalones resultaron un poco más complicados, pero nada que no pudiera solucionar.
Pensar en ellos le hizo mirarlos. Sonrió. De hecho, aun con sus pequeños inconvenientes, eran muy cómodos; y no solo para cabalgar. La tela era un poco más áspera que su falda, pero le permitían una facilidad de movimiento que no tenía con la ropa habitual de mujer. Con la chaqueta puesta y el sombrero se sentía toda una aventurera, aunque a Craig le sentara mejor.
«A él todo le sienta mejor».
Lanzó un sentido suspiro y se preguntó si había sido una buena idea dejar que la acompañara. El hombre que cabalgaba a su lado se parecía cada vez menos al que había conocido en Marysville, siempre caballeroso y servicial.
«Quizás ya se arrepiente. Tal vez crea que doy demasiados problemas».
Bueno, si era el caso, ella le demostraría de qué pasta estaba hecha Emma Jones. A la primera oportunidad que se presentase exhibiría su lado más audaz. También pretendía aprender a encender el fuego y cocinar los alimentos que traían. Si debía aprender a ensillar a los caballos también lo haría. No deseaba ser una molestia. Quería que él la viera como una compañera.
«De viaje», matizó su voz interior.
Sin querer profundizar demasiado, observó el paisaje del valle, pero ya le parecía lo mismo. Millas y millas de tierra llana con hierba verde y poblada de árboles. Por ello, ahora que ya volvían a estar en marcha, trató de establecer un mínimo de conversación, pero en ese aspecto la cosa no mejoraba. Lo único que la reconfortaba era saber que se detendrían un poco más temprano que el día anterior, porque las montañas que Craig había nombrado ya se alzaban imponentes ante ellos. No tardarían en llegar al pie. También sabía por él que no abandonarían el curso del río durante días y luego seguirían una ruta marcada.
—¿Cree que tardaremos mucho en llegar? —preguntó dos horas después.
—Una hora menos que cuando lo preguntó la última vez —aseveró Craig, lacónico.
«Bien, pues estoy impaciente», se excusó. Ella no había nacido para cabalgar hora tras horas mientras el sol avanzaba imparable.
Fue lo bastante lista para no decirlo en voz alta. Si quería que fueran compañeros y él valorara su valía en lugar de verla como una mujer desvalida y fácil de enredar, había cosas que era mejor callar.
—El sol no tardará en ponerse —anunció.
—Lo sé.
No le tuvo en cuenta el tono que utilizaba, muy parecido al de un padre ante una molesta hija. Al fin y al cabo podría ser peor: podría decidir no responder. No dudaba que lo haría si le apetecía.
—Las Klamath están aquí mismo. No tendrá pensado subir un trecho más, ¿verdad?
—No. Nos detendremos a sus pies —repitió Craig, aunque era una información que ya le había explicado y ella afirmado haberlo entendido—. Supongo que está forzando una conversación.
—La verdad es que sí. —No podría haberlo negado ni aun habiéndolo pretendido—. Entiendo que debe estar acostumbrado a su propia compañía. —Sin embargo, ahora que lo mencionaba, no sabía si era así—. Debe entender, no obstante, que yo no. Quizás no tenga tiempo para alternar en sociedad todo lo que quisiera, pero nunca rechazo una buena conversación.
Craig la comprendía. No era culpa de Emma que forzara el mutismo para evitar encariñarse con ella. No sería difícil siendo tan franca. El añadido de la atracción solo acentuaba su silencio.
Como bien había dicho Emma, llegaron a su destino en poco tiempo. Mientras buscaba un buen lugar para pasar la noche la oía parlotear sobre la montaña, su dificultad o cosas sin sentido que no escuchaba por completo. Oírla era una buena señal. Eso le indicaba que no estaba tan dolorida como el día anterior.
—Nos detenemos aquí.
Había buscado un emplazamiento cerca del río. Siempre hacía lo mismo. Mejor no tener que andar para bañarse o beber.
—¿Sabe, capitán Beckett? Creo que si vamos a pasar por lo menos quince días juntos, lo mejor será que me enseñe cómo montar un campamento.
Emma desmontó con agilidad y Craig miró hacia otro lado para no ver cómo, a pesar de irle un poco grandes, los pantalones se le ajustaban en ciertos lugares en los que él no debería fijarse. Quizás no había sido tan buena idea comprarlos, después de todo.
—¿Qué dice? —preguntó. No había prestado suficiente atención a lo que decía.
—Que quiero ayudarle —repitió despacio—. Ayer estaba agotada. Hoy me encuentro mejor.
—¿De verdad quiere aprender? —Le parecía extraño y excepcional. No todas las mujeres de su clase querrían. Considerarían que era su deber como hombre mantenerlas confortables. Sí había pensado en mandarla a por agua o que vigilara la comida, pero sería muy práctico que supiera qué hacer y así repartirse las tareas.
—Por supuesto. Es lo más justo. Usted ya hace mucho por mí.
Sí, Emma era una mujer extraordinaria.
—Pues bien. Lo primero que debe aprender es a atar los caballos y descargar lo que hay en sus alforjas. Después les traeremos agua del río y buscaremos pequeños troncos y ramas para encender un buen fuego.
Tuvo que acercarse para mostrarle como se hacía. Al principio se mostró un poco patosa, pero era normal. Era agradable verla con esa disposición.
Se disponían a ir a por leña cuando sonaron unos disparos. Emma dio un bote y se aferró a su brazo. Aunque desprevenido, Craig se recuperó al instante.
—Silencio. —Había sido cerca, pero quería escuchar el lugar exacto.
A los pocos segundos, otra tanda de disparos.
La miró y Emma le devolvió la mirada. No parecía asustada, pero seguía aferrada a él.
Tomó una decisión.
—Bien, escúcheme con atención. Esto es lo que va a pasar. —Se acercaron a los caballos y la apartó de él con suavidad y firmeza—. Voy a ver qué sucede.
Cuando sacó el rifle, Emma pareció reaccionar.
—Creo que lo mejor es que no intervenga —le suplicó con un susurro.
Otra tanda de disparos.
—No es posible. Están muy cerca. Sea lo que sea que esté pasando (y dudo que sea nada bueno), se desarrolla demasiado cerca de donde estamos nosotros. No puedo arriesgarme. —Se aseguró de que la pistola estaba en la cartuchera, la sacó y comprobó que estaba cargada.
—Está bien. —La joven tomó aire—. Me mantendré pegada a usted y prometo no abrir la boca.
Craig la contempló durante unos instantes, temiendo haber oído mal, aunque su expresión de determinación le decía que no.
—Emma, no va a hacer semejante estupidez —le advirtió con seriedad—. Esto no es un juego de niños. Se quedará aquí, cerca de los caballos y sin hacer ruido. En caso de que no volviera, coja a los animales y vuelva a Marysville por la misma ruta que hemos seguido.
—¿Va a ir solo?
No consideraba necesaria una respuesta, pero parecía que ella sí.
—Eso es lo que acabo de decir.
—¿Y va a dejarme aquí? ¿A merced de cualquier salteador?
—No sea melodramática —susurraba igual que ella, pero con una dosis mayor de frustración—. Nadie nos ha oído…
—No que usted sepa —espetó.
—Lo sé y punto. No la dejaría aquí si llegara a sospechar que podría sucederle alguna cosa mala.
—Pero si me lleva con usted podría ayudarle —alegó—. Cuatro manos siempre son mejor que dos.
Craig estuvo a punto de gemir de pura desesperación. No sabía de dónde sacaba esas tonterías.
—Emma, yo estoy entrenado y preparado para enfrentarme a situaciones difíciles. Usted no. —De nuevo, unos disparos más—. Si seguimos con esta charla —aseveró impaciente— no servirá de nada mi intervención.
—Pero podrían herirle.
—Es una posibilidad tan real como… —La vio fruncir el ceño y retorcerse las manos y entendió que estaba preocupada por su seguridad. De nuevo, se conmovió—. No tema por mí. Sé cuidarme solo y nunca corro riesgos innecesarios. No se mueva de aquí —le ordenó. Le dio un beso espontáneo en la frente y se alejó entre los árboles.
Al principio corrió entre la vegetación, hacia el este, desviándose hacia donde había oído los disparos. De tanto en tanto resonaba alguno, pero más disperso, y eso lo orientaba.
Conforme fue acercándose empezaron a oírse también unas voces masculinas y Craig redujo el paso intentando no delatarse. El crujir de una simple rama alertaría a quienes estuvieran armando ese alboroto. Lo más probable era que fueran borrachos que celebraban una fiesta a su modo. No sería la primera vez que lo viera. Ese estado lo ayudaría a controlarlos o ahuyentarlos.
Craig no se acercó más y se escondió tras un árbol de tronco ancho. Hizo un barrido con la mirada y maldijo para sus adentros. Era peor de lo que pensaba y no tendría más remedio que intervenir.
Tres hombres con todo el aspecto de toscos mineros se hallaban en una explanada alrededor de un árbol de cuya rama caía una cuerda. Envuelta en ella y boca abajo visualizó a un joven que, si la vista no lo engañaba, parecía de origen oriental. Un poco más a la derecha, tres caballos pastaban sin inmutarse y en el lado contrario, un cuarto de milla pardo, presumiblemente del chico colgado.
De los tres hombres, solo uno llevaba revólver, por lo que Craig se sintió más confiado, aunque no iba a dar nada por sentado.
—¿Por qué te niegas a hablar, eh, chino? —preguntó uno de los hombres—. Solo intentamos mantener una conversación civilizada entre hombres. —Acercó la botella que llevaba en la mano y pretendió darle al prisionero un poco de alcohol, pero este mantuvo los labios cerrados y el líquido de se derramó por ojos y frente.
—¡Venga, Joe! No le des más —protestó el más bajo de los tres—. Es un desperdicio inaceptable.
—¡Cállate! Si quiero darle de mi botella, lo haré. Quizás le convendría empinar el codo.
Craig no dejó de prestar atención mientras calibraba la situación. Desde donde estaba tenía una panorámica adecuada, pero también estaba más desprotegido. Quizás si daba un rodeo y se colocaba más al este sería más difícil de detectar y, en caso de intervenir —lo cual no dudaba que así sería—, contaría con el factor sorpresa.
—Estoy harto de esto —anunció el tipo de la pistola—. Me molesta incluso que perdamos el tiempo con este engendro, porque con este color de piel no puede ser otra cosa, ¿verdad, chino?
Le dio una sacudida que lo hizo oscilar.
—Es verdad, Moses. Y no solo tiene ese asqueroso color de vómito sino que, además, se queda con nuestro trabajo. ¿Quiénes os creéis tú y los tuyos para venir a ocupar lugares de trabajo decentes para gente decente? Si no sois más que ratas inmundas —vociferó en su cara.
Craig suspiró ante unas palabras que no oía por primera vez. Gran parte de la comunidad china que fue llegando al país en décadas pasadas fue para trabajar en la construcción de las vías del ferrocarril. La falta de mano de obra les llevó a emplear a los inmigrantes más pobres para recibir el trabajo más duro. En respuesta a esta demanda fueron llegando en gran número y en consecuencia, los salarios disminuyeron y muchos de los oriundos se quedaron sin trabajo en detrimento de los inmigrantes, mucho más dispuestos al trabajo duro por un sueldo miserable.
Los estadounidenses reaccionaron intensa y negativamente y el conflicto seguía muy vigente. Casos como el que contemplaba eran habituales y el inmigrante siempre salía perdiendo. Los ajusticiamientos estaban a la orden del día y la ley amparaba esos actos sin honor. Si podía evitarlo, no dejaría que tres desgraciados ejecutaran a otro, por muy indignados que estuvieran.
Además, solo era necesario mirar al joven colgado para saber que no tenía mucho más de quince años. Se mantenía callado y sin emitir un solo sonido, como si no comprendiera las pretensiones de esos tres.
—¿Sabes, chino? —La palabra era repetida una y otra vez como un insulto—. No me gustan los de tu clase, pero tú menos que ninguno. Llegas a Redding con tu caballo (que seguro has robado), tu baja estatura y tu lenguaje incomprensible y consigues meterte en la mina y que me echen de mi puesto de trabajo.
Levantó la pistola de nuevo y descargó a pocos centímetros de su oreja, pero el joven ni siquiera pestañeó.
—Sí, es cierto —aseveró el que respondía al nombre de Joe—. La bebida nada tiene que ver con su despido de la mina.
Moses le miró con odio, pero Joe era tan idiota que no lo supo interpretar.
En otras circunstancias, Craig, que ya había rodeado medio perímetro, hubiera sonreído por el desliz del tal Joe. Apostaría a que Moses era un bebedor empedernido que no desempeñaba bien su trabajo. Quizás la llegada del joven que en aquel momento permanecía boca abajo fuera el detonante que el capataz de la mina esperaba para pagarle lo que se le debía y echarlo a patadas montaña abajo. Porque los hombres, como había supuesto en un principio, eran mineros. Debían de trabajar en Redding, un lugar situado en la cima de las Klamath. Aparecía en pocos mapas, pero había oído hablar de él, puesto que tenía intención de pasar muy cerca.
—Al resto nos bajaron el salario poco después. —El más bajo no se movía mucho, pero de vez en cuando soltaba algún escupitajo encima del indefenso joven—. Seguro que aquí, a nuestro amigo, se lo subieron. El Largo me dijo que el capataz aseguró que preferiría cinco como este en lugar de veinte como nosotros. Que se meten en cualquier agujero y que tiene tanta fuerza como uno de nosotros.
—¡Y una mierda! —Moses estaba perdiendo la paciencia y encañonó al joven indefenso—. Antes me cargo a mil como este si dejo que un sucio chino me robe en las narices.
—¡Sí, cárgatelo! —secundó Joe, extasiado—. Quiero ver si sus sesos son igual de amarillos que su asquerosa piel.
Supo que el momento de salir había llegado. Amartilló el rifle, dejando que su característico sonido se oyera en la explanada.
Se dejó ver.
—Yo de vosotros no lo haría. —Se alejó de la sombra que los árboles ofrecían para que se dieran cuenta de la seriedad de sus palabras y la contundencia de su arma.
—¡Eh, eh! —exclamó de inmediato el más bajo, cuyo nombre no se había pronunciado hasta el momento—. ¡Tranquilo!
—Desatad al chico —mandó. Había aprendido que, en situaciones así, dar órdenes daba mejores resultados que pedir las cosas «por favor».
—Vamos, ¿no hablarás en serio? —Joe no parecía saber cuándo callar o cuándo hablar.
—Dime si crees que bromeo. —No perdía de vista a Moses, que seguía apuntando a la cabeza del prisionero—. Soy el capitán Beckett, de la 9ª de Caballería. Ahora mismo, la autoridad aquí, por lo que os ordeno que dejéis libre al chico. Os lo estoy pidiendo por las buenas. No me obliguéis a tener que pedirlo por las malas.
—¿Vas a defender a esta cucaracha amarilla —comenzó a preguntar Moses, asqueado— por encima de nosotros, americanos como tú?
—Mi deber es impartir justicia. Y no es eso lo que hacéis con él.
—¡Nos está robando el trabajo! —vociferó—. Quién sabe qué será lo que traten de quitarnos a continuación: nuestras casas, nuestras mujeres… Al final, por hombres como tú, que se fingen patrióticos, acabaremos expulsados de nuestro propio país.
Craig odiaba los dramas y a aquellos que los perpetraban. También que le acusaran de ser poco patriota y que se escudaran en una bandera para cometer las más bajas infamias contra el más desfavorecido. Sin embargo, no se molestó en replicarle. Por mucho que se esforzara, ese tipo de gente no veía más allá de su nariz.
—No voy a repetirlo de nuevo. Si no queréis salir mal parados, soltad al chico y largaos.
—Me sabe mal contradecirte, pero creo que el único que saldrá mal parado hoy serás tú.
La repentina e inesperada voz a su espalda lo tomó completamente desprevenido. Debía haber estado más atento, interpretar mejor las señales, pero se había dejado cegar por las apariencias de los tres hombres y los tres caballos sin pensar que podría haber alguien más.
Moses, Joe y el bajo sonrieron con condescendencia y alegría al tipo que estaba situado detrás de él. No hizo falta ver que iba armado. En caso contrario, los otros tres no se sentirían tan seguros.
¡Maldición! Lo tenía crudo. Dos armas suponían una clara desventaja. Ahora, cuando el sujeto número cuatro se posicionó delante, supo que tenía las de perder. El brillo de los ojos, la postura relajada, la ausencia de sonrisa y la forma de apuntarle le indicaban que no se trataba de un minero con un arma y puntería aceptable, sino de un asesino.
«Corre, Emma, corre». Era curioso cómo, de entre todos los que conocía, cuando se encontraba en un momento crucial y peliagudo, pensara en ella y su bienestar. Si él no lo conseguía, deseaba que lograra sus metas. Ojalá le hubiera obedecido. En poco tiempo, si él no regresaba, debería regresar a Marysville. Mejor así. En caso de que esos desalmados la encontraran, Emma pasaría a la historia.
Se le heló la sangre.
Miró a los cuatro, ahora juntos. Las dos pistolas le apuntaban y el chico había dejado de tener importancia. Por el momento. Sabía que si quería salir vivo necesitaba anular al recién llegado, el que daría a matar. Si solo quedaba Moses y no era muy diestro podía sobrevivir a uno o dos disparos. Quizás una distracción…
—Creo que ha llegado el momento de las despedidas —declaró el hombre sin apartar la vista de él.
Dicho aquello y en una fracción de segundo, algo pasó volando y dio de lleno en Moses. Craig se tiró al suelo y el caos se desencadenó.