Final

No sé del paradero de Toño Ciruelo.

Después de leer por primera vez el manuscrito salí por fin a la calle: los cuerpos de los ladrones habían desaparecido. Me pregunté si fue real —no tanto los ladrones sino Ciruelo, desde su llegada a mi casa, enfermo o fingiéndose, a contar que había matado a la Oscurana.

Su cuaderno estuvo a mi lado, un tiempo. Después aborrecí su lectura. Por años alejé el cuaderno de mi vista; no sé por qué no lo destruí; hice algo parecido: lo escondí hasta olvidar en dónde lo tenía escondido: ¿aversión?, ¿tristeza?, nunca logré averiguarlo.

Viajé con frecuencia, trabajé en lo mío. Si el recuerdo de Ciruelo regresaba inoportuno a mi vida lo enterraba.

El día que dejé mi casa, el día del trasteo, uno de los cargadores me preguntó qué debía hacer con un cuaderno en el congelador de la nevera, debajo de las cubetas de hielo —como un pedazo de carne podrida, pensé. Se había malogrado por la humedad, pero seguía leíble. Lo leí. El invencible demonio me poseyó otra vez. Entonces corrí al barrio Egipto, en busca de Toño Ciruelo, pero ya no encontré su casa. En su lugar habían construido o estaban construyendo un siniestro edificio de apartamentos —de esos edificios bogotanos que siguen para siempre en obra negra.