Capítulo 13

Bastante después de haber oscurecido, Perry Mason y Paul Drake aparcaron sus coches a un par de manzanas de distancia de la antigua casa de dos pisos, y luego echaron a andar tranquilamente.

—Ahora la cuestión es caminar hasta la puerta principal con la mayor naturalidad —aconsejó Mason sosteniendo en la mano un llavín—. Introduciremos la llave en la cerradura atravesaremos el vestíbulo hasta la escalera que está a mano derecha, subiremos hasta el primer piso, torceremos a la derecha… la habitación de Katherine Ellis es la que da a la calle. Tenemos que disponernos a permanecer allí aguardando un largo rato.

—Puede que no sea muy largo —repuso Drake—. Mi empleado me dijo que Bernice Atwood acudió corriendo al Club de Campo las Cuatro Palmas para recoger apresuradamente el saco de golf. Apuesto lo que quieras que en cuanto llegó a su casa registró los rincones del saco.

—No tardará mucho en decidirse a entrar en acción directa. Sospecho que en la casa de Palm Springs encontró un testamento en que lo dejaba todo a Sofía, y lo destruyó. Ahora tiene razones para creer que existe otro testamento hológrafo posterior, y que está escondido en esta casa.

—¿Y si la cogemos haciendo un registro, qué prueba eso? —preguntó Drake.

—No prueba nada —replicó Mason—. Pero es una evidencia que conducirá a la prueba. Al fin y al cabo, recuerda Paul, que mi trabajo no consiste en conseguir una parte de la herencia de Gerald Atwood para Sofía, sino en procurar que Katherine Ellis salga libre de la acusación de delito de asalto con intento de asesinato.

»Lo que quiero demostrar es que otras personas estaban interesadas en registrar la casa, y que si durante el registro encontraron una sombrerera llena de dinero, tuvieron ocasión de apropiárselo.

—Eso tampoco prueba que Katherine Ellis no volviera más tarde y golpeara a tía Sofía —dijo Drake.

Mason rió:

—Te sorprenderás al ver la cantidad de evidencia que reuniremos antes de ir al juzgado… Bien, ya estamos ante la casa, Paul, enfilemos la avenida y subamos los escalones con toda la tranquilidad del mundo.

—Deberíamos encender las luces al entrar —observó Drake—. Si alguien nos viese entrar sin encender las luces…

—Nada de luces —le interrumpió Mason—. Si somos vistos por alguien que ande vigilando la casa, estamos perdidos en menos de cinco minutos.

Perry Mason introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.

—Entra, Paul.

La casa había estado cerrada y el ambiente se notaba un tanto enrarecido, distinto del aire puro del exterior.

—Me figuro que a tía Sofía no le agrada mucho la ventilación —dedujo Drake.

—Puedes hablar hasta que lleguemos a la habitación de Katherine, Paul. Luego permaneceremos absolutamente quietos y en silencio, a oscuras y sin fumar.

—¡Cielo santo! —exclamó Paul—. ¡No me digas eso!

—Debieras saberlo —replicó Mason—. No se puede alarmar a un intruso con mayor eficiencia que dejándole oler humo de tabaco recién quemado.

—Tendré que morderme las uñas —gimió Paul—. En realidad no me necesitas aquí, Perry.

—Vaya si no —replicó Mason—. Necesito un testigo y necesito refuerzos. Tú tienes licencia para usar armas. ¿La llevas encima?

—Desde luego —afirmó Drake—. ¿No podría ir a fumar al lavabo?

—Lo de fumar descártalo —fue la respuesta de Mason—. Quizá no tengamos que aguardar mucho.

—Tal vez ese vecino tan diligente que vio llegar a Katherine Ellis en el taxi, también nos haya visto y avise a la policía —se lamentó Drake en tono lúgubre—. Entonces no tendremos que esperar nada, sino ir a contar nuestra historia ante la mesa del sargento.

—La policía no va a detenernos. Estamos aquí para recoger las pertenencias personales de mi cliente. Tenemos permiso de Sofía Atwood para entrar en la casa, y estamos debidamente autorizados por mi cliente para coger sus pertenencias.

—¿A oscuras? —preguntó Drake.

—A oscuras. Pero nadie puede afirmar que haya sido a oscuras, sin entrar primero. Ahora ten cuidado con la escalera, Paul.

El abogado abrió la marcha por la escalera que iba girando al ascender.

Los escalones crujían bajo el peso de los dos hombres.

Mason llegó a lo alto de la escalera, se dirigió a la puerta de la habitación y entró.

El reflejo de las luces de la calle les permitieron ver lo suficiente para abrirse paso. Mason se echó sobre la cama y Drake ocupó una butaca tapizada.

—Tendremos que estar alerta o vamos a quedarnos dormidos —comentó Drake.

—Cállate —le advirtió Mason.

—No hay necesidad de guardar silencio —insistió Drake—. Con lo que cruje esa escalera podemos oír llegar a cualquiera mucho antes de que nos oiga a nosotros.

—Hay una escalera posterior en algún lugar de la casa —repuso Mason—. Tal vez no cruja, o si cruje podemos no oírlo desde aquí. Ahora guardemos silencio.

—No puedo remediarlo —dijo Drake—. Claro, que si pudiera dormir, eso me aliviaría.

—Entonces duerme, y calla —le aconsejó Mason.

Los dos hombres permanecieron sentados en el cálido silencio del dormitorio durante varios minutos, luego los muelles de la cama crujieron ligeramente mientras Mason variaba de posición y colocaba un par de almohadas debajo de sus hombros.

Paul Drake se removió en su butaca sin hacer el menor ruido.

Aguardaron…

El ruido del tráfico les llegaba apagado. Cuando la temperatura comenzó a variar en la casa, se oyeron ligeros crujidos.

Drake suspiró profundamente. Hubo un silencio de varios minutos y luego la respiración rítmica y profunda del detective indicó que estaba dormido.

Mason, tratando de conservar la misma posición, luchaba con la modorra.

La puerta del dormitorio de Katherine Ellis que daba al corredor estaba abierta de par en par para que los dos hombres pudieran ver el menor resplandor de luz, en caso de que el intruso llevara linterna. Transcurrió una hora.

La respiración de Drake se hizo más profunda, convirtiéndose en un ligero ronquido.

Mason se incorporó en la cama sin hacer ruido y dio unos golpecitos en la rodilla de Drake.

El detective se despertó con sobresalto.

—¿Eh?

—Chisssss —le previno Mason.

Guardaron silencio.

Desde algún lugar del segundo piso se oía un ruido peculiar, como si deslizaran algo… un ruido que era casi un ritmo de ruidos sucesivos.

Mason se levantó de la cama apoyándose en la rodilla de Drake.

Drake puso su mano en el hombro de Mason para hacerle saber que estaba despierto y había estado escuchando.

Los dos hombres escucharon atentamente.

De pronto hubo un estrépito ensordecedor… ruido de cristales al romperse. Una voz masculina soltó una maldición y al mismo tiempo un haz de luz iluminó el pasillo, y luego pasos que iban hacia la escalera principal.

—Vamos, Paul —dijo Mason saliendo al pequeño pasillo que iba a dar al rellano de la escalera.

El abogado llegó a tiempo de abalanzarse sobre la figura que corría hacia la escalera con una linterna en la mano derecha.

El hombre se revolvió bajo el cuerpo de Mason, agarró su linterna y quiso golpear la cabeza del abogado.

Perry Mason cogiendo la muñeca del hombre golpeó su brazo contra el suelo.

—Quieto —le ordenó— o le aplasto. Paul, mira si encuentras el interruptor de la luz.

—Lo estoy buscando —respondió Drake.

—Coge su linterna —apuntó Mason—. Y así lo encontrarás.

—Ya lo he encontrado —replicó Drake encendiendo la luz.

Mason aflojó su presión para mirar al hombre caído en el suelo.

—Vaya, que me aspen —exclamó—. Si es Stuart Baxley, el amigo de la familia.

Baxley con el rostro contorsionado por el odio, dijo:

—Intrusos, espías…

Mason plantó su codo sobre el diafragma del otro que calló en seco.

El abogado se incorporó apoyándose sólo en una rodilla para registrar la figura de Baxley. Palpó un bulto en el bolsillo posterior del otro y extrajo un revólver que arrojó por el suelo a Drake.

—Será mejor que lo guardes como recuerdo, Paul.

—Asegúrate de que no lleva otro —previno Drake—. Algunas veces llevan una pequeña «Derringer…».

—No hay más —replicó Mason—. Vamos, Baxley. Levántese.

Baxley gimió, y apoyándose en sus rodillas y manos se puso lentamente en pie, con aspecto de animal acorralado.

—No intente huir —le advirtió Mason—. No hay lugar a donde pueda ir donde no le aguarde una orden de detención por allanamiento y escalo.

—¿Y ustedes qué? —replicó Baxley furioso.

—Nosotros estamos aquí con un fin legítimo, y hemos entrado con una llave. ¿Y usted?

—No quiero responder —dijo Baxley.

—¿Qué era lo que arrastraba, o golpeaba? —preguntó Mason—. Usted… Oh, aquí hay agua. Echa un vistazo a ver que es, Paul.

Drake abrió una puerta del pasillo y dijo:

—Supongo que debe ser el dormitorio de Sofía Atwood. Había un purificador de agua. Lo han volcado y la gran botella de cristal se ha hecho añicos.

—Bien —dijo Mason—. Creo que hay que dar parte a la policía para que sepan…

—Aguarden un minuto —exclamó Baxley—. No es necesario mezclar en esto a la policía.

—¿Por qué no?

—Sencillamente, yo estaba tratando de conseguir alguna prueba.

—¿Pruebas para condenar a Katherine Ellis? —preguntó Mason.

—Tal vez sí —contestó Baxley—, o tal vez no.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —quiso saber Mason.

—No mucho.

—¿Cómo ha entrado?

Baxley comenzó a decir algo, pero luego cambiando de idea:

—Esperen un momento. ¿Tenemos un trato o no?

—Hasta ahora ninguno —repuso Mason—. Continúe hablando.

De pronto Baxley apretó los labios.

—No voy a hablar más. No hablaré hasta que hagamos un trato.

Mason dirigióse a Drake.

—Paul llama a la policía. Probablemente será mejor que vengan los del departamento de homicidios. Son los que han estado trabajando en el caso contra Katherine Ellis.

Drake avanzó por el pasillo mirando a su alrededor, luego, utilizando la linterna que le habían quitado a Stuart Baxley, bajó la escalera y encendió las luces de la planta baja.

Baxley miraba en derredor buscando un sitio por dónde escapar.

—No le va a hacer ningún bien tratar de huir —le aconsejó Mason—. Para su información, le diré que yo no le dispararía… por lo que tenemos contra usted hasta ahora… pero cuando llegue la policía y les diga que le hemos encontrado aquí, avisarán por todas partes y lo atraparán. Además, en este estado la huida es una prueba de culpabilidad, de manera que está usted atrapado y tiene que reconocerlo.

Baxley se dispuso a decir algo pero cambió de idea.

Desde el piso de abajo podía oírse a Drake hablando con la policía.

Luego el detective dejando el teléfono corrió hasta el pie de la escalera para gritar a Mason:

—¿Enciendo las luces del porche para que pueda entrar la policía?

—Desde luego —replicó Mason.

Se volvió a Baxley.

—Si nos dijera lo que andaba buscando, eso aclararía algo la atmósfera y quizá fuera la base para una pequeña cooperación.

—¿Y qué es lo que buscaban ustedes? —preguntó Baxley.

—A usted —replicó Mason.

—No, no es cierto —se exasperó Baxley—. Y andaban por aquí sin zapatos. ¿Qué buscaban…?

De pronto Baxley se interrumpió entrecerrando los ojos.

—¡Demonio! —exclamó—. Ustedes no estaban buscando nada. Ustedes…

—¿Sí? —le animó Mason—. ¿Qué estábamos haciendo?

—Sin comentarios —terminó Baxley.

Al cabo de unos breves, pero tensos minutos se oyó llamar a la puerta principal… luego, cuando Drake hubo abierto, rumor de voces y de pasos que subían la escalera.

Stuart Baxley dijo a Mason:

—Ahora ya está hecho. Han echado la manteca al fuego.

Mason guardaba silencio, pensando, con los ojos bajos para concentrarse.

Los pasos se aproximaron por el pasillo, y apareció Drake con dos policías.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó el agente.

Mason respondió:

—Ha entrado un intruso.

—¿Es ésta la residencia Atwood? —preguntó el oficial.

—Sí —repuso Mason.

—Sofía Atwood fue asaltada por su sobrina y está inconsciente en estos momentos en el hospital —manifestó el policía.

—En general es correcto —replicó Mason—, excepto que no fue asaltada por su sobrina, sino por un intruso.

»Y… —prosiguió el abogado tras una pausa significativa— hemos capturado a un intruso.

Baxley se volvió hacia Mason.

—Oiga, condenado… ¡No puede achacarme eso!

—¿Achacarle el qué? —preguntó Mason.

—El asalto.

—Yo no he querido achacarle nada —afirmó Mason—. Me he limitado a declarar que usted es un intruso.

—¿Y qué me dice de usted? —preguntó Baxley.

—¿Quieren ustedes interrogarlo? —preguntó Mason a los agentes de policía—. ¿O prefieren que lo haga yo?

Uno de los oficiales sonrió.

—Ustedes lo están haciendo muy bien. Ahora vamos a ver… usted es Perry Mason, el abogado.

—Eso es.

—¿Y este hombre? —preguntó el policía señalando a Paul Drake con el pulgar.

Drake que estaba preparado para la pregunta, extrajo una cartera de cuero de su bolsillo, que abrió para mostrar sus credenciales.

—Es un detective privado —explicó Mason—. Está a mi servicio.

El oficial se volvió a Baxley.

—Mi nombre es Baxley. Soy amigo de la familia.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse? —preguntóle Mason.

—Eso a usted no le incumbe.

—¿Qué está usted haciendo aquí? —le preguntó el oficial.

—Buscaba pruebas.

—¿De qué?

—De la presencia de un intruso.

—¿Cómo entró usted?

—Por la puerta de atrás. Tiene un cerrojo con muelle que puede ser abierto con un pequeño trozo de celuloide, si se sabe hacerlo.

—Nosotros lo sabemos —manifestó el oficial—, pero era de esperar que usted lo ignorase.

—Bueno, pues da la casualidad de que lo sé.

El oficial preguntó a Mason:

—¿Qué estaba haciendo aquí?

—Yo represento a Katherine Ellis.

—¿Que ha sido detenida por asalto e intento de asesinato?

—Correcto.

—De acuerdo, volveré a preguntarle: ¿Qué estaba haciendo aquí?

—Estaba en la habitación ocupada por la señorita Ellis. Tenía motivos para suponer que algún intruso entraría en la casa.

—¿Qué fue lo que le sugirió esa idea?

—Pensé que un intruso podría tener un motivo.

—¿Cómo por ejemplo? —preguntó el oficial.

Mason sostuvo la mirada del oficial.

—Existen pruebas circunstanciales en el caso contra Katherine Ellis, y hasta el momento eso es todo… es un caso bastante débil. Yo pensé que quizás alguien quisiera preparar alguna pequeña evidencia.

—¿Cómo qué? —quiso saber el agente.

Mason respondió:

—No lo sé. La señorita Ellis fue acusada de haber robado un billete de cien dólares y ha presentado la demanda por difamación contra ese hombre, Baxley. ¿Cómo voy a saber que no estaba preparado para colocar alguna prueba en la casa que acusara a la señorita Ellis?

—Eso —comenzó a decir Baxley— es lo más absurdo…

—Y —le interrumpió Mason— llevaba consigo un revólver. No sé si tendrá licencia para usarlo.

—¿Dónde está el revólver? —preguntó el oficial.

—Lo tiene Paul Drake.

—¿Tiene usted licencia para llevar esa arma? —preguntó el oficial a Baxley.

—No, no la tengo. No la llevaba en público. Sólo la traje aquí, a la casa de mi amiga. Tengo derecho a proteger la casa de una amiga.

—¿Cómo la trajo aquí?

—No pienso responder —dijo Baxley—. Si quiere probar que llevaba un arma cuando vine, adelante, pruébelo.

—Es usted algo beligerante, considerando la posición en que se encuentra —insinuó el oficial.

—No me encuentro en ninguna posición —respondió Baxley—. Y ande con cuidado o será usted el que se encuentre en una posición falsa. Este abogado es conocido por emplear tácticas poco convencionales. Usted acepta su palabra de que estaba sentado en la habitación donde había vivido Katherine Ellis. No tenía derecho a estar allí. Pero, ¿cómo sabe usted que no andaba por la casa tratando de preparar alguna evidencia que debilitase el caso contra su cliente? Ése es su estilo.

El oficial miró a Mason con aire pensativo.

Mason, sonriéndole se defendió:

—Sofía Atwood me dijo que Katherine Ellis podía llevarse el resto de sus cosas en cualquier momento. Era en la habitación de la señorita Ellis donde aguardábamos, y entramos en la casa con la llave que me entregara Katherine Ellis.

—¿Cuándo se la dio?

—Antes de ser arrestada.

—Está bien —decidió el oficial—. Iremos todos a Jefatura. Vamos a cerrar esta casa. Me parece que al teniente Tragg de Homicidios le gustará que deje a uno de mis hombres de guardia. Fred, llama y da el informe. Ve si puedes hablar personalmente con el teniente Tragg. Sé que le interesará saber que Mason estaba aquí.

Stuart Baxley sonrió.

El oficial encargado, tras vacilar unos momentos, ordenó:

—Llévense a estos tres hombres al coche. Yo voy a echar un vistazo por aquí para ver si hay alguna prueba o si han tocado algo.

—Hágalo —replicó Stuart Baxley—. Y descubrirá que el abogado estaba aquí por alguna razón. Mire en el armario donde robaron el dinero. Se llevaron un billete de cien dólares que estaba dentro de una sombrerera. Mire a ver si encuentra que ese abogado ha puesto un billete de cien dólares en algún lugar del fondo del armario, y él dirá que cayó de la caja cuando un ratón la volcó. Es su estilo.

Mason sonrió.

—Eso explica la historia, oficial. Registre a ese hombre, Baxley y vea si no lleva encima un billete de cien dólares que planeaba colocar en la habitación ocupada por Katherine Ellis.

Baxley dio un paso atrás.

—No puede registrarme —se defendió—. No tiene usted una orden.

—Fíjese en sus manos —insistió Mason—. Vigile que no se deshaga de un billete de cien dólares de aquí a jefatura. Enciérrelo por allanamiento y escalo de morada y tendrá derecho a registrarlo. Se puede decir por su modo de actuar ahora que he dado bastante cerca del blanco. Lleva encima un billete de cien dólares.

—¿Es eso un crimen? —preguntó Baxley.

—Puede ser evidencia de un intento para cometer un crimen —replicó Mason.

—Siempre llevo encima un billete de cien dólares —indicó Baxley enrojeciendo—. Lo llevo como una reserva de emergencia en el caso de que quedara corto de dinero suelto o se me presentase un viaje inesperado.

—Todos irán conmigo a jefatura, y ninguno intentará arrojar nada durante el camino.

Los oficiales hicieron subir a Mason, Drake y Stuart Baxley a la parte posterior del automóvil.

Baxley utilizó todos los medios a su alcance para liberarse, ya amenazando, o suplicando, diciendo que aquello era un insulto y que su reputación sufriría daños irreparables si lo llevaban a jefatura.

El oficial conducía sin inmutarse, silencioso y al parecer sin prestar atención a las palabras de Baxley. En jefatura, el sargento escuchó la historia de los agentes.

—¿Quién telefoneó a la policía? —quiso saber.

—Yo —respondió Drake.

—¿Cómo entraron usted y Mason en la casa? —preguntó el oficial.

—Teníamos una llave… una llave que me entregó mi cliente, que vivía en el edificio —repuso Mason.

—¿La lleva consigo?

—Sí.

—Déjeme verla.

Mason le mostró la llave. El sargento la estudió pensativo, dio unos golpecitos con ella sobre el escritorio, y luego la puso en un cajón de la mesa.

—Lo siento —replicó Mason con firmeza—. Tendrá que devolverme esa llave.

—¿Por qué?

—Mi cliente tiene algunas cosas en esa habitación. Yo soy el encargado de sacarlas.

El sargento, tras vacilar unos instantes, devolvió la llave a Mason.

—¿Cómo entró usted en la casa? —preguntó a Stuart Baxley.

—Hace tiempo que sospechaba que había… —comenzó a decir Baxley.

—¿Cómo entró usted? —le interrumpió el sargento.

—Por la puerta de atrás.

—¿Estaba abierta?

—Pues no, exactamente. Digamos que el pestillo era vulnerable.

—¿Qué quiere decir eso de «vulnerable»?

—Pues, se trata de un cierre de muelle. Puede introducirse un fragmento de celuloide fuerte, o de plástico, presionar con él, y salta el pestillo.

Mason intervino:

—Creo que el señor Baxley fue quien entró por la puerta de atrás y descubrió el cuerpo inconsciente de Sofía Atwood.

Baxley se volvió hacia él indignado.

—¡Usted no se meta en esto! No es asunto suyo.

Mason se encogió de hombros.

—¿Es eso cierto? —preguntó el sargento.

—Es cierto —replicó Baxley—. Da la casualidad de que tuve la fortuna de encontrarla. De no haber sido por eso, ahora estaría muerta, y la cliente del señor Mason tendría que enfrentarse con una acusación de asesinato.

—¿Cómo entró usted la vez que descubrió a Sofía Atwood?

—La puerta posterior estaba entreabierta.

—¿No estaba echado el pestillo?

—Hay pestillo, pero no había sido echado.

—¿De haberlo estado, hubiese podido abrirlo?

—Me figuro que sí. Entonces lo ignoraba. No fue hasta que estudié la puerta de atrás y su pestillo, cuando descubrí que era vulnerable.

—¿Cómo conoce usted este truco de utilizar una hoja de plástico duro para abrir un cierre de muelle?

—Lo leí en alguna novela policíaca.

Se abrió la puerta de la calle, y el teniente Tragg entró apresuradamente.

—Vaya, vaya, vaya —exclamó—. ¿Qué es esto? ¿Una especie de congreso?

Mason sonrió.

El sargento le expuso la situación del momento, con brevedad.

—Estos tres hombres estaban en casa de Sofía Atwood. Al parecer Mason y este detective privado, Drake, llegaron primero. Entraron con una llave por la puerta principal, y dicen que estuvieron en la habitación que ocupara Katherine Ellis, la cliente de Mason.

»Oyeron un ruido y salieron, descubriendo que el purificador del agua se había volcado, y a Stuart Baxley en la casa. Le sujetaron y telefonearon a la policía.

—¿Qué parte telefoneó a la policía? —quiso saber Tragg.

—Mason y Drake.

El teniente Tragg se volvió a Baxley.

—¿Qué estaba usted haciendo allí? —le preguntó.

—Yo tenía derecho a estar allí. Represento a la señora Atwood.

—¿Tiene algo que lo pruebe?

—Tengo su palabra.

—Por desgracia ahora ella no puede darnos su versión de este asunto —repuso el teniente Tragg—. Tendrá que tener algo escrito.

—Mason tampoco tiene ningún documento escrito —replicó Baxley.

—La situación es algo distinta para el señor Mason —aclaró el teniente Tragg—. Su amigo y detective, Levering Jordan, dice que Mason estaba autorizado para entrar en la casa; que la señora Atwood estuvo hablando con él mientras Mason estaba en la casa, y en tanto que la secretaria Della Street, reunía algunas cosas para llevarlas a la señorita Ellis.

»Jordan oyó decir a la señora Atwood que Katherine Ellis podía volver en cualquier momento para recoger el resto de sus pertenencias. Lo que Katherine Ellis puede hacer por sí misma, también puede hacerlo a través de un agente… es decir, si se trata de un agente tan honorable como lo es un abogado.

Baxley guardaba un silencio imponente y agresivo.

—Ahora dígame, ¿qué estaba usted haciendo allí? —le preguntó el teniente Tragg—. ¿Qué es lo que andaba buscando?

—Evidencia.

—La policía había registrado todo el lugar.

—Yo buscaba algo que pudiera haberles pasado por alto.

Mason intervino:

—Quizá deseaba dejar alguna evidencia que pareciese que había pasado por alto a la policía.

Tragg observaba a Mason con el ceño fruncido.

—¿Algo como un billete de cien dólares colocado en algún lugar del dormitorio ocupado por Katherine Ellis…?

—¡No, no, no! —protestó Baxley, impaciente e indignado—. Todo lo vuelven al revés.

—¿Qué quiere decir al revés? —preguntó el teniente Tragg.

—Yo no intentaba dejar ninguna prueba.

Tragg observó a Baxley con aire pensativo.

—¿Tiene usted un billete de cien dólares en su bolsillo? —le preguntó.

—¿Y qué tiene eso que ver?

—No lo sé. Sólo le he hecho una pregunta, eso es todo.

—Eso a usted no le incumbe —replicó Baxley—. No tiene ninguna orden de detención contra mí.

—Fue usted sorprendido allanando una morada —replicó Tragg—. Podemos detenerle por eso, y cuando lo hagamos vaciará sus bolsillos encima del escritorio. Voy a preguntarle otra vez, ¿lleva usted un billete de cien dólares encima?

—Está bien —repuso Baxley—. Tengo un billete de cien dólares.

—Veámoslo.

Baxley sacó una carterita de su bolsillo y de ella un flamante billete de cien dólares.

—¿Dónde está el resto de su dinero? —le preguntó el teniente Tragg.

—En un billetero, en un bolsillo de mi chaqueta.

—Enséñemelo.

Baxley vacilaba, pero al fin abrió un billetero que llevaba en el bolsillo interior de su americana.

El teniente Tragg fue contando el dinero.

—Tiene usted aquí cuarenta y siete dólares en billetes ¿Y supongo que algún dinero suelto llevará en otro bolsillo?

Baxley introdujo su mano derecha en el bolsillo de su americana y sacó una pequeña cantidad de monedas.

—¿Cuánto tiempo hace que tiene ese billete de cien dólares? —le preguntó Tragg.

—Habitualmente suelo llevar un billete de cien dólares como reserva para un caso de necesidad.

—¿Quiere usted asegurar que lo lleva consigo siempre?

—Sí.

—¿Tiene que emplearlo muy a menudo?

—Da la casualidad de que jamás he tenido que usarlo —repuso Baxley—. Lo llevo sencillamente como un fondo para una emergencia.

—¿Entonces hace algún tiempo que tiene este billete de cien dólares?

—Sí.

—¿Cuál es su Banco? —preguntó Tragg.

—La Banca del Litoral.

—Está bien —manifestó el teniente Tragg—. Si su versión es auténtica no habrá sacado cien dólares de su cuenta corriente. Pero por el aspecto de ese billete no lo ha llevado mucho tiempo en esa carterita. Supongamos que llamamos al Banco y…

—He sacado este billete del Banco esta mañana —se apresuró a decir Baxley—, si es eso a donde quiere ir a parar.

—Pensé que usted había dicho que lo llevaba siempre encima.

—Un billete de cien dólares… no éste precisamente.

—¿Qué hizo usted con los otros?

—Yo… he… los cambié.

—¿En su Banco?

—No, en mi Banco no, en algún otro. Quería algunos billetes de veinte dólares y cambié el de cien por billetes de veinte. Luego fui a mi Banco y extendí un cheque por cien dólares para tener este billete de cien para reemplazar mi reserva.

—Me hubiese gustado mucho más su historia si me la hubiese contado así la primera vez —dijo el teniente Tragg pensativo.

—No tiene usted derecho a adoptar esta actitud conmigo —protestó Baxley.

El teniente Tragg se volvió de improviso hacia Perry Mason.

—Está bien, Mason, usted estaba siguiendo alguna de sus corazonadas. ¿Cuál era?

—Lo siento, teniente —repuso Mason—, todo lo que puedo decirle es que estaba siguiendo una corazonada. Paul Drake y yo estábamos vigilando la casa.

—En otras palabras —prosiguió Tragg—, ¿usted actuaba en la suposición de que alguien intentaría entrar en la habitación de Katherine Ellis para dejar un billete de cien dólares?

Drake dirigió a Mason una mirada apresurada y luego evitó sus ojos.

—En este caso me encuentro en una posición peculiar, teniente. Tiene usted que comprenderlo. Yo puedo decirle que estaba en la casa como resultado de la autorización dada por la señora Atwood, la propietaria de la casa, y de Katherine Ellis, que era la inquilina de la habitación donde Drake y yo aguardábamos. No puedo decirle exactamente lo que esperábamos, pero usted tiene una mentalidad entrenada como investigador, y si quiere atar cabos, no hay nada que podamos hacer para detenerlo.

Tragg, sonriendo, dijo:

—Ése es un bonito ejemplo de doble sentido, pero desde luego ha dicho una cosa que es clara como el agua, y es que si yo quiero atar cabos no va a impedírmelo.

Stuart Baxley exclamó indignado:

—Él puso el primer cabo en su mente, y luego el segundo cabo, y el resultado que consiga atarlos es precisamente el deseado por Perry Mason.

El teniente Tragg miró a Baxley pensativo.

—Baxley —le anunció—, está usted en una posición muy delicada en este caso. Le dejaré marchar. No voy a detenerlo, pero manténgase alejado de esa casa y no vaya por ahí forzando cerraduras.

—Yo no forcé ninguna cerradura.

—Bueno, eso depende de a lo que usted llame «forzar». Técnicamente, eso fue escalo y allanamiento de morada.

—Yo tenía tanto derecho como Mason o más.

—No, no lo tenía —replicó Tragg—. Ahora no se acerque a ese lugar. ¡Manténgase alejado! Si en lo futuro es usted detenido por esos alrededores, se va a ver en un serio apuro. Fíjese que no lo detengo de momento. Me limito a dejarle marchar. Es usted un hombre de negocios y podemos cogerle en cuanto queramos. No hay necesidad de meterlo en una celda para que al día siguiente comparezca ante un juez por los cargos presentados y una fianza establecida. Es mejor dejarlo en libertad bajo su cuenta y riesgo.

Tragg volvió a Mason para decirle:

—Para su información, abogado, parece ser que Sofía Atwood vivirá. Realizaron una operación de urgencia y extrajeron por lo menos gran parte del coágulo, pero hay complicaciones. No ha recobrado el conocimiento y, cuando lo haga, es posible que sufra una amnesia traumática y no pueda recordar nada.

»Se lo digo por la razón de que de todas formas va a leerlo en los periódicos, y eso significa que vamos a proceder inmediatamente contra Katherine Ellis con una audiencia preliminar. Luego, si ocurriera algo y hubiese un cambio y falleciese, siempre podríamos retirar esta demanda y procesarla por asesinato en primer grado ante un gran jurado. Felices sueños, abogado.

—¿Podemos irnos ya? —preguntó Mason.

—Pueden irse ya, y creo que también debo aconsejarles que no sería muy inteligente por su parte el merodear por esa casa. Si desea recoger las pertenencias de su cliente, haremos que le acompañe un policía mañana a la luz del día. Puede ir usted allí en coche, con maletas… una conductora, o lo que desee… y sacar de esa habitación todo lo que pertenezca a su cliente. El policía hará un inventario de todo lo que usted se lleve. Entretanto, no se acerque por aquella casa. Las pruebas pueden ser dejadas por cualquiera y no necesito advertirle, abogado, que colocar evidencia es un delito muy serio. En su caso puede conducir a complicaciones que pudieran incluso llegar a expulsarle del foro.

—No se me ocurriría falsear evidencia —repuso Mason.

—No —dijo Tragg—. No creo que lo hiciera. Pero sí podía usted preparar alguna especie de evidencia, algo que quizá fuese el cebo de una trampa.

—¿Y qué diantres podría utilizar como cebo? —preguntó Mason.

—No lo sé —repuso Tragg pensativo—. Pero no hago más que pensar y pensar. Como usted me dijo, no se puede evitar que una persona vaya atando cabos.