Capítulo 9
Eran las tres y media cuando Della, contestando al teléfono desde su escritorio, avisó a Mason:
—Katherine Ellis está aquí.
—Dile que pase —repuso Mason.
Katherine Ellis entró en el despacho dirigiendo una sonrisa a Della Street, y luego fue a situarse frente a Perry Mason.
—¿Qué ocurre, señor Mason? —preguntó—. El señor Madison me dijo que viniera.
Mason asintió con la cabeza.
—Siéntese, Katherine. Paul Drake y yo acabamos de regresar de un pequeño viaje de exploración.
—¿Se refiere a algo relacionado con el caso?
—Sí.
—¿Ha descubierto algo?
—Primero permítame que le haga algunas preguntas —rogó Mason—. ¿Ha sabido hoy algo de su tía?
Kit meneó la cabeza.
—¿No sabe nada de ella?
—¿De ella? ¿Por qué? ¿Es que hay algo que debiera saber?
—Su tía —reveló Mason— fue asaltada anoche… al parecer por un intruso que la golpeó en la cabeza con una gran linterna de cinco lámparas y…
—¡La linterna grande! —exclamó la joven—. ¡Vaya, esa linterna es mía!
Mason la observó pensativo.
—¿Cómo está, señor Mason? ¿Le han hecho mucho daño? ¡Cielo santo, debo ir a verla! ¿Está en su casa o…?
—Lo último que he sabido es que estaba en el hospital en estado de coma —repuso Mason—. Al parecer ha estado inconsciente varias horas.
»Los médicos creen que hay un coágulo de sangre en el cerebro de un tipo conocido como hematoma subdural. Este coágulo suele ser fatal con frecuencia y puede producirse, particularmente en una persona de edad, por un golpe en la cabeza. El coágulo se forma debajo del cráneo y ejerce presión sobre el cerebro. Además, si la sangre del coágulo es venosa, la herida puede volver a abrirse de cuando en cuando, haciendo que se infiltre más sangre en el coágulo.
Ella miraba a Mason con los ojos muy abiertos.
—Bien —inquirió Mason—, ¿cuándo ha visto a su tía por última vez?
—Pues, ya lo sabe usted… cuando me marché de la casa.
Mason meneó la cabeza.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó ella.
—Nosotros la dejamos en el motel. Después de irnos usted volvió a casa de su tía.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Kit—. ¿Preguntó… acaso el taxi…?
—Lo sé —replicó Mason—, y probablemente la policía lo sabrá también, a causa de los zapatos y la ropa que lleva puesta… la falda plisada.
»Usted preguntó a Della Street si le había traído los zapatos de piel de cocodrilo. Esos eran sus zapatos de trabajo. Por tener que permanecer tanto tiempo de pie en el restaurante, y por no estar acostumbrada al trabajo de camarera, usted precisaba de aquellos zapatos para no cansarse tanto.
»Cuando Della Street fue a buscar sus cosas, usted no le hizo ninguna observación y ella no los trajo. No obstante este mediodía, cuando servía a las mesas, los llevaba puestos. Eso significa sin lugar a dudas que usted fue a la casa y recogió esos zapatos antes de ir a trabajar. Ahora dígame, ¿fue a primera hora de esta mañana o ayer noche?
—Fui anoche —replicó ella—. ¡Oh, señor Mason, esto es terrible!
—Está bien —insistió Mason—; ¿dice usted que fue anoche? ¿A qué hora?
—Después de que ustedes se marcharan del motel… probablemente un par de horas después. Traté de dormir. No podía dejar de pensar en lo mal que lo iba a pasar sin mis cómodos zapatos. Recordé que tenía una llave de la casa y que podía entrar, recoger mis zapatos y marcharme, sólo en unos pocos minutos. Particularmente si tía Sofía estaba dormida.
—Será mejor que me dé usted esa llave, Katherine —ordenó Mason.
Ella abrió su bolso y le entregó la llave.
—Ahora cuénteme exactamente lo que hizo —prosiguió el abogado.
—Cogí algún dinero del que usted me había dejado para el taxi, llamé a uno, y le hice aguardar delante de la casa. Utilicé mi llave para entrar. La casa estaba oscura y silenciosa. Me quité los zapatos y subí descalza la escalera. No oí el menor ruido.
—¿Qué utilizó para alumbrarse?
—Fui a tientas por la escalera y el pasillo de arriba hasta encontrar mi cuarto. Entonces encendí la luz, cogí mis zapatos de cocodrilo, esta falda plisada y algunas ropas que pensé iban a hacerme falta, apagué la luz, salí al pasillo y luego bajé la escalera hasta la puerta de la calle. En conjunto no estuve en la casa más de tres o cuatro minutos.
—¿Dice usted que esa linterna grande es suya?
—Sí, yo tenía una linterna grande de cinco lámparas que alguien antes que yo había dejado en la habitación donde dormía. Quité las pilas viejas, puse otras nuevas y la utilizaba por la noche después que tía Sofía se había acostado. De esta forma no necesitaba encender las luces del pasillo cuando subía y despertar a tía Sofía. ¿Puede usted averiguar cómo está, señor Mason?
Se abrió la puerta de la oficina exterior para dar paso al teniente de policía Tragg.
—¿Cómo estás, Della? —saludó—. Hola, Perry. Perdonarás que entre así, sin anunciarme, pero existe siempre una tendencia por parte de los abogados a dejar que se me enfríen los pies ahí fuera si me anuncio. Los que pagan sus impuestos no les gusta que pierda mi tiempo, y no me gusta hablar con un sospechoso que ha sido aleccionado. Deduzco por la descripción que tengo, que ésta es Katherine Ellis. Y lamento decirle que tengo una orden de arresto para usted, señorita Ellis. Deseo advertirle que cualquier declaración que haga puede ser tomada contra usted; que no se la requiere para que haga ninguna declaración, y que está autorizada a utilizar los servicios de un abogado durante todas las etapas del proceso.
—¿Y la naturaleza de los cargos? —preguntó Mason al policía.
El rostro del teniente Tragg se puso grave.
—Asalto con intento de asesinato, y dicho cargo puede ser cambiado por asesinato.
»Sofía Atwood ha empeorado. No es de esperar que viva —prosiguió el teniente Tragg.
Mason se volvió a Katherine Ellis.
—No diga usted absolutamente nada —le aconsejó—. No conteste ninguna pregunta, excepto cuando yo esté presente y le dé permiso para hablar. Éste es un asunto serio y hay algunos puntos que no quiero en absoluto que los comente.
—Si se trata del viaje nocturno que hizo anoche en taxi hasta la casa, Perry, ya lo sabemos —aclaró el teniente Tragg en tono jocoso—. Uno de los vecinos oyó llegar al taxi y permanecer allí con el motor en marcha. De modo, que sabiendo que había habido cierta conmoción en la casa a primera hora de la tarde, el vecino anotó el número de la matrícula del taxi.
»Pudimos encontrar al conductor que recordaba haber recogido a la señorita Katherine Ellis en el motel, para llevarla a la casa, y luego haber esperado mientras entraba en ella para recoger algunas cosas. Los informes demuestran que estuvo en la casa unos siete minutos.
»Eso fue poco después de medianoche, y hay muchas posibilidades de que Sofía Atwood fuese atacada precisamente mientras la señorita Katherine Ellis estaba allí, con el taxi aguardando fuera.
»Puedo decirle todo esto, Perry, porque lo leerá en el periódico.
»Hay otras circunstancias que no debo revelarlas de momento, pero que agravarán el caso. Ahora, lo lamento, señorita Ellis, pero tiene usted que acompañarme. Procuraremos que el arresto sea lo menos penoso posible. Tendré que llevarla del brazo, pero no vamos a esposarla; trataremos de que haya la menor publicidad posible… aunque, claro está, los reporteros la estarán aguardando en la comisaría cuando lleguemos.
»Si quiere un consejo de un viejo, yo le sugeriría que no hiciera nada para tratar de zafarse de las cámaras, sino que alce su barbilla y eche los hombros hacia atrás, y no trate de ocultar su rostro. Dé oportunidad a los fotógrafos de que la saquen con el mayor parecido posible. Creo que Perry Mason estará de acuerdo conmigo. Es mejor tener relaciones públicas.
»Y ahora, si está dispuesta…
Mason admitió:
—Recuerde lo que le he dicho, Katherine. ¡No diga nada, absolutamente nada! No haga comentarios de ninguna índole. Ésta es una acusación seria y tendrá enemigos que harán todo cuanto les sea posible para que salga convicta.
Mason se puso a su lado y ella se agarró a su brazo presa de pánico.
—Pero, señor Mason. Yo… No puedo…
Mason se libró de su mano con suavidad.
—Sí, Katherine —dijo—, tiene que hacerlo. Estaremos en contacto con usted y no va a ser tan malo como se imagina si conserva el valor.