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Aeropuerto
Estudiar en distintas universidades nos distanció. Además, no quería continuar mi amistad con Ciruelo: me exasperaba, era una aversión que provenía del instinto —aunque no dejaba de ganarme su palabra viva, el mundo subterráneo que arrojaba, que en cualquier segundo te corrompía, íntima, ferozmente: el abismo de una maldad elemental pero avasallante; la inquina contra el mundo, amargura insoslayable, sexo y rebelión —que yo compartía, quién sabe por qué, la edad, supongo.
Me enteré, a la altura del quinto semestre de universidad, que Toño Ciruelo daba la vuelta al mundo, por un año, con sus tíos. Abandonó los estudios de química, un feliz irresponsable, ¿él o sus tíos?, me envió tres grandes postales en fechas distanciadas, una del Japón, la otra de Egipto, la última de Singapur; en las tres me hablaba de Beirut, Doha, Durban, Kuala Lumpur, de elefantes y leones, de mezquitas, las ruinas arqueológicas de Tiro, el misterioso barrio Hamra, el golfo pérsico, ciudades del futuro, paseos en camello, los ríos Gombak y Klang, el templo Batú. En la última postal, al año exacto de su viaje, me indicaba la fecha y hora de su regreso a Colombia, para que yo lo recibiera en Eldorado, ni más ni menos, pero pensé: Soy el único que tiene. Porque la vida de Ciruelo, lo que entonces sucedía con él, me provocaba solo compasión, expiación y no fidelidad de amigo: su hermana, sus padres, su entera familia desaparecida de la noche a la mañana, y Toño solo —más que una piedra, pensé.
Lo fui a recibir la noche de un viernes.
En la pantalla titilante de llegadas internacionales vi que el avión de Ciruelo estaba retrasado: demoraría un par de horas, Dios, debí traer un libro. Fue una sorpresa encontrarme cara a cara con Fito Fagua —que acababa de corroborar en la pantalla lo mismo que yo.
—Fito —saludé con una casi risotada—: ¿de modo que tú también?
—Por lo visto tiene dos amigos —dijo, y hubo algo en su saludo que me desconcertó: ¿fastidio? Hacía tiempos que no veía a Fagua. También él estudiaba en otra universidad —artes plásticas—, y, desde Sexto de bachillerato, también él no quería saber de Ciruelo. Nos estrechamos las manos, no nos abrazamos (yo pensaba que podría suceder). Fagua había engordado; descubrí la incipiente calva, a tan joven edad, pobre Fagua, pensé. Empezaba a recordar a Ángela, a través de los claros ojos de Fagua, su cálida hermana —el mejor recuerdo de Fagua—, pero su voz impaciente me devolvió a tierra.
—Ven —dijo—, tomémonos una cerveza, o seis, la espera es larga.
Fito Fagua siguió siendo nuestro amigo después de lo ocurrido con Ángela, aquella noche. Pero se cuidó de invitarnos a su casa: ¿quería alejarnos de su hermana?, ¿iba él a imaginar que ya Ciruelo la invitaba a cine, como la misma Ángela me contaría después?
Lo extraordinario: después de la noche de Ángela, Fagua se hizo un adicto a Ciruelo, un adicto sufriente, un pequeño sirviente admirador, nunca disentía con él, las palabras de Ciruelo constituían el oráculo, Ciruelo lo nombró su «amanuense», porque le dictaba sus «frases célebres», frases más altas que su autor, frases que Fagua, con letra redondeada, femenina, vertía escrupulosamente en el cuaderno de notas titulado: Pensamientos de Antonio Ciruelo sobre sí mismo, sobre los colegios y conventos y su relación secreta con las cárceles colombianas.
Ni falta añadir que también el título era otra frase célebre de Ciruelo. Recuerdo, patentes, otras frases: De una cosa quiero que esté seguro el mundo: de Antonio Ciruelo. La muerte será siempre una sorpresa. La soledad es sobre todo silencio. El mundo está hecho de imbéciles —y por imbéciles. Soy de aquellos que solo se acuerdan del cielo cuando llueve. Yo, conspicuo desconocido. Me basta mi imaginación para suplir a los amigos. A tus órdenes, mundo, siempre y cuando estemos de acuerdo. Cualquier bosque posee sus caperucitas. La bacanal va por dentro. Si estás allí yo estoy aquí. El mundo me tiene escrúpulos, soy su habitante del más acá. Estarás viejo cuando te mires al espejo y preguntes ¿pero quién es usted, qué hace aquí conmigo? Ríe, ríe, ya vendrá tu tiempo de llorar. Cuidado: tu fotografía no dice la verdad. Si me sorprenden muerto que nadie contemple mi desnudez. Nada como una conversación de comadres para volver a la realidad. La Biblia es el libro que más nos une, por su terror. El pasado ha pasado. Las vacas dan testimonio. Hasta la estupidez produce su música. Los escritores como Eri son gallinazos que buscan en la basura: yo soy la basura ideal.
A mí todo eso me descomponía, sin ignorar su latín, ese grito mil veces repetido: Dentibus fremebant! Y esa frase reiterada a la menor ocasión: Excusa mi ignominia este país ignominioso. Y otra tan célebre como paupérrima: Busca lo que sea pero encuéntralo, frases que relinchaban casi a la altura de la memorable de Gong Sunlong cuando aseguró: Un caballo blanco no es un caballo. Y me descomponía peor, al principio, porque después me resigné, la servidumbre de Fagua, a quien creía un tipo íntegro, acuarelista, entendido en Pushkin, me descomponía la vanidosa autoridad que Ciruelo imponía sobre Fagua. Conmigo no era igual: puedo afirmar que Ciruelo me respetaba, aunque también yo me hallaba a su merced: me subyugaban sus ocurrencias, sus actos públicos, sus «narraciones extraordinarias», las incesantes hecatombes que a su lado nos sucedían.
Mis pocas amigas, las que durante el colegio conocieron a Ciruelo, eran atraídas de inmediato por él, pero no mucho después lo aborrecían, ¿por qué?, ninguna de ellas quiso o pudo explicármelo. Solo una, la gringa Katy, traviesa peluquera del centro comercial, que no era gringa sino santandereana, que tenía entonces nuestros mismos dieciocho años, rubia, espigada, y con quien nunca me pude acostar, arrojó luces, me dijo: Él acababa de entrar en la peluquería, lejos de mí, realmente lejos, pero me puso encima los ojos y sentí como si una lengua me lamiera, ahí, y ardía tanto que planté mi mano en mi entrepierna como para defenderme de algo muy adentro, era él, que seguía atravesándome, me repugnó, y, cuando busqué sus ojos, ya no estaba, desapareció.
Ahora puedo recordar la vez que caminábamos con Toño por la séptima, cerca del Planetario: íbamos detrás de tres muchachas —solíamos perseguir desconocidas sin mayores pretensiones porque nunca les decíamos nada y sucumbíamos. Recuerdo que mientras las seguíamos Ciruelo comentaba de Catalina de Siena, una de sus santas coprófagas predilectas, decía, que se azotaba con un nervio de buey, ejemplo de éxtasis, sentenció. Pero cuando caminábamos todavía más cerca de las muchachas lo oí murmurar, esta vez para sí mismo, torrencial, casi enfurecido: Raptarlas como si yo un tigre, llevármelas enganchadas en los colmillos, chillando, debatiéndose. Al advertir que yo lo escuchaba se apaciguó; me tomó del brazo, me atrajo a él y me dijo, como si creyera que yo era Fagua y me dispondría a consignar otra frase célebre, me dijo, encorvado, fruncido, los brazos atrás, a la manera del pensador: Las mujeres están siempre seduciendo, Eri: no importa que se trate de un viejo o de un niño, de un asno o de un perro, todas las mujeres saben que todos los hombres les miran el culo: sobre esa conciencia de seducción se construyen y destruyen muchas vidas.
¿Cómo replicar a Ciruelo?
Lo culminante, esa vez del Planetario, ocurrió cuando hizo histrión un amago de manos de mago en dirección a los cuellos de las muchachas —que avanzaban a medio metro de distancia, que se contoneaban provocadoras, intimidantes, ignorantes por completo de nuestro acecho. Los ojos de Ciruelo calcinaban, los vi como enterrados en las núbiles cervices: de pronto las tres se volvieron a nosotros en mitad de un solo grito, los brazos alzados como si se protegieran de algo o alguien invisible pero mucho más poderoso que ellas, como si un ala inmensa las rozara en el vello de las nucas, erizándolas, enrojeciéndolas (tenían las bocas abiertas), nunca olvidaré sus caras aterradas pero como asfixiadas de alegría, ¿realmente alegría?, hoy me pregunto: ¿telepatía?, solo hoy tengo en cuenta los libros de hipnosis de Ciruelo, las muchachas echaron a huir como ciervas, un predador las husmeaba, cruzaron la calle, aladas: ya casi parecían elevarse alentadas por el susto. Yo solo dije a Ciruelo: ¿Cómo hiciste eso?, y él replicó, soberbio, aunque trémulo, como alguien después de un inconcebible esfuerzo físico: Tardarías doscientos años en aprender, Eri.
Qué fanfarrón, pensé.
Pero en eso recordé sus ridículos ejercicios de ventrílocuo, cuando hacía hablar a las piedras, cuando hacía hablar a los gatos, cuando puso tres malas palabras en los labios de una pobre viejecita que pasaba, y se las puso con voz de viejecita: Ah vida hijueputa, y me convencí. Sus ejercicios podrían parecer ridículos, pero resultaban eficaces, demostraban su poder magnético —en el caso de las tres muchachas del Planetario— o su facultad de ventrílocuo: Ciruelo imitaba la voz de Fagua y la mía a la perfección, y, lo que era admirable, sin mover sus labios parecía hacer salir la voz de nosotros. A mí me hizo decir un día: Creo que hoy me voy a suicidar. Y a Fagua: Pero qué lindo culito tengo.