Capítulo 8
La Compañía de Manufacturas Gillco estaba ubicada en un distrito donde diversas factorías tenían espacio suficiente para proporcionar zonas cercadas de aparcamiento a sus empleados. El edificio era de tres plantas de estilo funcional. Drake encontró un lugar donde aparcar junto a la acera, y acompañado de Mason penetraron en el vestíbulo donde una mujer atractiva de unos treinta y tantos años se hallaba sentada ante el mostrador de recepción. Tras ella había una centralita donde un empleado desplegaba gran actividad moviendo clavijas para intercambiar líneas.
Drake exclamó:
—Hola, ya estoy aquí otra vez, y ahora traigo a un amigo.
Ella se echó a reír.
—¿Todavía sigue interesado en la ciega que vende lápices? ¿Quién es usted… un agente que trata de detenerla por mendigar o algo parecido?
—No —explicó Mason—, sólo somos curiosos.
—Sí, lo comprendo —repuso ella—. Sólo curiosidad ociosa trae aquí a dos altos ejecutores para… Oiga, ¿no es usted Perry Mason, el abogado?
Éste asintió.
—¡Vaya, esto me huele a chamusquina! ¡No me diga que esa mujer está complicada en un caso de asesinato!
—Puede ser un testigo —contraindicó Mason—. ¿Dónde está?
—¿No está ahí fuera?
Drake meneó la cabeza.
—No está en el lugar acostumbrado.
—Entonces debe haberse ido. Sé que estaba ahí hará cosa de media hora.
—¿Dentro de esta propiedad? —preguntó Mason.
—Junto a la pared donde termina la compañía de manufacturas. En realidad está fuera de la jurisdicción de la ciudad y en una propiedad privada. El señor Gillman dijo que la dejara estar ahí… para que le trajese suerte.
—¿Cómo puede ganarse la vida vendiendo lápices aquí? —preguntó Mason.
—Es que son lápices buenos. También tiene algunos bolígrafos… de excelente calidad… bastantes empleados se detienen a comprarle. Se asombraría. Algunas veces creo que hace bastante negocio, pero, desde luego, no lo bastante para viajar en taxi.
—¿Y de qué otra manera conseguiría llegar hasta aquí? —preguntó Mason—. Difícilmente podría tomar el autobús. Siendo ciega no puede andar, y es más barato ir en taxi que alquilar un coche con chófer.
—Lo sé —aceptó la mujer—. Una vez le pregunté por qué venía en taxi y obtuve la misma respuesta. También me dijo que las compañías de taxis hacen un precio especial a los ciegos que tienen que trasladarse a distintos sitios… o lo hacen los taxistas o algo por el estilo. Sea como fuere dijo que le hacían un precio especial.
—¿Cuánto tiempo lleva viniendo aquí?
—Poco más de dos semanas.
—Me dijo el señor Drake que usted reparó en sus pies —observó Mason.
—Es cierto. En realidad se trata de dos mujeres. Una de ellas tiene los pies bonitos. La otra tiene el píe izquierdo bien, pero en el derecho tiene un juanete.
—¿Cuándo lo observó usted?
—Oh, yo suelo fijarme en todo. Dígame… le estoy dando muchas informaciones. No sé si le agradaría o no al señor Gillman…, ¿quieren hablar con él y preguntarle si está de acuerdo? No me gusta… Bueno, sé que al señor Gillman no le agradaría que yo dijese algo que atrajese una atención desmedida hacia la compañía.
—Quizá —dijo Mason—. ¿Podremos subir a su oficina?
—Aguarden un momento —dijo cogiendo el teléfono.
Estuvo aguardando unos treinta segundos antes de conseguir línea y luego pidió:
—Con la oficina del señor Gillman, por favor… Oiga, ¿podría el señor Gillman recibir al señor Perry Mason, el abogado?
Instantes después sonrió a Mason.
—Lo siento, el señor Gillman está ocupado, hay otras visitas que aguardan para verlo y tiene que hacer una serie de llamadas telefónicas durante las dos horas siguientes. En esta época del año está muy ocupado.
Dejó el teléfono en su sitio y miró interrogadoramente a Paul Drake.
—¿Y usted, señor Drake, también es abogado?
—Detective privado —replicó Mason—, y trabaja para mí en un asunto.
—¿En el que está complicada la mendiga ciega?
—No lo sabemos —puntualizó Mason—. Tenemos algunas pistas que señalan esa dirección. Esto es todo lo que sabemos y nos gustaría averiguar más cosas sobre ella. Pero por favor, no le diga que estamos investigando.
—¡Vaya! —exclamó—. ¡Qué misterioso!
Bruscamente miró hacia un joven que acababa de entrar corriendo y que llevaba un maletín.
—El señor Gill… —comenzó, pero la recepcionista le interrumpió.
—Adelante, señor Deering. Lo está esperando.
Se volvió hacia Mason mientras el joven iba hacia el ascensor.
—¿Es algo importante?
Mason sonrió inclinándose.
—Es sólo una cuestión de rutina. Muchísimas gracias. Nos ha sido de gran ayuda.
—Me dejan ustedes en el limbo —protestó.
Mason rió de buena gana.
—No se preocupe. La citaremos como testigo.
Ella hizo una exagerada mueca de disgusto.
—Hágalo y lo mato —amenazó.
Mason y Drake salieron del vestíbulo intercambiando miradas significativas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Drake.
—Es evidente que se ha marchado y que tus dos empleados la están siguiendo. Vamos a una cabina telefónica, Paul, y veamos si han dado algún informe.
—Bien, las cosas ciertamente toman un cariz especial —opinó Drake—. Mira, Perry, tú sabes algo que yo ignoro respecto a este caso. Referente a cierta suma de dinero.
—Es posible —repuso Mason.
—¿Vas a decírmelo?
—No.
—¿Por qué?
—Es mejor que sepas sólo lo que yo te diga respecto a este caso —argumentó Mason pensando sus palabras con sumo cuidado—. Voy a decirte esto… la recepcionista se ha dirigido a ese joven que ha entrado llamándolo Deering. Si por casualidad su primer nombre es Hubert, podría ser muy significativo. De manera que tú y yo vamos a anotar los números de las matrículas de los automóviles aparcados ahí delante; luego, más tarde, tú comprobarás quiénes son los propietarios de esos automóviles. En cuanto tengamos los números de las matrículas, buscaremos un teléfono, llamaremos inmediatamente a tu oficina, y veremos qué hay de nuevo.
Había una docena de coches aparcados junto a la acera. Mason empezó por un extremo, y Drake por el otro. Rápidamente anotaron los números de las matrículas de los coches aparcados, y luego fueron a una estación de servicio que tenía cabina telefónica desde donde Drake telefoneó a su oficina.
Cuando Drake regresó al automóvil lo hizo pensativo.
—Hemos seguido a doña Juanete hasta el fin —dijo—. Hasta un piso del viejo distrito del camino de Santa Mónica. Es una ciega que vive allí desde hace más de dos años. Su nombre, por cierto, es Gillman.
—¿Gillman? —exclamó Mason—. ¿Tendrá alguna relación con Gillman de la Compañía Gillco?
—Voy a darte la información que tengo —se ofreció Drake—. Su nombre es Gillman. Está viviendo en ese piso. Es una excéntrica. Algunas veces la gente no la ve durante dos o tres días. Luego sale a la calle con su bastón para abrirse camino, y va hasta el mercado de la esquina.
»En el mercado de la esquina la conocen bien. Paga en efectivo. Con frecuencia le llevan provisiones. Una mujer ciega, que vive sola, y hace su comida… representa un problema.
—Bien —propuso Mason—. Empezaremos a hacernos preguntas. ¿Qué harías tú, Paul, si fueses ciego y tuvieses una renta limitada? No comerías fuera, ni tendrías cocinera.
—En eso tienes razón —respondió Drake.
—Conservaremos a tus hombres en su puesto. Cuando la ciega salga quiero saber a dónde va. Quiero descubrir todo lo que pueda sobre ella.
—Mi empleado cree que ella ha sospechado que la seguían —observó Drake.
—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó Mason—. Al fin y al cabo seguir a una ciega no debiera ser…
—No fue la mujer quien lo descubrió, sino el taxista —le interrumpió Drake—. Algunos de esos conductores son extremadamente hábiles, y ése es muy bueno. Mis hombres le tenían emparedado, es decir, uno de ellos le había pasado y miraba por el espejo retrovisor, y el otro seguía al taxi. Cambiaron de posición una o dos veces durante el trayecto. Es una buena técnica para seguir a un automóvil. Uno de los coches le pasa, el otro queda detrás, y de este modo el interesado no se da cuenta de que le vienen siguiendo.
—¿Pero este taxista sí se enteró? —quiso saber Mason.
—Este taxista sí. Es decir, mi empleado lo cree así porque se volvió a decir algo a su pasajera, y después la mujer se quedó muy quieta en el asiento.
»Mi empleado cree que el conductor descubrió que le seguían y se lo dijo a ella.
—Deja que tu hombre continúe en su puesto —decidió Mason—. Desde aquí iremos a mi oficina, pero quiero saber los nombres de los propietarios de los coches aparcados delante del edificio Gillco.
Drake dio instrucciones a su empleado, y luego volvieron a la oficina de Mason muy pensativos.
En la oficina Mason propuso:
—Telefonea a Kelsey Madison, del restaurante Madison de Midtown Milestone, Della. Quiero hablar con él respecto a su camarera.
Della Street asintió y pocos minutos después le anunciaba:
—El señor Madison al aparato, jefe.
—Hola, Kelsey. ¿Cómo va el negocio?
—Como siempre —repuso Madison—. Se acercan las prisas de la hora de la comida. Tenemos ya mucha gente tomando aperitivos en el bar y varios clientes madrugadores.
—Tienes una camarera… Katherine Ellis —aclaró Mason—. Me gustaría hablar con ella. ¿Podrías darle una hora libre? Eso sería durante la calma.
—Para ti, abogado, lo haré con placer —respondió Madison—. ¿Dónde quieres que vaya?
—A mi oficina.
—Allí estará.
—¿No tienes ningún inconveniente?
—En absoluto: cuando termine la aglomeración del mediodía podemos arreglarnos perfectamente… Oye, ¿no es la misma camarera que te sirvió hará cosa de un par de días?
—Exactamente.
La voz de Madison se endureció de repente.
—¿No habrá sido cosa de ella, Perry?
—No —negó Mason—. Yo se lo propuse.
Madison rió.
—Entonces, de acuerdo. Eso es una prerrogativa del cliente. Le diré que vaya a verte.
—Gracias.
El abogado dejó el teléfono para levantarse de su escritorio, y acercándose a la ventana se puso a contemplar la calle. Al final se volvió y dijo:
—¿Estás segura respecto a esos zapatos, Della?
—Estoy segura.
—Cualquier cosa que oigas como mi secretaria es una confidencia. Lo que tú veas con tus propios ojos es algo distinto; te convierte en testigo. Lo que tú has visto es una prueba. Y es ilegal retener pruebas… pero tienes que estar completamente segura de que es una prueba.
El abogado abandonó la ventana comenzando a medir la estancia a grandes zancadas, con la cabeza un tanto inclinada y los ojos fijos en la alfombra.
Della Street… conociendo aquel síntoma de intensa concentración de su jefe… permaneció sentada completamente inmóvil, sin hacer nada que distrajera su atención.