11
—¡Capitán Craig Beckett!
La llamada a pleno pulmón le hizo detener el movimiento y durante unos segundos sostuvo al aire un pequeño recipiente de hojalata lleno de agua. De cuclillas en la orilla del riachuelo se dio media vuelta y se encontró con una beligerante Emma de ojos centellantes.
—Oh, Dios. Eso no suena nada divertido —murmuró para sí. Quería un momento de tranquilidad para asearse y ella parecía dispuesta a presentar batalla.
Dejó el recipiente en el suelo, junto con las demás pertenencias, y se preparó para lo que estaba por llegar. No sabía qué bicho le había picado, pero por su estado parecía que uno grande y sanguinario.
Emma se acercó con paso decidido.
—¡Cómo se atreve!
Craig debía haberse dado un golpe en la cabeza mientras dormía, porque de otro modo no podía explicar su propia reacción. Emanando ella indignación por todos los poros de su piel, él seguía viéndola como una mujer hermosa a rabiar. Su cuerpo reaccionaba de un modo abrumador y aumentaba la presión en una zona indebida.
No debía hacer caso de la sensación de apremio, ni del perturbador cosquilleo en la zona baja del vientre. No obstante, ahí estaba y era difícil ignorarla.
Le puso humor para rebajar la tensión. La de ambos.
—¿De qué delito grave se me acusa?
Ella no pareció notarlo.
—¡De perversidad!
Craig no pudo evitar soltar una larga y sonora carcajada que se intensificó a medida que su mente repetía una y otra vez aquella palabra. Se quitó el sombrero, lo dejó sobre una roca y se pasó la mano por la frente. La señorita Emma Jones podía ser la joven más encantadora del mundo, pero estaba comprobando que su imaginación era demasiado vívida para su propia seguridad.
Necesitó unos instantes para recuperar la capacidad de respuesta. Se levantó y procuró bajar la mirada hasta que quedara a la misma altura que la de ella.
—Menudo villano. Si soy tan perverso, ¿por qué no ha salido corriendo? ¿Acaso no me tiene miedo?
Tras escucharle, ella todavía se enfadó más.
—¿Esa es su repuesta, capitán? ¿Mofarse?
Él se encogió de hombros.
—Es la única que tengo.
—¿Es que acaso le parezco graciosa? —le preguntó sin apartar la mirada.
—Es que no comprendo su indignación —replicó Craig, al momento. Después chasqueó la lengua—. Estoy devanándome los sesos tratando de comprender qué diantres ha ocurrido entre el momento en el que la he dejado junto al fuego hablando con Moth y en el que ha aparecido hecha una furia.
Porque debía tener su lógica.
—¡Pues que Hong me ha contado sus planes!
Pues no, pensó Craig. No la tenía. A menos que Emma se explicara bien, seguía ignorando el porqué de tanto alboroto.
—¿Qué clase de planes?
—¿Sabe que está considerando alistarse en el ejército en cuanto tenga la edad legal? ¿Lo sabe? ¡Por supuesto que sí! Fue usted mismo quien lo sugirió. Y no contento con eso, ha dejado al muchacho esperando para que le enseñe a disparar. ¿Comprende ahora?
Ah, por fin. Ahora todo cobraba sentido. O una parte.
—¿Qué tiene de malo? Le ofrezco la oportunidad de labrarse un porvenir; convertirse en un hombre hecho y derecho, orgulloso de sí mismo y de sus logros, forjar un lazo de lealtad con otros soldados que le cubrirán las espaldas cuando más lo necesite, ganarse un sueldo digno y servir a este país con honor, luchando por la libertad y la justicia.
Ella resopló como si se tratara de charlatanería barata.
—La gloria es efímera, la muerte eterna —repuso—. Moth no debe pagar semejante precio solo porque a usted se le antoja.
Craig, que hasta aquel entonces había tolerado cada una de las palabras que habían salido de los labios de la joven, cambió su semblante. Se sentía dolido y sus palabras habían conseguido agriarle el estómago.
—Me ofende. —Su tono fue tan seco y duro que a Emma se le erizó la piel—. Nunca creí que defender la honra de los Estado Unidos fuera tomado como un capricho. Dígame, señorita Jones, ¿desprecia a este soldado que tiene frente a usted y que ha conseguido mantenerla a salvo? ¿O ha pensado nunca, en su confortable hogar en Chicago, los sacrificios que un puñado de hombres valientes han tenido que hacer para preservar la paz? No es más que una ingrata.
Craig pareció escupir aquella última frase y Emma se estremeció de la cabeza a los pies. Él nunca la había mirado así, con una expresión que parecía de desprecio.
Después de aquello se dio la vuelta y la ignoró deliberadamente. Se quitó la chaqueta y dejó a la vista su camisa verde y los tirantes. Al sentarse al lado de donde descansaba su sombrero agarró el espejo para ponerlo de pie y verse el rostro. En realidad no se trataba de un espejo, sino de un precario trozo de cristal que se había desprendido de su marco y que Craig guardaba entre sus pertenencias envuelto en un trapo. No estaba entero y se veía afilado en una punta.
Craig mojó la pastilla de jabón en el agua y se embadurnó el rostro.
—Se va a hacer daño —dijo de repente Emma con suavidad, tratando de restablecer la normalidad—. Además, debería haber calentado el agua. Va a pillar una pulmonía.
Él no contestó. Estaba demasiado furioso como para hacerlo. De otro modo diría algo por lo que después se arrepentiría.
La joven permanecía de pie en el mismo lugar y se sentía como una boba imprudente. Como excusa podía decir que la insensatez se había apoderado de Emma. Como consecuencia, Craig había malinterpretado sus palabras y con ello había destruido la imagen que tenía de ella. Todo eso en solo unos segundos.
Era extraño y terriblemente confuso que el capitán pudiera causarle dolor físico sin ni siquiera ponerle la mano encima. No obstante, así era. Su pecho y sus entrañas se habían visto lastimadas por un ramalazo y su cuerpo clamaba por recuperarse de la tristeza que la había invadido.
Debería marcharse y dejar que se tranquilizara antes de tratar de arreglar las cosas, pensó. Sin embargo, temía que fuera demasiado tarde.
Armándose de valor, se acercó al cristal, lo apartó con cuidado para no hacerse daño y se sentó en su lugar.
—¿Qué diantres hace? —gruñó Craig entre dientes.
Emma inspiró y exhaló con calma antes de responder. Bajó la vista hasta el suelo y cogió la navaja de afeitar por su empuñadura.
—Evitar que se corte.
Esbozó una sonrisa, pero él solo reaccionó con una gélida mirada.
—No necesito ayuda.
—No sea orgulloso. Déjeme hacerlo —insistió, con el corazón palpitante.
Como él no emitió ninguna protesta, Emma le levantó el mentón con la mano izquierda y abrió la navaja con la otra, dispuesta a afeitarle. A lo largo de los días, el vello facial había aumentado y bajo sus dedos se notaba áspero.
Craig detuvo su avance a escasas pulgadas sujetándole la muñeca.
Entrecerró los ojos.
—Por Dios, mujer, ¿lo ha hecho antes?
No iba a arriesgarse a que ella le cortara el pescuezo por error.
A la joven no le gustó en absoluto ser llamada «mujer», como si fuera una extraña a la que acababa de conocer o incluso una vulgar moza de corral. Apretó los labios con desagrado.
—Llámeme Emma —le pidió entonces—. Solo Emma.
Según su punto de vista, ambos estaban siendo demasiado formales. Durante noches habían dormido uno junto al otro, compartiendo comidas e incluso alguna que otra confidencia. No había motivo para mantener las apariencias.
Craig no tardó en rehusar su petición. No tuvo ni siquiera que pensarlo. Sería estúpido traspasar la línea que él mismo había trazado y que trataba de mantener una distancia emocional respecto a Emma.
—No debería. Es usted la señorita Jones y así debe seguir siendo.
Su labio inferior tembló.
—¿Por qué?
«Porque es más seguro para ti», fue su primer pensamiento. Sin embargo, eludió la respuesta. Hablar significaría revelar demasiado.
Sin soltar su muñeca le arrebató la navaja.
—Creo que debe regresar al campamento y dejarme a mí las tareas de hombres.
—Sé hacerlo bien —le aseguró ella—. Algunas veces ayudé a mi padrastro a atender pacientes. No sé mucho de enfermedades ni de remedios, pero aprendí a cambiar vendajes y a rasurar piernas o cabezas para curar heridas.
Emma abrió la palma de la mano y esperó paciente a que él depositara la navaja. Tardó en hacerlo, pero no llegó a darse por vencida. Cuando la recuperó tuvo que evitar esbozar una sonrisa.
Comenzó despacio, descendiendo por lo alto de los pómulos hasta la barbilla, poniendo atención en lo que hacía y evitando distraerse. Con eficiencia quitaba el jabón y el vello con la hoja de la navaja y la lavaba en el recipiente con el agua fría antes de continuar afeitando el rostro de Craig. Cuando tuvo un lado terminado se lo secó con la toalla limpia, dando unos leves toques y sin rascar, para evitar cualquier enrojecimiento. Después terminó el resto.
—El cielo no caerá sobre nosotros por hacer una concesión y llamarme por mi nombre, capitán. —Ella le había llamado por el suyo en distintas ocasiones. No era nada disparatado si tenían en cuenta las circunstancias en las que se encontraban.
Emma permanecía muy cerca de él y notaba su cálido aliento. Lamentaba muchas cosas de aquel viaje, decisiones erróneas sobre todo. Sin embargo, no sentir los labios de Craig de nuevo sobre ella estaba resultando una pequeña tortura.
«No seas tonta, una señorita no debería pensar esas cosas».
Pero Emma era práctica y estaba aprendiendo a ser franca consigo misma. Lo que le ocurría con Craig, el caos que anidaba en su interior y en sus pensamientos, era un sentimiento fuera de lo común que nunca, nunca jamás, había experimentado antes.
«Tal vez no pueda darme el lujo de tenerlos, pero me gusta hacerlo».
Tras unos segundos se echó hacia atrás para contemplar su trabajo y se dio cuenta, por su expresión, que no iba a convencerlo. Al parecer era un hueso difícil de roer.
—Es muy testaruda.
El semblante de Emma mostró incredulidad. ¿Ella testaruda? ¿Acaso había escuchado bien?
—Bien, puede seguir llamándome como quiera, aunque a partir de este momento usted será Craig para mí —dijo con una mirada de suficiencia y de un modo definitivo—. En cuanto a lo demás…
Se interrumpió y se removió sobre sí misma, incómoda.
Él arqueó una ceja.
—¿Decía?
Emma suspiró y dejó los utensilios a un lado, antes de entrelazar las manos sobre su regazo.
—Cuando antes hablé del ejército, no pretendía menospreciarlo. Yo le admiro —confesó, lo que le valió una mirada de expectación por parte de él. Emma irguió la espalda—. Es el hombre más valiente y noble que he conocido y, aunque mi experiencia es limitada, sé con certeza que no encontraré otro igual. También respeto su trabajo y su deseo de salvaguardar las leyes.
No lo compartía, aunque no lo dijo. Cualquier hombre, por muy entregado que fuera, tenía derecho a formar una familia y no sacrificar su vida del modo en que pretendía hacer él. Privarse de ella no era una concesión que debiera hacer nadie.
Por su parte, Craig pensó que Emma desconocía el mundo que la rodeaba. Esa era la única explicación que tenía sentido para él. También se sintió mejor al oírla disculparse. Para él era muy importante apegarse a las directrices que marcaba el ejército y conservar la integridad. Que la joven pusiera en duda sus motivaciones fue un golpe difícil de digerir.
—Gracias.
Ella negó con la cabeza.
—No me las dé todavía —murmuró tensa—. No he terminado —y puede que cuando lo hiciera él siguiera enfadado—. ¿Cómo le trataron cuando atrapó a aquellos forajidos en Missouri? En vez de darle las gracias por su heroicidad le apartaron de sus hombres, así que en realidad pongo en entredicho un montón de reglas que no resultan útiles. Ahora tenga en cuenta lo que Moth ha sufrido. Piense en su mirada lastimera, en lo delgado que está y en que nunca ha sido aceptado por nadie. Esa vida no es para él.
Craig no estaba de acuerdo en sus apreciaciones y se vio en la obligación de corregirla.
—Tal vez no me menosprecia a mí, pero lo está haciendo con el muchacho —terció—. Lo está subestimando. A pesar de su apariencia, es rápido y capaz. Muestra inteligencia, destreza y gratitud. Además, no cuenta con ningún referente y aun así diferencia entre lo que está bien y lo que no. Ahora hágase esta pregunta: ¿prefiere que siga vagando por este país sin que nadie le dé una oportunidad o por el contrario, sería mejor que encontrara estabilidad y solidez en el ejército?
—Yo puedo ofrecerle un futuro mejor sin que tenga que correr riesgos.
Craig no pudo evitar sonar escéptico.
—¿Lo sabe con seguridad? Está hablando con el corazón y no con la cabeza. Usted misma ha reconocido que no sabe qué encontrará en Albany. ¿Qué ocurrirá si no es como usted espera? No puede marcharse a Chicago con él, por lo que no le quedará más remedio que dejarlo solo en unas tierras que le son desconocidas.
Emma lo miró fijamente durante unos segundos. En realidad, no había pensado en ello y, aunque debía hacer un esfuerzo por imaginar a Moth moviéndose por las calles de la ciudad, tampoco era tan descabellado.
—¿Por qué no puede venir a Chicago?
—¿Qué ocurrirá cuando se case? Ningún hombre en su sano juicio aceptaría un muchacho de origen chino sentado en su mesa o tomando el té con sus amistades. Como mucho lo tendría trabajando en las cocinas, por lo que creo más honorable una vida de soldado.
Ella palideció.
—¿Ni siquiera usted?
No imaginaba que Craig fuera de esos que se mostraban altivos con los necesitados, porque hasta el momento parecía todo lo contrario.
—Ya se lo dije, no soy de los que se casan. No obstante, yo me refería a los caballeros de ciudad a los que está acostumbrada.
Emma suspiró. Si él estuviera al corriente de su situación financiera no diría aquello. En Chicago, nadie que gozara de buena posición social iba a pedirle nunca la mano. Y no es que ella quisiera. Por el momento, un matrimonio lleno de silencios en donde ella solo debía interpretar el papel de buena esposa se le antojaba aburrido.
—No sabemos a ciencia cierta lo que encontraré en Albany, por lo que solo nos queda especular. Y me siento ridícula con ello. Estaremos de acuerdo en que es imposible ponernos de acuerdo; cada uno tenemos una preferencia respecto a Moth. Así que hagamos un pacto: enséñele a disparar si quiere, pero no llene su cabeza de absurdas ideas sobre proezas.
—¿A cambio usted…? —inquirió él.
—Tampoco haré planes. ¿Trato hecho?
Emma le tendió la mano para sellar el pacto. Era así como lo hacían los hombres, con un apretón. Pero Craig no la tomó de inmediato. Antes dejó vagar su mirada por sus delineados rasgos femeninos, como sus suaves curvas, la sedosa piel que se asomaba bajo el cuello de la camisa e incluso su boca.
Ella, por su parte, sobrevivió al minucioso examen con bastante entereza, dadas las circunstancias. Porque sentía que de un momento a otro iba a fundirse y que solo quedarían de ella las botas y el sombrero.
La necesidad de aquel hombre era intensa, convulsa e innegable. Necesitaba que sonriera para ella, que le hablara con dulzura o incluso que la protegiera. Pero no se conformaba con eso; pedía más. Como por ejemplo, que aquella fuerza invisible que la empujaba hacia él o que los anhelos que poblaban su corazón no fueran un manto de indiferencia y que la llama de la pasión se prendiera con la intensidad que alumbraba una antorcha en la oscuridad.
¿No era eso con lo que soñaban todas las mujeres? Un amor correspondido, valiente y honesto que perdurara para siempre. Pero resultaban unas plegarias estériles, puesto que nadie parecía escuchar.
Emma alzó los ojos y, con los párpados entreabiertos, lo miró con incertidumbre. No temía que él pudiera tomarse ciertas libertades, sino que no lo hiciera en absoluto.
Tras el escrutinio, que apenas duró unos segundos, Craig tomó su mano y en vez de estrechársela, como era su intención, se la llevó a los labios de forma suave.
—Está bien —aceptó.
Su voz sonó demasiado ronca. Su estómago se había contraído y notaba el aire retenido en el esternón.
«Ahora es cuando la sueltas y ella regresa al campamento», se dijo para sí mismo, convenciéndose de que era una sabia decisión. No había ocurrido nada que después pudiera lamentar, aunque como Emma no se marchara pronto iba a poner a prueba su control. Pero antes necesitaba un momento de pura magia que le permitiera absorber su esencia y retenerla para siempre.
«Señor, concédemelo». Iba a contar hasta cinco y después la soltaría.
En cualquier situación de lucidez podría considerar aquel pensamiento una auténtica y colosal majadería, mas el celebro de Craig parecía haber estado asándose demasiado tiempo al sol.
«Uno, dos…».
Iba contando lo más despacio que podía, resistiéndose a abandonar el placentero acercamiento. Al llegar al número tres, su fuerza mental se vino abajo. Y la culpa fue de Emma. Porque ella levantó las pestañas de una forma que le pareció seductora, asintió casi imperceptiblemente y dejó escapar un suave jadeo.
¿Quién podía resistirse a ello? Ciertamente, él no.
Con sus manos ásperas de soldado Craig le pasó un dedo sobre los labios y se los acarició, dejando un espacio suficiente entre los cuerpos para que ella pudiera retirarse cuando lo estimara oportuno.
Toda cautela fue en vano. Emma entreabrió la boca, dejando ver sus bien formados dientes y entonces tuvo el atrevimiento de capturar su dedo con los labios y besárselo. Como respuesta, Craig enloqueció. Dejó atrás cualquier atisbo de culpa, se inclinó sobre ella y la besó. Primero fue con cierta rudeza, ansioso como estaba por saborearla, aunque pronto comprendió que ella debería disfrutar tanto como él, por lo que trató de apaciguar su entusiasmo.
Mientras mordisqueaba con suavidad sus labios, jugaba con su lengua y la dejaba sin aliento, ella tiraba con suavidad de su cuello para unirse más a Craig.
Emma notó cómo la acomodaba en su regazo y profundizaba el beso. El roce de los cuerpos la hacía estremecer y cerró los ojos, extasiada. Estaba sofocada, sus mejillas ardían y sentía su alrededor dando vueltas de un modo aturdidor, pero emocionante también. Eran sensaciones que no había experimentado antes y eso reforzaba el concepto que tenía de Craig: para ella se trataba de un hombre especial que se había cruzado en su camino para proporcionarle felicidad. Justo como estaba haciendo en aquellos momentos.
Cuando él comenzó a acariciarla por encima de la camisa, centrándose en sus pechos y a luchar torpemente con los botones, Emma debió darle un alto. Por muy emocionante que resultara estar entre sus brazos y percibir su deseo, debía recordarse que ella era toda una señorita. Tomarse ciertas licencias antes del matrimonio no era correcto. Eso era lo que la conciencia le aconsejaba. Sin embargo, hizo oídos sordos. Le permitió abrir la prenda masculina que había comprado para ella y vislumbrar el corsé, con sus senos agitándose a causa de la sofocada respiración.
En aquel instante, Craig abandonó su boca y fijó sus ojos en sus hombros prácticamente desnudos, puesto que los finos tirantes de la camisola apenas cubrían una pulgada de piel; en la comisura superior del corsé, que comenzaba a revelar el tesoro que permanecía oculto y en el hermoso cuello que pedía a gritos ser besado.
Se escuchó un largo suspiro por su parte. Emma, en contraposición, contuvo el aliento. Con la finalización del beso había notado un vacío en su interior, una sensación que la dejó huérfana.
—¿Craig? —murmuró vacilante. Él tenía todos los músculos del cuerpo contraídos, la boca cerrada y la miraba con una expresión difícil de descifrar.
Tardó un poco en contestar, pero antes sacudió la cabeza.
—¿Va a decirme que me aparte?
Craig debía a comenzar a pensar en lo que era correcto. Dejarla ir, sin lugar a dudas, lo era. No obstante, sus sienes palpitaban con ferocidad, al igual que su corazón, que estaba resultando ser un traidor.
—No, yo…
—Hágalo —le ordenó, buscando su boca, pero sin llegar a capturarla—. De otro modo voy a ir de cabeza al infierno.
¿Cómo?, se preguntó ella con los ojos brillantes. Su voluntad era tan débil como la de él.
—Nadie nos condenará por intercambiar unos cuantos… —su voz se apagó mientras trataba de buscar la palabra adecuada— besos.
—¡Y un cuerno que no! —replicó Craig por encima de sus labios—. No hay nada de inocente en desear tumbarla sobre la hierba para mostrarle lo que ocurre entre un hombre y una mujer —dijo con crudeza, antes de volver a besarla brevemente pero con pasión—. ¡Jesús! —exclamó después, reprochándose sus actos—. Compréndalo, no podemos seguir haciendo esto.
Emma vaciló.
—¿Por qué?
En realidad sabía lo que Craig pretendía decir. Su conciencia estaba en el mismo bando, solo que le costaba aceptarlo.
Craig inspiró y exhaló el aire con un ritmo pausado. Llevaba días tratando de convencerse sobre la inconveniencia de acercarse demasiado a Emma y de las consecuencias que podrían acarrearle si no lo hacía. En cambio, no podía dejar de resistirse a su cándida mirada ni a su seductor parpadeo.
«El duro soldado ha sucumbido prácticamente sin ofrecer resistencia», le dijo una voz interior.
—Ir demasiado lejos nos arrastraría a un camino ineludible —declaró con suavidad. Lastimarla era lo último que deseaba, aunque mucho se temía que lo haría al ofrecerle aquella explicación. Por lo menos en cuanto al comportamiento mostrado—. Es una mujer preciosa —comenzó diciendo. Emma se sonrojó—. Es natural que un hombre comience a sentir los efectos que le produce su cercanía. Al parecer, no soy tan distinto de los demás como creía. A pesar de ello, me gustaría seguir creyendo que mi ética está por encima de todo. Nunca me he aprovechado de mujeres inocentes o vulnerables y no voy a comenzar a hacerlo ahora.
—¿Es así como lo siente? —Craig asintió—. Pues está equivocado. Usted me ve como la dama de ciudad que necesita ser rescatada constantemente, pero no soy tan tonta como para ignorar lo que es el deseo y la pasión. Tal vez no los haya experimentado con anterioridad, pero se olvida de una cosa: yo he participado gustosamente.
Escuchar aquella afirmación tuvo una consecuencia poderosa. Notó una sacudida por todo el cuerpo y fue necesario carraspear para aliviar la presión que notaba en la garganta.
—Emma, si dejamos de pensar con claridad será demasiado tarde y solo habrá una solución posible.
De repente, ella irguió la espalda y lo miró con recelo.
—¿Se refiere al matrimonio?
—Sí, precisamente me refiero a eso —contestó con desgana.
—¿Tan malo le parecería?
Craig se sumió en un largo silencio. Él no era para nada un romántico. Nunca había tenido tiempo ni motivo para serlo, puesto que ninguna mujer había inflamado sus sentidos de un modo que le hiciera perder el juicio o le había inspirado de tal modo que fuera capaz de cometer un sinfín de heroicidades.
«Entonces conociste a Emma».
A diferencia de otros soldados, jamás recibió cartas con letra fina y cuidada, repletas de palabras rimbombantes, que hablaban de sueños o promesas y que llenaran sus noches enteras. Tampoco tenía un mechón de sedoso cabello atado en una cinta para recordarle que había un futuro mejor lejos de los fantasmas que le acosaban en forma de sangre y muerte. Y ni siquiera poseía un medallón, un regalo, para sostener en los momentos más tormentosos. Al contrario. Con los años se había esmerado en que nadie esperara noticias sobre él, sobre su regreso o se preocupara por las heridas recibidas en combate; ni siquiera su hermano. Su ocupación en el ejército le ponía frente a la inconsistencia de la propia existencia, pero su corazón siempre permanecía a salvo.
Era más fácil así, se decía a menudo. Su vida era peligrosa y prefería que nadie llorara al exhalar su último aliento.
Había asistido a demasiados entierros.
Tal vez poseía una visión demasiado cínica para un hombre como él, un soldado íntegro al servicio de la justicia, que además había crecido en el seno de una familia amorosa. Pero si bien Craig no tenía el corazón de piedra, puesto que había estrechado lazos familiares y de amistad, nunca se permitió echar raíces. El único amor y lealtad que sentía era por su país.
—Emma, lo siento —dijo al fin—. Lo nuestro no puede ir más allá de una relación platónica; de amistad, si lo prefiere.
Ella frunció los labios. Estaba pensando que no había nada de casto en lo que acababan de compartir.
—Porque si diera rienda suelta a sus deseos se vería obligado a comportarse conmigo de un modo honorable, que sería pedirme matrimonio. No porque yo le disguste, sino porque prefiere el ejército —resumió ella con amargura—. ¿Es eso?
Craig estudió detenidamente su rostro. Le dolía decepcionarla.
—Se merece a alguien mejor.
—¡Oh, Dios! —exclamó con vehemencia, molesta consigo misma por hacerse ilusiones y con Craig por hacerlas trizas—. No sea condescendiente. —Se levantó de un salto y comenzó a andar en círculos—. Le gusta su vida como es, siempre expuesto al peligro. Una mujer solo complicaría las cosas. No finja que se preocupa por mí.
Craig también se puso de pie y fue tras ella. La tomó de la cintura con una mano y con la que le quedaba libre alzó su mentón, obligándola a mirarlo.
—No se atreva a poner palabras en mi boca. Por supuesto que me preocupo por usted. Lo he hecho desde el principio. ¿Acaso cree que este viaje entraba en mis planes? A estas alturas debería estar en San José abrazando a mi hermano y a la espera del mensaje que me permita volver a reincorporarme al ejército. Por el contrario, estoy haciendo un sacrificio porque me prometí a mí mismo que la dejaría sana y salva en Albany.
—Después de eso cada uno estará por su cuenta. —Solo de pensarlo, a Emma le entraban ganas de llorar.
¿Por qué se había encariñado de un hombre que estaba casado con el ejército y deseaba seguir estándolo hasta la muerte?
—Nunca he pretendido ser más que un soldado. No me pida otra cosa, por favor.
—Está bien —aceptó Emma, guardándose la tristeza. A pesar de su estallido, él tenía razón. Craig nunca había ocultado sus intenciones y ella era la tonta dispuesta a creerse sus propias fantasías. Por lo que a sí misma respectaba, aquello era un punto de inflexión que le mostraba el camino que debía seguir en adelante. Lo único importante era llegar a Albany, vender la granja y regresar a su vida de Chicago. Tal vez tomar medidas o coser volantes no era tan emocionante como enfrentarse a ruines villanos. Fuera como fuese, eso mismo era lo que le deparaba el futuro.
Trató de sonreír para mostrar así que no era tan vulnerable como en verdad se sentía. Solo consiguió esbozar una mueca torcida.
—Ya que nos encontramos cerca de Jacksonville y mañana irá a por provisiones —continuó la joven—, he pensado que me gustaría ir al pueblo con usted. —Emma había pensado en ello tan pronto acamparon, cuando Craig les explicó sus planes. Simplemente no había tenido la oportunidad de comentárselo antes—. Desearía poder enviar un telegrama a Martha. Le aseguro que a esas alturas estará aterrada y supondrá que tal vez esté muerta. Una carta tardaría demasiado en llegar.
Por supuesto, no pudo negarse. Estaba demasiado extenuado como para hacerlo. Había hecho un esfuerzo gigantesco en contener sus deseos y en aquel instante notaba una flojera en todas las partes de su cuerpo.
Se pasó una mano por el rostro en un claro signo de cansancio.
—Podemos dejar a Moth a cargo del campamento —aceptó—. Estaremos fuera no más de dos horas.
Con todo dicho entre ellos, Emma se soltó y se alejó del río. Craig se dio la vuelta para contemplarla mientras desaparecía tras los árboles. Después, despacio, comenzó a recoger todos los utensilios usados para su aseo personal sin llegar a sacársela de la cabeza.
A pesar de seguir creyendo que era mejor mantenerse alejado de ella y tratar de evitar la tentación, habían recorrido casi la mitad del trayecto que faltaba hasta Albany, por lo que los próximos días iban a convertirse todavía más en una dura prueba. Nada le aseguraba, ni siquiera la amenaza de un matrimonio no deseado, que algo como lo ocurrido no volviera a repetirse.
Estaría bien un poco de diversión que lo distrajera de los funestos pensamientos que rondaban en su cabeza. Unas manos suaves que supieran cómo complacerle, que le evitaran echar cábalas sobre su futuro en el ejército y que aplacaran lo que sentía por Emma. Después de tantas semanas de incerteza y sin saber si volvería a ejercer como capitán de la 9ª de Caballería, yacer con una mujer que le procurara placer y olvidarse de todo durante unas horas parecía una solución temporal pero satisfactoria. Dicho con crudeza, lo que necesitaba era tumbar de espaldas a cualquier hembra disponible en Jacksonville y satisfacer sus necesidades más básicas. Sin embargo, pagar unas monedas a una desconocida para que fingiera desearlo no resultaba para nada estimulante. Craig era demasiado escrupuloso como para plantearse esa opción de verdad. Y su moral demasiado recta.
Suspiró. Oscuros nubarrones de cernían sobre él y tal vez fuera incapaz de sortear la tormenta.