Capítulo 24

Aquella era la segunda vez que el destino le brindaba una nueva oportunidad. Jean Lecleb había vuelto a salir ileso de aquella misma curva en la que sus padres habían perdido la vida y él había ganado a la muerte.

Mientras salía por la ventanilla sin apenas un rasguño, Lecleb se vio a sí mismo con cuatro años subiendo por el terraplén, agarrándose a las ramas con sus tiernas manos. En esta ocasión no hizo lo mismo, sino que optó por seguir caminando por la ribera del rio hasta enlazar con el Sals. Pasó bajo el puente de piedra y continuó en dirección a Rennes-les-Bains.

«La búsqueda de la tumba de la Magdalena no es arqueología», le había dicho el Príncipe Andreas en cierta ocasión, «Ni tan siquiera es tarea de los cazadores de reliquias. Somos caballeros del Grial en una misión sagrada, y usted, Jean, es nuestro Perceval».

Todos tenemos oportunidades únicas que no aprovechamos, pruebas en las que fallamos, y tenemos que esperar durante muchos años, tal vez durante muchas vidas, hasta que la misma oportunidad se nos vuelve a presentar. Perceval, después de muchas pruebas y padecimientos, tal vez después de muchas vidas, finalmente tuvo otra oportunidad. Pasó la prueba y se convirtió en el Rey del Grial. Ahora Lecleb se sentía más Perceval que nunca.

Sin darse apenas cuenta, aquel sendero le había llevado de nuevo a la carretera. Desde allí tomó un estrecho camino de tierra que ascendía por la ladera de la montaña. La subida era pronunciada y a medida que avanzaba, le costaba más respirar. Aquella senda se adentraba cada vez más en el espeso bosque, en donde musgo y helechos parecían custodiar la forma caprichosa de las rocas. Un mullido tapiz de hojas secas cubría el suelo, crujiendo a cada uno de sus pasos.

Tras unos minutos de intensa ascensión, y al tomar un último requiebro del camino, el pulso de Lecleb se aceleró. Por fin, había llegado.

La fuerza de aquel lugar cortaba la respiración. Sin duda, se trataba de un enclave sagrado, un santuario de ancestrales cultos paganos en donde se concentraban todo tipo de fuerzas. Los antiguos Galos lo habían llamado el Círculo, el centro del cromleck imaginario de Henri Boudet.

Lecleb se acercó a un casi invisible hilo de agua rojiza que brotaba de una roca y que se precipitaba en silencio sobre una piedra en forma de anillo. La «Fuente del Círculo». Sumergió sus manos en ella y se mojó la frente.

De repente, su Smartphone vibró en su bolsillo. Era el Príncipe Andreas. Lecleb no quería hablar con él. No le necesitaba. Ya estaba harto de Les Fills de Mérovée. Al diablo con ellos. Encontraría la tumba de la Magdalena él solo, como siempre debía de haber sido. Él trabajaba solo. No podía ser de otra manera. Odiaba a todo el mundo.

Tras destrozar su Smartphone contra una roca, Lecleb se sintió aliviado.

—Me ha decepcionado usted, Monsieur Lecleb — le sorprendió una voz profunda cuyo tono le resultó de lo más familiar.

Sentado en gran roca granítica en forma de trono de piedra esculpido se encontraba Su Alteza Real el Príncipe Andreas Haugen. Lecleb se quedó inmóvil, sin saber cómo reaccionar. Un escalofrío recorrió toda su espalda.

—Ha fracasado usted en su misión — continuó el Príncipe con vehemencia — y ahora debe asumir las consecuencias.

—Déjeme en paz — soltó al fin Lecleb con acritud. Apretaba tanto los dientes que le dolía la mandíbula.

—Vamos, Monsieur Lecleb, relájese un poco. Seguimos sin saber dónde se halla la tumba de la Magdalena y eso, como comprenderá, no me complace en absoluto.

—Es usted un iluso mi querido Príncipe — bufó Lecleb soltando una carcajada que le relajó todos los músculos de la cara — ¿Cree usted que si yo supiera dónde se encuentra la tumba se lo diría? Además, ¿cómo sabe usted que esa valiosa información no se halla ya en mi poder?

Lecleb se acercó lentamente al sillón de piedra. Desde tiempos ancestrales, la magia del lugar lo había convertido en un inmejorable punto de reunión, en donde hechiceros y druidas celebraban todo tipo de ritos y ceremonias. El «Sillón del Diablo».

Por un momento, Lecleb vio la imagen de aquel diablo oculto en el mapa de Boudet, no lejos de allí, y su rostro se confundió con el del Príncipe Andreas. Desde el día en que Dios había prohibido al Hombre el acceso al Conocimiento por temor a que éste le arrebatara su poder y control sobre el mismo, la figura del Diablo se había convertido en el único mediador capaz de abrir los ojos a la Humanidad. Desde ese día, el Diablo le había ofrecido esa posibilidad, y aunque por ello Dios le había expulsado del Paraíso, por primera vez el Hombre había sido consciente de su verdadera naturaleza. Así, desde ese momento, el Hombre supo que sólo mediante el Conocimiento podría llegar a alcanzar a Dios. Pero ahora, sentado en su sillón, Lecleb no sabía si estaba viendo al Príncipe o al Diablo.

Se frotó los ojos.

Allí no había nadie. Estaba solo. Solamente un sillón de piedra vacío que, en ausencia del Diablo, le tentaba a ocupar su lugar. Y así lo hizo.

La piedra estaba fría, y una sensación de bienestar se apoderó de todo su cuerpo. Una ráfaga de viento arrastró un puñado de hojas secas, sepultándole los pies. Lecleb llenó sus pulmones de aire en un profundo suspiro y sonrió. Por primera vez desde hacía muchos años, se sentía en paz.

Cerró los ojos y la voz de pépé resonó en su cabeza.

«Jeannot, Jeannot, vamos, levántate. ¡Tenemos una tumba que buscar!».