Capítulo 4

Monasterio de las Excubias (Constantinopla), año 1070

 

Aquella noche, Jacobus de Ferrier, el médico personal del Barón Jocelyn de Châteauneuf, se había quedado a solas ante el arca de ciprés que contenía las ansiadas reliquias de San Antón.

Por fin, Diógenes Romano, el emperador de Bizancio, había accedido a entregarles los huesos del santo eremita. Pero la empresa no había sido fácil. Los caballeros franceses habían tenido que ganarse la confianza del emperador en un sinfín de cruentas batallas contra los musulmanes, que por aquél entonces comenzaban a presionar la frontera oriental.

Al alba emprenderían el camino de regreso a Francia. Todo estaba listo. Jacobus de Ferrier ansiaba volver a su país, a su querida Vienne. Ya nada lo retenía en aquella tierra polvorienta. Se encontraba fatigado de tanto viaje y de guarir las heridas de los caballeros. Gracias a Dios, no habían tenido ninguna baja, pero las contusiones, los cortes y las fracturas habían sido frecuentes.

Hacía más de un año que habían llegado a Constantinopla, siguiendo el rastro del más santo de los ermitaños del desierto. Su fama se había extendido por toda la Cristiandad desde que San Anastasio contara al mundo sus enseñanzas. Su influencia había sido tan grande que, tras su muerte, el 22 tubah del año del Señor de 356, miles de piadosos seguidores se habían recluido en los lugares más recónditos del desierto egipcio siguiendo sus pasos.

Pero todo aquello no había sido lo que les había traído hasta allí. Si Jacobus de Ferrier había acompañado a su señor y a aquel grupo de caballeros del Delfinado a esas lejanas tierras, había sido por el pequeño Antonius, el hijo del Barón, el heredero del Señorío de Châteauneuf d’Albenc y de la Motte de Saint Didier. El Barón, ferviente devoto de San Antón, le había bautizado con el nombre de Antonius en honor al santo eremita.

Antonius era un niño alegre y despierto. Su padre le había educado bien. Su destino era ser el señor de la baronía y desde muy pequeño había sido plenamente consciente de ello. Por ello, a la temprana edad de 3 años, el Barón le había regalado la «Vida de San Atanasio», libro que habría de acompañarle el resto de su vida.

Sus grandes ojos parecían no pestañear cuando su padre le leía las aventuras de aquel monje que se llamaba como él. Así, cada noche viajaba a tierras egipcias de la mano de San Antón. Con él había comenzado a vivir su vida ascética al sur de la lejana Memphis, siendo tentado en las escabrosas montañas libias. Con él había permanecido oculto durante veinte años en el desierto. Y con él había tomado el camino del Mar Rojo para establecerse y acoger a la multitud de seguidores que poblaban las crecientes celdas del desierto.

Por eso, cuando una mañana de invierno el pequeño Antonius le había contado a su padre entre sollozos que «parecía que todo el aire estaba lleno de animales de extraña figura y bestias feroces que iban a despedazarme», el Barón tuvo por primera vez la certeza de que el espíritu de San Antón residía en el alma de su hijo.

Así, cuando ese mismo invierno, la luz del pequeño Antonius se fue extinguiendo y sus pequeñas manos y pies comenzaron a secarse y a ennegrecerse, el Barón no tuvo duda de que lo que estaba consumiendo a su hijo era el «mal des ardents», el fuego de San Antón.

Jacobus de Ferrier no sabía qué hacer. Lo había probado todo, ungüentos, sangrías, pero el mal no remitía. Sabía que al final, si quería salvar la vida del pequeño, no tendría más remedio que recurrir a la amputación de los miembros afectados. Así se lo había hecho saber al Barón, quien desesperado buscó consuelo y ayuda en quien más había confiado durante toda su vida: San Antón.

Esa misma noche, Jocelyn de Châteauneuf tuvo un sueño en el que San Antón le revelaba que su hijo se curaría si prometía viajar a Oriente y buscar sus huesos. Con estos habría de hacerse un vino «milagroso» con el que curaría para siempre esa extraña enfermedad que estaba asolando toda la Cristiandad.

A los pocos días de esa visión, y ante el asombro y la alegría de todos, el pequeño Antonius había recuperado la salud totalmente. Ni rastro de los miembros secos y ennegrecidos. Aquello había sido un milagro.

 

En aquella tosca arca de ciprés, estaban los restos de San Antón. Según les había relatado el emperador, hacía casi 440 años que los santos huesos habían llegado al monasterio procedentes de Alejandría, y ya no se habían movido de allí.

Jacobus de Ferrier se acercó lentamente al arca y pasó su mano sobre la madera labrada. Allí estaban los huesos que habían de librarlos de aquel terrible mal que secaba y ennegrecía manos y pies hasta llegar a desprenderse del cuerpo sin pérdida alguna de sangre. Los huesos que habían curado al pequeño Antonius. Por él habían llegado hasta allí. Y por él, aquella misma mañana pensaban emprender el camino de regreso a Vienne.

Ahora estaban solos en el interior de aquella cripta. Jacobus de Ferrier y San Antón, frente a frente. Y el médico sucumbió a la tentación, como no había hecho el Santo eremita en el desierto 700 años atrás. Sin duda, él era mucho más débil de espíritu, y empujando con todas sus fuerzas, desplazó ligeramente la pesada tapa de ciprés del arca.

Oscuridad.

Con las manos temblorosas, el médico introdujo en ella una pequeña lámpara de acetite….y allí estaba.

Unos huesos, sorprendentemente bien conservados, se amontonaban sin orden alguno sobre una raída tela de terciopelo rojo. En un rincón del arca, Jacobus de Ferrier creyó ver el cráneo del ermitaño. ¡San Antón! Y justo a su lado, un extraño objeto que en un primer momento no logró identificar.

¿Qué era aquello?

El médico acercó más la luz al objeto, y allí, ante sus atónitos ojos, percibió el brillo de lo que parecía ser una polvorienta caja de metal.