Capítulo 18
Jean Lecleb había tomado el desvío hacia Rennes-le-Château a primera hora de la mañana. A pesar de haberse pasado toda la noche al volante, no tenía sueño. Se había ido sobreestimulando a base de cafés bien cargados durante todo el trayecto y sus pupilas estaban dilatadas al máximo.
Pero antes de llegar a su destino, tomó la ruta a mano izquierda que conducía a Lavaldieu y Soubirous. Su corazón había comenzado a acelerarse, aunque no sabía muy bien si se trataba de una señal o de un exceso de cafeína. No le importó. Tras seguir unos minutos por aquel camino y pasados un par de cruces en los que eligió la carreta de la derecha, decidió dejar su Citroën C4 rojo a la sombra de unos árboles y continuar a pie.
Pese a los años transcurridos, Lecleb recordaba perfectamente el camino. Su abuelo André le había llevado por allí una de aquellas calurosas tardes de agosto, cuando solía acompañarle en sus expediciones de verano por la zona.
«Vamos, Jeannot, ahora nos toca caminar un poco. Ya verás como la excursión vale la pena», las palabras de pépé resonaban de nuevo en su cabeza con una claridad sorprendente.
Continuó ascendiendo por un estrecho camino hasta que llegó a un nuevo cruce. Le costaba respirar. Se detuvo unos segundos para tomar aire y continuó por un sendero que descendía ligeramente. El suelo estaba embarrado. De pronto se encontró con dos alambres que le cortaron el paso. Lecleb escozó una sonrisa.
«Ten cuidado con esa valla, Jeannot», le había advertido inútilmente pépé, «Suelen estar electrificadas para que el ganado no se escape».
Pero el pequeño Lecleb ya había agarrado uno de los alambres con la mano, y la sacudida lo dejó sentado en el suelo llorando de dolor.
Esta vez Lecleb tomó un palo, aplastó los alambres contra el suelo, y pasó por encima de una zancada. Pépé habría estado orgulloso de él.
Al final del estrecho sendero se topó con una pequeña gruta de boca triangular.
«Esta no es la cueva que buscamos. Sigamos por aquí, por estas escaleras talladas en la roca. Es un poco más arriba».
Lecleb siguió el consejo de su abuelo y ascendió por aquellos escalones de piedra.
«Aquí la tienes, Jeannot, la Grotte du Fournet», le había dicho pépé exultante.
Por fin había llegado. Allí estaba. Con su majestuosa entrada semicircular, como si de la puerta de una iglesia románica se tratase. El tiempo no había pasado para ella. Sin embargo, ahora se la conocía con otro nombre: La Grotte de la Madeleine.
—Pero, pépé, ¿qué es lo que hemos venido a buscar aquí?
Aquel lugar le traía muchos recuerdos. Allí fue donde pépé le contó por fin, qué es lo que había estado buscando todos esos años.
—Mira, Jeannot, ¿qué ves desde aquí? — Se habían colocado los dos en el interior de la gruta y contemplaban el paisaje que se dibujaba ante sus ojos.
—Veo una colina, y un pueblecito en la cima.
—Es Rennes-le-Château — la voz de pépé se había quebrado — pero, fíjate qué tenemos justo delante. Es la Tour Magdala.
—¿La Tour Magdala? — Lecleb no sabía de qué le estaba hablando su abuelo. Por aquel entonces aún no había oído hablar de Rennes-le-Château ni de Bérenger Saunière, y pépé era plenamente consciente de ello.
—No te preocupes, Jeannot, más tarde subiremos a la colina y lo comprenderás todo — Entonces pépé le contó la fabulosa historia de l’abbé Saunière y de su increíble hallazgo, y el pequeño Lecleb quedó atrapado para siempre.
—Estoy convencido de que l’abbé Saunière conocía este lugar — le había dicho pépé con cierta excitación — Verás, en el nuevo altar que colocó l’abbé en su iglesia existía un altorrelieve que mostraba a una María Magdalena llorosa y de rodillas en el interior de una gruta rocosa muy parecida a esta. Junto a ella, una cruz formada por dos ramas, una muerta y la otra viva, un libro abierto y una calavera. La Magdalena vestía un manto de color oro, y los dedos de sus manos se entrelazaban de una forma un tanto curiosa. Pero lo más sorprendente era que, a sus espaldas, en el exterior de la gruta, se intuía la silueta de una especie de construcción recortada contra el cielo, que muy bien podría tratarse de lo que ahora mismo tienes ante tus ojos, Jeannot. Luego, cuando entremos en la iglesia, te lo mostraré y podrás juzgar tú mismo.
Cuando, más tarde, Lecleb vio el altorrelieve del altar en Rennes-le-Château, no tuvo ninguna duda. La Magdalena estaba en la Grotte du Fournet.
Mientras contemplaba de nuevo la silueta de la Tour Magdala desde la entrada de la gruta, Lecleb escuchó un ruido que provenía del interior. Era un murmullo extraño y lejano que reverberaba por las paredes de la cueva. Allí dentro había alguien.
Sin pensárselo dos veces, Lecleb se tumbó en el suelo y comenzó a reptar hacia el interior de una profunda grieta que se abría a su izquierda. El sonido provenía de allí.
Con la aplicación de linterna de su Smartphone, Lecleb fue avanzando lentamente por un estrecho pasillo, arrastrando brazos y piernas. De pronto, se iluminaron unos extraños objetos justo delante de él. Era una pequeña estatuilla de terracota de María Magdalena, rodeada de tres velas a medio consumir y un diminuto cuenco de barro en donde aún humeaba un hilo de incienso.
—¿Hay alguien ahí? — gritó, y sus palabras regresaron a sus oídos rebotando por las paredes de la gruta.
El murmullo se apagó, al igual que su Smartphone, quedando en la oscuridad más absoluta. Un sudor frío recorrió la frente de Lecleb. Se había quedado sin batería.
Al final de aquel túnel percibió un tenue destello que le animó a continuar. Le costaba respirar y su pulso se iba acelerando cada vez más.
Cuando por fin llegó a una cámara más amplia, vio la luz parpadeante de un candil que proyectaba un vaivén de sombras en la pared rocosa.
—Yo a ti te conozco — dijo una voz ronca desde un rincón de la estancia. Un rostro macilento surgió de la oscuridad, como procedente del mismísimo infierno — Eres Jeannot, el nieto de André. ¿Sabes que yo conocía a tu abuelo?
Su cabello, largo y grasiento, le cubría parcialmente unas facciones que, con una nariz aguileña y unos ojos excesivamente saltones, le conferían un inquietante aspecto de rapaz.
—Ven, siéntate aquí a mi lado — dijo alargando hacia él una de sus manos, negra como el tizón.
Lecleb se acercó gateando sin decir ni una palabra. De pronto, al ver sus pies desnudos, lo reconoció. A menudo lo había visto deambular por las calles de Rennes-les-Bains en compañía de aquellos a los que llamaban «los descalzos», una comunidad pseudo hippy que había encontrado en la zona el lugar idóneo para llevar a cabo su modo de vida alternativo y al margen del sistema.
—¿De qué conocía usted a pépé? — preguntó Lecleb al fin, y su voz le sonó tan extraña que apenas la reconoció.
—¡El pequeño Jeannot! Tu abuelo me había hablado mucho de ti.
«Mañana no podrás venir conmigo, Jeannot», le había dicho pépé una noche mientras cenaban. «Es demasiado peligroso».
Al día siguiente, al alba, un ruido en el piso de abajo, había despertado al pequeño Lecleb. Al mirar por la ventana vio a su abuelo como cargaba todo su equipo en un viejo jeep. El conductor llevaba un gorro de lana rojo, y una enorme pipa colgaba de su boca. Antes de subir al jeep, pépé había levantado la mirada hacia la ventana y le había lanzado una de aquellas sonrisas que tanto le reconfortaban. Lecleb jamás había podido borrar aquella imagen de su mente. Esa fue la última vez que vio a pépé.
—Ya sabes que tu abuelo estaba obsesionado en encontrar a la Magdalena por estas tierras — el «hombre rapaz» lanzó un fuerte suspiro que resonó por toda la cámara — Durante años recorrió todas y cada una de las cuevas de la región buscando alguna pista que le llevara a los restos de la Santa.
»Tú le acompañaste en alguna de esas excursiones, ¿verdad? Sé que incluso estuvisteis aquí mismo en cierta ocasión. Pero, desgraciadamente, André murió sin ver cumplido su sueño.
»Aunque estaba convencido de que los huesos de la Magdalena reposaban en alguna de las grutas de la región, jamás los halló. Tu abuelo no creía en la autenticidad de las reliquias de Saint Maximin, y menos aún en las de Vézelay. Para él, eran simplemente falsas reliquias.
»Pero te diré una cosa, Jeannot. Yo sí que sé dónde se encuentra la Magdalena.
El cuerpo sin vida de André Lecleb había sido encontrado por unos excursionistas aquella misma tarde en el interior de la llamada Gruta de los Esqueletos, en Bézu, envuelto en un charco de sangre, y con el cráneo fracturado por varios puntos. La policía forense había descartado una caída accidental, ya que las múltiples heridas ponían de manifiesto que había habido ensañamiento. Desde el primer momento se sospechó de su compañero de expedición, un extraño personaje que llevaba un llamativo gorro rojo y una enorme pipa, y que había sido visto con él aquella mañana en Saint-Just-et-le-Bézu. Nunca se encontró a nadie con aquella descripción.
—¿Ha encontrado usted los restos de la Magdalena? — le preguntó Lecleb sin dar demasiado crédito a lo que acababa de oír.
—No, todavía no, pero sé dónde están — los ojos saltones del «hombre rapaz» parecían salirse de sus órbitas — Intenté decírselo a tu abuelo, pero no me hizo ningún caso. Aquel día se empeñó en ir a Bézu y entrar en la Gruta de los Esqueletos. Aquel no era el lugar, pero ya sabes lo tozudo que se ponía a veces. No, allí no había nada. Se lo dije, y me ignoró. Tu abuelo era un auténtico cretino. Pero ya no importa. Jamás salió de esa gruta. Los huesos de la Magdalena ahora me pertenecen a mí.
El «hombre rapaz» tomó entre sus negruzcas manos una enorme pipa y se la colgó de los labios. Lecleb palideció. No podía ser. Era él. El asesino de pépé.
Un impulso irrefrenable se apoderó de Lecleb. Sus ojos se inyectaron en sangre y no pudo controlar su ira. De un brinco se abalanzó sobre él y le agarró la garganta con ambas manos. Apretó con todas sus fuerzas. Sorprendentemente, el «hombre rapaz» no ofreció resistencia alguna. Se fue apagando entre sus manos como una de aquellas mugrientas velas, hasta que se desplomó en el suelo como un fardo viejo y maloliente.
Lecleb respiró hondo y los latidos de su corazón resonaron por toda la cueva. La luz del candil parpadeó, proyectando un inquietante baile de sombras sobre las paredes rocosas. Lecleb se frotó los ojos. Le escocían.
De pronto, notó una leve corriente de aire en su nuca. Tenía que salir de allí. Se estaba ahogando. Se inclinó para coger el candil y de repente se dio cuenta de que se encontraba solo en la estancia. No había ni rastro del cuerpo de aquel desgraciado. Miró con ansiedad a un lado y a otro, pero allí no había nadie más. Le temblaban las piernas.
Lecleb se arrastró gateando por el estrecho conducto, tomando cada bocanada de aire como si fuera la última. Un punto de luz al final del túnel le indicaba que pronto saldría al exterior. Con una de sus rodillas destrozó la pequeña estatuilla de la Magdalena, y con su brazo dejó el cuenco de barro hecho añicos. El olor a incienso se le hacía insoportable.
Por fin, aturdido y con el rostro desencajado, Lecleb salió de la gruta. Ante él, la Tour Magdala parecía mucho más cercana y resplandeciente.