II
Huimos, sin saber adónde. Pero subiendo, siempre subiendo. Y el amanecer nos sorprendió en los montes bajos de Sierra Morena.
Yo no estaba seguro de que debiéramos ir hacia Portugal. Había mucha gente que quería cruzar la frontera en aquellos días y, de seguro, estaría bien vigilada. ¿Adónde si no?, me preguntaba Mencey, y tenía razón. Lo otro era cruzar toda España, en plena guerra, para intentar alcanzar la frontera francesa.
Dejaríamos pasar unos días, caso de que enviaran patrullas en nuestra búsqueda. No tanto por prófugos, que en esos días abundaban, sino más bien por haberse cargado Mencey al sargento, que ya era gofio más espeso.
Los montes estaban apedreados de mierda de oveja: comida no nos faltaría. Tampoco una cueva de pastores, que venían lluvias, y por las noches, un friíllo, como el vientecillo que sopla en invierno por los picos de Agaete.
Encontramos algo mejor que una cueva: una de esas casuchas que construyen los pastores para protegerse del invierno. De noche, trabábamos bien la puerta con una pequeña roca, para que no nos sorprendiera nadie mientras dormíamos. Durante el día, cuando hacía falta, bajábamos a los pastizales, y degollábamos algún cordero o chivo, procurando siempre estar frente al viento, para que el perro del rebaño no nos olfateara. Pero, además, como teníamos paciencia —¿qué remedio?—, esperábamos que la víctima se extraviara del rebaño, reduciendo así el riesgo. La cocinábamos de noche, que el humo de día viaja más que la lumbre en la oscuridad. Como el tiempo era bastante fresco, nos duraba días la carne.
Pero se hacía cada vez más frío. Además, nos preocupaba quedarnos en un mismo sitio. Nunca se sabe, nunca se puede estar seguro de que no te ha visto algún pastor sin tú darte cuenta. Y con dar un parte a la Guardia Civil, se nos echarían encima los charoles. Decidimos que mejor sería echar un pie nosotros.
Yo andaba más perdido que Mencey, la verdad sea dicha. No tenía ni idea de cómo dos hombres, en plena guerra, repito, iban a pasearse por Andalucía. El no, él ya tenía un plan que, como siempre, no me había revelado. Hacía bien: si me cogen a mí, si me tiran de la lengua —ellos saben cómo—, podría terminar jodiéndolo a él.
Seguíamos el sol de día, y de noche las estrellas, que no nos habíamos criado entre gente marinera sin que se nos quedara algo, aun cuando es verdad que al pasar la infancia ya dejamos de ir por las playas de la costa norte, para trabajar en las plataneras de Guía y Galdar, o en los tomateros de la misma sardina. Después me llegó a contar Mencey que allá en el norte, cuando lo de la guerrilla, al principio andaba siempre perdido bajo ese cielo plomizo donde el sol no asomaba ni siquiera como una mancha de luz, y nubes negras apagan estrellas. Pero aquí no, el buen tiempo y la suerte nos sonrió.
Yo notaba que Mencey no tenía prisa. «Ya verás por qué», era lo único que me decía, y yo, claro, sabía que es que no quería soltar prenda. Pensé que se debía a lo que pensábamos todos en aquel entonces: que la guerra era un asunto de semanas. Mientras más esperábamos, más probabilidades de que se acabara y, entonces, menos probabilidades de que nos cogieran. No me extrañaría que, en efecto, se le pasó por la mente esa posibilidad. Pero el invierno se nos echaba encima, la guerra no acababa, aviones y camiones se oían constantemente, día y noche. Y ya él tenía en mente lo de los gitanos.
Faltaba dar con ellos. Yo creía que seguíamos la carretera de bestias porque era más segura, menos traficada, aunque siempre existía el peligro de que una pareja de cuernos a caballo nos sorprendiera. Y por poco llega a ocurrir un atardecer. Nos salvó la falta de lluvia durante esos días, que había endurecido el camino, y pudimos oír los cascos a distancia, así como que nunca andábamos sobre la misma carretera, sino más bien por el borde de ella. Uno de los caballos relinchó. Nos habíamos desecho de nuestros rifles, teníamos sólo las bayonetas y la pistola del sargento, que Mencey le arrebató de la mano tras volarle los sesos, aunque quedaban sólo un par de balas en el peine. Se miraron extrañados los charoles al temblar la tarde con el relincho. Pararon. Estaban tan cerca que podíamos oír los caballos mascando los frenos. Tan cerca que pensé que si mal llegaba a peor, no sería difícil saltar a la grupa y clavarlo en la misma montura, pues ya sabía cuál sería el mío, al indicarme Mencey el suyo, que estaba ya apuntando con la pistola. La brisa hacía que la yerba cosquilleara nuestras barbillas. Se viraron en las sillas, buscando con los ojos. «Alguna liebre», oí decir al mío antes de picar ambos camino abajo.
Y llegaron un día los gitanos. Tres carros de a mula, con varias familias. Tú sabes, mi niña, la vida que ha llevado, Mencey. Que mucho de lo que se inventa la gente ocurrió, aunque sólo en parte. No es verdad, como se llegó a decir, que él es medio gitano. ¿Cómo va a creer eso nadie que, como nosotros, lo conocemos desde niño? Como conocimos a su madre y a su padre, y familia entera. Lo que sí es verdad es que durante un tiempo, allá en Cuba, trabajó con un gitano circense. Iba de circo en circo, que en aquellos tiempos —antes del machadato— había muchos circos en Cuba, como que eran los años veinte, mi niña, y había dinero. Todo el mundo iba al circo. Mencey acababa de llegar a Cuba. Se encontró con este Aldasoro, gitano él, que hasta sus palabras de caló le enseñó. Y cuando Mencey se las suelta al jefe de la caravana —un gachó que contaba ochenta si contaba uno— nos recibieron como de la tribu.
Es verdad que al principio, no más vernos, nos miraron de reojo, cuchicheando entre ellos. Nos creían bandoleros. En señal de buena fe, nos habíamos encajado las bayonetas a plena vista, y también la pistola Mencey, avanzando hacia ellos lentamente, y con las manos bien a la vista también. Pero no más hablar Mencey, se relajaron. Les debió de haber dicho que nos andaban buscando los cuernos, porque oí clarito «guardia civil» cuando se dirigió a ellos. Y tú sabes que no hay nada como tener en contra a los charoles para que te ayude un gitano.
Nos escondieron en uno de los carros, dándonos ropa de ellos. Ya me lo había advertido Mencey: no se te ocurra ni siquiera mirar a las niñas, que la honra para esa gente sigue siendo como era para nuestros antepasados. Y a más de una le hubiese metido yo mano, de poder ser, que tú sabes lo que somos los hombres sin hembra. Te la cortan, me decía Mencey, y no bromeaba, te la cortan. Imagínate cómo estaría yo, y aquellas gitanas, ¡pumba!, donde fuera se sacaban una teta y le daban a chupar a un churumbé, que les llaman ellos.
Mencey —ya lo sabes— le vende hielo a un esquimal. Esa noche, alrededor del fuego, cogió a Ezequiel —que así se llama al gitano viejo— y lo convenció. En eso también son los gitanos como la gente antigua, en el respeto a los viejos. Entre ellos, mandan los ancianos. Discuten las cosas, eso sí, pero terminan haciendo lo que quieren los viejos.
Las cosas en España estaban del carajo. El día menos pensado —¿quién sabe?— reclutaban hasta a los mismos gitanos. O peor, los mandaban directamente al frente, sin entrenamiento siquiera. No sería la primera vez en la historia. Él había vivido en América, sabía de negros, había conocido indios (no sé yo dónde, que en Cuba nunca vi uno) que habían tenido que ir a las trincheras forzados, con la punta del rifle clavada en la espalda. Podía volver a ocurrir. La guerra era algo incontrolable. Los hombres se vuelven bestias. Y el gitano nunca está a salvo en el mundo de los payos. Él lo sabía igual que cualquier gachó. Él había sido extranjero, desde que, aún en la mocedad, había dejado entre brumas la costa de una isla.
Mascando una cachimba vieja, rumiaba Ezequiel las palabras de Mencey. Me daba la impresión de que no lo creía. Pero que le había caído en gracia. Tú sabes el dulce que siempre ha tenido. Y no hay nada como tener en contra a la Guardia Civil para que te ayude un gitano.
Reunió el gitano viejo un consejo de hombres. Enfilarían los carros hacia Portugal a la madrugada. Delante quedaba Badajoz, cruzaríamos por el Guadiana.
No sé si fue peor que Sevilla. Te acostumbras a todo. Pierdes hasta la noción del horror. El olor a carroña se te hace respirable. Ya no te molestas en apedrear a los buitres que picotean los cadáveres.
El ejército nacionalista había arrasado. Imágenes de muerte y miseria a medida que te acercas a la ciudad. Se suceden pueblos enlutados. Ha pasado lo peor del ejército, la retaguardia, la «limpieza». Acaso volverán. Siempre vuelven. No basta con tomar un pueblo, asaltar una ciudad. Vuelven siempre. A la madrugada, al anochecer, cuando sospechan que los hombres escondidos se atreverán a salir, para que las mujeres dejen de gemir, y sus hijos vuelvan a creer que siguen vivos los padres. Error: cuando vuelvan, amenazarán, torturarán a los hijos, hasta saber de seguro que los padres viven, dónde viven. Y te acostumbras, mi niña, el hombre a todo se acostumbra.
Pero la mujer no, Mencey. Eso creen los hombres, que nacemos para parir y sufrir. Se equivocan. Parimos a gritos, sufrimos diente contra diente. Soportamos el peso del macho, la carga del vientre, todo, menos soportar resignarnos a fondo, acostumbrarnos del todo. Por eso lloramos más que ustedes: para desahogarnos, y empezar de nuevo, resignarnos nunca. Ustedes, en cambio, se muerden los labios… y tragan. Y por eso, por eso mismo, te he querido siempre, desde que te supe débil como nosotras, aunque todos te crean hombre y fuerte.
Tuvimos suerte, pero parecía que iba a cambiar al acercarnos a Badajoz. Debía de estar muy ocupada la Guardia Civil en esos tiempos para molestarse con unos gitanos. Y fue entonces, Badajoz a la vista a lo lejos, que nos hicieron sacar los carros del camino, y aguardar a la orilla.
Eran unos ocho o diez, a caballo. Que de dónde veníamos. Que adónde íbamos. Que si llevábamos algún contrabando, o intenciones de ello. Que si por los montes —y esto era lo que más querían saber— habíamos topado con hombres armados. Porque ya empezaba una guerrilla de resistencia. Y la cosa se quedó ahí, en preguntas. Ni siquiera rebuscaron por los carros, y yo todo el tiempo pensando en la pistola que llevaba encima Mencey, que las bayonetas las podíamos explicar. En fin de cuenta, el puñal es al gitano lo que el misal al cura, y una bayoneta es un puñal algo más largo que te vende un soldado cualquiera que se la ha quitado al enemigo. Pero una pistola ya es otra cosa. Y menos mal que la cosa quedó ahí.
Por si las moscas, decidió Mencey deshacerse de la pistola. Le sacó el peine y lo tiró en una dirección, y la pistola en otra, porque no había riachuelo por allí, aunque pronto llegaríamos al Guadiana. Tendríamos que cruzarlo de noche, sin ser vistos. Los caminos estaban minados de soldados y charoles. Nos miraban como bichos raros, como algo que no tenía que estar ahí, pero no nos decían nada. Y así pasamos por las filas nacionalistas sin gran problema, acampando a medio día a orillas del Guadiana. Seguros estábamos de que nadie haría nada si cruzábamos el río a plena luz del día, que nadie quiere retener a los gitanos en su tierra. Pero por estar más seguros aún, y porque en las guerras ocurren cosas raras, decidimos esperar hasta la noche.
Cruzando las aguas horas después, comentó el viejo Ezequiel que así era mejor, así no se podía ver si iban tintas en sangre, que esa misma tarde habíamos oído disparos no lejos: en Badajoz fusilaban a orillas del Guadiana.
Era un decir, claro, que hacía falta mucha sangre para teñir rojas las aguas. Aun así, me dio escalofríos oírlo, metido hasta el cuello en el río, arreando las mulas.
El que no ha sido perseguido, o no ha estado fuera de la ley, no sabe lo que es pisar tierra segura. Te entra un cosquilleo, como cuando niño le ves los muslos a una mujer. Y eso que Portugal por aquellos días no era ningún paraíso. ¿Cuándo lo ha sido?, es verdad, pero lo que quiero decir es que tenían un gobierno que simpatizaba con los nacionalistas, y había que pisar con cuidado.
No sabíamos cómo Ezequiel y su gente tomarían nuestra partida, ya que había sido por nosotros que se habían desviado de su camino, cayendo en Portugal. Y es que no conocíamos la forma de pensar de los gitanos: son gente libre aunque, eso sí, respetando siempre el código de ellos. Les sorprendió que nos preocupara cuando se lo planteamos. Aquel viejo tenía algo de brujo, de mago. Ya sabes, mi niña, que si alguien no cree en esas cosas soy yo. Que cuando empiezan a decir por ahí que Juan García se ha convertido en Salvador Guerra, empiezo yo a reírme de cómo un negrito cubano, y loco —y vete tú a saber si es verdad que lo vio alguien—, de cómo ese negrito llega aquí, y todo el mundo se contagia de su locura. Incluso gente que desde siempre ha conocido a Juan García, aun antes de convertirse en el Corredera. Son cosas que no te explicas. Y eso es lo único que no se puede explicar de la brujería: cómo es que la gente llega a creerla. Pero ese viejo tenía algo. Cuando yo uso la palabra «brujo» refiriéndome a él, no quiero decir lo mismo que todo el mundo piensa. Era como adivino, una de esas personas que pueden adelantarse a las cosas. Tienen adentro algo que les dice, les avisa de cómo van a suceder las cosas, y de cuál es el mejor camino a tomar en determinado momento de la vida. Y mira si tengo razón, que cuando nos encontramos con la caravana allá por la provincia de Córdoba, o Badajoz, que nunca supimos bien dónde exactamente estábamos, pues iban ellos con determinación de llegar a Francia. ¡La que les hubiese cogido! Pregúntaselo a Mencey si algún día vuelves a verlo.
Volverás, y volveré a ver mi sonrisa en tus ojos, que has sido el único hombre de mirada nunca empañada por la mentira. Lo sé, como ese gitano supo el camino que tenía que elegir, para salvarte, para que volvieras ese día que vendrá en que volveré a ver mi sonrisa en tus ojos que nunca se nublan.
Hasta algunas monedillas nos dieron al despedirnos. Entre ellos, es sagrado compartir con el que viaja a su lado. Cogimos el camino de Lisboa, ellos, el de Coimbra.
Era una idea loca. Pero así estaban los tiempos. Y cuando se quiere una cosa mucho, ya se piensa menos. Pensábamos —esperábamos más bien— poder enganchar con un barco que fuera a Canarias. De polizón, de pescador de un pesquero, como fuera. Pero las cosas te entran en la cabeza como esperanza, y a medida que las vas pensando, te vas dando cuenta de la realidad. Encontrar un barco que fuera a Canarias, arriesgarnos a que nos cogieran y nos pidieran documentación, o suponer que algún pesquero portugués iba a emplear a dos españoles, sin papeles y además sin gran experiencia de mar (que ya dije que cuando niños jugábamos en las playas y escuchábamos los cuentos de los pescadores, pero nada más), era mucho suponer. Pero, además, volver a Canarias era volver a la guerra. Tarde o temprano, los godos se enterarían de que andaban dos hombres sueltos por la isla, y empezarían a hacer preguntas. Y si, por un casual, alguien del batallón había comentado, o escrito en una carta, que Mencey se había cargado a un sargento, y se había dado a la fuga con otro canario, buena nos esperaría.
En fin, era lo mismo que volver a España, peor acaso, por esa posibilidad de la carta, porque en las islas todo se sabe. De modo que, camino de Lisboa, repensamos mucho las alternativas. Fue entonces que se le ocurrió a Mencey saltar la frontera por Galicia, y buscar un barco con rumbo cubano.
La verdad es que Cuba tira. Pregúntale a cualquiera que la ha vivido. Y si hubiésemos tenido alguna seguridad de poder embarcar sin dificultad, nos hubiésemos arriesgado a cruzar la frontera. Pero sin pasaporte, en plena guerra. Y Dios sabe si en los archivos militares figuraba algo que nos podía joder, y más siendo Galicia territorio nacional; sería una locura ir a Vigo. ¿Que nuestro pasado porrista no garantizaba menos el peligro en Cubita la bella? No, mi niña, no. El treinta y tres pasó como un ciclón: acabó con todo, pero se empeñó de nuevo con lo mismo. Grau y Guiteras se quedaron en promesas. ¿O crees tú que los americanos iban a permitir que los liberalitos tomaran la isla? No, mi niña, no. En Cuba no nos pasaría nada. Hombre, habría que tener un poco de cautela: afeitarse el bigote Mencey, dejármelo yo, qué sé yo. Y más peligro sería encontrarse con algún compañero porrista que intentara vengarse de aquella locura de Mencey durante la huelga, que caer en manos de la policía. Y fíjate si tengo razón, que no había acabado nuestra guerra, cuando subió Batista y se arregló todo.
Pero ¿con qué culo caga la cucaracha?, como dicen allá. Nosotros no teníamos nada, ni la más remota posibilidad de embarcarnos. Sería Lisboa.
Lo que no resultó difícil fue encontrar trabajo en los muelles. Nos contrataban por hora, sin pedirte documentación ni nada. Al principio teníamos la ilusión de poder escondernos en algún barco con rumbo a Brasil, pero pronto ser nos cayó también ese sueño: revisaban las bodegas, que ni una cucaracha se les escapaba. Y si te cogían, a comisaría en el caso nuestro, que éramos extranjeros, y para colmo en aquellos tiempos, españoles. Y más de uno fue llevado por la policía de Salazar a través de la frontera, donde lo esperaba un pelotón. Decidimos no meneallo.
Se tiraba. Cargando y descargando barcos, día y noche, cobrando una miseria, es verdad, pero se tiraba. Al principio dormíamos en los mismos muelles, arropándonos con sacas y con lo que encontrábamos. Pero, al poco tiempo, nos hicimos amigos de uno que resultó ser nuestra salvación.
En los muelles y en el mar, se da de todo. Al principio, Mencey y yo creíamos que aquel tipo era un mariconcito que quería fuego. ¿A qué venía tanto interés en nosotros? Claro que también pensamos que podía ser de la secreta. Uno piensa de todo en esos momentos.
Un día nos dice el sujeto que él conocía una pensión, nada de palacio, pero más caliente y cómoda que dormir en los muelles. Pues allí fuimos a caer, entre pulgas, chinches y putas de dos escudos, que te fastidiaban más el dormir que las pulgas y los chinches. Estaban desesperadas, las pobres. Yo creo que, sin guerra y todo, había más hambre allí que en la propia España.
Poco a poco, el tipo empieza a soltarse. A hablar de España, a ver si me entiendes. Como quien no quiere la cosa. Oh, oh, me dice Mencey un día, no me está gustando esto pero que nada. A mí tampoco. Pues resulta que no: ni maricón, ni soplón. Nada menos que militante del PCP, mi niña: Partido Comunista Portugués.
Lógico, además: como todo buen militante, aquel hombre, al vernos españoles y obreros, se piensa en seguida que somos carne de carné. Y la jugó bien Mencey.
Claro que no lo creíamos, ni dejamos de creer, en seguida. Esas cosas toman tiempo. Un tipo viene y te dice que es tal y más cual, hasta ver qué pasa.
Pero la cosa se estaba poniendo peligrosa. Más y más españoles desaparecían, a medida que los nacionalistas iban ganando. Ese Salazar tenía un pacto con ellos, y mandaban para España a todo el que trincaban. Y un día se lo suelta Mencey a raja tabla. Siempre ha sido así, y no sé cómo ha llegado a vivir hasta hoy, porque te la puedes jugar una, dos, tres, varias veces en la vida, pero no siempre como él. Todavía teníamos dudas. El carné del Partido que nos había enseñado podía ser falso. Además, nos llamó la atención que lo llevara encima, aun cuando explicó que sólo ese día, para enseñárnoslo.
Nosotros no hacíamos ningún comentario. Estábamos acojonados. Nunca se sabe. Pues todavía así las cosas, sin aclararse nada, le suelta Mencey, en medio de una conversación —discurso más bien— en que el tipo estaba hablando del proletariado, campesinado y no sé que más, le suelta: «¡Camarada, tenemos que huir a Francia el compañero y yo!».
Me cagué, mi niña, me cagué. Mencey se había declarado. Si era de la secreta el tipo, nos arrancarían la cabeza en una hora.
Pero ya te dije que no. En unos días, nos tenía documentación falsa. El Partido se había ocupado de todo, incluso de darnos algunos billetes. Ahora yo me llamaba Jacques y Mencey, Guy. Pero no las tenía todas conmigo. No te voy a decir que yo era, como aquel Ezequiel, medio magro, no. Ni puta idea de lo que le venía encima a Francia y a toda Europa. Pero sí le dije una noche a Mencey, cuando esperábamos la llegada del barco que nos llevaría Francia, sí le dije: mira, Mencey, aquí no nos va tan mal, comemos, no nos falta una copita los domingos, y hasta nos tiramos una niña de vez en cuando: ¿qué más quieres?