III

El capitán del barco tenía que estar enterado. Porque nos colocaron en un camarote, y de ahí no volvimos a salir, hasta tocar tierra. Nos detuvimos un día en Gibraltar, y de ahí a Marsella.

Al llegar, gente del Partido nos esperaba. Nos dieron una carta con una dirección. En otro sobre había un billete. Uno hablaba español. Mencey le soltaba camarada por aquí y camarada por allá, pero cuando nos dejaron solos, estos dos camaradas se fueron al carajo.

¿Qué coño va a ser un hombre como Mencey miembro de un partido comunista? Mencey, mi niña, aunque nadie lo quiera reconocer y admitir, Mencey es un jodedor. Y la gente del partido no tiene jodienda. Ni tiene enmienda. ¿Has conocido tú alguna vez un militante comunista con sentido del humor?

Y, fíjate, no es tanto una cuestión de disciplina, como dicen por ahí. Es verdad: a un tipo como Mencey no le va la disciplina, pero tampoco le tiene que joder tanto. Es que, simplemente, sin más ni más, Mencey no es un hombre de partido. Y ya está. Digan lo que digan los periódicos. Que a mí me consta que cuando tuvo que tener disciplina, allá en el monte, la tuvo. Y mejor y más que nadie. No se trata de eso, mi niña. Es lo que te digo: el Partido le da tres patadas tú sabes dónde. Cualquier partido. Todo partido.

Y si me apuras, no sé que decirte. Si es la prensa franquista la que dice que él es comunista, o los comunistas que se lo quieren apropiar. No sé.

Bueno, pero volviendo a Francia. Poco duró el dinero que había dentro del sobre, para un par de comidas no más. Pensamos en los muelles, en volver a hacer lo que hacíamos en Portugal. Pero Francia es otra cosa. Ahí, si no tienes los papeles en regla, no te dejaban ni cagar.

Terminamos en un baño público: cuando entraba un tipo a mear, justo cuando estaba chorreando, le colocábamos una navaja al cuello desde atrás, y le vaciábamos los bolsillos. Más de uno se meó los zapatos tratando de alcanzarnos, pero nunca nos cogieron. Y eso porque sabíamos que si seguíamos así, tarde o temprano, la policía nos echaría mano. Así que pasamos a las putas, que fue cuando me tuve que despedir de Mencey durante un tiempo, aunque los dos seguimos en Marsella.

Tú sabes, mi niña, mejor que nadie, el gancho que tiene ese hombre para las mujeres. Yo no sé —tú sabrás— qué es lo que tiene. Él nunca hablaba de eso. He conocido mujeres que lo querían de verdad; otras que no son de mucho querer, pero que dicen que se portó bien con ellas. Que de casarse sería con él. Yo en eso no me meto. Sólo te digo que envidié la manera con que llevó a cabo el plan, y cómo le salió tan bien. Que a mí me tomo más tiempo, y entonces tuve que chulear —¿qué remedio?, hay que vivir— para una tipa que se enchutó conmigo. Los franceses son raros. Y las francesas más. De repente te encuentras con una que sólo le gustan moros, marroquíes, que allí los tratan a patadas. Pues la mía le dio por los latinoamericanos. Que fue lo primero que me preguntó la noche que se me acercó en un bar del muelle: que si yo era latinoamericano. Debió de pensar que yo era algún marinero de algún barco que había atracado en Marsella. Pero como noté que ella me lo preguntaba como esperando que lo fuera, quiero decir, gustándole la idea de un latinoamericano, le dije que sí. Que claro, que era cubano. Y así empezó todo. No me cobró, y ya me quedé. Y como, en efecto, Marsella siempre estaba llena de marineros españoles y suramericanos —o latinoamericanos, como les llaman allá— clientes no nos faltaron.

Sólo que, como te dije, me tomó más tiempo. A él no, como te dije también. Tuvo suerte a la primera.

A mí no me gustaba el asunto. Era mucho más peligroso que lo del meadero. Pero no había más remedio. Nos separamos. Y vi cómo él se acercó a una rubia que estaba —como decían en Cuba— para moler caña. Claro, eligió la más guapa, la que tenía que tener más de todo, pero especialmente dinero, que era lo que necesitábamos.

Un par de horas después, nos encontramos en otro bar. Me explicó cómo le fue. La cosa era fácil, me animó. Había que dejar que ella se desnudara, mientras tú le decías que ibas a hacer lo mismo en el cuarto de baño o, si no lo había, en otro sitio. Como que le dabas a entender que eras tímido, que no te iba eso de desnudarte frente a nadie. Ella se desnudaba, tú no. De modo que cuando le colocabas la navaja al cuello, y le arrancabas el dinero de la cartera, ella no iba a armar un escándalo y salir en pelotas a la calle detrás de ti. Eso sí, tenías que elegir niñas que tuvieran piso propio, nada de establos, que allí, y en todas partes del mundo, siempre tienen un par de tiburones en las casas de niñas para tipos como nosotros.

Me lo puso tan fácil que ni pensé en la posibilidad de que la niña me pidiera el gofio antes de empezar la operación de desnudarse. Debe de ser que yo le di la impresión de ser un roto. Porque no tengo esa labia de Mencey; le vende hielo a un esquimal, ya lo sabes. Pero eso mismo fue lo que pasó: no más cerrar la puerta, empieza a hacer así con los dedos, como contando monedas, que ése es lenguaje internacional y ahí no hay ne comprend que valga, mi niña. Y tuve que salir disparado. A él, en cambio, le fue de maravilla. No tuvo que volver a hacerlo, porque, verás, Mencey siempre ha sido un hombre de suerte. Justo cuando se le estaba acabando el dinerito que le había levantado a aquella rubia que te conté, y que le duró aún menos porque lo compartió conmigo, como yo hubiese hecho con él, noto, una noche que estábamos juntos en un bar buscando víctimas, que el hombre se pone pálido. Y era que esa misma rubia, rodeada de tipos como tanques, lo estaba mirando desde una mesa que estaba precisamente en la puerta, por donde tendríamos que salir. Prepara la navaja, me murmura, que hay jodienda. Pero la rubia no se mueve. Lo sigue mirando, y se le abre una sonrisa poco a poco. Hasta que se acerca y, como tal cosa, lo coge de la mano, y se van.

Yo, claro, pensé se acabó Mencey, y yo de paso. Pero cuando vi que pasaron la puerta sin que nadie se moviera, que aquellos tanques se quedaron jugando cartas y bebiendo como si nada, me tranquilicé. Y desde ese día, Mencey tuvo casa, comida… y lo demás.

Pero yo tengo una teoría. Y es que Mencey es como un niño. Y esas mujeres están buscando hijos, son madres frustradas muchas de ellas. Y si no, mira a ver si no es verdad que todas las madres de las siete islas lo defienden. ¿Cuándo se ha visto semejante cosa, que una persona a quien tildan de bandolero, criminal, y hasta violador, enchule a tantas mujeres, madres y abuelas entre ellas? ¿Cuándo?

Lo mío tardó, pero también cayó. Una tipa muy jodida ella: le gustaba que le pegara, y a mí no me gusta pegar a las mujeres, ¿qué quieres que te diga? Pero para contentarla, le largaba su bofetada cada vez en cuando, y me dejaba tranquilo. Iba aprendiendo mi poquito de francés y enterándome de lo que se escribía en los periódicos sobre España. Y si te digo algo, no me lo vas a creer: que mientras más francés aprendía, y más nos entendíamos esa francesa y yo, peor nos llevábamos.

Corría el año del treinta y nueve. Puto año. Miles y miles de refugiados cruzaban la frontera desde España y, desde Alemania, lo mismo, judíos huyendo. Que si Madrid caía. Que si Barcelona. Que si pasarán. Que si no pasarán. Y entonces, una noche, de repente, como ocurre siempre, se nos acabó el guiso.

Debían de ser las dos o tres de la madrugada. La francesa ya había acabado con el último cliente de la noche, y se estaba lavando para meternos en la cama, cuando suena la puerta. Era Mencey. No tuvo que decir nada para saber que había jodienda.

Su niña había llegado esa noche, como todas, con un tipo cualquiera. Tenía dos habitaciones, así que Mencey se quedaba en una, mientras ella hacía lo que tenía que hacer en la otra. Pero parece que hubo palabras: que si el cliente quería no sé qué, y no sé cuanto. Ella, como todas, lo trataban de cheri para aquí, cheri para allá, pero ni por ésas. Parece que el hombre quería hacerlo sin lavarse, y eso sí, los franceses puede que no se bañen, pero las partes son sagradas para ellos, que una sífilis no se la juegan por nada. No es que el agua la prevenga tampoco, pero, en fin, son así: antes de hacerlo, hay que lavarse. Debió de estar borracho el hombre, y ella, ven que te lo lavo yo cheri, ven, con agua calentita, ven. Y él que no y que no y que no.

Tampoco le prestó mucha atención Mencey, que escenas como ésas son el pan nuestro. Pero la cosa se puso brava. Parece que el tipo le largó un sopapo a la niña. Yo creo que había más. Yo creo que era uno de esos enfermos, y sólo Dios sabe lo que le estaba pidiendo que le hiciera, o lo que le quería hacer ella. Total, que sonó la galleta, y mientras Mencey se ponía los pantalones para salir y ver qué es lo que pasaba, oyó otro golpe, y los pasos del hombre huyendo.

Llegó tarde. No fue el sopapo, sino la caída, lo que la jodió: se reventó el cráneo contra una pared, aunque le salía un hilo de sangre de la boca, donde le había pegado. Estaba en los últimos temblores, la pierna pateándola como mula. Mencey tenía la piel engallinada al contármelo.

Imagínate el panorama, mi niña: un español, con papeles falsos, con una puta muerta y medio desnuda, imagínate.

Le di todo el dinero de mi francesa. Desapareció. No volví a saber de él hasta varios años después. Pasada la guerra, la europea, quiero decir, que la nuestra estaba terminando por esos días.

No me cuentes más. Ya lo sé. No estuve contigo, Mencey, pero me lo sé. Me lo contó todo ella, la madrileña. Y no la resentí, Mencey, porque veía que te quería de veras, tanto. ¡Si pudiéramos los hombres y las mujeres contarnos las cosas como ella me las contó a mí!

De cómo te propusiste alcanzar la frontera, donde habían construido los franceses una viviendas para alojar a los españoles refugiados. Era lo mejor: serías un español más que había perdido los papeles en el largo viaje hacia el exilio. Te darían documentación. Serías legal. Además, decía la prensa en esos días que a muchos españoles los reclamaban de países hispanoamericanos. Quizá pensaste en Cuba, en algún amigo que te hiciera ese favor, que sé cómo nos quieren a los canarios allí, lo sabe todo el mundo.

«No, no tuvo problemas. Ya sabe cómo era. Todo se le hacía fácil. Lo recogió un camión que iba justamente a un pueblo cerca de la frontera. No más apearse de él, fue a la primera comisaría. Esa misma noche, ya dormía en un campo de refugiados, uno que llamaban Chamberí, por los muchos madrileños que había ahí.

»Aquello no era lo que yo creía —me dijo—. Parecía más bien una cárcel. No se podía salir, nos metieron en barracones, la comida era peor que el rancho del cuartel, mucho peor. Se nos dijo que hasta que no nos reclamaran de afuera, nos teníamos que quedar ahí. Los que tenían familia en América, o en otros países de Europa, tuvieron suerte. El proceso era lento, pero un día, salían.

»Los que lograron salir no se podían imaginar de lo que se libraban. Quizá algunos tenían alguna idea, pero ya se comentaba lo que nos esperaba a todos. Pero las profecías son como agua en el desierto. Yo mismo no me lo creía. Ahora todo el mundo dice que sí, que cómo no, que claro que ellos sí lo sabían. Pasa siempre: después del relámpago, todos huyen del trueno. Incluso aquel primero de septiembre, yo, como la mayoría, confiaba en que todo se iba a resolver sin necesidad de que llegara la sangre al río. Siempre hacemos lo mismo los hombres».

De cómo no tardaron los franceses en movilizar a los españoles, pasando de refugios a soldados en una horas, sí. Y hasta de cómo les dejaron formar un batallón, o compañía, que yo de eso no sé, ni ella tampoco, un grupo aparte de españoles, dentro del ejército francés. Pero todo se quedó en que les dejaron coser la bandera española en el uniforme. Y al frente todos.

«Sí, mi niña —qué dulce habláis vosotros los canarios—, sí —me decía—, al frente. Desde su punto de vista, el de los franceses, éramos torta y pan pintado: todo un ejército de hombres con experiencia en guerra. Ellos, en cambio, habían confiado tanto en una línea de artillería que habían construido después de la Primera Guerra Mundial, que no se habían molestado en nada más. Y los alemanes entraron por el aire, y por los Países Bajos.

»Nos repartieron por todos lados: a algunos los mandaron a lo que llamaban la Segunda División Leclerc, a otros a un ejército que terminó en Italia, y hasta a Túnez mandaron españoles. A mí me encamionaron hacia el norte. No nos dijeron nada, pero tampoco tenían que decirlo. Sabíamos que íbamos al frente. Daba ira: pensar cómo nos habían acorralado en los campamentos, y tan pronto nos necesitaron, nos mandan como carne de cañón a pelear contra los alemanes.

»Estaba determinado desde siempre: no más viera una caravana de gitanos, repetiría unirme a ellos. Pero no tuve tal suerte. Siempre me sentaba último en el camión, para poder ver bien la carretera que dejábamos atrás. No vi un solo gitano. La guerra los habría ahuyentado. Decidí fugarme, no obstante, que si no había muerto en el ejército en territorio de mi país, no estaba a punto de hacerlo ahora por los franceses. Y poco después me vino la oportunidad.

»Íbamos tambaleándonos por unos caminos enfangados, cuando de repente —¡tratratratra!— unos cazas alemanes que nos empiezan a sacudir, y todo el mundo fuera, al camino, algunos camiones ya reventados y volando por el aire con los hombres dentro».

Sí, y te fugaste. Lo primero que hiciste, una vez en aquel bosque de pinos, fue encañonar al primer campesino que lo atravesaba con su ganado lechero, rumbo a la cuadra esa tarde, y quitarle la ropa, sí. Entonces, te adentraste aún más en el bosque, quizá esperando que hiciera menos frío entre los pinos. Como los pájaros en esos países, te acurrucaste entre ramas, pero el viento acuchillaba la noche. El sol de otoño hacía soportable el día, pero la tarde caía sobre ti como un ave de rapiña sobre su presa, sí. Salías del bosque en búsqueda de manzanos, por su orilla topabas con zarzas. De las plantas y de la tierra arrancabas tu sustento. Afortunado eras cuando encontrabas un campo de papas, que en nuestra guerra habías aprendido a chuparlas, poco a poco, hasta deshacerlas en tu boca. A todo se acostumbra uno, le decías a la madrileña, a todo. Y encontraste una vaca, y exprimir, chorreante, la leche en tu boca era una gloria.

«Pero la suerte no le duró. Precisamente en un prado, ordeñando una vaca, le rodearon. Había sido descuidado. O quizá no se le pueda culpar, simplemente tendría mucha hambre, y para facilitar la operación de ordeñar y beber a la vez de una vaca suelta, tuvo que abandonar el arma entre el pasto. La tenían ellos ahora. Serían unos cinco, armados de horcas. La suerte no le duró. Él no lo sabía, pero estaba ya en territorio ocupado. No sabía que la policía francesa estaba bajo el mando de los alemanes; que robar comida en aquellos días era algo muy serio; y que le cargaron a él toda una serie de hurtos que se habían perpetrado en la región.

»Entre hoces y horcas lo escoltaron a la comisaría. Su mal francés lo delató como extranjero. Él había roto toda documentación. Era inevitable que la policía francesa consultara su caso con las autoridades alemanas. Ya no era tan sólo que habían capturado al ladrón de comestibles que tantos problemas les había dado, aunque seguramente que lo que querían era encontrar un culpable, poder asegurarle a los alemanes que estaban cumpliendo sus funciones, y que no había necesidad de suprimir la policía francesa. Y así le cargaron a espaldas todos lo hurtos. Pero era extranjero. Sin documentación. Los alemanes no se conformarían con felicitar a sus colegas franceses.

»En seguida sospecharon que era español. Él lo negó: “Gitane —dijo—, je suis gitane, bohémien”. Al oficial alemán se le iluminaron los ojos: “¿Gitane? —gritó—, ¿gitane?”, como si se hubiera enamorado de la palabra. “Oui, oui”, le contestó esperanzado Mencey, convencido de que lo había convencido. Pero el oficial truena unas órdenes, y entonces son soldados alemanes, no gendarmes franceses, los que le empujan fuera de la comisaría, y entre gritos y puntapiés, lo arrean hacia un camión con la cruz blindada».

Sí.

«Lo tiraron en un calabozo oscuro, una especie de cuadra para animales, y tan oscuro, que al principio ni se dio cuenta de que estaba con otros. Pero los oyó, murmurando, sollozando, antes de que sus ojos distinguieran sus sombras. Hombres, mujeres, niños, familias enteras. Eran judíos y, los que no, eran subnormales, mongoloides. De comer, las sobras del cuartel —después las recordaría como se recuerda un lujo—, hasta que un día, temprano, siendo el sol aún una insinuación rojiza que empieza a manchar la noche, sacan a patadas, como siempre, a empujones, niños, mujeres, ancianos, inválidos —no importa—, camino de los camiones que esperan humeando en la madrugada, y uno que allí grita, abre la boca y grita, incontrolable, como poseído, queda tieso de un metrallazo, al igual que su madre cuando se lanza sollozando sobre su cadáver, ahora igualmente agujereado, chorreante. “¿Alguien más?”, pregunta tranquilo un guardia, y aunque lo dijo, casi murmurando, y en alemán, todos entendieron, mientras miraban con ojos suplicantes a los oficiales, y éstos les sonreían, a ellos, les sonreían, casi tiernamente sonreían.

»Del camión al vagón de ganado. No cabían. Ya venía lleno. Empujones, culatazos, hasta poder cerrar las puertas, y él pensando, como imagino pensaría cualquiera, y más, imagino yo, si se es canario: “¿Qué hago yo aquí? En un vagón lleno de judíos y mongoloides, atravesando Europa, sin ser de aquí, sólo por haber nacido en una isla tomada hace siglos por españoles, ¿qué hago yo aquí? Acusado, sin serlo, de ser gitano, y menos mal, que peor me iría si se enteraran de la verdad, que a los españoles que luchaban por el ejército francés los trataban peor, y todo por un accidente de la historia, porque a un señor se le antoja descubrir la ruta hacia las Indias, y nosotros estamos en el medio, y nos toman, junto con medio mundo, por un accidente, ¿qué hago yo aquí?, y si pudiera dejar de pensar, si la mente se parara y apagara, como una luz, pero lo último que muere es el cerebro. Sin agua, sin comida, dos días enteros, cada vez más frío, a medida que subías hacia el norte, frío colándose por las rendijas de aquel vagón de ganado, cada vez más cadáveres de viejos y de niños que no soportaban los tirones del hambre, la embestida del viento más y más helado, morían con la boca abierta, los ojos engrandecidos, como moriríamos todos, o casi todos, y te dejas matar, miles, millones de seres humanos dejándose matar, porque te sientes impotente, porque lo último que pierdes es la esperanza, y crees que no, que al último momento, alguien te rescatará, o despertaras, sí, despertarás de una pesadilla, y —supongo— te resignas a morir, y cuando eso ocurre, ya nada importa, ya nada angustia, te has muerto, y ya no importa si eres gitano o judío, español o francés, ¿qué importa?, te has muerto para siempre”.

»“Que es lo que no te explicas. Lo que la mente no te deja dejar: ¿por qué, cómo, de dónde, esa resistencia a morir? ¿Por qué?, si la vida ya no vale nada. ¿Cómo?, si no tienes adónde escapar. ¿De dónde?, esa resistencia, ¿de dónde? Y decides morir antes de que te maten. Intentar, al menos intentar, llevarte uno de ellos, ya que te van a matar de todos modos. Agarrándolo por el cuello; machacándolo con la culata de su propio fusil; clavándole en la garganta su propia bayoneta. Hijos de puta, hijos de puta, y ¿cómo es posible, Dios mío, que en un solo tiempo, en un solo país, haya tanto hijo de puta? Algo muy gordo, algo muy grande tuvo que haber pasado aquí. Que eran mismamente animales. Como si el mundo hubiese sido tomado por una especie animal.

»”Y entonces se hace se hace aún más oscuro el horizonte: humo, una columna de humo que se va multiplicando en dos, en tres, y la locomotora, allá adelante, escupiendo su carbonilla negra, parece ir más rápido, querer llegar antes, juntarse todo los humos…

»”A gritos, a patadas, a empujones y culatazos, nos bajan de los vagones. Nada les conmovía, ni las madres suplicando, ni los niños llorando, ni los subnormales gimiendo, nada. Nos separaban: los mongoloides a un lado, los de la estrella de David, al otro, los que quedábamos, a punta de bayoneta nos van azuzando, mientras un altavoz anuncia que todos los judíos tienen que desnudarse antes de entrar en las duchas. Un guardia me empuja, me aparta del grupo en que voy, veo delante una alambrada, y tras ella, una gente con ojos que llenan toda la cara, me empuja otra vez, siento el culatazo en el culo, caigo, ruedo adentro.

»”Si no eras judío, te dejaban morir lentamente. Los hornos no daban abasto: era menester enterrar miles de cadáveres que no podían quemarse. Quince horas al día, con sólo pantalones y camisa —de esos listados— en pleno invierno. Pero morían muchos, y se aprovechaba la ropa, nos la repartíamos, hasta tener tres y cuatro piezas para protegerte contra el frío.

»”Día y noche, las cámaras de gas. Los gritos. El silbido de los trenes trayendo nuevas víctimas. Las mujeres que arrastraban los guardias, para bañarlas y entregarlas a los oficiales, o llevárselas ellos. Y los niños, también niños.

»”No te puedo contar todo, mi niña. ¿Cómo te voy a contar todo? No acabaríamos nunca. Además, podría pasarte lo que nos pasó a muchos: que ya te acostumbras, nada te parece extraño ya. Y eso es lo más terrible, lo que más miedo te da. Porque piensas —temes— que te puedas convertir en uno de ellos. Pero un día pasa algo que te permite comprobar y corroborar que sigues siendo humano: una anciana descuartizada a balazos frente a tus ojos; una mujer degollada de un bayonetazo: unos niños convertidos en un enjambre de cadáveres. Entonces sientes algo. Cualquier cosa. No importa qué. Tristeza, ira, incapacidad, incluso alegría, alegría porque han muerto, ya no sufren más, y sabes que sientes, que aún sientes, vives aún como humano.

»”De todo lo que pudiera contar, lo de los niños es lo que más claro me queda en mente. No me lo puedo explicar. No fue peor que tantas otras cosas que vi. Incluso ya había tenido que rematar a más de un niño, cuando le tocaba la guardia a un tal Hans. Un enfermo mental, gozaba constantemente en aquel vivero de la muerte.

»”A veces salían aún vivos de las cámaras. Más muertos que vivos, pero todavía con algo de vida. ¿Qué podíamos hacer? O enterrarlos vivos, o llamar al guardia para que los rematara de un balazo. Este Hans lo hacía siempre con su bayoneta. Pero con el tiempo encontró una nueva manera de divertirse: te forzaba a ti a matarlo con el pico que te daban para enterrar. Tenías que hundirle el pico en el cráneo a la víctima. De lo contrario —y llegó a ocurrir— terminaba enterrado el enterrador.

Peor que eso, nada, y sin embargo recuerdo con más fuerza lo de los niños ese día, no sé por qué. Si hasta se habían salvado de los laboratorios, de donde salían mutilados. De todos modos, iban a morir. Y ésa era la mejor suerte, la más rápida. Luego, no se entiende por qué me sigue impresionando tanto hasta la fecha. Pero así es la mente humana.

»”Era un grupo de diez. Entre unos seis y doce años. Cuando veías a niños sin familia, ya sabías o que iban a experimentar con ellos al laboratorio, o se los llevaban a la cama. La SS no se complicaba la vida, no separaban a las familias, para no ocasionar la menor resistencia, y poder seguir su matanza en masa con un mínimo de problemas. Éstos, en efecto, habían sido seleccionados para experimentos. Al menos, regresaban por el camino del laboratorio, cuando me pasan, excavando yo, como siempre, junto con los de mi barracón. Yo sabía que iban a morir. Sonreí cuando me miraron. La mayoría lloraba, sollozaba. De repente, sin ton ni son, uno de los dos guardias que los escoltaba grita que se callen, que dejen de llorar. Lo cual fue empeorar el llanto. Empieza entonces a repartir bofetadas, el muy hijo de puta, y puntapiés. Pensé —y después algunos de los compañeros me dijeron que también a ellos se les había ocurrido— que era una trampa. Una excusa para acribillarnos a todos ahí mismo. Aunque ellos no necesitan excusas para nada, era una forma de divertirse. Sé que el que no lo ha vivido no lo puede creer. Y yo, que sí lo viví, me lo sigo preguntando: ¿cómo es posible que se reunieran tantos cabrones en un solo país y tiempo?

»”Una trampa. Querían ver si alguno de nosotros se atrevía a intervenir por los niños, y ahí mismo nos sembraban. Nadie se movió. Es más, los guardias de los niños no parecían haberse fijado en nuestra presencia, y el único comentario que se oyó fue algo que dijo Hans a otro de los que nos vigilaban ese día, algo que no entendí, pero que recuerdo me extrañó, porque no fue seguido de risa, o de algún gruñido de ira, como era costumbre en él. Justo en el momento en que mi mente se extrañaba por el hecho, oigo que algunos niños gritan nein!, nein! Desapareciendo la sonrisa de los labios de uno que me miraba penetrante, que levanta los brazos y las manitas para protegerse, su cara arrugándose como la de un anciano, y es que uno de los guardias los amenaza con la metralleta, mientras el otro sonríe, y el niño que mira entre las manos que quieren protegerle la cara, y pienso es una broma, es otra broma sádica de ellos, porque no ha disparado, sigue ahí, gritando, amenazando, acaso gozando tanto el sufrimiento de los niños, que no quiere matarlos, para que sigan ahí, para poder seguir jugando con ellos, cuando suena el primer tableteo y los cuerpos van volando por los aires, mientras ríos de sangre empiezan a brotar de pechos, cabeza, torsos, y los últimos chillidos estallan como pájaros en la mañana, ¿cómo es posible, cómo?

»”Nos dieron órdenes de arrastrarlos y enterrarlos en la fosa que excavábamos.

»”Fue un incidente más entre tantos otros, créeme. No fue particularmente terrible, dentro de lo que allí pasaba. Cosas peores vi. Y, sin embargo, ésa es la que recuerdo como si hubiese pasado ayer, con la misma sensación de congoja y angustia.

»”Iban cayendo mis compañeros de trabajo uno a uno. Yo sabía que me llegaría mi turno. Una sopa clara, con un mendrugo de pan negro y duro, era lo que nos daban al día. Éramos esqueletos andantes. Te da vergüenza de ti mismo, verte así, y seguir trabajando, en vez de levantar la cara en alto, escupir a los guardias y esperar el balazo de una muerte digna. Pero somos así.

»”Dormíamos en tablas de madera, organizadas como anaqueles. Más de una vez, el que dormía a mi lado amaneció muerto. Lo colocábamos en la carreta y lo enterrábamos con la ración de muertos de ese día. Hasta que por fin caí.

»”Dependiendo del guardia que te tocara, si caías te mataban ahí mismo, o te daban un paliza hasta que te levantaras o murieras a culatazo y patada limpia. Yo no sé qué ira llevaban dentro esos hombres, los guardias, que empezaban a pegar y ya no podían parar. Siempre estaban buscando la menor excusa para descargarse de rabia. Yo tuve suerte: el guardia de turno, tras propinarme un puntapiés, permitió que me dejaran descansar un rato. Cuando caí, era ya oscuro, era ya casi la hora de regresar a los barracones. Con suerte, podría durar unos días más. De haber caído por la mañana, estaría bajo tierra en ese momento.

»”Pero no fue así. Llega un momento en que no puedes más. Y mi momento había llegado: no más bajar de la tabla la próxima mañana, mis rodillas doblaron.

»”Oí que alguien le decía al guardia: ‘El Gitano se ha caído’, y el guardia respondió algo que no entendí, ya se habían despedido de mí —con la mirada, como se hacía siempre— los compañeros, y esperaba yo el balazo al ver las botas que se acercaban lentas a mi cara, una se coloca en mi costado, con poco esfuerzo me da la vuelta, pienso quiere que le vea mientras me mata, a mí qué ya, a mí qué me importa, trato de recoger saliva en mi boca, aunque sé que desde el piso terminaré escupiéndome a mí mismo, miro y en vez del casco de guardia veo la gorra negra de SS encima de una cara que me mira intrigada y alguien que me pregunta si soy gitano español de España de qué parte de España soy gitano si de Sevilla o Granada y pienso que debe de ser cabrón cabrón de la División Azul cabrón cabrón que habla español como cualquier godogodogodo me hace pensar en Canarias en las islas donde no debe haber ninguno ningún godo que nos mande a la guerra de España y a la guerra de Alemania.

»”No era español, ni era de la División Azul. Era alemán y de la SS, claro. Pero era un alemán recriado en España.

»”Hizo que me curaran, que me cuidaran. Y me venía a visitar por las tardes en aquel hospital que era donde internaban a los experimentados. Allí vi yo mujeres a las que les habían insertado ovarios de monas; niños con músculos de perros; hombres sin medio cráneo, a los que les iban eliminando cada vez más y más cerebro, observando las reacciones con cada operación. Y no que yo le cayera en gracia al oficial. No me salvó la vida como ser humano, sino como cosa. Yo era una especie de souvenir que le recordaba sus años juveniles en España. Fue por eso que me salvé.

»”Todas las tardes. Yo casi no hablaba. Era como que él necesitaba un público que le escuchara en español. Me hablaba de Madrid, de Sevilla, donde paraban siempre rumbo a Málaga, donde veraneaban. No entendía yo aquello: que un hombre capaz de pertenecer a la SS y, además, de ser un alto mando en un campo de concentración, pudiera sentir nostalgia por nada. Pero así era.

»”Se repetía. Los mismos cuentos. Me los llegué a saber de memoria. Te los podría repetir palabra por palabra. Muy aburrido: casa en la calle Serrano, colegio alemán en Madrid, sirvientas en Andalucía. Que debe de ser lo que le hizo preguntarme sobre mi acento. No acababa de situarme dentro de España. Le sonaba a sudamericano más bien. Le expliqué que yo venía de gitanos que habían cruzado los mares, llegando a América algunos, quedándose en las Islas Canarias otros. Ah, ahora entendía, y adelante, con los mismos cuentos, los mismos.

»”Me salvó la vida. Yo tenía esperanzas de no tener que volver al barracón, de quedarme como criado o sirviente de los guardias. Vivían aparte, en mejores condiciones, comiendo las sobras de los comedores militares. Pero no fue así. No sé por qué, porque él siguió visitándome todas las tardes. Debe de ser que no quedaban plazas, o que había algún problema burocrático, o alguna ley —los gitanos no podrían servir de criados— o algo que yo no entiendo. Porque tampoco me mandaron de nuevo a los barracones y al cuerpo de enterradores, sino que me dieron un trabajo supuestamente mejor, aunque, a decir verdad, yo lo encontraba peor. Menos fatigoso, sí, pero de todas maneras, peor.

»”Dentista, sí, mi niña, de dentista, que era como nos llamaban a los encargados de sacarles la dentadura de oro a los cadáveres cuando se abrían las puertas de la cámara, y antes de echarlos al horno, o a los camiones que los llevaban a los enterradores. Nunca te acostumbras a ver chorrearle la sangre a un muerto cuando le tiras de una muela. Y a veces tenías que hacer un esfuerzo para abrirles las mandíbulas a algunos cadáveres. Pero lo peor era cuando tirabas del diente y el que tú creías muerto gemía y se movía. Había que llamar al guardia entonces para que lo rematara. Hacían su Pascua los guardias: sólo tenían instrucciones de entregar el oro de los dientes. Pero a veces encontrábamos joyas, y hasta relojes, plumas de oro, mil cosas. ¿Qué cosa rara es el hombre? ¿Adónde se llevaban todo eso? Lo escondían en la boca, ente las nalgas, debajo de los brazos, en el recto, las mujeres en la vagina a veces. ¿Para qué? Debe de ser para que no se lo llevara la SS. Una última forma de resistencia. Es la única explicación.

»”Y ver cómo quedaban algunos. En el pánico de la muerte, se habían roto huesos, sangraban, otros daban una sensación de paz, abrazados, incluso haciendo el amor. Cómo se mirarían unos a otros allá dentro, familias enteras, al ver que en vez de agua, salía gas, aunque lo sabían de antemano, lo tenían que saber, que es lo que no se explica tampoco, cómo, por qué fueron así la muerte, en vez de resistir, si iban a morir de todos modos, si no había alternativa, si todos éramos ya cadáveres al entrar allí, pero lo último que pierde el hombre es la esperanza, y el hombre se agarra a la vida aunque no tenga sentido, es así, así somos.

»”Y menos explicación aún tiene el porqué los aliados no bombardearon las cámaras de gas. Era obvio que al final les escaseaban las municiones a los alemanes. Ya no había ametrallamientos en masa para acelerar la muerte que las cámaras no podían satisfacer con la rapidez necesaria. Era obvio que los oficiales habían dado órdenes de no desperdiciar balas. Las cámaras eran el único medio de muerte ahora. Si las hubiesen bombardeado —¡cuántas veces no oíamos, más y más, como una esperanza que va y viene, el rumor lejano de la aviación aliada dominando los cielos de Alemania!—, si las hubiesen destruido, cuántas vidas no se hubiesen salvado. No se entiende. Si bombardearon las ciudades hasta la saciedad, hasta tener que bombardear las ruinas de lo que habían sido ciudades, por qué no guardaron algunas bombas para destruir las cámaras. Cosas que no se entienden, mi niña, no importa cuántas veces les des vueltas en la cabeza.

»”Pero me fue mejor, tengo que reconocer. Los guardias nos trataban bien, para que les entregáramos las joyas y lo que encontráramos en los cadáveres. A cambio, nos daban un mendrugo de pan. Y hasta alguna cola de chorizo de vez en cuando, cuando el botín era gordo. No que dejaran de ser bestias. Que a uno le cogieron un día, y con el mismo alicate ensangrentado con que había estado arrancando muelas a muertos, le arrancaron dos dientes. Y todo porque se le había escapado un cadáver con dentadura de oro. Era difícil, claro, vigilar que no se nos pasara uno, pero si veían que no mirabas en todas las bocas que te tocaban, ¡ay de ti! Tropezando uno por encima de los cadáveres enracimados, deprisa, muy deprisa, que siempre había más víctimas afuera. Y los oías entrar, cerrábamos la gran puerta corrediza al sacar el último cadáver, y oías cómo se abría la puerta por donde entraban, a veces gritando, las más veces murmurando, sollozando. También los había que se volvían locos. Más de uno vi yo echarse a temblar y llorar al lado de un cadáver, y ahí mismo el guardia le metía un balazo en la cabeza. No había tiempo que perder. Si retemblaba la mano, con la otra te aguantabas, y seguías arrancando muelas. Sobraba gente dispuesta a salvarse la vida haciendo tu trabajo.

»”Yo pensaba, siempre pensaba, desde que oí a uno ahí decir que si la mente se mantiene viva, sobrevives. Pensaba en cualquier cosa, en los muertos, cómo serían de vivos, en los guardias, cómo serían sus familias, en los rusos, cuándo llegarían, que ya corrían rumores, rumores que venían de las propias conversaciones de los guardias. Pero en lo que no podías pensar era en tus cosas, en los tuyos, en Canarias, que eso no era pensar, sino entristecerte más, y nunca pensar que vas a morir, porque entonces te mueres, cometes una imprudencia, cualquier error, les dabas cualquier excusa para que te mataran, que aunque sea difícil acabar de entenderlo, para ellos, para los guardias, apretar un gatillo y pisar un cigarrillo era lo mismo. Que si la mente trabaja, el cuerpo no cae.

»”Y él seguía viniendo, el oficial de la SS. Por las tardes al acabar la faena, me lo encontraba, caminaba a mi lado, contando los mismos cuentos, mientras volvíamos al barracón, a veces haciéndome escucharle mientras los otros entraban dentro a descansar, sin ni siquiera mirarme, hablando como al viento.

»”Hasta la madrugada en que truenan los campos, pero sale un sol que ilumina un cielo limpio, sin nubes, y en vez de los guardias de siempre, hombres de caras redondas y ojos estupefactos irrumpen en los barracones”».